Sonia Lembeye

 

AMORES
INTERRUMPIDOS

o cómo morir tres veces

 

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Primera edición: mayo de 2018

 

© Grupo Editorial Insólitas

© Sonia Lembeye

 

ISBN: 978-84-17005-98-6

ISBN Digital: 978-84-17005-99-3

 

Ediciones Lacre

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

info@edicioneslacre.com

www.edicioneslacre.com

 

IMPRESO EN ESPAÑA - UNIÓN EUROPEA

 

 

Para Jorge, mi eterno aliento y fortaleza.

Para Federico, mi compañero de aventuras.

Para mis ocho hijos y sus hijos.

Para los Ángeles que me custodian desde el cielo.

Para mis amigos sinceros.

Para mi familia toda.

 

 

PRÓLOGO

¿Cuál es el vínculo entre la lectura y la escritura? ¿Es acaso porque leemos mucho que sentimos naturalmente la necesidad de escribir? ¿O tal vez sea que cuando escribimos, porque una idea, una historia o una reflexión nos desbordan, también necesitamos leer?

En el caso de Sonia Lembeye estos temas van de la mano, porque desde la infancia, siguiendo la tradición de su madre, que estuvo vinculada durante más de medio siglo a una biblioteca popular, Sonia lee y escribe. Escribir es, por lo tanto, en este caso, una forma más de reforzar el vínculo con ese espacio donde los libros son los protagonistas principales.

Este libro en clave de ficción es la continuación de otro, que también tuve el gusto de leer y que me parece orientador a la hora de hacer estos comentarios. En primer lugar, puede verse en ambos la importancia que tiene la familia en el desarrollo de la vida de las personas, sea para historiar la propia vida o para imaginar una novela. La familia y sus comportamientos, la forma en que resuelven sus temas y ejercitan sus cotidianeidades son centrales en la literatura que Sonia Lembeye produce.

Pero hay otro elemento central en la construcción de sus historias, sean reales o ficcionales, en el que quiero detenerme: la vocación por el detalle. A través de este recurso la autora introduce a los lectores en esos mundos siempre originales, ya sea porque, al conocerlos, uno no fue capaz de advertir esas singularidades o porque directamente no pudo conocerlos y es a través de este texto que encuentra elementos para despertar un interés por ellos. Así, cuando hay un viaje por España, Italia y Francia, uno puede reparar que en el barrio gótico de Barcelona hay un famoso restaurante, Cuatro Gatos, frecuentado en su momento por Pablo Picasso, o que en la plaza San Marcos, entre otros atractivos, está el café Florián. Se trata de espacios únicos de esa ciudad y de muchas otras que generan una verdadera curiosidad. Los personajes de su novela, al viajar por esos lugares, ofrecen detalles que van involucrando al lector en la historia, al tiempo que grafican otro elemento importante de la novela que es la dimensión de los viajes. Sean por Argentina, Europa o América Latina, los viajes están siempre presentes en la vida de los personajes.

Pero el secreto de una novela, además de un buen estilo de escritura, de un tratamiento del lenguaje adecuado o de la originalidad de estos rasgos, reside en una buena trama. Una historia que vaya desarrollándose y que nos impulse a seguir leyendo el libro.

En este caso, a poco de iniciado, el libro narra con mucha destreza un episodio trágico de una familia que sale con amigos a navegar un día donde sucesivos partes meteorológicos anuncian mal tiempo.

Lo que acontece entonces no solo será vivido como un hecho traumático por los protagonistas, sino que será el inicio de un largo camino de dudas y reflexiones que se irán dilucidando a lo largo del libro. A través de este recurso, los vínculos, hábitos, actividades, realidades afectivas y sociales de los protagonistas irán dando el contexto necesario para develar otras dimensiones de esa historia.

