Abelardo Ferroi

 

Había una vez una historia de amor y de pasiones inconclusas

 

(Cuarta parte)

Ese turbulento río de la
memoria

 

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Primera edición: octubre de 2018

 

© Grupo Editorial Insólitas

© Abelardo Ferroi

Portada: Federico Fierro

ZOOM. De la serie «Saturación Domestika» 2006

Acrílico, óleo, pastel al óleo y laca sobre tela / 120 x 50 cm

Colección privada

 

ISBN: 978-84-17300-46-3

ISBN Digital: 978-84-17300-47-0

 

Ediciones Lacre

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

info@edicioneslacre.com

www.edicioneslacre.com

 

IMPRESO EN ESPAÑA - UNIÓN EUROPEA

Para Elizabeth

Federico Alberto

Laura Mercedes

Juan Fernando

Mara Juliana

Ulysse

y Cassien Esteban

 

 

Para Fanny

 

 

ÁRBOL GENEALÓGICO
DE LA SAGA

 

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1

Alejandro tardaría ocho años en cumplir la última voluntad de su hermana Adelaida.

El domingo de resurrección encontró en el periódico una noticia diminuta, escondida en un rincón de la página internacional, informando que el terrorista Salvador Buenaventura había sido acusado de conspiración en algún lugar de las costas de Mauritania y que una corte marcial lo había condenado a morir en la horca.

Averiguó en qué cárcel tenían al condenado, y a través del familiar remoto de una compañera de estudios de su esposa, que había sido nombrado cónsul de buena voluntad en ese lugar remoto hacía muchos años y que seguía allí esperando que algún gobierno le asignara funciones, le hizo llegar a Salvador Buenaventura la caja de poesías de su hermana sin ninguna explicación: en un acto humanitario de último momento y después de reflexionar sobre el efecto que produciría en el condenado la caja de poesías, rompió la carta remisoria donde le hablaba de los últimos meses de Adelaida y de la historia del envío, para que Salvador viviera sus últimas horas ─si llegaba a tiempo─ con la ilusión de creer que alguien lo estaba esperando al otro lado del mar.

Salvador Buenaventura esperaba resignado la muerte cuando recibió la caja de cartón envuelta en plástico, abierta y manoseada por las autoridades del penal, que no encontraron en aquellos papeles descoloridos nada que pusiera en peligro el cumplimiento de la sentencia. Sin embargo, si hubieran sido capaces de profundizar en su contenido e imaginar el efecto que la lectura detenida de treinta y cinco años de pasiones inconclusas iba a causar en el condenado, la hubieran decomisado.

 

El condenado encontró de nuevo sus ilusiones extraviadas.

 

Salvador revivió los primeros besos detrás de las puertas, meses antes de que Matilde descubriera sus juegos prohibidos debajo de las camas, y evocó los últimos en el motel de lujo, donde Adelaida lo despidió recomendándole que se alimentara mejor, cuando no pudo resistir el llamado de su vocación equivocada y aceptó una peligrosa misión al otro lado del mar.

 

Pero no había seguido su consejo.

 

Estaba más pálido que cuando se fue, y la transparencia de los huesos al contraluz del poniente ecuatorial, hacía pensar que se trataba de una radiografía.

 

El día anterior a la ejecución intentó quemar la caja de poesías de Adelaida con todas sus pertenencias, pero las autoridades de la prisión no se lo permitieron, por el riesgo de un incendio general. Sin embargo, en un acto humanitario que ni ellos creían que iban a cumplir, se comprometieron a satisfacer su última voluntad en el basurero del penal, después del cumplimiento de la sentencia.

 

Y el día señalado en el almanaque llegó inexorable porque lo único ineludible son los impuestos y la muerte, pero los verdugos fueron incapaces de cumplir la misión: su peso fue insuficiente para morir asfixiado cuando le retiraron la silla de una patada, y los abogados de la defensa hicieron suspender la ejecución aduciendo que era ilegal cumplir la sentencia pegándole un tiro en la nuca, aunque las autoridades carcelarias argumentaban que al final el resultado iba a ser el mismo.

Lo regresaron a la celda con una sonrisa burlona en los labios que ni siquiera la vaca de su desgracia logró borrarle.

Los tribunales se dedicaron entonces a desenredar aquel galimatías de leyes y jurisprudencias, y mientras unos sostenían que tenía derecho a un nuevo juicio, otros más optimistas argumentaban que la sentencia se había cumplido y que haber sobrevivido a los verdugos lo dejaba en libertad inmediata.

Salvador seguía esperando en la celda sin saber lo que pasaba en el mundo, condenado todas las madrugadas a despertar con la sensación postrera de ahogo en la garganta. En medio de aquellas horas muertas, empezó a revisar todas las acciones silenciosas de una vida que nunca le contó a nadie, y sin saberlo, llegó a la conclusión más importante de su historia:

 

La única razón por la que vale la pena morir es por amor.

