Abelardo Ferroi

 

Había una vez una historia de amor
y de pasiones inconclusas

 

(Segunda parte)

El último embajador del káiser

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Primera edición: octubre de 2017

 

© Grupo Editorial Insólitas

© Abelardo Ferroi

Portada: Federico Fierro

ZOOM. De la serie «Saturación Domestika» 2006

Acrílico, óleo, pastel al óleo y laca sobre tela / 120 x 50 cm

Colección privada

 

ISBN: 978-84-17005-90-0

ISBN Digital: 978-84-17005-91-7

 

Ediciones Lacre

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

info@edicioneslacre.com

www.edicioneslacre.com

 

IMPRESO EN ESPAÑA - UNIÓN EUROPEA

 

Para Elizabeth,

Federico Alberto,

Laura Mercedes,

Juan Fernando,

Mara Juliana

y Ulysse

 

 

ÁRBOL GENEALÓGICO
DE LA SAGA

 

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1

Cuando Adelaida regresó de su ineficaz destierro de tres años, se dedicó a mirar la vida a través de las ventanas de una casa que para entonces le pareció más pequeña que en sus recuerdos, hasta el día nefasto en que su madre invitó a Adán Montaña a cenar en familia.

 

Adán Montaña llegó el lunes en el autobús de la mañana.

 

El colegio de La Sagrada Familia tenía un generador diésel que suministraba energía ruidosa cuando se iba la luz, lo que ocurría hasta dos veces por semana y casi siempre por más de mediodía. Un martes el aparato no funcionó más, y el celador voluntarioso, que también era el encargado de ponerlo en operación, se declaró incapaz de repararlo. Fue necesario llamar al representante a la capital y solicitar la presencia de un técnico especializado.

Adán Montaña que cabalgaba en los treinta, aunque sus canas prematuras le hacía aparentar cuarenta cinco, sobrevivía soltero a pesar de todas las emboscadas que le habían tendido para casarlo; y con una profesión definida y un futuro por construir, era un hombre interesante.

Matilde, recién nombrada directora de La Sagrada Familia, translucía una madurez provocativa; y con su arquitectura gruesa y sus caderas equinas, sus senos amplios y desalineados y algo de la mirada irresistible de la juventud, conservaba intactas las proporciones perfectas para el amor. Llevaba el cabello recogido en un moña seria y vestía de medio luto a pesar de la distancia que la separaba del esposo muerto. Aquella obsesión por los colores obscuros a la que terminó por acostumbrarse y que se convirtió en su naturaleza de viuda inaccesible, la había rodeado de un foso medieval que ningún hombre había intentado atravesar.

Cuando la máquina funcionó de nuevo y con la disculpa de celebrar el fin del suplicio que significó su reparación, Adán Montaña hizo hasta lo imposible para que Matilde aceptara una invitación a cenar. Matilde la rechazó con la educación propia de su viudez intachable, pero los perros de Adán —entrenados para cacerías difíciles— no dejaron ir la presa, hasta que Matilde no tuvo más remedio que invitarle a cenar en familia ese viernes, sin saber que en aquel momento lo estaba condenando a cadena perpetua: esa noche Adán Montaña conoció a Adelaida Labrador Vergel, y sus pestañas de ensueño borraron de su mente los planes de galán de consolación que había empezado a concebir con la directora del colegio.

Adelaida trató al desconocido de su alma con una suavidad mal interpretada, recurriendo a refinados modales aprendidos en el internado reciente. La sensualidad que brotaba de las canas prematuras del visitante, no produjo en ella más que una sensación de respeto y reverencia, porque sus sueños de mujer pertenecían a Salvador Buenaventura desde la primaria; y su amabilidad de niña bien educada no era más que el trato que merecía el primer invitado de su madre en su largo período de viudez.

María Luisa, en cambio, aunque mantuvo la cortesía exigida por la ocasión, levantó la barrera de autosuficiencia que le permitiría morir soltera, cuando descubrió la mirada carnívora de Adán Montaña clavada en la humanidad desvalida de su hermana. Lo odió desde entonces y para siempre, y nunca se arrepintió.

A las diez de la noche las jóvenes se retiraron, y la siguiente media hora se convirtió en un suplicio: los silencios se fueron alargando hasta que sólo se escuchó el sonido de los grillos en el patio.

