Ángel Luis Solano Atienza

 

Concierto de una noche

de verano

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Primera edición: junio de 2018

 

© Grupo Editorial Insólitas

© Ángel Luis Solano Atienza

 

ISBN: 978-84-17300-18-0

ISBN Digital: 978-84-17300-19-7

 

Ediciones Lacre

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

info@edicioneslacre.com

www.edicioneslacre.com

 

IMPRESO EN ESPAÑA - UNIÓN EUROPEA

 

 

1. Diego

La cadena de la bicicleta se le salió a pocos metros de la verja, ya abierta, de la mega tienda de hogar y bricolaje. Iba justo de tiempo, por lo que dejó la cadena colgando con la intención de colocarla más tarde al salir del trabajo. Llevó la bici a cuestas y la amarró a un árbol del parking.

Todavía no había amanecido; faltaban cinco minutos para las cinco y media de la mañana.

Montado en el toro eléctrico, Diego apilaba palés de materiales de construcción (picadís, cemento cola…) en el patio de la recepción de mercancías. A su lado en el suelo, su compañero Fernando le estaba contando algo que a Diego le resultaba tan agradable como tragarse un erizo con sarna, y tan interesante como un discurso papal. No le prestaba atención y sus respuestas eran tan cortas y secas que se preguntaba cómo era posible que su compañero no se diera cuenta de que no hacía más que molestar. La cuestión es que ahí seguía, pegado al toro, estorbando y parloteando entre risas acerca de unas tipas que habían defecado en una copa y luego se habían… ¡Dios! Qué asquerosidad. Cómo se podía ser tan cutre. Y para colmo hacía mucho frío, la estructura de la nave impedía que los rayos del sol mañanero alcanzaran el patio, por lo que el suelo se iba empapando cada vez más por la humedad.

Era finales de marzo.

Pegada al muro que delimitaba el patio estaba la caseta prefabricada donde realizaban las gestiones. La puerta se abrió y Lorena, la administrativa, una mujer de treinta y seis años con el pelo teñido de rubio, anunció:

¡Diego! El director quiere verte en su despacho.

Le alegró la noticia, así podría escaparse del pelmazo de su compañero y, de paso, calentarse un poco. Pero ¿qué querría el director de él? Había entrado hacía poco tiempo sustituyendo al anterior director, al que habían despedido fulminantemente. Le caía simpático, y parecía que el sentimiento era mutuo, pero nunca podías estar seguro en este tipo de empresas en las que «el bajo rendimiento» era el pretexto cotidiano a la hora de enviarte a casa con cara de pasmo.

¿Por qué quiere hablar contigo el director? —le preguntó Fernando.

«Y a ti qué coño te importa».

—No tengo ni idea.

Su compañero lo miró con recelo.

—Ya…

A Diego le molestó la suspicacia de sus ojos.

¿Puedes seguir tú? —preguntó Diego saltando del toro.

—Claro —respondió con una voz que a Diego le sonó falsa.

Sin despedirse de su compañero se dirigió hacia el portón ignífugo que separaba el frío patio exterior de la cálida tienda interior. Pulsó el botón de apertura, se desencasquetó el gorrito polar y entró.

El pasillo central se extendía ante él, luminoso y caldeado. A ambos lados los vendedores de las diferentes secciones atendían a la clientela. Observó a los vendedores. A pesar de que ganaban más dinero que él no los envidiaba, el tener que aguantar cada día a personalidades de todo tipo era una idea que no le seducía lo más mínimo; era capaz de estar de cara al público unas horas, un día, pero cada día… uf. Además, así como todos sus compañeros entendían de algo relacionado con el «hogar», él, por el contrario, tenía poca idea de lo que allí se vendía, y tampoco le interesaba, todo eso le aburría; el pladur, la cerámica para las baldosas, el picadís, los infinitos botes de pintura, las encimeras… De hecho, cuando algún cliente le paraba para preguntarle algo sobre un determinado producto, y Diego le respondía que no tenía ni idea, el cliente amoscado le preguntaba si no trabajaba allí. Él contestaba que sí pero que no sabía a qué se refería, sin perder la sonrisa, claro, no fuera cosa que en ese momento pasase por ahí algún jefe y le viera responder de mala gana a la clientela. Eso sí que sabía hacerlo bien, disimular y aparentar que estaba la mar de involucrado en su trabajo, aunque últimamente le costaba aparentarlo.

Al pasar al lado de la sección de pintura miró hacia el mostrador y buscó con la mirada a Valeria, una vendedora argentina un par de años más joven que él, la persona con la que más conectaba de toda la tienda. Se buscaban con frecuencia para charlar, y se lanzaban miraditas en las que el interés quedaba patente. Ella estaba casada y Diego a veces se preguntaba qué ocurriría si él le manifestase a las claras sus sentimientos.

