Walter C. Medina

 

S.A.C. Rebajas de otoño

 

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Primera edición: julio de 2018

 

© Grupo Editorial Insólitas

© Walter C. Medina

 

ISBN: 978-84-17300-38-8

ISBN Digital: 978-84-17300-39-5

 

Ediciones Lacre

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

info@edicioneslacre.com

www.edicioneslacre.com

 

IMPRESO EN ESPAÑA - UNIÓN EUROPEA

 

Dedicado a Florita Villanti.

Porque supo hacer de este mundo,

un lugar más bello.

 

 

«Cuando la Humanidad cede al exclusivo privilegio de la capacidad analítica, la última sombra de libertad se desvanece en el horizonte».

Thomas Paine, 1776.

 

 

CAPÍTULO PRIMERO

LA HUMEDAD. LA CONCENTRACIÓN.
LO INTRASCENDENTE

 

«Falta de concentración», le habían dicho a su tutor. «Eso es lo que le pasa a este chico. No logra concentrase en nada».

A esta temprana detección del síntoma que afectaba a Rubén, le siguieron otras; efectuadas, claro está, ya no por insatisfechas maestras de escuela o esas tías suyas de bigotes, sino por todos y cada uno de los seres con los que Rubén fue cruzándose a lo largo de su vida. Nada había en él que no denotara esta carencia, y nada hacía él para disimularla. Era un desconcentrado, un ausente…podría decirse incluso. Alguien que estaba allí, aunque sólo porque su manifestación corpórea lo corroboraba.

Sin embargo aquella tarde, cuando Julián y el Ruso ingresaron a su vivienda, observaron que la concentración de Rubén había sido alcanzada esta vez por los lazos de la reflexión. O al menos eso fue lo que supusieron los recién llegados.

 

De no haber sido por su desafectada postura corporal, bien hubiese podido ser confundido con un maestro yogui en la cúspide de su espiritualidad. La escena era sobrecogedora sólo porque la protagonizaba Rubén. De lo contrario nada especial hubiese habido en la contemplación de un tipo que, con una firme obstinación, observa en silencio una extensa mancha de humedad que verdea el cielorraso de su propia morada; ejercicio que no requiere de particulares habilidades, ni mucho menos de actitudes crítico– reflexivas. El caso es que se trataba de Rubén. Y por primera vez parecía anclado a una idea fija y en absoluto silencio; dos características de una conducta que no se correspondía con la suya.

Por su posición en el sofá, del que colgaban flecos y retazos de cuerina rojo bermellón (boca y ojos abiertos de par en par, cabeza y tronco levemente inclinados hacia atrás, en lo que a primera vista daba la impresión de tratarse de una confortable postura), la hipotética idea que barajaba y que le había despertado una concentración sin precedente, parecía provenir de aquel extenso cáncer de humedades que carcomía el cielorraso del ruinoso departamento.

Julián y el Ruso dijeron hola protocolarmente, colgaron del perchero sus respectivos abrigos, y seguidamente tomaron asiento a su lado, aunque manteniendo cierta distancia con el fin de no interferir en las reflexiones que abstraían al amigo común.

La puerta estaba abierta. O mejor dicho ya no estaba. Sin embargo este detalle no agrega ni quita nada relevante a los sucesos acontecidos aquel día. Dos meses habían pasado ya de aquella noche en la que un individuo de mala vida se la sustrajera –con picaporte incluido– sin que él ofreciese resistencia alguna; debido, precisamente, a esa falta de concentración o a la ausencia del mínimo instinto vital que había sido siempre su sello distintivo; una suerte de invalidez psíquica que los diversos terapeutas que lo trataron atribuyeron a su inclinación innata hacia las estériles elucubraciones de su mente. «Dos ideas me rondaban por la cabeza en aquel momento», explicó a sus dos amigos al día siguiente del hurto de su puerta de entrada. «Por un lado pensaba que no era nada bueno que se llevaran mi puerta. Y por otro intentaba adivinar los motivos por los cuales un hombre destornilla una puerta ajena a las dos de la mañana. Recuerdo que en ese instante me pregunté ¿qué es un tipo huyendo con una puerta?, ¿alguien que no logró entrar?, ¿alguien que no logra salir? ¿O alguien que pretende entrar o salir de donde quiera y cuando él lo quiera? ¿O alguien que quizás nunca tuvo una puerta por la que mereciera la pena entrar o largarse». «O a la cual golpear», dicen que agregó luego Julián, aportando nuevas posibilidades a aquel listado de insólitos razonamientos elucubrados por Rubén.