En ese momento Matilde empezaba a descubrir que por un lado iba el análisis racional de las pasiones y por otro bien distinto, y en contra de su voluntad, iban sus pasiones. Una persona como ella, acostumbrada a ganarse la vida con ideas, conceptos y conocimientos, comprendió de inmediato que Adán Montaña era lo mejor que había pasado por aquella casa sin hombre en todos sus años de viudez. Sus pasiones inconclusas lo supieron el día que visitó la planta de generación y lo encontró en mangas de camisa con los brazos de oso untados de aceite, las espaldas de galeote y la frente de hombre de páramo perlada de sudor, tratando de determinar el sentido de giro de la máquina. Su subconsciente se negaba a seguir pagando una deuda que no debía por los acontecimientos trágicos ocurridos en la trastienda del almacén de su marido, que la sumieron en una viudez prematura cuando apenas se asomaba a la segunda felicidad: en aquella época su matrimonio empezaba a iluminarse con orgasmos de colores que la dejaban sin aliento, en paz y en completo equilibrio con el universo. Ya no eran los orgasmos angustiosos con luces apagadas y temores de embarazo de los primeros tiempos. La madurez de sus cuerpos les enseñaba otras formas y estilos de hacer las cosas sin prisa, a plena luz de la noche y sin mordazas, sin niños despertados por el traqueteo de la cama pagada a plazos que su esposo prometió reforzar, pero que nunca recordó al día siguiente; y en ese ir y venir de los cuerpos sudorosos, lograron crear la sensualidad en otros lugares recónditos, y proyectados al infinito, alcanzaron las estrellas en instantes fugaces de inspiración seráfica, antes de regresar exhaustos al abismo de sus angustias terrenales. Lo que se vislumbraba entonces se había truncado la madrugada de su desgracia, a pesar de las premoniciones que esa vez llegaron confundidas con dolores en el bajo vientre, vómito y diarrea, parecidas más bien a los síntomas de una intoxicación con el pescado del almuerzo que a un mensaje del futuro. Su eterna dificultad para interpretarlas la condenó a vivir con ese cargo de conciencia que le amargó vida, le alborotó la bilis y le bloqueó la sensualidad, hasta el día en que Adán Montaña se presentó en el colegio a reparar el generador. Aunque Matilde había disimulado a conciencia y reorientado la conversación por el camino largo siempre que él trató de desviarla por atajos favorables, desde los tiempos de su esposo —que en paz descanse— no se sentía atraída por otro hombre. Sin embargo, no permitió que los sentimientos se impusieran sobre la razón, y prefirió continuar transitando por sendas conocidas.

—Y... ¿cuándo regresa a la capital? —preguntó ella, espantando los pensamientos pecaminosos.

—El lunes temprano —dijo él—. Mañana pienso visitar a mi abuelo.

—No sabía que tuviera usted familia por estos lados —comentó ella fingiendo sorpresa, mientras el viento azotaba con furia las ventanas.

—Mi madre nació y creció aquí antes de ir a vivir a la capital con mi padre —explicó él—. Cuando era niño —resumió— mi madre me enviaba a pasar temporadas donde mis abuelos. Él aún vive en su granja al otro lado del río con una de mis tías, a unas dos horas del puente nuevo.

Cuando Adán escuchó sus últimas palabras, comprendió que había entrado en una trampa del tiempo, y entonces lo vio todo claro por primera vez: en un instante efímero fue consciente de haber vivido la misma situación en el mismo sitio, pero en otro momento. Supo que Adelaida Labrador Vergel era su destino; que por fin aprendería a amar hasta la muerte, y que si no se había enamorado de ninguna mujer hasta entonces, no era porque estuviera incapacitado para hacerlo como hasta él mismo llegó a creer, sino porque ya sin conocerla la amaba, gracias a aquel juego incomprensible de los seres que aman a otros sin conocerlos. Supo que viviría esclavo en un taller de mecánica de pobre criando unos hijos de cuya paternidad terminaría dudando, y que ambos serían infelices para siempre a pesar del esfuerzo que harían para disimularlo. Trató de profundizar más allá para ver los detalles del final, pero la clarividencia se esfumó con la misma rapidez con la que había aparecido, dejándole la sensación de pánico que experimentan los condenados a muerte, y la incertidumbre de no saber si aquello que terminó por olvidar en el segundo siguiente había sido real, o solo una de las ráfagas de fatalismo que lo habían mantenido con vida. Era como si la vida fuera un conjunto de películas iguales que se proyectaban en muchas pantallas con pequeñas diferencias de tiempo, y que de pronto se pudiera saltar a la pantalla siguiente sin saberlo, y regresar un instante antes de que los acontecimientos protagonizados en esa proyección ocurrieran en la pantalla anterior. De esta manera era imposible saber a cuál película se regresaba, porque todas eran la misma, con las mismas situaciones y los mismos actores. Existían personas que podían cambiar de película y regresar como él; otras que no cambiaban nunca de película; otras que cambiaban de película y se quedaban en la nueva sin notarlo, e incluso, las que cambiaban de película y por problemas de sincronismo regresaban a versiones viejas, y andaban por la vida con una cara de argumentos adelantados prediciéndole el futuro a todo el mundo.