Dimensiones que la familia ordenada y tradicional del inicio de la novela no mostraban, que, de a poco, van develando una vida más secreta. Una vida donde los deseos adolescentes y postergados de cierta utopía de la libertad absoluta, o los deseos sentimentales, como los «prohibidos», cobran otro peso. Como no podría ser de otro modo, en este pasaje no faltará la presencia y la figura de los terapeutas, esos profesionales que, al menos en Argentina, han sido una alternativa casi inevitable en los tránsitos de una generación a otra y de un tipo de vida a una diferente, al menos desde mediados del siglo pasado. En ese punto, la novela de Sonia Lembeye avanza sobre otra dimensión de la existencia humana, tan potente y necesaria como inevitable: el mundo de los deseos.

Detrás de una serie de escenarios sociales, vidas en comunidad, prácticas deportivas o diversas circunstancias de la vida de los personajes de la novela, hay otra trama que se desarrolla en paralelo y que incorpora la dimensión de los sentimientos y de uno en especial: el amor. Precisamente por ello el título de su novela es Amores interrumpidos. Esa interrupción puede ser producto de la fatalidad o de una enfermedad, pero también de la decisión propia, a punto tal de involucrar la pérdida del interés por la vida.

El desenlace es un desenlace abierto, en el que la historia narrada puede ser mirada, finalmente, de otro modo. Tal vez allí se oculte la intención de la autora, la intención de darle continuidad a esta interesante historia.

Profesor Leandro De Sagástizabal

Presidente de la C.O.N.A.B.I.P.

 

 

PRÓLOGO DE LA AUTORA

«Sólo un hombre que ha sentido la máxima desesperación, es capaz de sentir la máxima felicidad. Es necesario haber deseado morir, para saber lo bueno que es vivir»

«El Conde de Monte Cristo» Alexandre Dumas

 

«Solo los cuerdos aman con locura»

José Narosky

 

«El amor es la respuesta, y tú lo sabes de seguro»

John Lennon

 

«La muerte es una vida vivida. La vida es una muerte que viene».

Jorge Luis Borges

 

¿Cuánto duele el amor?

¿Podemos morir, volver a morir y volver a morir?

¿Es cierto que algunas almas te vienen a buscar, te ayudan a irte y te marcan el camino cuando el amor no los dejó separarse?

¿Duele mucho más si te abandonan por una persona de su mismo sexo?

No intentes volver al pasado pues eras una persona distinta.

 

 

 

A UN AÑO DEL NAUFRAGIO

Ambas punteras gastadas apenas asomaban debajo del pesado cortinado de la sala de estar. Rústicas, groseras, invasoras.

Las otras cortinas, las de voile, danzaban suavemente movidas por la brisa nocturna que llegaba desde el río. Unos sucios zapatos polvorientos, descoloridos, olorosos y ajados por el uso, espiaban amenazantes cuando las cortinas los descubrían. No podían pertenecer a Nadia, a Niní ni al Dr. Fierro– un maniático de la higiene y el orden–. Nadie los había colocado en ese sitio ni aventuró una respuesta apresurada sobre el calzado sin identidad. Pero estaban ahí, importunando la tranquilidad del hogar, acechando a la familia en complicidad con las diáfanas cortinas que parecían reír.

Desde los primeros instantes del ocaso, se repetían cada día las brisas húmedas. Particularmente este fin de semana, en que acababa de cumplirse el primer aniversario de la ausencia de Lucrecia, habían comenzado desde temprano su delicada tarea. Se colaban por la pequeña abertura que siempre dejaba Ramona Fuentes, para despejar los perfumes culinarios que quedaban disgregados por toda la casa, irritando al propietario que no se cansaba de criticarlos.

Ese sábado y también el domingo, fueron centro de un escenario terrorífico para las nenas y para las dos mujeres que trabajaban en la casa. Fierro ocupado desde temprano con el golf, había olvidado el macabro asunto de los zapatos sin dueño, sin pies ni camino. Recién el lunes siguiente se aclaró el tema de los tamangos que escrutaban debajo del cortinado.

Los pintores llegaron juntos; bajaron de un taxi como lo habían hecho el viernes, aunque esta vez eran sólo dos, faltaba el raro joven que gesticulaba sin hablar, preso de un tic infame entre lo dramático y lo gracioso.

