Abelardo Ferroi

 

Había una vez una historia de amor y de pasiones inconclusas

 

(Tercera parte)

El meteorito y las flores

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Primera edición: febrero de 2018

 

© Grupo Editorial Insólitas

© Abelardo Ferroi

Portada: Federico Fierro

ZOOM. De la serie «Saturación Domestika» 2006

Acrílico, óleo, pastel al óleo y laca sobre tela / 120 x 50 cm

Colección privada

 

ISBN: 978-84-17300-08-1

ISBN Digital: 978-84-17300-09-8

 

Ediciones Lacre

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

info@edicioneslacre.com

www.edicioneslacre.com

 

IMPRESO EN ESPAÑA - UNIÓN EUROPEA

 

Para Elizabeth,

Federico Alberto,

Laura Mercedes,

Juan Fernando,

Mara Juliana,

y Ulysse

 

 

ÁRBOL GENEALÓGICO
DE LA SAGA

 

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1

Adán sintió que se asfixiaba cuando encontró la granja llena de vecinos y al abuelo Salomón en el centro de la sala rodeado de flores frescas. Respiró a conciencia todo el oxígeno de la atmósfera, como si fuera a sumergirse para siempre en el océano de sus desdichas, y como si aquella inhalación profunda pudiera revertir la insospechada e intolerable realidad del domingo.

 

A esa hora todavía no habían llevado el ataúd.

 

—Pensé que no ibas a recibir el mensaje —le dijo su tía con los ojos húmedos, mientras él buscaba dónde dejar la bendita caja de chocolates impertinentes, sin atreverse a preguntar a qué mensaje se refería.

 

 

El abuelo Salomón se había ido a la madrugada.

 

Las dos últimas semanas agonizó con lentitud, como si hubiera empezado a pagar un costoso karma, sin saber que la mujer del cráneo sonriente que dormía la eternidad de los muertos bajo los cimientos del sótano donde estuvo el restaurante de la abuela Inés y que se resistía a ser olvidada como todos los desconocidos ilustres, le estaba pasando la factura con intereses florentinos, por las esterlinas que el abuelo Salomón lavó y no enterró esa noche junto a sus huesos religiosamente ordenados en el patio trasero de la casa.

Desde hacía varios meses las cosas habían empezado a complicarse. Sin embargo, Sara, que lo veía entrar a la letrina con mayor frecuencia y demorarse eternidades anormales, se imaginó —para su tranquilidad—, que en un cambio senil de sus hábitos incorregibles, había empezado a leer las páginas del periódico que semanalmente recortaba y ensartaba en un gancho para darle adecuado uso a las noticias deportivas y a los editoriales políticos que tanto aborrecía.

Cuando el sufrimiento se hizo insoportable, se vio obligado a confesar desesperado, que no soportaba el dolor que le causaba la expulsión agónica y sanguinolenta de tres gotas de orines.

El médico que lo examinó y lo sondeó de urgencia le dijo a Sara, después de estudiar los resultados de los exámenes clínicos, que no había nada que hacer: el cáncer lo había invadido. En otras circunstancias la alternativa hubiera sido operarle para que viviera unos meses más, pero por la edad, por la diabetes que padecía y por el estado de su corazón, en su caso había dejado de serlo; y porque además, —por fortuna—, ni Sara ni el abuelo Salomón podían sufragar los costos de la cirugía.

 

Lo enterraron esa tarde en el cementerio de la vereda, en tierra como siempre dijo que se debía sepultar a las personas decentes, y al lado derecho de la abuela Inés, que llevaba cuatro años y veintitrés días esperándole.

 

 

El lunes sorprendió a Adán Montaña sin ganas de vivir y sumido en un estado inescrutable.

Después de acompañar al abuelo Salomón en su último paseo y de encabezar la fila de voluntarios que querían depositar sobre el féretro una palada de tierra, comprendió que a las personas las enterraban muchos años después de haber empezado a morirse, y que sin darse cuenta, se había quedado huérfano de afectos.

 

Y entonces, y como nadie, se sintió solo en el mundo:

 

Sus padres desaparecieron sin dejarle al menos el consuelo de una tumba; la abuela Inés se había ido una mañana después del baño de la mano de un derrame cerebral que ni siquiera le dio tiempo para preparar el desayuno, y a Enriqueta Santafé se la había llevado el Lucky Strike.

Con excepción de Enriqueta, las innumerables mujeres que pasaron por su vida no dejaron estragos en su alma, y la mayoría de ellas habían sido sólo un recuerdo amable en las tardes perdidas de los domingos. Ni siquiera Guadalupe de la Luz, con quien compartió la cama tres largos años y dos hijas que abandonó sin remordimientos, logró rasguñar el pedernal de sus sentimientos. Aquel poder mágico que le permitió poseer a las mujeres deseadas sin esfuerzo y lo convirtió en un hombre sin amor, terminó diferenciándole del resto de los mortales: copular para él nunca representó otra cosa que la satisfacción de una necesidad fisiológica vital, impulsada por el compromiso natural de sembrar su simiente donde fuera, y sin importarle las consecuencias posteriores.