—Es un poco tarde —dijo ella, con cautela— y creo que usted debe estar cansado después de todo un día de trabajo.

Ambos se pusieron de pie, aceptando que no era prudente precipitar acontecimientos previsibles.

—Ya abusé demasiado de su generosa hospitalidad —agregó él, estirando su mano para despedirse y fingiendo una educación que a todas luces le quedaba postiza.

Ella le acompañó hasta la puerta y lo miró alejarse con sus ojos clavados en su espalda, hasta verlo desaparecer en la oscuridad de la vida. Él no volvió la vista: iba demasiado ocupado con sus angustias y la mirada de Matilde ya no generaba el escozor y ni la zozobra del pasado. Una ráfaga de viento frío estremeció los almendros de enfrente, y gruesos goterones espaciados empezaron a caer diagonales sobre los vidrios de las ventanas. Cuando terminó de cerrar la puerta y colocar la tranca que se atravesaba por el interior entre dos robustos ganchos de hierro, llovía sin misericordia. Pensó en el hombre ensopado tratando de no naufragar en los charcos de las bocacalles, recostado contra las paredes para proteger de la lluvia el vestido prestado, y sonrió esperanzada. Permaneció de pie tras la puerta, dispuesta a abrirle si regresaba espantado por el aguacero alcahuete; y a quitarle el saco húmedo y la corbata de ocasión; y la camisa y la camisilla; y a secarle las anchas espaldas, y a respirar el vapor húmedo y caliente de sus vellos grises y de sus axilas olorosas a leche de magnesia. Para su fortuna Adán Montaña no regresó, y entonces pensó que con seguridad hubiera sido incapaz de retirar la tranca y entreabrir la puerta para franquear su entrada. Cuando comprendió que nada de lo que estaba deseando iba a ocurrir, se acostó desnuda y lloró media noche su desdicha, hasta que se quedó dormida arrullada por la lluvia. Siguió llorando en el sueño la otra mitad de la noche, mojó la almohada y empezó a inundar el cuarto con sus lágrimas salobres, hasta que a la madrugada su cuerpo inquieto descolgó un brazo fuera de la cama y lo introdujo en un mar enfurecido. Se despertó sobresaltada y encontró las almohadas flotando en el mar de sus lágrimas, y las copas del corpiño escorando a babor entre las olas embravecidas.

 

 

2

Adán Montaña llegó empapado al hotel de segunda donde estaba hospedado, vadeando las olas embravecidas que formaban torrentes en las bocacalles buscando el río.

La angustia del futuro percibido, pero imposible de recordar, y la imagen de la joven tímida de largas pestañas y perfil desvalido que daban vueltas en su cabeza como una maldición, lo mantuvieron despierto hasta la madrugada cuando cesó la lluvia.

Llevaba once meses tratando de recuperarse de una relación tormentosa que disfruto a plenitud por el placer de lo prohibido; y aunque nunca se enamoró de ella, sólo fue consciente de todo lo que representaba cuando la perdió: se llamaba Enriqueta Santafé y había sido su tía política.

La imaginación de la vigilia dibujaba sensualidades con las grietas formadas por el tiempo en el cielorraso sucio, visibles en la penumbra de la luz del alumbrado público que entraba por la ventana de la calle. Llovía a cántaros y el resplandor de los relámpagos iluminaba el cuarto de azul. Adán se cubrió la cara con la almohada tratando de borrar los pensamientos que le atropellaban en la oscuridad, y cuando por fin se durmió, no tardó en ingresar en sueños ajenos: un hombre que no había visto nunca lo perseguía, revólver en mano, por una casa que no conocía. Apareció Adelaida que a veces era Matilde, y en ese ir y venir de cuerpos con caras prestadas, el hombre lo alcanzó y le pegó un tiro en la cabeza. La sangré brotó como de un manantial y Adelaida gritó horrorizada. Adán sonrió y el hombre del revólver lo miró desconcertado.