Antes de comenzar a lijar el yeso que el viernes habían colocado rellenando rústicamente las grietas de las paredes de la sala, el bar y el comedor, los obreros retiraron las cortinas bajo la hostil vigilancia de Doña Dominga. El misterioso calzado quedó al desnudo, permaneció allí, erguido y amenazante.

Sin mediar palabra o gesto alguno, el más viejo, entregó las cortinas a Dominga.

–Por si las quiere lavar señora–

Desplazó los zapatos al medio de la habitación y prosiguió con su labor. Ahora eran centro de la escena, habían cobrado vida, un protagonismo inmerecido perturbando la escasa felicidad de los Fierro.

Allí permanecieron dos días más, hasta que los pintores concluyeron su trabajo retirando baldes, lijas, trapos, herramientas, pinturas y diluyentes de la sala. Recién entonces el reinado del enigmático calzado estaba llegando a su fin. El mayor de los hombres, grotesco y enorme, ataviado con un overol manchado, los metió en una bolsa que acomodó en el garaje junto a las cajas de basura.

La muda lo increpó para que diera explicaciones. Él sin inmutarse dijo:

– «no sabemos quién es el dueño, no los tocamos porque pensamos que eran de alguien de la casa»–. Furiosa la mujer dijo:

–esos mugrosos zapatos no pertenecen al Dr. Fierro–.

El otro pintor visiblemente molesto, agregó:

–los habrá olvidado el pibe, el muchacho joven que trabajó sólo el viernes, nunca más lo pudimos ubicar, ni siquiera el sábado a la tarde para una changa que pagaban bien, parece que se lo tragó la tierra–.

–Mandinga tuvo la culpa–, espetó Dominga.

La doméstica, más asustada que antes, se apuró a colgar un cuadro que había pintado la doctora y se asustó de su propio rostro que se reflejaba en el vidrio, además se sobresaltó porque ambos hombres le dijeron:

– ¡no cuelgue el cuadro!

– ¡espere al día lunes, la pintura aún no se ha secado! –.

La doméstica recuperó la calma cuando un taxi se llevó a los hombres y sus pertenencias. Siguió con sus tareas habituales pensando. Siempre pensaba en la Dra. Lucrecia.

– ¿Quién habitaría los zapatos vacíos cuando mueren sus dueños? –, silenciosamente se preguntaba.

Recordó los coloridos zapatos de Lucrecia, que Fierro donó a Emaús junto a tanta ropa hermosa y moderna de talle tan pequeño, que ella ni sus cuatro hijas pudieron aprovechar.

Como un torbellino aparecieron en su mente los recuerdos y hasta las imágenes del vaciamiento del vestidor ocurrido hacía algunos meses: las cajas con perfumes, maquillajes, carteras, bolsos, pulseras, collares, la colección de calzado, la ropa de deporte y un sinfín de cosas revueltas y los sombreros aplastados entre las cajas.

–Seguramente el Dr. estuvo hurgando en los estantes y cajones–

–De noche, revolviendo, buscando quién sabe qué–.

Cuando iban a retirar las cosas que el Dr. donó, él se trasladó con las nenas a Punta del Este, huyó de la escena con la disculpa de no importunarlas. De esta forma, responsabilizó a la pobre Dominga que sentía dentro de sí, un revuelto de pena, incertidumbre y miedo.

Ella misma había ayudado a las niñas a armar sus bolsos y mochilas, con los protectores solares, los desodorantes infantiles sin alcohol, las remeras nuevas que les dejó Papá Noel, los pantaloncitos cortos y los largos, ojotas, zapatillas gorros y varias cosas más. La pobre mujer acarreó los bultos y los acomodó en la camioneta. El Dr. estaba nervioso y apurado. El Buquebús era muy puntual y él no encontraba el certificado de defunción que le extendieron las autoridades y que le exigirían en Migraciones, para sacar las niñas del país.

Facundo siempre le dejaba dinero en efectivo a Dominga para las urgencias. Desde que Lucrecia no estaba, le dejaba más que antes. Cuando se lo dio, le recomendó acompañar a los hombres de la camioneta contratada, para llevar a Emaús las pertenencias de Lucrecia; por temor que la donación se desviara del camino y de su voluntad. Él no la vería, pero ella era una mujer acostumbrada a obedecer, de ello ambos estaban seguros.