Por lo que cuentan Julián y el Ruso, para cuando Rubén quiso concentrarse en el hecho concreto de la sustracción de este bien mobiliario, habían pasado ya dos meses. De modo que en estas últimas horas, según el cálculo que hacían, Rubén debía estar planificando colocar una nueva puerta. «Más que nada porque se va a venir el invierno», dicen que reflexionó Rubén a mediados de julio, durante una de las heladas más extremas que registró la región en los últimos sesenta y tres años.

 

Julián le hizo un gesto al Ruso. Un shhhh discreto con el dedo índice cruzándole horizontalmente los labios, indicándole que guardara silencio, que esperase a que fuera el propio Rubén quien se pronunciara primero que nadie, y procediera a explicarles en qué pensamientos estaba concentrado, rompiendo –por primera vez– esa perenne desconcentración que lo caracterizaba.

Sin embargo no hubo comentario alguno; y durante varios minutos el encendedor del Ruso chispeando, y alguna que otra tos seca de Julián, fueron los únicos sonidos que perturbaron el silencio.

La televisión estaba encendida, aunque sin volumen. Un anuncio de Colgate auguraba «Un futuro sin caries». Julián se hizo con el control remoto y seguidamente cambió el canal. Rubén continuó inmutable, impávido, inconmovible; atónito ante aquel tupido moho que se adhería al ruinoso techo de su pequeño hábitat. El Ruso, amigo también de las reflexiones, observó el estado de todo cuanto rodeaba a su amigo Rubén. A un lado de un catre oxidado se alzaba una mesa plegable de fórmica; sobre ésta una toalla de irreconocible color, restos de un jabón de tocador, la sección deportes de un diario local, un plato navideño de plástico, un vaso ancho y un rollo de papel higiénico de reconocida marca. Las ventanas estaban cerradas a cal y canto. En los últimos tres años no había entrado a esa vivienda ni un ínfimo rayo de luz solar. Las cucarachas que rondaban la periferia de la alacena chocaban entre sí, abombadas en su marcha hacia el interior de algún cajón. Sobre el suelo de madera lisa se esparcían desordenadas al menos una docena de colillas aplastadas que simbolizaban largas noches de insomnio. El cielorraso exhibía un tubo fluorescente que en su intermitencia revelaba las salpicaduras de mierda de varias generaciones de moscas. Las paredes descoloridas emanaban un penetrante aroma a tabaco actual. La moqueta descolada, sin embargo, olía a vómitos pretéritos. El baño completaba el cóctel de esencias naturales haciendo llegar desde su interior los perfumes de históricas defecaciones.

Al Ruso le llamó la atención que durante el tiempo que llevaban allí, aún no hubiese aparecido Jacinto, el gato gris, tuerto y cojo, que malvivía con Rubén desde que él mismo se había solidarizado con las necesidades del felino, luego de arrollarlo involuntariamente con su bicicleta. Sobre el apoyabrazos del sofá, muy cerca del codo de Rubén –que permanecía inmutable y con los ojos clavados en aquellas humedades– la caja de una pizza exhibía dos carozos de aceitunas sobre los que sobrevolaba en círculo un trío de moscas azuladas y brillosas. El Ruso fijó sus ojos ahora a la altura del ombligo de Rubén. Restos de migas descansaban en su zona abdominal, mientras que las semillas de un tomate asomaban graciosas y grotescas desde la mismísima cavidad umbilical, fusionándose con una insignificante pelusa negra que desde tiempos remotos había hecho de ese resquicio carnoso, un hábitat propicio para sus ambiciones expansivas.

Julián se hartó del silencio, masticó un recorte de pizza del plato de Jacinto y puso a tope el volumen de la tele, para ver si de esta manera lograba sacar a Rubén de su concentración. Eran las dos de la tarde. Un canal informativo repasaba los titulares del día. «Inundaciones en el norte», «sequía en el sur». Julián soltó otro shhhh…., esta vez dando a entender que deseaba escuchar las noticias, no porque le interesara en lo más mínimo la sequía del norte o las inundaciones del sur, sino porque dentro de aquella vivienda no había mucho más para hacer. Subió el volumen. «Cinco mil muertos. Diez mil evacuados, trescientas mil viviendas arrasadas. Corte total de suministro eléctrico. El gobierno decreta tres días de luto, dos minutos de silencio y una jornada de asueto administrativo por la memoria de los contribuyentes desaparecidos». El Ruso se ríe. No sabe de qué, pero se ríe mientras que con disimulo Julián se incorpora al organismo otro recorte de pizza que encuentra debajo de una servilleta de papel, sobre la mesa ratona, al lado de un cenicero.