—No se preocupe —le dijo Adán—: lo que ocurre es que éste no es mi sueño. Estoy condenado a morirme de muerte natural.

Y en ese momento se despertó bañado en sudor.

 

Durante su vida de transeúnte soñó muchas veces con personas desconocidas en situaciones absurdas, y siempre se despertó con la misma desconfianza que le impedía volver a dormir. Enriqueta Santafé le contó una tarde, mientras fumaba el cigarrillo obligatorio después del amor, que esa madrugada había tenido un sueño inverosímil con un tío muy viejo que había muerto alcohólico cuando ella tenía nueve años. Con dificultad lo recordaba como lo vio la última vez: flaco, muy alto, de piel gris y con los dedos amarillos por fumar cigarrillos sin filtro. Lo había visto en el sueño montando una libélula, y toda la mañana le había estado dando vueltas al recuerdo sin encontrarle relación alguna con nada. Adán quedó sentado en la cama cuando Enriqueta se lo contó: esa madrugada había soñado con aquel hombre y la libélula, y los detalles del sueño que contaba su tía política mientras las volutas de humo se desvanecían en el aire viciado del cuarto, tenían una coincidencia perfecta con el suyo. Terminó convencido de que por alguna maldición del destino, había nacido con el don de penetrar en los sueños ajenos sin invitación. Con el tiempo llegó a darles tanta importancia, que canceló visitas y cambió itinerarios, cuando las atrocidades de lo que soñaba que soñaban sus enemigos, le indicaban que corría peligro.

Intentó volver a dormir pensando en el abuelo para espantar la imagen desconcertada del hombre del revólver, y se despertó mal dormido cuando los ruidos y la luz de la calle le indicaron que el mundo seguía en su sitio y que el sábado empezaba con la luminosidad de una mañana recién lavada.

Después del desayuno compró una caja de chocolates en la esquina de la plaza, y mientras esperaba junto al Cine Imperial el autobús que pasaba cerca de la granja, siguió pensando en el abuelo como lo vio la primera vez cuando su madre lo llevó de visita a los once años y como lo recordaría siempre: muy alto y encorvado por el peso de la vida, de ojos profundos y nariz aguileña, contándole historias de conejos trotamundos. Un día el viejo le confesó divertido que cuando era niño había querido ser aviador; y como no había podido domesticar un avión ni encontrar dónde ponían sus huevos esos pájaros enormes, montó la granja para estudiar el comportamiento de las aves de corral. En las tardes, después de revisar a las gallinas y de dar de comer a los cerdos, lo tomaba de la mano y lo llevaba a caminar por la vía del tren, hasta el embarcadero de ganado donde los sábados vendían unas empanadas que causaban adicción. Al regresó le inventaba cuentos de un lobo que esperaba con infinita paciencia a un conejo apetitoso en el único ojo de agua existente sobre la faz de tierra para comérselo en represalia por sus picardías impredecibles, al que no le quedaba más remedio que bañarse en miel de abejas y revolcarse en hojas secas para disfrazarse como el hojarasquín del mundo, logrando así que su enemigo —al que había terminado por querer después de huirle por todos los cuentos— huyera espantado permitiéndole calmar la sed.

 

Adán levantó la mano y el autobús frenó a cinco metros con chirrido de frenos gastados. Pagó el pasaje, cruzó el torno de la registradora, y se sentó a mirar por la ventanilla y a pensar en la historia de aquel anciano orgulloso, que en un momento de rebeldía había cambiado de un tajo un destino sin preocupaciones económicas para dedicarse a la crianza de aves de corral, en el único lugar del mundo donde no lo conocía ni su madre.

Se llamaba Salomón Tamayo y había jurado no regresar a la casa paterna mientras no hubiera conseguido más dinero que el que su padre tenía cuando lo trató de inútil en presencia de su prometida. Cuando Salomón le anunció a su padre que se marchaba con su prometida y éste comprendió que lo decía en serio, intentó disuadirlo a su manera: lo amenazó con desheredarlo.