Llegó la camioneta. Desde la caseta de la guardia de acceso al Barrio, llamaron por teléfono a la casa del Dr. Fierro para que algún adulto responsable autorizara el ingreso.

Dominga, «la muda» apuró el paso y aprontó sus escasas pertenencias, se preparó para acompañar a los hombres. Después de embalar y cargar todos los bultos y cajas, la sentaron en el medio, entre el conductor y un ayudante. Seria, quieta y muda como una estatua, no les habló en todo el trayecto. Ellos tampoco lo habían hecho. La radio a todo volumen y el aire acondicionado que casi no enfriaba, la fastidiaron bastante, sobre todo los alaridos del más joven que cantaba algunas canciones acompañando la radio.

Recordó la angustia que la invadió cuando subieron a la autopista «25 de mayo» y la bajada hacia la avenida San Juan, rumbo a Cochabamba al 466, en el B° San Cristóbal. «Emaús» decía el cartel que leyó con dificultad.

Una vez vacía la camioneta le indicaron la parada de taxis, en la esquina, en la Avenida San Juan. Se subió a uno atemorizada y sin poder despegar de su cabeza la idea estúpida de ponerle ese nombre raro a un lugar donde juntan cosas para los pobres.

–Emaús–

–Emaús– repetía en su inconsciente, indudablemente desconocía que esa institución surgió en Francia al finalizar la 2° guerra mundial, guerra que también ignoraba. Sólo quería llegar inmediatamente a su casa.

Pobre Dominga no tenía la menor idea donde estaba, sólo salía de su casa para ir a trabajar y volvía sin apartarse del itinerario. El Dr. Fierro le había dejado dinero suficiente para su regreso en un taxi. Lo escuchó sin objetar, cumplió la triste misión, pero regresó tarde a su casa donde recibió una soberana paliza sin explicación previa.

Siempre que podían, bastante tiempo atrás, iban a Punta del Este con Lucrecia y las hijas; en algunas oportunidades, eran acompañados por otros matrimonios. En esta ocasión era estrictamente necesario alejarse. La desaparición de la madre, las sesiones con las psicólogas, el pronto comienzo de las clases, los uniformes, los útiles, y tantas otras cosas de las que se había ocupado siempre su mujer y que él ignoraba, lo atosigaban.

La fiel Sra. Leonor, su discreta secretaria, solucionó más de un problema aunque él no se lo pidiera. Al final del mes le aumentaría el sueldo, se lo merecía pensó en algún momento, aunque su espíritu avaro le haría librar alguna batalla.

Ambas psicólogas habían coincidido que Nadia que empezaba su segundo año de la secundaria y Niní el primero, no debían presenciar cuando sacaran las pertenencias de su madre, por eso habían ido a Uruguay.

Él enojado con su suerte, por momentos no creía en la muerte de Lucrecia y «El Profe», por eso tenía actitudes extrañas y se ocupó de indagar las actividades de su mujer en los últimos meses.

Antes del viaje hizo su requisa en el vestidor de su esposa, ocupó mucho tiempo, hasta el amanecer. Sacó papeles, cartas, agendas, anotaciones, documentos, cualquier cosa que pudiera aportarle información para aclarar sus dudas. La mayoría la había retirado la policía, quedaban pocos elementos. Nervioso, irritado, evidenciaba un temor morboso a que ella hubiera revelado su secreto.

La semana anterior se había ocupado de rescatar las pertenencias dispersas en los consultorios donde ella había atendido a sus pacientes. Hasta visitó el gimnasio. Lo hizo al mediodía, en el horario que solía concurrir su mujer, según le habían comentado. Mientras hablaba con el encargado relojeó las caras, los cuerpos, las edades y la pinta de los acalorados asistentes que transpirados se esforzaban por batir sus propios récords. Preguntó si había alguna deuda impaga, si había pertenencias de su esposa, retaceó las respuestas a indiscretas preguntas, aceptó pésames diversos y se retiró.

Un sonoro portazo distrajo a Dominga de tantos recuerdos, se apresuró para ver y como siempre, Ramona, había abierto un ventiluz largo, elegante y moderno instalado para permitir que los olores se escabulleran al parque florido.

El viento que venía del río, aullaba como lobo triste que presagiaba muerte esa jornada.

–Todo se volvió raro desde que no está la Dra.–.

–Todo raro– pensó Dominga.

Recordó que Ramona, por lo menos se pudo llevar algunos abrigos, un piloto y hasta un paraguas. Ella nada. Eran todos gordos y bajos, la cocinera en cambio parecía enferma por su delgadez,

–¿cómo podía ser que estando metida en esa abundante cocina nunca comía? –,

–estúpida la Ramona–.

Mientras limpiaba y acomodaba la sala, la iban asaltando diferentes recuerdos. Para alejarlos comenzó a rezar en silencio un rosario, que a lo largo del día repitió varias veces, manifestando mentalmente sus sanas intenciones:

–por el año de desaparecida la muertita–,

–por la paz del Dr.–.

y –por las nenas–.

–Muerta está, sino estaría con las nenas–

Menos mal que sobre la pared de ladrillo a la vista, cubierta con varias capas de barniz caoba oscuro, el cuadro del velero en el delta quedaba mejor, y no hacía reflejos porque no tenía vidrio, era un óleo original pintado por Lucrecia. Seguramente las paredes vestidas con pintura blanca inmaculada, borrarían tanta tristeza acumulada.

Ramona era impuntual pero no faltaba nunca a su trabajo. Al llegar a media mañana, inmediatamente comenzaba a cocinar, e invariablemente a protestar porque las verduras, las frutas o las carnes no eran de su agrado. Nadie la escuchaba, porque no había nadie, sólo «la muda», quien obviamente no pronunciaba palabra alguna.

En épocas de clases, las niñas en el colegio bilingüe de doble jornada; la doctora en algún hospital o en su consultorio y el pulcro odontólogo en su clínica particular del B° Jardín del Palomar, unas pocas horas habitaban la hermosa casa, y la mayoría de esas horas las ocupaban durmiendo. Ambas mujeres, sin quererlo, sin desearlo, sin saberlo, eran las «patronas», que decidían, acomodaban, y conocían los lugares donde se conservaban cosas de poco uso, y elegían los sitios donde se colocaban las de utilización cotidiana.

Antes de la tragedia del río, la Dra. y luego el Dr., obligado por las tristes circunstancias, escribían un menú semanal que Ramona debía cumplir ajustadamente. La secretaria del Dr., la Sra. Leonor realizaba las compras en el hipermercado, en forma digital, y la mercadería de la lista, que había sido elaborada en letra casi ilegible por ambas mujeres, era entregada en el domicilio a la hora pautada. Desde que Lucrecia había desaparecido, la Sra. Leonor, agregaba golosinas, alfajores, jugos y otras cosas ricas como las que sus nietas le pedían a ella, pensando en Nadia y Niní que habían quedado sin madre. Sus abuelos viviendo en San Luis en un caso, o de paseo en el otro, porque desde que se casó con Graciela, el abuelo Francisco, parecía estar de novio, ser turista perpetuo o viajante vendedor de comercio.

Las niñas casi no veían a la Sra. Leonor, pero ella se sabía querida.

Nadie almorzaba en la casa, pero la gruñona, además de la cena diaria, armaba viandas para que las niñas llevaran a la escuela al día siguiente, o para alcanzarlas a las clases de tenis, a las de gimnasia artística, o a los entrenamientos de hockey cuyas canchas estaban muy alejadas de la casa. Se ocupaba que el freezer tuviera prolijamente almacenados, ricos matambres de pollo y de vaca, salsas variadas para los fines de semana, milanesas cocinadas y otras crudas, acomodadas en envases plásticos con separadores, para comodidad del que las utilizara, mermeladas, patés y otras exquisiteces. Además de las meriendas, debía acarrear los palos, las raquetas y la ropa adecuada en cada caso, porque las nenas, algunos días, no tenían tiempo suficiente para regresar a la casa. Descendían de la combi directamente en el área deportiva del barrio, junto a otras amigas. Merendaban y entrenaban; probablemente éstas eran las horas más felices de sus vidas. Cuando faltó Lucrecia, Facundo sugirió que almorzaran en el comedor de la escuela en vez de llevar viandas. Ambas niñas se opusieron manifestando que el almuerzo era un momento muy divertido, bajo los árboles con sus amigas y amigos. El padre, siempre corto de carácter, no objetó el argumento, calló y aceptó.