Había vivido sólo para eso, como si se tratara de lo único que debía hacer con su vida.

Una noche, cuando andaba huyendo de los hermanos siniestros de Concepción Palacios que habían prometido ponerlo a flotar en el río con el corte de franela si no se casaba con la joven, la abuela Inés intentó saber si no se había enamorado de alguna de las innumerables doncellas que sucumbieron felices y sin resistencia a sus destinos de madres abandonadas.

—No sé qué es el amor Abuela —le contestó sincero.

 

Lo que muchas mujeres interpretaron como manifestación inconfundible de su amor por ellas, no era más que el resultado de sus propias urgencias erróneamente interpretadas. El conocimiento perfecto de las necesidades femeninas que había logrado alcanzar con su sabiduría misteriosa, le enseñó a oprimir con precisión los botones que el inconsciente de cada una deseaba que fueran pulsados, llevándolas a alcanzar satisfacciones tan sublimes, que todas sin excepción terminaron confundiéndolas con el milagro del amor.

 

Entonces recordó que debía comunicarse con la oficina: se vistió de manera provisional sin cambiarse de ropa, bajó hasta la recepción y le pidió a la joven que encontró pintándose las uñas en el escritorio, una llamada urgente de larga distancia, aprovechando la oportunidad para solicitar el desayuno. Sólo cuando la joven le dijo que el horario del desayuno había terminado hacía una hora, comprendió que iba a ser hora de almorzar. Subió de nuevo a su cuarto solicitando que le avisaran apenas estuviera lista la llamada, y cuando le dijeron que la comunicación estaba imposible, tomó una ducha fría tratando de sobrevivir a la mañana de lunes sin dejar de pensar en el abuelo Salomón. Y siguió pensando en el anciano mientras se pasaba la raída toalla por todos sus rincones, sin poder espantar de la cabeza la imagen del cadáver hinchado, con el rostro del color de la cera y con los dedos de los pies amoratados. No es digno morirse así —pensó— mientras ataba los dos trozos del cordón que había reventado tratando de ajustarlo, y escondía el nudo bajo la lengua del zapato. En ese momento recordó un artículo de Selecciones donde hablaban de la muerte digna y de su práctica en la antigüedad. Tratando de recordar el nombre de aquella costumbre lo relacionó con Atanasia, una mestiza silenciosa que hacía hoyitos en la tierra con el dedo gordo del pie mientras él la galanteaba, y que le enseñó a fornicar recostada a los troncos de los árboles, aunque nunca le dijo que sí.

Estaba terminando de peinarse cuando tocaron a la puerta.

Era la joven de la recepción para informarle que la comunicación seguía imposible y que si iba a almorzar debía darse prisa porque el servicio terminaba a las tres.

 

Almorzó hacia las dos y media pero la sopa le supo a incienso.

Tratando de olvidar las reflexiones de la mañana entró a la función continua del Cine Imperio y vio una película inglesa donde el actor principal era un Roll Royce negro. Salió antes del final para poder entretenerse adivinando el desenlace que le pareció más interesante que la película, pero no encontró ninguno que le pareciera verosímil. Por la noche estuvo largo rato con las manos bajo la nuca imaginando siluetas femeninas en las grietas del cielorraso, mientras elaboraba mentalmente una larga lista de todas las mujeres que se habían acostado con él, y hacia la media noche cuando terminó, concluyó que seguía sido un hombre de pasiones inconclusas. Bajó a buscar un trago para poder dormir y lo único que encontró abierto a esa hora del lunes fue un bar melancólico de la zona de tolerancia. Se bebió cuatro cervezas lentas mientras hacía el infructuoso ejercicio de encontrar explicación a sus angustias, pero no lo logró. Estuvo mucho rato pensando en la profesora del colegio y en su hija, sin poder entender sus intenciones contradictorias.

A las dos, la mulata de cintura de aguacate le dijo que ya era hora de cerrar, y le insinuó que si quería podía quedarse a dormir. Aceptó porque a una mujer nunca se le negaba un favor, pero se quedó dormido por primera vez en su vida sin cumplir su compromiso de semental, y de nuevo penetró en sueños prestados: se vio desnudo sobre el cuerpo de la directora del colegio galopándola con furia en una carrera frenética donde el jinete y la montura eran una sola cosa fundida en la eternidad, y casi en el momento del clímax apareció la hija desnuda, recortada contra el marco de la puerta de otra alcoba, apuntándole con el revólver del sueño anterior. Disparó y su cabeza estalló en mil colores, mientras la escena volvía a empezar con las mujeres cambiadas. Y en el instante previo al final efímero del éxtasis y cuando la hija empezaba a gritar transportada al paraíso de la gloria, entró la madre con el mismo revólver y disparó sobre su cabeza congestionada frustrándolo todo. Y volvió a empezar y estalló de nuevo en mil colores, y volvió a aparecer la hija con el arma, hasta que se despertó llorando con un llanto de niño viejo, mientras la mulata de la cintura de aguacate lo consolaba y le rascaba la cabeza con ternura diciéndole:

—Ya, ya, ya pasó —hasta que los sollozos se fueron apagando, y sólo quedaron él, y ella, y el silencio de la madrugada del martes.