¿A almorzar ya? —le preguntó ella.

—Entrevista con el dire.

—Huy, ¿qué pasó?

—Ni idea. Al parecer quiere verme.

—Seguro que será para algo bueno. A lo mejor te propone como jefe. El tuyo no tardará mucho en marcharse, ¿no?

—Quién sabe. Bueno, luego te cuento, no hay que hacer esperar al director.

—No, claro. Suerte.

—Gracias.

Se sonrieron con aprecio durante un par de segundos, en el que Diego vio en sus ojos, como en tantas otras veces, que estaba pensando lo mismo que él: en lo buena pareja que harían si se atreviesen a intentarlo…

De camino a la entrevista Diego iba pensando que era una pena que estuviera casada. Aunque… y qué si estaba casada. No era excusa, ya habían pasado los tiempos en que el divorcio era como una condenación al fuego eterno por la sociedad biempensante. Si sentían tan atraídos ¿por qué ninguno daba el paso? ¿A caso a él no le atraía físicamente lo suficiente —estaba muy delgada y tenía el pecho plano—, o tal vez era porque la fantasía siempre es mejor y menos problemática que la realidad?

Echó un vistazo al mostrador de información en el que solía estar a esa hora Carolina, su… ¿exnovia? Sí, técnicamente lo era, desde hacía veinte días. No la vio, lo cual le alivió lo mismo que le inquietó. No le apetecía verla antes de la entrevista con el director, pero también le preocupó que pudiera estar afuera en el parquin fumándose un cigarro con Iván, el vendedor musculado y tatuado de la sección de carpintería que siempre había estado colado por ella, o con algún otro moscardón que ya se hubiera enterado de que estaba libre.

Siguió caminando hasta la puerta de acceso a las oficinas, la sala de descanso y los vestuarios, que se encontraban en el piso de arriba. Tecleó la clave de acceso y subió las escaleras. En el primer rellano se detuvo, en la pared había colocado un panel con los retratos de todos los empleados de la empresa. Buscó a su ex y se la quedó contemplando: su cara estaba más delgada y aniñada, le pareció que estaba preciosa. Luego buscó su propia foto: vio a una persona siete años más joven, con el pelo largo y una sonrisa franca y jovial. Ahora ni podía dejarse el pelo largo porque su cabello carecía de la frondosidad necesaria para no resultar patético, ni sonreía de esa manera. ¡Siete años! ¿Podía ser cierto?

El director estaba en su despacho hablando con Pepe, el jefe de sector de la sección de materiales, la más importante de la empresa y la que a Diego le resultaba más tocapelotas. No se tenían simpatía, sobre todo desde que una vez se le ocurrió a Diego, de buena fe, llevarle la contraria delante del director. Al instante se dio cuenta de que había cometido un grave error al observar como el rostro de Pepe se transmutaba por la ira contenida; no estaba acostumbrado a que ningún mozo le rebatiera, y menos delante del director. A partir de ese día siempre existía una tensión latente entre ellos. Para Diego representaba un tipo de personalidad que detestaba: el prototipo del macho-macho: atufaba a colonia varonil, hablaba en voz alta y grave, montaba en cólera si las cosas no salían como él quería, y tenía aspecto de boxeador de segunda fila, y para colmo siempre llevaba unos mocasines con borlitas, un calzado que Diego detestaba; y sin embargo se mostraba sumiso como un lacayo ante sus superiores. Bueno, esto último era lo normal; la independencia era una actitud que escaseaba en ese tipo de entorno laboral, a veces le daba la impresión de estar en una secta o en un partido político.

Por fin salió Pepe del despacho del director. Sus miradas se cruzaron y ambos se saludaron con unos desganados y protocolarios buenos días.

El director lo llamó.

 

 

2. Entrevista con el director

—Siéntate, Diego, ahora mismo estoy contigo —dijo mientras ojeaba unos documentos.

—Buenos días. —Nada más entrar se arrepintió de no haberse quitado parte de la ropa antes. Ahí arriba hacía el doble de calor; el director iba en mangas de camisa y él llevaba varias capas de ropa. Sus mejillas ardían, pero le daba apuro quitarse el chaleco y el polar y ponerlos en el respaldo de la silla, de modo que se sentó, esperando no sudar demasiado.

Vio su curriculum sobre la mesa.

¿Qué tal, Diego? —dijo por fin el director.

—Bien. Bueno, algo intrigado.