Ambos cumplieron sus respectivas promesas: Salomón nunca regresó y don David Tamayo lo desheredó cuando todavía no existían leyes que lo impidieran.

La misma suerte corrió su hermano menor, Absalón, de quien lo separaban casi veinte años.

Absalón, hastiado del trato de peón que le daba don David con la filosofía de que su hijo menor debía sufrir para que aprendiera a apreciar el valor de lo que iba a heredar, llegó donde su hermano Salomón una mañana con el tren y con la lluvia, dispuesto a quedarse para siempre. Cuando la madre de ambos murió —una mujer tan imperceptible que el abuelo Salomón recordaba su nombre con dificultad— don David hizo el testamento de su inmensa fortuna en favor de la muchacha del servicio que los había acompañado desde niña, y murió un Domingo de Ramos en paz con su conciencia.

 

El abuelo Salomón había llegado a la ciudad después de un periplo de cinco años intentando encontrar oro de aluvión, con la abuela Inés resignada a cargar por la vida una obesidad hereditaria, tres hijas mocosas a las que bautizó con los nombres de Raquel, Sara y Rebeca para seguir con la tradición sefardita de la familia, y novecientos pesos ahorrados a punta de privaciones y de orgullo.

La tradición de los nombres bíblicos de la que no se salvó ni Adán, había sido el legado de un lejano tatarabuelo converso, que estudiaba los textos bíblicos buscando la prueba irrefutable de la existencia de Dios. Su familia había renunciado a la fe judía y adoptado la católica para proteger sus bienes y salvarse de la hoguera por los tiempos del Descubrimiento.

 

El abuelo Salomón compró por trescientos pesos una granja al otro lado del río y luchó media vida tratando de aprender lo que los pueblos babilónicos ya sabían desde hacía seis mil doscientos treinta y dos años: que las gallinas de arriba siempre se cagaban en las de abajo, que todas llegaban al mundo con los huevos contados, y que las viejas solo servían para preparar un buen caldo después de varias horas de cocción.

Consiguió contratos importantes y exclusivos con las principales y más grandes panaderías de la ciudad cuando todavía hacían el pan con huevo, aunque su ignorancia le obligó muchas veces a comprar huevos a pérdida en las granjas de la competencia para cumplir con los pedidos. Aprendió a curar el moquillo y la fiebre de pollo con agua de cogollos de Matarratón y Nacedero, a saber cuántas gallinas le correspondían a cada gallo para que todas quedaran satisfechas y no se comieran unas a otras, y el arte de tentar las gallinas por la tarde para saber si podría cumplir sus compromisos matutinos.

Sin embargo, un periodo invernal inusualmente frio, con vientos cruzados y lluvias torrenciales que se prolongó casi un año, obligó al río a salirse de su cauce y a inundar la granja del abuelo y la región entera; las gallinas se ahogaron, y el abuelo no encontró otro camino que hipotecar la granja para cumplir los contratos y poderlos cancelar, y mientras esperaban el fin del diluvio, que ya amenazaba con superar los cuarenta días y las cuarenta noches de lluvia persistente, vivieron de los bagres que pescaban en la parte baja de la granja —convertida en un lago providencial—, y de los plátanos palúdicos que cosechaban en la canoa.

A mediados de diciembre tuvieron que hacer huecos junto a las puertas de los cuartos para acumular el agua que resumían las paredes y poder sacarla en las mañanas con una totuma. Entonces el abuelo contrató un trabajador para que le ayudara en la construcción de un dique con bultos de tierra, capaz de proteger los galpones y la casa de la inundación creciente. El piso de aserrín de los galpones se había convertido en un lodazal nauseabundo, donde patinaban con dificultad las testarudas gallinas sobrevivientes, y era necesario reemplazarlo por una capa de grava para que las aves pudieran caminar sobre algo sólido.