La responsabilidad de Ramona incluía otras viandas más abundantes y sabrosas para que el Dr. Fierro se llevara a su clínica para el mediodía siguiente, y las más complicadas para la Dra. Lucrecia –sólo ensaladas con varios ingredientes y frutas peladas–que ya no preparaba más.

Antes de retirarse dejaba la mesa puesta para la cena, prolija, completa, sin olvidar los detalles elegantes, y por supuesto, el ventiluz abierto.

Ramona con sus críticas de viva voz siempre esperó la adhesión de Dominga, aunque fuera un frío gesto de aprobación a sus peroratas, pero Dominga era infranqueable, no oía, y si algo escuchaba, no se perturbaba ni hablaba. ¿Antipática?, ¿apática?, daba lo mismo, ignoraba todo ex profeso. Cuando ingresó a ese empleo las niñas eran muy pequeñas y el Dr. Fierro le dijo que no admitía cotorreos entre el personal doméstico y mucho menos discusiones. ¡Palabra Santa! Parecía un fantasma silencioso y trabajador. Ella ordenaba juguetes, aseaba toda la casa, higienizaba la ropa que planchaba mejor que un tintorero japonés; luego la guardaba en cada cajón, la colgaba en cada percha acomodando las bolsitas con lavandas secas o con pétalos de rosas entre ellas tal como le había enseñado la Dra. Abría el mueble del calzado y acomodaba los zapatos lustrosos y las zapatillas blanqueadas y desodorizadas con el aerosol cuyas instrucciones no podía entender por estar escrito en inglés y ella apenas leía en nuestro idioma.

Se sentía orgullosa del brillo de los metales, el lustre de los muebles, de los marcos de los portarretratos y cuadros raros que pintaba su patrona y que todos ponderaban. Al único lugar que jamás entraba, era la cocina. Ese territorio pertenecía a «La Ramona».

Dominga, «Doña Dominga», así había que mencionar a la mucama que desarrollaba sus tareas domésticas con esmero y pulcritud, se retiraba puntualmente a las dieciocho horas de lunes a sábados, habiendo arribado a las seis treinta de la mañana, para lo cual salía de su casa de Villa Tesei en Hurlingham con más de una hora de antelación, muerta de miedo y de frio. En su hogar mandaba el marido, sino la molía a palos. El paraguayo, albañil de profesión, era más adicto al alcohol que al trabajo, mano larga y más golpeador que cariñoso. Por eso ella no hablaba. Alguien le dijo una vez que en Paraguay decían: «cerrada tu boquita te hace más bonita». Por su mutismo debió ser hermosa, pero en este caso, no se cumplió el vaticinio.

Las dos mujeres cumplían correctamente su tarea, su relación no era belicosa, pero distaba de ser cariñosa, sobre todo desde que la Dra. no estaba y en la casa el clima había mutado de la histeria de los primeros días, a la posterior tristeza muda y silenciosa. Las nenas extrañaban a su madre, aunque nunca hacían comentarios. La conducta del Dr. era rara; lacónico, mesurado, infranqueable. Sus gestos y actitudes lo mostraban desconcertante, serio, parco, melancólico, misterioso, a veces su mirada se manifestaba inquisidora, incomprensible parecía traslucir un oculto enojo. Su conducta y sus estados de ánimo dependían de algunas llamadas o de las visitas que recibía.

 

 

TARDE DE TORMENTA

En primero de enero del año anterior, Lucrecia, Facundo, las nenas y un grupo de amigos fueron a festejar el Año Nuevo navegando en el río. Carlos y Bety con sus tres hijos, cargados de comida, arribaron apresurados porque se les había hecho tarde. Tobías, el mayor, visiblemente acalorado, transportaba una conservadora de hielo repleta de helados. El pan fue acercado por Iñaki, el menor, que aún no había conseguido despertarse totalmente y Ramón, el del medio que siempre zafaba de ayudar por mañoso y protestón. Sobre la hora de partida llegaron Ezequiel con Vanina y la pequeña Rosario de escasos dos años, una niña bellísima, pero de conducta difícil. Nadia y Niní la adoraban, aunque cargaban con su vigilancia.

Eran las diez de la mañana, el sol apretaba desde muy temprano, era un día luminoso, sereno, para disfrutarlo estrenando espléndidamente el año navegando en el río.

«Rige alerta meteorológica para la Región por tormentas fuertes» el título del informe del servicio mareológico y meteorológico en el Río de la Plata» que estaba en la pantalla del canal trece desde muy temprano. Todos lo ignoraron, aunque lo comentaron. En el teléfono de Fierro se leía: «Se advierte que a partir de esta tarde podría registrarse abundante caída de agua, actividad eléctrica, ráfagas de viento y ocasional caída de granizo».

Los hombres murmuraron algunos comentarios al respecto cuando arribaron al amarradero. Las mujeres después de desearse feliz año, hablar de los trajes de baño, de los anteojos de sol, de las capelinas y gorros para protegerse del sol, ayudaron a cargar y ordenar la comida mientras comentaban brevemente el pronóstico. Hubo un acuerdo tácito de disfrutar hasta que se aproximara la tormenta, si «fueran acertados los vaticinios, porque más de una vez equivocaban el pronóstico».

A lo lejos se veía llegar al Profe, montado en su bicicleta con un pack de agua mineral que se bamboleaba detrás de su silueta, pedaleando enérgicamente para no retrasar la salida, pues a pesar de haber dormido en el barrio, a último momento, Facundo le pidió que consiguiese agua. En cuando plegó la bicicleta, la encadenó junto al casco y zarparon inmediatamente. Facundo al timón, Lucrecia untando a sus hijas con protector solar que luego circuló entre todos como si fuera revista recién comprada.

El Profe fue el encargado de conectar el Pen Drive con música, anulando de ese modo cualquier información radial.

Los guardacostas se ocuparon de patrullar y prevenir a medida que recibían informes alarmantes: «El Servicio Meteorológico Nacional emitió esta mañana una alerta por tormentas fuertes o severas para una amplia zona que incluye La Plata, Río de la Plata y Capital Federal». «Además, en forma localizada podría darse fuerte actividad eléctrica, abundante caída de agua, ráfagas intensas de viento y caída de granizo».

Ninguno tomó en serio las recomendaciones de los expertos. Comieron delicadezas frías, riquísimas, compradas al «japonés del sushi», como le llamaban al atento dueño del «Sushi Club» que les había armado una heladera repleta de hielo seco para evitar la descomposición de las piezas. Bebieron champagne helado como si fuera agua durante todo el día. Todos, menos «El Profe». A Lucrecia le decían: «¡tenés el vaso pinchado!», porque desde hacía algún tiempo, había perdido la medida y el rumbo con la bebida. Alegres, jocosos, con las pieles brillantes de bronceadores y calientes por el sol, disfrutaban mecidos como niños pequeños con los suaves movimientos del agua que transportaba la embarcación. Las bebidas estaban heladas gracias al reciente regalo de Mario: una heladera pequeña, adecuada al tamaño de la embarcación, que habían instalado junto al freezer de la misma marca y color que él mismo había regalado hacía justo un año.

El atardecer en el río es un espectáculo multicolor que se va diluyendo a medida que la esfera rojiza del sol es tragada por el horizonte. Somnolientos, relajados, felices, observaban el espectáculo cuando empezaron a divisar oscuros nubarrones que se aproximaban veloces, empujándose unos a otros por el viento titánico que arremolinaba el río; las nubes cargadas de agua y electricidad sorprendían por su negrura, rapidez e intensidad. Los primeros relámpagos aparecían y desaparecían partiendo el cielo, encendiéndolo por momentos, y apagándose bruscamente en el río. En ese paisaje tétrico, los truenos explotaban brutalmente, amedrentando a los adultos que consolaban el llanto de los pequeños.