—Tranquilo. Trato de mantener una charla con todos los trabajadores de la empresa. El deber de un director es conocerlos a todos.

—Me parece una buena iniciativa.

—Gracias —apuntó con una sonrisa mientras se sentaba frente a Diego. Después se lo quedó mirando varios segundos que a Diego se le antojaron muy largos, hasta que cogió su curriculum—. Bueno, tengo aquí tu historial, y tengo que admitir que está bastante bien.

—Gracias.

—Teniendo en cuenta el puesto que desempeñas… Ya me habían comentado que eres licenciado en Pedagogía. Mh, mh —musitó examinando el curriculum—, veo que antes habías sido coordinador en un centro de toxicómanos. Caray… Háblame un poco de ello.

—Bueno, era el jefe de un equipo pequeño: una educadora social y seis monitores…

¿Y qué ocurrió para que lo dejaras?

Diego esbozó una sonrisa ocultando sus verdaderos sentimientos. Le fastidiaba tener que dar explicaciones, aunque también deseaba causarle una buena impresión y demostrarle que era un tipo inteligente y válido.

—Descubrí que no me gustaba.

¿Y entrar palés te gusta?

—Bueno, no solamente me dedico a entrar palés, también…

—Lo sé, Diego, perfectamente cuáles son tus tareas. Tú ya me entiendes…

—Claro, claro…

Dudó en contarle la verdad. Si le hubiera formulado la misma pregunta unos años atrás le habría respondido sin vacilar «lo dejé para ser escritor», porque no le costaba manifestarlo. Al contrario, deseaba que alguien —sobre todo si se trataban de chicas atractivas— le preguntara a qué se dedicaba para revelarlo de inmediato. A continuación, casi invariablemente, seguía otra pregunta: «¿Has publicado algo?», y él respondía con jovialidad y suficiencia: «Todavía no», porque a pesar de ello se consideraba escritor… «Escritor», qué magnífica palabra, le hacía verse como un elegido de los dioses, alguien especial con un don… No obstante, ahora, esa misma pregunta se le incrustaba en el cerebro como un grueso tornillo oxidado y chirriante: «¿Has publicado algo?». Antes no le incomodaba, ahora con treinta y ocho años, sí. Tomó aire y esforzándose por no apartar los ojos de los del director, añadió en un hilo de voz—: Lo dejé para ser escritor.

¿Escritor?

—Sí. Y el trabajo me consumía mucho tiempo y mucha energía.

Era cierto. Cuando no estaba en el centro mediando entre los usuarios y los trabajadores, o entre los propios trabajadores, estaba en la Consejería politiqueando; y cuando no, en la fundación encargada del proyecto. O peor aún, cuando lo reclamaban en su tiempo libre: estando un día en la playa, tranquilo y relajado con una chica, tuvo que marcharse al centro a solucionar un problema relacionado con un toxicómano expulsado por mal comportamiento, que exigía que le volvieran a dejar entrar. Intervino la persona de seguridad con la desgracia de que uno de los dos, —no se había enterado bien—, había perdido un ojo… De camino al centro, Diego rabiaba por tener que perder un fabuloso día de playa para tener que enfrentarse a una desgracia… complicaciones, problemas y más problemas. Como si no le dedicara bastante tiempo entre semana. Y para colmo su trabajo no le gustaba. Ni ahora en la vida real, ni cuando estudiaba en la universidad. Algunas de las asignaturas de su carrera le atraían, pero resultaron las menos, la mayoría del tiempo se aburría. Muchas veces pensó en dejar la carrera, pero no lo hizo. Le costó acabarla, no por falta de aptitud, sino por apatía y desinterés, y porque «perdía el tiempo» con sus dos grandes pasiones: la literatura y la música; por un lado, escribiendo sus primeros relatos cortos, con lo que empezó a soñar con la idea de convertirse en escritor; y por otro, escuchando música y, tras montar un grupo con unos amigos de la universidadél era el batería, ¡tocándola!

Le apasionaba la música pero aún más todo lo relacionado con la escritura: la vida de los autores, crear una historia de la nada, dar vida a personajes… No era un mal plan, escritor como oficio, y músico en sus ratos libres. ¡Joder, era genial! Además, también se dio cuenta de no era muy buen batería. Decidido, sería escritor. Al menos en sus sueños, porque su mente, su energía y su tiempo lo ocupaban su trabajo. Durante ese tiempo no escribió nada.