—Otro día será —le dijo ella sin rencor.

 

Adán Montaña se vistió y se marchó al hotel. Lo sorprendieron las primeras luces del día enredado en su propia telaraña sin entender lo que estaba presintiendo. Casi a la hora de levantarse y sin estar seguro de saber si estaba dormido o despierto, soñó con una explosión sideral de proporciones apocalípticas que le cambiaba la vida para siempre. Se despertó sintiendo la luminosidad de las radiaciones en los ojos, mientras el sol de las nueve entraba por la ventana y le daba directo en el rostro.

 

Cada minuto que pasaba era más consciente de estar ingresando en una trampa mortal.

Cuando se levantó, envió un telegrama a la oficina avisando que fallas generador impiden regreso, y se apareció en el colegio hacia las nueve, con el pretexto de hacer la calibración final y el afinamiento del consumo de combustible.

Matilde lo había estado esperando en su despacho desde las ocho de la mañana del lunes.

Aunque el martes amaneció nublado y frío, se levantó un sol tan brillante que no dejó ninguna duda sobre lo que sería el bochorno de las dos. Matilde y Adelaida se encontraron en la mesa del desayuno y sus bostezos sincronizados evocaron una noche de pasiones inconclusas. Madre e hija se miraron con un rencor de mujeres insatisfechas que cortó la leche y agrió el jugo naranja. En su sueño íntimo y cuando ya ningún pudor era capaz de impedir la erupción volcánica de sus deseos acumulados, habían destrozado el cráneo de Adán Montaña con certeros disparos que les impidieron alcanzar el éxtasis. Entonces las miradas duras se tornaron tristes cuando comprendieron que eran sueños particulares y que sólo habían sido verdad mientras duraron.

Habían empezado, sin saberlo, un extraño y macabro préstamo de sueños que se prolongaría durante el resto de sus vidas, sin que ninguna se enterara nunca que soñaba el mismo sueño, a la misma hora y con los mismos personajes, pero con protagonismos cambiados.

 

—Va a llover —dijo Matilde en medio de un bostezo, tratando de alejar el recuerdo de las trágicas escenas que las hicieron encontrarse a la hora del desayuno del martes con insatisfacción en las entrañas.

Matilde pensaba desde niña que el lunes y el martes eran los peores días de la semana. Desde la madrugada del lunes empezaba el ascenso hacia el miércoles, y el martes estaba cansada y todavía a mitad de la cuesta. De la noche del miércoles en adelante empezaba un descenso agradable, con gente más amable, y con un mundo de colores más intensos. De hecho, sus días más productivos eran los jueves y los viernes.

Adelaida no hizo ningún comentario. Se limitó a continuar tomando a sorbos el chocolate caliente con las largas pestañas clavadas en la mesa y la vista mirando dentro, reviviendo los detalles de aquella pesadilla. Matilde la contempló un instante: qué bella es —pensó— y se sintió orgullosa de haber contribuido a que lo fuera.

—Qué vas a hacer hoy —le preguntó, mientras terminaba de lavar los platos y los colocaba en el escurridor.

—Por lo pronto tomar un baño —contestó Adelaida, después de realizar un enorme esfuerzo para regresar a la realidad de ese martes en ascenso.

—Nos vemos al medio día —dijo la madre, espantando los recuerdos de la noche con un gesto rápido, como si se tratara de una mosca impertinente. Le dio un beso y se marchó.

Adelaida continuó con las pestañas clavadas en la mesa, hasta que el sonido de la camioneta de la leche le indicó que era hora de bañarse.

 

 

Matilde recibió a Adán Montaña en su despacho hacia las once, después de soportar el ruido lejano del generador que funcionó sin novedad.

Adán la saludó de mano y de nuevo experimentó esa sensación de desamparo que sólo ella era capaz de producirle a pesar de su larga experiencia. Se parecía mucho a lo que sintió la primera vez que lo desnudó una mujer experta, quien en un abrir y cerrar de piernas lo convirtió en un limpión de la cocina y lo destripó como a una golondrina atropellada por el tren, dejándole impregnado en los huesos un olor a miseria y a fríjoles sancochados que no le abandonaría nunca.

 

Adán navegaba aún en la resaca de la noche anterior y sentía un ligero dolor de cabeza. Matilde le ofreció un vaso de agua.

—¿Se siente bien? —preguntó ella—. Se le nota cansado.

—No es nada —dijo él—. El domingo enterramos a mi abuelo y anoche dormí muy mal. Tuve sueños trágicos —agregó, mientras se limpiaba el sudor de la frente con el pañuelo, tratando de controlar los recuerdos frescos.

 

Matilde colocó un vaso en la bandeja, sirvió agua de la jarra, se volvió con la bandeja entre las manos, y se condolió con un interés que Adán interpretó como una invitación a desahogarse.

 

Y se desahogó con cautela: