LA VOZ Y EL AGUA

 

 

 

 

Mar Busquets Mataix

 

 

 

 

 

 

 

LA VOZ Y EL AGUA

 

© Mar Busquets Mataix

© Ilustración portada: Rocío Busquets Mataix

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ISBN: 978-84-17307-39-4

 

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A mi madre, María José Mataix,
porque ella me infundió el amor a la música
y me dio las primeras clases de solfeo.

 

 

 

 

Tú eres la voz, yo el agua,
el agua que querría asomarse a tu ventana
para despertarse un día
a tu lado y susurrarte
todas esas palabras
que hoy no entiendo.

 

 

UNO

Venecia, 1634

 

Es el primer día que voy a cantar.

El señor Strozzi, para quien trabaja mi madre, me ha ordenado tomar clases de música. Confía sin duda en mis dotes y en mi voz. Y yo, de alguna manera me siento elegida. Elegida mientras le cuento esto a mi madre, que está lavando unas verduras. Miro sus manos ásperas, gastadas, que en nada se parecen a las mías, tan cuidadas y blancas, tan finas y delicadas cuando taño la viola.

Cuídate de tus manos, cuídate de tus deseos, cuídate de tus propósitos, pienso. Cuídate de querer ser quien no eres, de pensar que en esta vida podremos alzar el vuelo, si no es con la voz que se levanta por los edificios venecianos y llega hasta la laguna, hasta el cielo húmedo y brillante, hasta el mismo sol, de pronto solapado, entumecido por el frío.

Cuídate de tus propósitos, de las palabras bellas…

 

 

DOS

Mi madre piensa que es posible que yo pueda tener una vida diferente; dice que tengo estrella y ella misma no puede creerse que su hija sea depositaria de un don tan especial que me hace ser importante ante los ojos de todos los gentilhombres asiduos a la Accademia degli Unisoni.

Aun así me previene; soy su única hija, y hará bien en protegerme. El mundo es demasiado duro para una chica sola.

Ten cuidado. Este don, Bárbara, podrá tal vez hacerte muy dichosa, volar por cielos que no te pertenecen, pero no olvides nunca tus raíces, no olvides nunca mis manos, porque de alguna manera siempre tendrás que volver a esta cocina, siempre tendrás que aterrizar, me dice mi madre con cierta dulzura y recelo, con el miedo de quien se arroja a un precipicio sin saber si debajo le esperará, sonriente, el mar.

Pero yo no soy ella, y no pienso de esa manera. Tal vez sea mi juventud y ese don que Dios me ha dado lo que me hace sentir segura, atrevida y esperanzada. Mi profesor de música dice que tengo una voz prodigiosa.

—No sólo posee usted una bonita voz, también es afinada. Ahora sólo falta enseñarle a interpretar, a sacar a las melodías todo lo que pueden expresar para que lleguen a los corazones de los oyentes. No sólo a la piel, también a sus corazones —me dice a menudo mi profesor, sonriéndome.

Es una persona mayor y bondadosa, que me mira desde sus lentes con ojos alegres e ilusionados. Él me transmite toda la emoción que nos embarga cuando somos capaces de comprender, de atisbar toda la profundidad de las frases musicales, casi como un puñal que suavemente penetrara en nuestro corazón.

Como soy tan joven no sé qué pensar de las palabras del maestro, simplemente me dejo guiar por él; toca el clavicordio mientras yo taño la viola. No sé cómo encajarlas o qué pueden significar realmente. Únicamente me dejo llevar por ellas como por las notas musicales. En ese tránsito, que se parece muy poco a mi vida habitual en la que ayudo a mi madre a pelar patatas o a coser, me despliego y creo volar más allá de mis ropas algo gastadas, de mi condición de hija de una criada, aunque sepa leer y disfrute de los placeres refinados que la cultura nos proporciona.

Muy pocas personas de mi nivel social se puede decir que sepan hacer lo mismo que yo, pero el señor Strozzi se ha preocupado en todo momento por mí; dice que es importante tener una formación mínima, que también las mujeres en Venecia pueden aspirar a abrirse un futuro.

Mi madre reconoce la importancia de este don, aunque no puede evitar sentir cierto recelo:

—Sólo las cortesanas honestas son capaces de tocar el laúd o la viola, de recitar versos…

—No sólo las cortesanas, también las princesas y las mujeres de la nobleza… —le rebato yo.

—Ya, pero nosotras somos ciudadanas comunes, y en nuestro nivel social, tocar la viola es sin duda signo de ser una mujer cortesana.

—No pensarás que el señor Strozzi quiere convertirme en eso, ¿verdad? Es sencillamente que le gusta mi voz, que le gustan las canciones que compongo. Yo creo que quien disfruta totalmente de la música sabe que esta está por encima de cualquier consideración social, que el arte está más allá, que no entiende de esos prejuicios.

—No sé, no sé… Me causa cierta extrañeza, cierto desconcierto.

—Madre, nada puede pasarme. Nada que yo no desee…

Y cuando pronuncio estas palabras, veo en sus ojos algo que se me escapa. Es una luz especial, un extrañamiento frente a esta hija que ha nacido en un sitio equivocado y que tal vez posee un don equivocado. Y entonces mi madre desvía la mirada hacia la ventana, y la miro, pensativa, y sé que fue a mi edad más o menos cuando entró a trabajar para el Sr. Strozzi quedando embarazada al poco tiempo.

A nadie se le escapa que tal vez él pueda ser mi padre, debido a la deferencia con la que me trata, pero seguramente mi madre tiene razón y hoy por hoy, mientras no ostente el apellido Strozzi, tocar el laúd sólo me servirá para parecerme a una cortesana.

Las he visto elegantes, sofisticadas, adoradas por sus amantes. Las he visto como mujeres poderosas, independientes y que tienen la capacidad de decidir sobre sus vidas –o al menos eso es lo que creo yo–. Con sus abanicos, joyas, complementos, maquillaje, parecen salidas del propio teatro, casi irreales, como si ningún mal pudiera hacerles daño…

Pienso en la conocida Verónica Franco, era culta, refinada, elegante… Llegó a publicar varios libros de poemas, pasando a la posteridad. Toda una leyenda. De hecho, todavía se la recuerda. Es todo un hito en la República de Venecia, casi un emblema, pero siempre tuvo que estar sometida a la voluntad de sus pagadores.

La idea da pavor.

La sola idea de que una chica pueda entregarse a otro, involuntariamente, por unas monedas, pasando a formar parte del acervo de los placeres mundanos, perdiendo su corazón, su verdad más íntima, es algo que nunca lograré comprender.

Pero la música está por encima de lo mundano, de esos oscuros intercambios. Tocar la viola es como pulsar las cuerdas del alma dormida de la gente que ha olvidado que la tiene.

 

 

TRES

L’Accademia degli Unisoni creada por el señor Strozzi, es un sitio reservado a gente muy selecta.

Tengo quince años, tal vez no sean muchos, pero mi voz se eleva, delicada y afinada como la brisa que corretea por las calles de Venecia.

Veo como una prueba de fuego el poder codearme, charlar y disfrutar de la música. Es lo que siempre hemos hecho, cuando el Sr. Strozzi venía por las tardes a la planta baja del palacio, en la que tenemos nuestra vivienda, y entonces me enseñaba música y cantábamos la última canción de moda o la última melodía que había compuesto, para ver cómo sonaba en mi voz.

Tomo mi viola. Sonrío. Hay insignes caballeros, gentilhombres… No deseo demostrar nada, no me gusta que me exhiban como un objeto preciado. Sencillamente el señor Strozzi quiere que comparta mi voz con un auditorio selecto. Grandes amigos suyos adoradores de todo cuanto concierne a lo artístico, porque aquí, el arte está muy por encima de cualquier consideración social. La gente vive volcada en la belleza, la busca, la necesita casi como el aire que respira. Tal vez sea porque Venecia es casi un cuadro, una pintura, y emerge mágica y voluptuosa en los amaneceres, y resplandece reflejada en el mar cuando se pone el sol.

Ante todo debe imponerse mi voz, ese don que Dios me ha dado. El señor Strozzi, mi protector y gran amante de las artes, me mira, confía en mí. Soy un elemento novedoso para su recién inaugurada Academia. Aunque no sólo diría novedoso. Soy algo más cuando dibujo con gran delicadeza las notas musicales que se elevan hacia el cielo en forma de palabras que claman, gimen, ríen… Y siento cierta levedad, cómo me elevo con ellas en un viaje lleno de delicadeza donde desaparecen los elementos toscos de este mundo. Y comprendo el verdadero sentido de la belleza, una belleza que se acerca a lo bueno, que nos ayuda a trascender nuestra propia condición humana… Me siento segura. Segura de la música, de la vida, de mi juventud y de una dicha que creo firmemente me sonreirá. Son momentos brillantes, exquisitos y en ellos siento una soledad dichosa que me desborda. En esos instantes no necesito a nadie, ni siquiera el aplauso de los tertulianos, que casi pueden parecer mundanos… He iniciado un viaje al corazón de la música.

Cuando entro, todos me miran con una especie de cariño y admiración. A lo mejor todos saben… pero ¿qué les puede importar la vida de esta chiquilla de largas trenzas a la que nunca habían visto antes? ¿Esta chiquilla en quien nunca antes habían fijado su atención?

Empiezo a cantar y entonces siento que mi espíritu se eleva mucho más allá de donde la mirada de todos esos caballeros pueda llegar.

No me siento perteneciente a ese grupo, sino como una angelical figura, diferenciada con mis sutiles ropas femeninas y mis trenzas, como una paloma blanca que vuela por el cielo como lo hace mi voz. Me invade cierto desasosiego cuando detecto el brillo emocionado en los ojos de estos señores y sé que soy más libre que ellos cuando no necesito ni siquiera su aceptación.

Qué hacer cuando no puedo identificarme con ellos y Giulio Strozzi me exhibe en un acto extraño para el que no hallo la palabra adecuada. Sin duda debo rebelarme, sentirme alejada de estos señores, mayores que yo y poderosos.

Me exhibe, en cualquier caso, aunque yo apenas me doy cuenta mientras me entrego a las notas que brotan de mi garganta y que me acercan al mundo de los ángeles. Tal vez, a través de la música habitamos todos en un plano distinto y mágico, alejado de la realidad, en el que todos somos iguales y el único poder lo ostenta ella.

Al acabar, observo cómo todos aplauden entusiasmados. El señor Strozzi está ufano y me mira con una mezcla de dulzura y admiración… quién sabe si también de sorpresa.

—Su voz es un prodigio. Ni los mejores castrati. Es cristalina como un arroyuelo de agua pura.

—Pienso en la fama de estos cantantes de los que se dice que su timbre vocal es tan parecido al de los ángeles o los niños, pero es que su voz no tiene nada que envidiarle. Es clara y dulce.

—Claro, porque es casi una niña.

—Casi una niña pero con la voz y el cuerpo de un ángel.

Noto las miradas de estos caballeros por todas las partes de mi cuerpo. En ese mismo instante me voy a un rincón y me siento en el sofá más apartado. Mis ojos, curiosos, recorren la tertulia del señor Strozzi; los sillones elegantemente tapizados, las cortinas de damasco, los mármoles del suelo. Hay un aroma a pétalos de rosa en toda la sala, un vehemente aroma que incita a la sensualidad. Entonces mi mirada se cruza con la de Filippo. Sonreímos.

También yo me siento como una rosa que ha florecido en este día.

Estoy aquí por obligación, levantando mi voz como no puedo levantar mi cuerpo, para volar de aquí, para escapar de aquí. Y aun así no percibo nada lujurioso en las miradas de estos caballeros, aunque me sienta ciertamente vulnerable. Pienso en la insistencia del señor Strozzi de pertenecer a su Academia, pero ¿acaso sería capaz de defenderme si peligrara mi integridad?

No soy suya, no soy su obra, no le pertenezco. Hay cierta rabia, ira tal vez, una desazón que busca ser nombrada.

 

 

CUATRO

Mi madre está preparando la cena para el señor Strozzi.

En cuanto llego me pellizca las mejillas y me besa.

—¿Cómo te ha ido, querida Bárbara? —me toma de las manos y me da vueltas sobre mí misma—. Pareces una señorita, pero qué bella, qué flor tan bella.

Me mira con orgullo y arrobo porque este día visto unas ropas especiales; un vestido azul con brocados y una diadema de perlas pequeñitas. Mis trenzas cuelgan a ambos lados porque mi madre se ha empeñado en darme esa imagen de niña. Sabe que debe protegerme, sobre todo en los espacios que a ella le son vedados.

—Madre, ese mundo no es el nuestro. Es un mundo de hombres. Me siento como una extraña… Sólo hay una cosa que me reconforta; se habla de temas interesantes, de la música, del arte, de la poesía. Son personas cultas. Es lo único que me gusta… y la música. Hay otros músicos que tocan y poetas que recitan versos.

No sé qué tienen estos círculos en los que supuestamente se despliegan las alas de la cultura, del arte. A veces tienen algo de postizo, de afectado, pero hay instantes en los que se siente la música ascender más allá de la ventanas y entonces nuestras vidas no tienen importancia, porque hay una verdad más alta que es la de los afectos recreados en el arte, la del propio arte. Eso es lo único que importa, que vuela por el cielo como nosotros no podemos en un anuncio de una eternidad más allá de las vicisitudes cotidianas.

Sin duda vivo entre dos mundos aunque tal vez no pertenezca a ninguno, y aunque alguno seguramente en algún momento me haya debido pertenecer.

Mi madre me pregunta como si yo volviese de un país lejano, de un largo viaje, y en cierto modo es así, porque sin duda es lejano el país en el que he sido presentada, cuando siempre he estado acostumbrada a estar aquí, en la planta baja del palacio “Pésaro Papa-Fava”, en las diferentes dependencias en las que el servicio puede moverse.

Aun así, el señor Strozzi siempre se ha mostrado muy generoso conmigo, como también hace ahora, porque nunca me ha hecho sentir una refugiada, la hija de la sirvienta, sino alguien importante. Desde que descubrió mis dotes musicales se propuso instruirme buscándome un profesor, y me dejaba ir en algunas ocasiones a la sala de música en el segundo piso o a la biblioteca.