 

Todas las demás son solo justificaciones morbosas del placer que sentimos cuando jugamos a ser Dios.

 

Aquella convicción tardía cambió el final de su película.

 

Con los dólares que lograron reunir los líderes del movimiento revolucionario que le había contratado ─por fin─ y que le hicieron llegar a última hora a través de los abogados de la defensa por si fracasaban los últimos argumentos legales, logró comprar su libertad y un barco experimentado en la travesía del Atlántico; y al frente de una tripulación de pescadores ilusionados con el dinero que iban a recibir al otro lado del mar, puso proa al poniente donde lo esperaba el amor.

Pero era tarde. Haber descubierto la verdad a esas alturas de la vida no fue suficiente para darle un vuelco a su destino.

 

A las once de la mañana del día siguiente, después de haber dejado atrás las islas de sotavento del archipiélago de Cabo Verde y con un mar embravecido por los vientos Alisios, una vaca lechera cayó del cielo y partió la cubierta en dos. El barco se fue a pique llevándose con él a sus ocupantes, mientras la caja de poesías de Adelaida flotaba desconcertada en las aguas turbulentas del Atlántico.

 

Cuando los viejos motores empezaron a fallar, el piloto del avión de carga que transportaba nueve vacas lecheras a Santo Antonio, buscando mejores condiciones para un amarizaje de emergencia, no tuvo más remedio que abrir la puerta trasera y dejar que los animales se precipitaran al vacío.

 

 

La caja de poesías permaneció años a la deriva y alguna versión inverosímil la hizo viajar hasta Groenlandia arrastrada por corrientes extraviadas, donde una tribu de esquimales la quemó para calentarse. Sin embargo, Salvador Montaña ─hijo menor de Adelaida─ encontraría muchos años después en una de sus múltiples correrías por el mundo, un libro de poesías anónimas que alguien había descubierto en una caja envuelta en plástico que navegaba mansa en las aguas profundas de unos fiordos azules.

 

Traducidas primero al noruego y vueltas a traducir al español, tenían un color de mar, de verde intenso y de azul de trópico que no existían en aquellas latitudes.

 

Y sin saber por qué, su lectura traducida le supo a leche materna y a fríjoles con tajadas de plátano maduro, y por la sensibilidad de su contenido, concluyó de inmediato que el autor desconocido tenía que ser una mujer.

 

Muchos años después logró completar la hipótesis con las conversaciones que sostuvo con su tío Alejandro cuando lo visitó en su departamento en medio de un diluvio de verano, asustado porque la madrugada anterior, al otro lado del mundo, se había despertado con la sensación de que aquel hombre ─que además de su tío había sido lo más cercano que tuvo a un padre─ se iba a morir y no iba a llegar a tiempo para abrazarlo.

Los recuerdos contradictorios ─dulces y amargos─ de aquellos meses durante los cuales su tío y su madre lograron establecer en la adversidad ese puente que nunca construyeron en la niñez, fueron material indispensable para que Salvador Montaña pudiera construir la imagen de una madre diferente, nacida para algo distinto de aquello que le tocó vivir, y que murió rodeada de poemas prohibidos que impidió publicar en un postrero acto de pudor.

 

La certidumbre de haber descubierto una verdad imposible de comprobar, le creo la necesidad de escribir un libro que narrara aquella historia de amor y de pasiones inconclusas, en el que solo lo inverosímil fuera cierto.

 

 

2

Alejandro Labrador empezó su carrera de inventor de cosas sin porvenir después del entierro de Lucía.

 

Aunque Los padres de la niña rellenaron el aljibe con dos viajes de arena y piedras del río, continuaron viendo a Lucía salir del costurero hacia el patio todos los viernes a las tres, hasta que incapaces de soportar las alucinaciones de la conciencia, decidieron vender la casa.

 

Don Claudio y doña Genoveva, sus nuevos propietarios, invirtieron en la casa los ahorros de toda una vida dedicada al cine.

La vocación de don Claudio ─cuando aún no le llamaban don Claudio─ se remontaba a los lejanos días en que iba al Cine Lumière a prestar aventuras y a soñar que un día iba a dirigir películas del oeste, donde la valentía dejara de ser sinónimo de ordinariez, hasta que una película intranscendente que desarrollaba por enésima vez el sueño americano que James Truslow Adams había vuelto universal hacía quince años, lo vinculó para siempre al mundo del celuloide. A medida que la película se desenvolvía fue perdiendo su objetividad de director vocacional, y sin pensarlo dos veces se solidarizó con la historia de la joven humilde que había llegado a la gran ciudad a pelearse el futuro, y que cuando alcanzaba el éxito interpretando sus canciones bucólicas, era brutalmente estrangulada por un psicópata desconocido, cuyas enormes manos asesinas aparecieron una única vez en la película. Incapaz de controlar sus emociones y sin medir las consecuencias que sus actos tendrían para el resto de sus días, le asestó un directo en las narices a su vecino que aplaudía emocionado, de manera que cuando encendieron las luces para ver de qué se trataba aquel desmadre de insultos y de sillas rotas, estas iluminaron una pelea de película entre los dos únicos espectadores estoicos que habían permanecido hasta el final.

