Abelardo Ferroi

 

Había una vez una historia de amor y de pasiones inconclusas

 

(Primera parte)

El timonel extraviado

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Primera edición: mayo de 2017

 

© Grupo Editorial Insólitas

© Abelardo Ferroi

Portada: Federico Fierro

ZOOM. De la serie «Saturación Domestika» 2006

Acrílico, óleo, pastel al óleo y laca sobre tela / 120 x 50 cm

Colección privada

 

ISBN: 978-84-17005-56-6

ISBN Digital: 978-84-17005-57-3

 

Ediciones Lacre

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

info@edicioneslacre.com

www.edicioneslacre.com

 

IMPRESO EN ESPAÑA - UNIÓN EUROPEA

 

Para Elizabeth,

Federico Alberto,

Laura Mercedes,

Juan Fernando,

Mara Juliana

y Ulysse

 

ÁRBOL GENEALÓGICO
DE LA SAGA

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1

El sábado enterraron a Alejandro Labrador.

 

Los primeros que lo encontraron le calcularon medio siglo, aunque su documentación indicaba que se trataba de un hombre muy viejo. Esta circunstancia, que no pasó desapercibida a la hora del levantamiento del cadáver, no significó, sin embargo, nada más que otra curiosidad inexplicable a las que las autoridades nunca se acostumbrarían en aquella ciudad de nadie. El cadáver ingresó a la morgue predestinado a engrosar las estadísticas del mes, pero el escándalo que se armó cuando los forenses descubrieron el rejuvenecimiento inexplicable de su sistema digestivo, lo convirtió de la noche a la mañana en un importante muerto de jueves. Los científicos que llegaron a las carreras a estudiar lo inexplicable, no pudieron investigar aquel comportamiento contradictorio que revertía el irremediable proceso de la decrepitud, porque las vísceras que intentaban estudiar, se desintegraron en un caldo amarillo de vapores fosforescentes.

 

Alejandro Labrador había nacido en el otro lado del continente, al sur, en una población de frontera y a noventa kilómetros de aquel mar ocre, del que un día desembarcaron noventa piratas extraviados dispuestos a quedarse para siempre, después de haber desafiado los vientos cruzados del Estrecho de Magallanes para saquear las poblaciones costeras de los mares del sur, y de haber sobrevivido a las serpientes marinas que abordaban los barcos en alta mar, anidaban en los cofres de los tesoros, y se dormían plácidas en los cañones de los arcabuces.

 

Las nativas no tardaron en sucumbir al encanto irresistible de sus rancios olores, de sus barbas desaliñadas y de sus candongas rutilantes, y de un día para otro abandonaron familias y rebaños, y se unieron sin remordimiento, en carne y hueso y para siempre a aquellos invasores de padres ignotos que fornicaban al revés y hasta cuatro veces por día, y aunque el Consejo de Ancianos recomendó prudencia y tiempo para que el tiempo encontrara una solución prudente a aquel conflicto de posiciones importadas, el enfrentamiento de civilizaciones se hizo inevitable con los primeros soles de junio.

 

Los invadidos, inferiores en tecnología de guerra pero mejor armados de paciencia que los invasores, se aprovechaban de su mala digestión y los atacaban a la hora de sus necesidades mayores, cuando sus nalgas enjutas eran blanco fácil de sus dardos ponzoñosos; hasta que el temor a morir en estado de indefensión e indignidad, generó un estreñimiento colosal que les obligó a construir un asentamiento tierra adentro, donde la topografía facilitara la defensa y la satisfacción pacífica de las necesidades individuales, ante la desagradable opción de tener que defecar en grupo para proteger mutuamente sus descoloridos traseros de los ataques matutinos.

Años después, los descendientes de aquellos fundadores estreñidos, más preocupados por combatir a los mosquitos que por continuar la gesta escatológica de sus ancestros invasores, construyeron una ciudad fea, de casas de bahareque y techos de paja, mal hecha, rodeada de la empalizada antigua que construyeron sus tatarabuelos para protegerse de los ataques de los nativos, y recostada contra unas montañas rojas, carcomidas por un bondadoso río impredecible, capaz de inundar sin misericordia los barrios bajos cuando llegaban las lluvias en abril, aunque en agosto se pudiera cruzar saltando de piedra en piedra sin mojarse las alpargatas.

La ciudad se convirtió en refugio de los que no tenían dónde ir durante las nueve guerras civiles oficiales que asolaron la región, y empezó a crecer sobre la margen derecha del río impredecible y hasta su desembocadura en el río Manso, que indiferente, recorría un valle plagado de ciénagas y marismas de los tiempos del mar de la creación, por donde los sábados bajaban sin prisa champanes rudimentarios cargados con guacales de gallinas y arrumes de plátanos, que a duras penas satisfacían la demanda creciente del mercado dominical.

Aprovechando que el suelo arcilloso permanecía húmedo buena parte del año, los hijos de los fundadores construyeron aljibes milagrosos en los patios de las casas para abastecer a las familias, hasta que la ciencia pública atribuyó la epidemia de cotudos adolescentes al consumo de agua sin tratamiento, y obligó a las autoridades a construir el acueducto municipal a las carreras, para alejar el maleficio con tecnologías de avanzada.

No obstante, tapados con gruesos tablones y disimulados con helechos y trinitarias, aquellos manantiales prodigiosos de los que sacaban agua con una totuma en los meses más crudos del invierno, fueron vitales durante las feroces guerras civiles que siguieron a la de la Independencia, cuando los ejércitos victoriosos castigaban a la población cerrando las válvulas de suministro para que todo el mundo comprendiera quién tenía el control de sus vidas; y sólo después de un siglo caerían en desuso, gracias a la concertación de una constitución alcahueta que puso fin a las guerras internas y facilitó la construcción de otro acueducto diseñado sin angustias, suficiente para satisfacer el crecimiento acelerado de la población durante la transformación industrial, pero insuficiente para combatir el incendio infernal que la consumió por los tiempos del meteorito, permitiendo construir, ahora sí, la ciudad pujante que conoció Alejandro Labrador.

 

El padre de Alejandro Labrador, un timonel fracasado que llegó con la pobreza en la piel y con el sueño de construir un mundo como el que había conocido al otro lado del mar, desembarcó en enero buscando con urgencia un barco con rumbo sur, porque el capitán del navío al que su incapacidad marinera había hecho encallar en la escollera de la bahía, lo estaba buscando para matarlo.

Parece que su destino inicial era el Fin del Mundo, donde anidaban gallinas monumentales ─gauchos vagabundos habían encontrado enormes huevos petrificados y las gallinas no debían estar muy lejos─, pero perdió el barco y lo que le quedaba apostando a los gallos, y no tuvo más remedio que sobrevivir como fuera, mientras el capitán de navío esperaba la reparación del casco y ahogaba su furia en las casas de lenocinio.

 

Por supuesto que Víctor no era su nombre de pila:

 

Víctor fue lo más parecido a Wienczyslaw que encontró el abogado amigo del funcionario incorruptible que sin hacer preguntas impertinentes lo nacionalizó, haciéndolo volver a nacer en un villorrio local que no aparecía ni en los mapas más detallados, y Labrador, el resultado de la traducción libre y espontánea que de su apellido impronunciable hicieron con la ayuda de un pirata holandés al que la artritis había obligado a quedarse en tierra caliente oficiando de intérprete portuario, y que justificó con maestría aduciendo que un apellido castizo podría evitarle dificultades futuras, si este país termina declarándole la guerra al suyo, porque en estos días, mi querido Wienczyslaw, uno nunca sabe lo que le espera a la vuelta de la esquina.

Y así fue.

Catorce meses después se encontró de golpe con unos ojos negros que lo condenaron a vivir y morir en tierra ajena, y al día siguiente se despertó asustado, con náuseas y dolores premonitorios, y no pudo volver a recuperarse de aquel ardor impreciso en no sé dónde, ni de la angustia de navegar con la brújula de los sentidos extraviada para siempre en un mar minado de pasiones inconclusas.

Era el amor.

Sucumbió a su embrujo y se sumergió en sus fiebres cuaternarias, abdicó de sus sueños australes sin remordimientos, y se dispuso a invadir el corazón de Matilde Vergel, la misma semana que Alemania invadía sin razones civilizadas a los distraídos polacos.

Aunque en casa de los Vergel no vieron con recelo los inicios de aquella relación enfermiza, cuando don Zacarías investigó y supo detalles de su trayectoria extraviada, no dudó en cerrarle las puertas para siempre.

 

Zacarías Vergel, un hombre pobre que consideraba la soberbia como una virtud hereditaria, provenía de una familia de Zacarías caída en desgracia por aquellas jugarretas extravagantes de la historia:

Su abuelo ─el primer Zacarías─ lo había apostado todo a la séptima guerra civil con éxito, y con las ganancias del ventajoso contrato que le otorgó el gobierno de los ganadores para suministrarle botas al ejército durante cuatro años, logró amasar una fortuna respetable a pesar de la sequía que padeció el país y que encareció el costo del cuero y de los cordones, y que los perdedores atribuyeron al castigo divino por la reciente expulsión de los Jesuitas. Al final de sus días, buscando la dudosa salvación de su alma, donó sus bienes a las comunidades religiosas que habían regresado sigilosamente después del restablecimiento del Orden y la Libertad, de manera que lo que dejó de herencia a sus once hijos legítimos y veintinueve naturales reconocidos a última hora, sus viudas, hijastros y acreedores menores, no fue más que una historia ejemplar y un paradigma de vida piadosa tardía, reivindicado con pompa y boato por las comunidades agradecidas.

Su padre ─el segundo Zacarías─ buscando emular la tradición exitosa de la familia, lo apostó todo a la octava guerra civil, pero esta vez al lado de los perdedores: no lo fusilaron porque el jurado que debía encontrarlo culpable de traición a la patria estaba integrado por sus hermanos naturales que lo apreciaban a pesar de las diferencias políticas y maternales, pero le confiscaron los escasos bienes que tenía, y lo dejaron tan miserable que murió vendiendo víveres en el mercado municipal sin resignarse a aceptar la derrota, dejándole a su hijo ─el tercer Zacarías─ como única herencia su testarudez universal y la soberbia de considerarse de mejor familia que el resto de los mortales, en una época y en un ambiente en el que si había algo que careciera de importancia era precisamente eso.

El temperamento insoportable que el tercer Zacarías cultivó desde su más tierna infancia le amargó la vida a él y a su descendencia, y le aisló temprano de su generación emprendedora, condenándole sin misericordia a una madurez solitaria y altiva. Ya en la juventud y después de haber practicado a conciencia las enseñanzas de su padre para cargarse el mundo encima, se convirtió en un excelente trabajador cuando le dejaban hacer las cosas como le venía en gana, lo que a decir verdad, ocurrió muy pocas veces. Nunca tuvo inconveniente en insultar a sus patrones y marcharse de inmediato cuando le pidieron algo que estuviera en contra de su dignidad desfigurada, y jamás midió las consecuencias de las acciones irreflexivas que le convirtieron en paria irreductible a los veinte años. Y al final, y como resultado de los moretones que le iba dejando la vida, aprendió a disimular sus impulsos viscerales contando despacio hasta doce porque el trece era de mala suerte, y logró conservar un empleo mediocre en los Ferrocarriles Nacionales, considerados entonces la mejor empresa del mundo, apenas el tiempo suficiente para que un jefe benévolo pero intolerante recomendara a sus superiores su jubilación varios años antes de lo previsto, para no tener que soportarlo el largo lustro que aún faltaba para la suya.

 

Se casó con Carlota Vargas cuando todos pensaban que no iba a encontrar mujer capaz de soportar su temperamento, y fue todo lo feliz que un hombre puede ser al lado de una mujer perfecta, aunque hizo todo lo posible para que ni él ni ella se dieran cuenta de aquel prodigio.

Carlota, pasada en años y en kilos, y comprometida con su padre en su lecho de muerte a cuidar a su madre hasta su último aliento, cumplió su promesa sin quejarse, ni mirarse al espejo del alma de cuerpo entero, y después de guardar un año de luto para conjurar los comentarios de la familia y para pensar en lo que sería el resto de su vida sin nadie que le reprendiera en esa inmensa casa de telarañas históricas, se casó con Zacarías cuando ninguno apostaba un centavo a su matrimonio.

Echó mano al cebo de oveja para desvanecer las arrugas y a cuatro meses de dieta rigurosa para reducir sus excesos inocultables, y gracias a aquel sacrificio que caracterizaría el resto de sus días, la noche de la boda parecía más la hija que la esposa, lo que dio pie a que los pocos compañeros del ferrocarril que asistieron a la ceremonia comentaran, que Zacarías no iba a tener hijos sino nietos. Carlota aportó la casa de telarañas históricas que le dejó su madre al morir, y donde vivieron hasta el día funesto en que incapaz de resistir el acoso tenaz de su marido, aceptó venderla para comprar doscientas hectáreas de rastrojo en el límite selvático de las montañas orientales, donde don Zacarías iba a construir en su madurez de jubilado, la mejor hacienda ganadera que jamás había conocido en su juventud.

El único hijo varón de la pareja ─el cuarto y último Zacarías─ falleció durante la quinta epidemia de sarampión, asegurando de modo trágico que la secuencia terminara con él.

Don Zacarías convirtió entonces a sus hijas en las niñas de sus ojos, en especial a Matilde, la mayor, que siempre mostró vocación y serenidad para el estudio de los números, distinguiéndose desde sus primeras letras como la mejor alumna de La Sagrada Familia, colegio de reconocido prestigio regional, que una vez graduada, le contrató como profesora de matemáticas. Don Zacarías depositó entonces en ella sus sueños de un futuro acorde con su extirpe, y cuando se enteró que Matilde era pretendida por el marinero de su desgracia, sufrió un ataque de ira del que nunca se recuperó: Víctor Labrador o como fuera que se llamara aquel marinero extraviado, no era el hombre apropiado para redimir su descendencia.

 

Víctor y Matilde se conocieron en el almacén de abarrotes de un inmigrante a quien todos llamaban el italiano bueno, donde trabajando de sol a sol, Víctor reunía el dinero que le faltaba para continuar el viaje malogrado al Fin del Mundo.

Ella llegó ese sábado por casualidad buscando jabón para lavar la ropa y lo encontró vaciando un saco de arroz en los cajones del mostrador, con el torso desnudo y resplandeciente bajo el haz de luz que penetraba por una rendija del techo de lata. Matilde, hipnotizada, clavó sus ojos negros en el bronce pulido de su torso renacentista, y los sostuvo hasta que el joven sintió el ardor en el pecho y levantó los ojos.

Él la vio.

El resplandor de la mañana dibujó la silueta más hermosa del mundo sobre el marco iluminado de la puerta, mientras el grano se desbordaba sin control en sus manos inmóviles. Matilde bajó la mirada para colocar el jabón en la canasta, sin advertir que el milagro del habla se le había extraviado en el torrente de luz de aquel instante mágico, porque las almas marcadas que se encuentran sin buscarse en la complejidad del universo no necesitan hablar: les une una comunicación cósmica.