Así que un día, sin meditarlo, se levantó de la cama como tantos otros días y se marchó al trabajo. Y de repente, en una rutinaria reunión, aburrida y predecible como tantas otras, le invadió una insoportable angustia; se imaginó en la siguiente reunión, y en la siguiente, y en la siguiente… Mientras sus compañeros hablaban y discutían asuntos que ya habían discutido la semana anterior y que repetirían en la siguiente, decidió jugársela: renunciar a la estabilidad, al dinero y al estatus por su sueño de ser escritor. Cuando terminó la reunión se marchó a la fundación a anunciar que abandonaba su puesto y pedirles que le arreglaran los papeles del paro.

Estuvo casi dos años escribiendo mientras cobraba el subsidio de desempleo. Nada especial ni de calidad, consciente de que estaba aprendiendo el oficio. Hasta que se le acabó el paro y tuvo que volver a buscar trabajo, pero esta vez no caería en la trampa; su nuevo empleo estaría supeditado a su labor de escritor. Pudo encontrar uno que se ajustaba a sus propósitos, mozo de almacén en la recepción de mercancías de unos grandes almacenes. Fácil, sin responsabilidades, ni complicaciones, y con tiempo libre para seguir escribiendo.

Sin embargo, no escribió tanto como hubiera deseado. Las ideas no fluían, no sabía si era por la falta de sueño constante debido al horario —tenía que levantarse a las cinco menos cuarto de la mañana— y al que nunca consiguió acostumbrarse, o, lo que le daba pavor, por falta de imaginación.

 

—Escritor. Mh, mh, qué interesante —dijo el director. Diego aguzó el oído en busca de algún indicio de mofa sutil en su tono de voz—. ¿Y qué escribes?

La segunda pregunta que detestaba que le realizaran.

—Prosa, relatos, básicamente. Algunos en tercera persona, otros en primera, otros…

¿Novelas?

—No, todavía no…

—Cuentos, entonces…

—Bueno, no exactamente… —Por eso detestaba que le hicieran esa segunda fastidiosa pregunta, porque pensaba que hasta que no escribiese una novela, al menos una corta, no podría llamarse a sí mismo escritor.

—Yo los llamo sencillamente relatos —continuó diciendo—, historias en definitiva. Una historia tiene que durar lo que tiene que durar; alargar sin necesidad es un error: dos páginas, treinta o cincuenta… —La última cifra la susurró: ese era su límite, cuarenta y nueve páginas. Jamás había traspasado ese número. Ahora estaba enfrascado en una ¿novela?, y atascado en la maldita cifra. «Ahora» y «enfrascado»… A quién pretendía engañar, hacía meses que no se enfrentaba con su narración, y las pocas veces que lo hacía no surgía nada válido de su cerebro.

Así que ya no se sentía tan escritor, tal vez había sido un capricho que se le había antojado para hacerse el interesante.

—Pero no has publicado nada…

—No.

—Mh, mh… —Diego de nuevo indagó en el tono de voz: le sonó a indiferencia, a un «minucias», «chorraditas.»—. Vaya, veo que ya tienes treinta y ocho años—. El «ya» le sentó como un tiro.

«Treinta y ocho años», se le encogió el estómago. Ahora entendía en todo su alcance el mito de Fausto. No es que antes no lo entendiera, simplemente no le afectaba porque la edad le resultaba indiferente. Hasta hace un par de años en los que de repente sintió la edad. Y se sorprendía con frecuencia a sí mismo en medio del trabajo reflexionando sobre Fausto y en que él también vendería su alma al diablo por lograr sus sueños. No entendía muy bien cómo había sucedido, pero de pronto su edad le preocupaba, había dejado de ser joven, de ser un chico. Sí, por supuesto que todavía era joven, pero no ese tipo de joven que observa el mundo que se le extiende ante sí como un sinfín de posibilidades realizables, ilusionado y emocionado.

—Pensaba que como mucho tendrías treinta y tres.

—Eso me dicen.

—Pero no los tienes, ¿eh?

—No, es cierto…

—Treinta y ocho… Yo tengo cuarenta y tres.

—Ah, también se conserva bien. —Al oírse sintió asco de sí mismo porque no era cierto, y porque había que ser un pelota para manifestarlo.

—Gracias, procuro cuidarme, hago deporte…

—Bueno, eso será cuando tiene tiempo, porque es de los últimos que se va de aquínuevamente se dio asco.

—Me gusta lo que hago, Diego; me mantiene joven.

—Lo entiendo…

—A tu edad, ya era director.

«Y a mí qué».

¿En serio? Tiene mucho mérito.

—Sí, era uno de los más jóvenes de toda de toda España. Me entiendes, ¿no?

—Claro.

—Tu jefe me ha hablado muy bien de ti. Según él reúnes las cualidades necesarias para cubrir su puesto…

—Es de agradecer.

—No se irá mañana, pero está al caer. ¿Cómo te ves, Diego, en la empresa dentro de cinco años? ¿Te lo has llegado a plantear?

—No, no me lo he planteado —respondió con resignación, casi en un suspiro.

A Diego le irritó que el director arquease las cejas, ladeara la cabeza y abriese los ojos como si le resultase inconcebible que todavía no se hubiera planteado semejante cuestión.

¿No? —insistió el Director. Empezaba a no caerle tan bien.

—No.

—Diego, tienes treinta y ocho años, una licenciatura y te conformas con entrar palés…

—No, no me conformo… Solo que no me he planteado qué voy a estar haciendo dentro de cinco años, pero —de repente consideró que era mejor causarle una buena impresión— me siento a gusto en la empresa. Y, , me veo aquí aunque no como vendedor…

—Mh, mh, ¿y dónde te ves?

—Estoy perfectamente cualificado para ser jefe.

¿Ah, sí? ¿En qué sección?

—En la mía, en logística; comercio no me interesa.

—Mh, mh… ¿Has realizado algún curso relacionado con la logística? ¿Has intentado formarte?

—No, no veía la retirada de mi jefe tan inmediata. Además, por lo que he visto, no hace falta mucha formación…

—Perdona, Diego, pero no estoy en absoluto de acuerdo contigo. Siempre hay que formarse, te va a dar ventaja sobre otros, y aprenderás más rápidamente algunas cosas que por tu cuenta no podrías. ¿Me entiendes?

«Ya estamos otra vez con el ‘entiendes’, como si yo fuera tonto».

—Sí, claro.

—Además, no solo eso… Yo me fijo en todo, Diego, en todo, desde la limpieza de la tienda, hasta el pearcing que lleva en la nariz la vendedora de electricidad… Y tengo que decirte que la impresión que me causas es la de no estar del todo aquí; no te veo «enchufado». Ojo, no me malinterpretes; no estoy diciendo que no cumplas y que no trabajes bien porque me consta que lo haces. Es más la actitud que muestras, ¿mh? Mira, Diego, un tío puede hacer menos que tú, pero si lo hace sonriendo, de buen rollo, parecerá que está aportando más… ¿Me entiendes?

Diego apretó la mandíbula antes de responder:

—Sí, claro.

—Formación e implicación.

—Ya…

—Mira, Diego, disculpa si te parezco un entrometido, es bonito tener una afición, a mí me encanta la fotografía, y en mis ratos libres me escapo a la playa, al campo o vago por el casco viejo tomando fotos… ¿Me entiendes? Puedes escribir en tu tiempo libre, como afición…

—Sí, claro.

—Mira, te voy a dar el nombre de un curso online de logística muy, muy bueno…

 

 

3. Reflexiones postentrevista

«Como si fuera comparable apretar el botoncito de una máquina a componer una historia, no te jode —iba pensando mientras bajaba la escalera—. Todo el mundo se cree fotógrafo. Por cada escritor hay veinte fotógrafos, ¿por qué? Pues porque escribir es más difícil que apretar un botón y tomar fotitos. Como si escribir no requiriese tiempo y energía, como si cualquiera, tras una jornada de ocho horas en un empleo alienante, pudiera llegar a casa, cansado y con la mente embotada, y crear una historia… Joder, ¿y qué me esperaba? El director piensa como todo el mundo, como mi familia…».

Al bajar de nuevo a la tienda se topó con Pedro, el responsable de la sección de pintura. Era más joven que él y había empezado en la empresa un par de años más tarde. No le caía mal, a pesar de que le resultaba un poco cargante la costumbre que tenía de hacerse el gracioso a todas horas. Aunque desde que le habían ascendido de vendedor a jefe ya no sonreía ni bromeaba tanto. Se saludaron, intercambiaron un par de bromas tontas y luego Pedro siguió su camino. Diego se quedó allí plantado, rememorando su entrevista con el director: ¿por qué le había dicho al director que se veía dentro de cinco años como jefe cuando realmente ni lo había pensado ni lo deseaba? ¿Para quedar bien? ¿Por asegurar su futuro? Echó un vistazo a su alrededor, buscando con la mirada a otros responsables. La de decoración también era un poco más joven que él, incluso la jefa de sector de baños era más joven que él… Él llevaba siete años en la empresa y seguía en el mismo puesto, mozo de almacén, y eso que tenía una licenciatura; cómo no iban a poner cara de perplejidad sus familiares y amigos. Había restringido las visitas familiares precisamente por eso, para evitar más alusiones a su trabajo y a su futuro profesional y amoroso.

Recordó como al incorporarse a la empresa disfrutaba de empezar a trabajar todavía de noche, antes de que los demás empleados llegasen. Le agradaba la calma de esa hora y que amaneciera mientras él estaba trabajando. También le gustaba mojarse cuando llovía, notar el frescor en su rostro, los rayos de sol al calentarlo… Disfrutaba con el trabajo físico, y también le gustaba aprender a manejar maquinaria como el toro, transpaletas eléctricas; y la «llaneza» de sus compañeros le divertía. Estaba saturado de academicismo: la escuela, el instituto, la universidad, y el mundo laboral, una extensión de lo anterior con la única diferencia que ahora cobraba y que la gente le parecía cada vez más «blanda», perfil de oficina: pálidos, músculos fofos, con tendencia a desarrollar tripa y chepa… Lo opuesto a sus héroes: Jack London, Hemingway, tipos duros, curtidos… No como él, que nunca había tenido callos en las manos. Ahora por fin se consideraba un tipo, si no duro, al menos no tan blando. Sí, le había gustado el trabajo físico. Pero eso era antes; ahora le dolía con frecuencia la espalda, y tenía molestias en los codos y rodillas, el frío le mortificaba, odiaba madrugar tanto, y el trabajo le agotaba y aburría. La «comodidad» le había alcanzado. Empezó a mirar a los jefes con envidia. Y ya no le divertía tanto la «llaneza» de sus compañeros mozos. Para su sorpresa echaba de menos su antiguo ambiente académico; sobre todo un día que, charlando con una de sus mejores amigas, exnovia suya, pedagoga como él, esta le contó lo contenta que se sentía por haber elaborado un programa innovador en el acoso escolar, y de cómo le enorgullecía formar parte del grupo de personas que contribuye al avance y desarrollo de la sociedad. Diego acusó el comentario en silencio. No consiguió apartarlo de su mente durante varios días. No se sentía productivo ni válido en ningún sentido; estaba fracasando en su carrera como escritor; y en cuanto a su carrera profesional, la había tirado por la borda: nueve años alejado de ella, había perdido el carro… Y al cruzarse con sus antiguos compañeros de carrera veía sus buenos puestos de trabajo, sus buenos sueldos, buenos coches, buenas casas, esposa e hijos; habían evolucionado. Al contrario que él, que desde que le robaron el coche hacía varios años se desplazaba en bici al trabajo. Bueno, al menos no tenía que compartir piso con nadie, pero a costa de dejarse medio sueldo en el alquiler… De hecho, casi ni llegaba fin de mes. Años atrás se enorgullecía de estas mismas circunstancias porque se veía a sí mismo como un bohemio, un rebelde. Ahora, en cambio, le fastidiaban y se veía como un idiota por haber pensado de esa manera tan pueril.

Por eso le había afirmado al director que se veía como jefe, porque le flaqueaban las fuerzas. Diego anhelaba una vida convencional: un hogar propio, esposa y dos hijos, viajar en vacaciones, tener dinero ahorrado en el banco… Aunque, por otra parte, cuando se ponía los auriculares y subía el volumen más allá de lo saludable y escuchaba a bandas como Alice in Chains; o leía la autobiografía de Elia Kazan; o indagaba sobre la vida de Cervantes; o se leía alguna historia de Bukowsky, artistas de verdad, magos de las emociones, seres que habían trascendido la realidad inmediata y se habían elevado por encima de los demás mortales, estremeciéndonos de placer, dolor, alegría, excitación, haciéndonos soñar, revelándonos las luces y las sombras de la humanidad; entonces, en esos momentos en los que vibraba y un hormigueo le recorría la espina dorsal, se daba cuenta de que él no podía llevar una vida «normal», de las de oficina de ocho horas. Sin embargo, al día siguiente cuando el despertador sonaba a las cinco de la madrugada volvía a apoderarse de él las ganas de comodidad. Sentía como si dos hileras de caballos le tirasen de los brazos en direcciones opuestas; y los caballos de la «normalidad» le estaban ganando a la partida a los de la «artística». Si al menos consiguiera pasar de la maldita página cuarenta y nueve y llegar hasta la cien, tal vez todo sería diferente… Bah, si todavía no lo había conseguido a sus treinta y ocho años…

Necesitaba un cigarro. Antes de empezar a trabajar no fumaba. Ahora iba a casi un paquete por día.

 

 

4. Carolina y Diego

Salió a fumar. El sol iluminaba el parking, hacía calor. La diferencia de temperatura entre la parte trasera de la tienda y la delantera era enorme. Dejó que el sol calentará su rostro y pensó en lo agradable que sería poder disfrutar de esa sensación sin tener que recurrir al tabaco. A continuación, encendió un cigarrillo y le dio una calada, cerró los ojos e inclinó la cabeza hacia atrás. Se mareó un poco.

Iba a darle otra calada cuando vio a su exnovia entrar en el parking. Se le aceleró el pulso y en el cigarrillo apareció un ligero tembleque. Diego trató de adoptar una postura relajada.

—Hola —saludó ella con cordialidad. También llevaba un cigarrillo entre los dedos —. Llego tarde…

—Hola —dijo él, todavía sin saber cómo saludarla. Decidió darle dos besos en las mejillas. Percibió olor a ginebra—. ¿Cómo estás?

Buah, fatal. He dormido dos horas…

Diego pudo disimular el encogimiento de sus tripas al recibir la información.

—Ah, ¿y eso?

—Estuve en el concierto del grupo de Xavi, y luego me quedé con ellos hasta las cinco… —contestó ella con su habitual viveza y energía.

Hacía menos de un mes que ella había decidido terminar la relación que había comenzado en la barbacoa del verano anterior, que la tienda celebraba cada año en la zona de recepción. Aquel día por la mañana, al acabar su turno, Diego pasó al lado del mostrador de información donde estaba Carolina. Lo saludó, él le devolvió el saludo y se disponía a pasar de largo cuando ella le preguntó si iba a ir a la barbacoa. Diego le contestó que bastante tenía con ver cada día la cara de sus compañeros como para asistir la noche de un sábado a una fiesta de trabajo. Ella sonrió y le dijo que tenía muchas ganas de ir pero que si él no iba, ella tampoco. Le sorprendió su descaro y su interés. Le caía bien, e incluso se había masturbado más de alguna vez con su imagen, pero no se le había pasado por la cabeza salir con ella. Pese a que se tenían simpatía y charlaban de vez en cuando, sobre todo de música, eran muy diferentes. Al final, ambos fueron a la barbacoa.

¿Por qué se había puesto a salir con ella cuándo sabía que eran tan distintos? Porque se sentía solo, porque era guapa y buena persona. , por todo eso, sin duda, pero sobre todo por su vitalismo, su energía y su buen humor. Y Diego necesitaba contagiarse de eso; hacía tiempo que ni tenía energía, ni se sentía vitalista, ni estaba de buen humor. La sensación de que no estaba viviendo le carcomía; sentía que sobrevivía en lugar de vivir, no disfrutaba de casi nada. Se dio cuenta de que había emprendido un camino peligroso y quería salir de él pero no sabía cómo y le faltaba la energía necesaria para reorientar su vida. Y creyó que ella le insuflaría vitalidad y optimismo.

Hubo buenos momentos al principio, pero eran buenos por la promesa de futuro que entrañaban, no porque fueran verdaderamente buenos de por sí. Sus sospechas no tardaron en confirmarse: eran demasiado distintos. Diego veía sus cualidades, tanto las buenas como las malas. Entre las buenas veía que era una chica valiente, atrevida, compasiva, vitalista y lista a su modo; pero también era coqueta, superficial, y con pocas inquietudes. Y Diego también tenía sus defectos, y la intolerancia y la impaciencia eran dos de ellos. Empezó a juzgarla, a mostrarse criticón, distante y frío. Y pasaron a hacer lo que muchas parejas hacen: dejar de realizar actividades conjuntas para pasar el tiempo libre viendo la televisión. Diego incluso llegó a temer los fines de semana y los días festivos, le intranquilizaban porque no podía ofrecerle lo que ella necesitaba: una agitada vida social y ociosa. A ella le encantaba ponerse guapa, salir de marcha, bailar y hablar con todo el mundo, tanto con hombres como con mujeres. Que hablase con las mujeres le daba igual, pero que le diera coba a tipos que solo querían ligársela le cabreaba tanto que no había noche en la que hubieran salido que Diego no llegara cabreado a casa.

La relación no funcionaba; nada que no le hubiera ocurrido con otros ligues. Sin embargo, en esta ocasión sucedió algo inesperado. Experimentó un dolor insoportable cuando ella, harta de sus cambios de humor, de su frialdad y de sus silencios, lo dejó. Cuando ella se lo dijo en el trabajo, Diego se quedó aturdido, notando como el dolor y el miedo crecían dentro de él. Más tarde en su casa todavía permanecía bajo un absoluto desconcierto, no tanto porque ella hubiera tomado la iniciativa de romper, era lo previsible, lo que le desconcertaba era sufrir semejante dolor cuando precisamente, días atrás, Diego le contaba a un compañero de trabajo que los dos habían cometido un error al convertirse en pareja, y que lo mejor sería que se separasen. No lo entendía, ¿acaso no se conocía a sí mismo? Estaba sufriendo como pocas veces en su vida, y lo hacía por una mujer que no lo había colmado, como tantas otras en el pasado. ¿Por qué ahora ese dolor y esa pena? Los dos primeros días no pudo dormir, y el resto únicamente lo lograba cuando su mente decía basta y caía agotada en un sueño ligero, inquieto, cargado de culpa; hasta que se despertaba sobresaltado por la angustia. A veces volvía a dormirse, pero la mayoría de las veces se levantaba para fumar en el sofá. Adelgazó, aparecieron ojeras y sus mejillas fueron hundiéndose. Y ahora cada vez que se contemplaba desnudo en el espejo se disgustaba por su enclenquidad. Se dio cuenta de que así no podía seguir, de manera que fue al médico a pedir por primera vez en su vida que le recetase unos ansiolíticos.

Las pastillas le fueron bien; le mitigaron suficientemente la ansiedad como para seguir con su vida. Al menos se consolaba con la idea de que por fin se sentía vivo —aunque tuviera ganas de morirse—, despierto y con ganas de cambiar algo —su sufrimiento—. Los ansiolíticos le permitieron razonar con algo de coherencia sobre el proceso que le había llevado a esta insoportable situación actual. Antes de salir con Carolina había intimado sexualmente con siete compañeras de trabajo, lo cual le hacía sentirse orgulloso. Se veía a sí mismo como un tipo que despertaba el interés de las mujeres. Sin embargo, con el paso del tiempo el concepto que tenía de sí dejó de ser tan positivo. Tantas relaciones esporádicas evidenciaban su fracaso afectivo. Se daba cuenta de que no era normal que a su edad, la relación más larga que había mantenido solo hubiera durado cuatro años, y de eso ya hacía trece años. Si todavía no se había casado ni tenido hijos no era por estar en contra de un estúpido sentimentalismo convencional, sino porque sufría algún tipo de tara emocional, consistente en despreciar y hartarse de aquello que conseguía. A los treinta y dos años, justo antes de entrar en la empresa actual, tuvo una novia que podría haber sido una de las mujeres de su vida. Y en lugar de haber mantenido un noviazgo de los de verdad, la dejó. Ella, Paola, una chica italiana un año mayor que él, le dijo: «nunca encontrarás a nadie que te quiera más que yo». Y él no solo no la creyó sino que se burló internamente de ella, le sonó a frase hecha. Pero lo cierto es que ella lo quería, hacían buena pareja, y él también la quería, simplemente que en ese momento no se dio cuenta, creía que podría conseguir a otras mujeres más jóvenes y más guapas. Pero no solo se consideraba un tarado emocional en sus relaciones amorosas: unos meses antes le había sucedido algo parecido con una escritora mayor que él a la que había conocido en un curso del Inem. El curso era chapucero, pero al menos una de las profesoras, escritora, se interesó por sus relatos y le tendió una mano para ayudarlo. Sin embargo, él, en un arrebato de soberbia, creyó que no necesitaba su ayuda, que él por su cuenta podría aprender a escribir y a triunfar. La ignoró y rechazó su ayuda. Ahora se arrepentía, le podría haber enseñado y haberle adentrado en el mundillo literario. Y otro tanto le ocurrió con un amigo suyo, un tipo estupendo con el que se llevaba muy bien. Un buen día se cansó de su compañía porque sí, sin ningún motivo aparente, y empezó a ignorarlo, hasta que su amigo se hartó y dejó de llamarlo. Y ahora había sucedido lo mismo con Carolina.

¿Por qué se comportaba así? ¿Por qué despreciaba todas las relaciones que le mostraban afecto e interés? ¿Cómo podía haber sido tan mezquino? No lo entendía, algo no funcionaba en su cabeza, y todo eso lo mortificaba, y se decía a sí mismo que tenía que arreglar su desajuste emocional.

—Me alegro de que te lo hayas pasado bien —mintió Diego a Carolina—, te lo mereces…

 

 

5. Sobre su futuro laboral

De vuelta a su puesto volvió a cruzarse con la vendedora argentina.

—¿Cómo te fue con el director? —dijo Valeria.

—Acertaste. Me tanteó con mi futuro.

—Obvio. ¿Y qué le respondiste?

—Pues, bueno, creo que le he dado a entender que estoy interesado en el puesto de jefe.

—Ah, bien. Pero… ¿podrás compaginarlo con tu carrera de escritor?

—Pero qué carrera… Si ya no escribo nada.