El espectador agredido, que además de ser amante del cine entrenaba boxeo tres veces por semana, lo masacró.

 

La hermana del dueño del teatro ─la futura doña Genoveva─ que atendía la boletería y tenía a Claudio en silenciosa estima por ser el único cliente fijo de los jueves, llamó a la policía que los acabó de moler a palos y se los llevó arrastrados al calabozo, mientras Claudio gritaba con los dientes en la mano que aquélla era una película racista, y él contrincante se defendía gritándole que nadie en esa ciudad de mierda tenía ni puta idea de lo que era el séptimo arte.

Los liberaron a la mañana siguiente.

 

Esa tarde en la penumbra de su cuarto, Claudio reflexionó sobre la estupidez de su comportamiento y en lo inútil de la vida que llevaba, mientras Genoveva ─que había intercedido ante el inspector de Policía para que liberaran a sus clientes─ le aplicaba paños fríos en las hinchazones y se declaraba incapaz de comprender que un joven tan apuesto como él, se hiciera romper las narices por una estupidez tan inútil como aquella.

 

Se casaron a las pocas semanas y Claudio se resignó a recorrer la ciudad a toda velocidad llevando y trayendo rollos de película en la parrilla de una vieja motocicleta de las que usaba la Gestapo en las películas donde siempre perdían los alemanes.

Su cuñado sincronizaba los horarios para que la función empezara en sus teatros con al menos un rollo de diferencia, de manera que mientras se proyectaba el primer rollo en un barrio, se estaba terminando de ver el segundo en el cine del barrio vecino.

Cuando llegaron los hijos, Genoveva no pudo seguir al fondo de la boletería del teatro, y entonces montaron una tienda de barrio con rejas para protegerse de los ladrones matutinos, que ella atendía mientras hacía los quehaceres de la casa, donde además de la leche y el pan nuestro de cada día vendían helados de chocolate y sorpresas de papelillo con los colores de la bandera nacional, que muy raras veces salieron premiadas con los soldaditos de plomo y los carros japoneses de hojalata que prometían.

Un buen día Alejandro descubrió a los hijos de don Claudio jugando con pedazos de película que recortaban a los rollos reventados en las proyecciones, y sin pensarlo dos veces negoció varios metros de película de vaqueros por una pelota de letras que le había regalado su tía; y esa mañana dejó de perseguir a los soldaditos de plomo y a los huidizos carros japoneses de pacotilla que prometían las sorpresas de papelillo con los colores de la bandera, y con la lupa del costurero de Matilde y el espejo que usaba Víctor Labrador para afeitarse todas las madrugadas, construyó la primera sala de cine de energía solar de que se tenga noticia. Consistía en un tubo de cartón sacado del rollo del papel higiénico, que con la lupa en un extremo y un pedazo de película en el otro, se metía por debajo de la puerta del cuarto con las ventanas cerradas y tapadas con las cobijas, y que se iluminaba con los rayos del sol del patio reflejados en el espejo.

 

Solo funcionaba de nueve a cuatro y las funciones se suspendían los días de lluvia.

 

Cuando inició la secundaría ya había inventado un mapa del continente con finalidades didácticas que servía para preparar huevos fritos mientras los alumnos localizaban los accidentes geográficos, y antes de terminar ese año creó una maquina manual para extraer el acné sin dejar cicatrices, que terminó convertida en un excelente destapador de botellas.

Finalizando la secundaria estaba trabajando en la primera calculadora de vapor que fracasó cuando la olla de ablandar la carne explotó causando pánico general en el vecindario y una reprimenda de los bomberos, y cuando ingresó a la Universidad descubrió el principio del núcleo saturado para minimizar el tamaño de las fuentes de energía de los electrodomésticos y duplicar su eficiencia, a la que dedicó tal profundidad y fascinación, que dejó de comer para no perder el tiempo que gastaba en ir y volver al restaurante donde le fiaban la alimentación mensual, hasta que un lunes lo hospitalizaron al borde del colapso.

 

Abandonó las otras materias, las perdió y las repitió dos veces con los mismos resultados, hasta que el Consejo de Facultad le canceló la matricula por bajo rendimiento.