Una mañana el abuelo Salomón se cansó de esperar al trabajador para continuar la construcción del dique, y cuando fue a despertarlo intrigado por la tardanza, lo encontró sudando la gota fría, con los ojos fuera de las órbitas y señalando con un gesto de la boca el promontorio que tenía bajo la manta. El hombre, que dormía en un catre temporal en el cobertizo donde guardaban el alimento para las aves y las herramientas, sintió a la madrugada algo helado que se deslizaba hasta su abdomen, y desde esa hora se había quedado despierto como un riel, rezando en silencio las oraciones que se sabía, pero ninguna era la apropiada para expulsar a las serpientes de los vientres tibios; y no le quedó otra alternativa que esperar a que el animal se marchara por su propia voluntad. Los vecinos, horrorizados, ayudaron a quemar boñiga con cáscaras de naranja tostadas que alguien recomendó, pero aunque el humo espeso inyectado bajo las cobijas expulsó a los sancudos tempraneros y obligó a toser a todo el mundo, no le hizo nada a la serpiente que ni siquiera se dio por aludida en la comodidad de su huésped. Los conocedores del comportamiento de los ofidios afirmaban, pesimistas, que podía permanecer allí una semana entera si se había dormido bien comida. Al final, a alguien se le ocurrió en medio del silencio de catedral que imperaba en el ambiente, que los rayos del sol expulsarían al reptil infortunado, y como nadie propuso una idea mejor, empezaron a desentejar el cobertizo. En efecto, cuando retiraron las últimas láminas de zinc, y el sol —que se asomaba tímido después de aquel diluvio de proporciones bíblicas— iluminó el catre desvencijado, el ofidio se movió y se desenrolló, mientras el hombre soportaba el pánico en los testículos, hasta que la vieron asomar por debajo de la manta con la lengua bifurcada y los ojos dormidos, y deslizarse con pereza buscando el suelo de las tres de la tarde. Cuando vio al abuelo Salomón amenazante se preparó para la batalla, y trató de ahuyentar a todo el mundo con la música hipnótica de sus cascabeles cantarines, pero el abuelo terminó su melodía con un certero golpe de la pala.

 

Le contaron doce cascabeles.

 

Aquel hombre contaría muchos años después como si le acabara de ocurrir, que había sentido un escalofrío deslizándose por sus ingles en la madrugada húmeda, mientras soñaba con una mano tierna que lo acariciaba con amor.

 

La abuela Inés no soportó más la situación y empezó a empacar, y mientras esperaban los meses que fueron necesarios para que las aguas bajaran a su nivel de costumbre, alquilaron una casa en la ciudad que llevaba mucho tiempo vacía porque el último inquilino, que se marchó sin pagar los últimos tres meses, difundió el rumor de que en la cocina asustaban después de las diez de la noche.

Para su fortuna, sus mujeres —como llamaba el abuelo Salomón a la abuela Inés y a sus hijas que transitaban una juventud inmaculada— habían aprendido el arte de preparar un sancocho de bagre con yuca costeña, que acompañado de tostadas de plátano y arroz blanco, obligaba a chuparse los dedos al más educado. Y un sábado al mediodía y contra la voluntad del abuelo Salomón, sus mujeres abrieron un restaurante en la sala de la casa para colaborar con la economía familiar, que por esos días agotaba las últimas monedas.

La sazón de las Tamayo se hizo famosa en el barrio en pocas semanas, y la acogida que tuvo el sancocho de doña Inés se convirtió en comentario obligatorio siempre que de almorzar se trataba, de manera que Rubén Darío no dudó en escoger la salida del restaurante como su sitio habitual de trabajo. Aquel vendedor de apuestas, ciego de nacimiento, cautivaba a las señoras a la entrada del restaurante con sus versos aprendidos de memoria, y terminaba vendiendo a sus acompañantes un billete de lotería con el número ganador a la salida:

—Lleva dos años sin caer, señorita —decía—. De esta semana no pasa.

Un buen día, el cliente que inauguró el libro gordo de línea corriente y pastas duras que a Raquel se le ocurrió colocar sobre una mesa para que los comensales dejaran sus comentarios agradecidos, le compró a regañadientes un billete al lotero ciego que intentaba ser poeta y se lo ganó.

En medio de los voladores de la celebración, el comensal afortunado que prometió publicar la obra poética de Rubén Darío, pero que olvidó su compromiso al día siguiente con la resaca, intentó comprar el restaurante de la abuela Inés por el doble de lo que valía. Pero el abuelo Salomón, en uno de sus extraños instantes de inspiración comercial que nadie comprendió, pues la granja daba pérdidas y el restaurante sobrevivía con dificultades, dijo que no estaba en venta sin dudarlo un instante.

—Y acertó —afirmó Adán con un movimiento de cabeza, mientras el autobús abandonaba la ciudad por el puente nuevo.

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