Apuraron el regreso porque el enorme velero se convirtió en un frágil barquito de papel bailando en un río embravecido. La tormenta feroz fue peor que los vaticinios matutinos y llegó más temprano que tarde. Lucrecia había aprobado el curso de timonel al igual que su esposo y detentaba solvencia en el oficio que, según ella, dominaba. La tuvo que ayudar «El Profe» pues su delicada humanidad no alcanzaba para sostener firme el timón, porque como tantas veces en su vida, Lucrecia fue quien tomó el timón.

Facundo Fierro se encargó de los salvavidas para todos, y de no soltar las manos de sus «adorados soles», como llamaba a sus dos hijas. Gritaba dando órdenes, visiblemente descolocado ante la peligrosidad inminente. La ribera se entreveía entre la cortina pesada y oscura de ráfagas de agua y viento. Los matrimonios amigos, se resguardaron abrazando a sus hijos. Los hechos se sucedieron inmediatamente. Al enorme velero se le arrancaron las velas, dio un giro veloz; la quilla, columna vertebral de la embarcación, se partió y en pocos minutos todo se convirtió en caos hasta que la embarcación zozobró. El desastre se produjo cercano a la costa, cercano a su casa.

Facundo hizo un esfuerzo enorme para nadar arrastrando a Nadia y Niní que gritaban el nombre de su madre. Bety pasó su brazo debajo del salvavidas de Ramón y nadó hasta que lo pudo dejar a salvo donde se encontraba Facundo. Volvió a ayudar a Carlos quien arrastraba a Tobías e Iñaki; aunque ambos nadaban muy bien, el miedo les batallaba en contra. Los primeros que habían llegado a la costa fueron Ezequiel y Vanina con la pequeña Rosario que había tomado bastante agua y no cesaba de vomitar. Aunque la costa estaba más cercana de lo que había parecido al principio, los sobrevivientes realizaron esfuerzos titánicos para superar la correntada del río y llegar al amarradero. Las nenas reclamaban inconsolables que salvaran a Lucrecia, ensordecidas por el ruido de la tormenta, el griterío, el nerviosismo y la angustia. Todos estaban allí, menos su madre y su profesor.

La búsqueda comenzó en forma inmediata, aunque la noche avanzaba y la tormenta disminuía, era muy dificultosa la visión. La Prefectura, los Bomberos, los Buzos Tácticos de la Armada Argentina que habían llegado con sus boinas marrones y sus equipos especiales, los famosos APBT; personal especializado del barrio, los vecinos, los amigos, los miembros del Club Náutico y Fierro mismo en persona realizaron una intensa búsqueda. Hasta la Prefectura Uruguaya colaboró.

En cuanto la tormenta cesó completamente, se reforzó la búsqueda con helicópteros. A medida que pasaban las horas y los días, iban disminuyendo las posibilidades de encontrarlos con vida.

Lucrecia y «El Profe» fueron dados por desaparecidos unos días más tarde, aunque sus cuerpos nunca aparecieron, todos suponían que habían muerto.

El Dr. Fierro se fue convirtiendo en otra persona, se culpaba por no haberla ayudado después que puso a salvo a las niñas. Confiaba en la fuerza y la capacidad de su mujer y nunca imaginó que desaparecería debajo de las cortinas de agua embravecida; nunca supo cuál fue el momento exacto; el movimiento desmedido; la ráfaga asesina que se la llevó.

La Dra. Lucrecia Lencina, era una reconocida traumatóloga de la zona norte del gran Buenos Aires, que compartía con su familia una lujosa residencia en Nordelta. Una construcción moderna y amplia, con parque de dos mil metros cuadrados, con pileta de natación y amarradero propio donde descansaba su enorme velero. Algunas veces se veía al matrimonio navegando con amigos del barrio, con colegas, con compañeros de deportes, que les hacían amenas y divertidas las pocas horas que compartían en familia.