En ese instante Julián observa algo más extraño aún en la conducta ya de por si extraña de Rubén. Está concentrado. Eso ya lo sabemos; como también sabemos que este detalle es apenas significativo, aunque sí inaudito en la habitualidad de su comportamiento. De modo que lo extraño que observa Julián se focaliza en la profunda tranquilidad física que su amigo logra sostener desde hace ya más de veinte minutos, aun cuando una gorda y azulada mosca aletea incansablemente sobre la punta de su nariz. Sorprendido por esta suerte de armonía que manifiesta Rubén, aún ante aquel flagelo, Julián le hace un gesto al Ruso… «mirá, mirá»… parece querer decirle, abriendo los ojos de par en par y ensayando muecas acordes a las circunstancias. Sin embargo el Ruso no lo interpreta. Con una inclinación de cabeza, apuntando con el mentón, Julián señala al amigo concentrado que no se inmuta ante la tortura ejercida por el insecto alado. Pero el Ruso no comprende lo que pretende comunicarle Julián. Julián improvisa entonces ademanes que pretenden emular el vuelo de una mosca, y le señala a la misma que ahora ingresa lentamente en la fosa nasal izquierda de Rubén, sin que éste reaccione a semejante atrevimiento. Pero dada la posición y/o la distancia en la que el Ruso se encuentra con respecto al amigo concentrado, el insecto volador queda fuera de su vista, por lo que no logra interpretar qué es lo que Julián quiere decirle con ese estrambótico movimiento de brazos. «¡¡¡La mosca, boludo, la mosca!!!!», vocifera finalmente Julián, y como corolario de su creciente ofuscación propina un violento manotazo que impacta de lleno sobre la cobertura del sofá.

 

 

NO ERA CONCENTRACIÓN

 

Lo que sucedió inmediatamente después de aquel impulso vehemente (aunque característico del comportamiento de los diagnosticados con la dolencia conocida como Trastorno Límite de la Personalidad que Julián ya había superado luego de un período de medicación y una docena de hostias recibidas en los solo dos meses), es algo que, horas más tarde, el propio Julián se vio obligado a explicarle a la policía. Según declaró, no sin cierto temor de ser acusado injustamente, «Rubén comenzó a inclinarse muy lentamente hacia mí, y finalmente su cabeza se apoyó de un golpe en mi hombro; gesto que en principio asocié al cariño que siempre nos hemos tenido el uno al otro». Sin embargo, y aún ante esta fiel descripción de los hechos, uno de los efectivo de la brigada de investigaciones que se apersonó en el domicilio de Rubén –por pedido del propio Julián– lo interrogó, desplegando una batería de preguntas inquisidoras. «¿Puede asegurar que el cuerpo ya estaba inerte antes de que usted diera el manotazo contra el sofá? ¿A qué hora llegaron ustedes a la vivienda del occiso? ¿Por qué motivo dio usted ese manotazo? ¿Puede asegurar que su amigo no sufrió un colapso coronario como consecuencia del susto que le provocó su manotazo contra el sofá? ¿Asustó usted intencionalmente a su amigo? ¿Puede asegurar que el deceso de su amigo no fue producto de una broma que terminó mal…un susto que provocó una tragedia? ¿Sabe usted que tres de cada cinco bromas pesadas acaban en un disgusto? ¿Conoce el caso del tipo de la despedida de solteros al que sus amigos le introdujeron un celular por el culo y se pasaron toda la noche llamándolo? ¿Dígame, lo conoce?».

El interrogatorio resultó estéril. Más aún cuando poco tiempo más tarde las pericias forenses dictaminaron que Rubén llevaba más de veinte días muerto. Hubo que practicarle al cuerpo varias autopsias para determinar por qué, a pesar del tiempo transcurrido, éste no apestaba como respuesta a la natural descomposición orgánica. La teoría más acertada fue la que expuso un forense de La Plata. «Las alteraciones que sufre un cuerpo sin vida (secreción de ácido láctico, rigidez muscular, la natural descomposición y la pestilencia que ésta produce, etcétera, etcétera), no pudieron ser percibidas por sus allegados –según certifican los mismos– debido a que éstas particularidades no diferían notoriamente de las que caracterizaban, en vida, al individuo examinado».

 

Aun así, y por la dignidad del fallecido, el médico forense que efectuó las pericias al cadáver no descartó que la humedad que carcomía de cada rincón de la vivienda, pudo, según relató el facultativo, «haber ejercido un efecto de control bacterial». Lo que tradujo luego a Julián y al Ruso explicándoles que, posiblemente –y dado el entorno– Rubén podría haberse humedecido, dificultando su pudrición o, «según con qué ojos se quiera mirar»….había agregado el forense en tono jocoso…., «manteniendo el cadáver de su amigo fresco como una lechuga». Y dicho esto se había retirado unos metros para reír de su propia ocurrencia, mientras que el Ruso y Julián lo observaban oscilando entre el desconcierto y la sorpresa.

En cuanto a las causas de la muerte, hubo que esperar a que las pericias concluyeran. El cuerpo del amigo fallecido ya no fue necesario para la policía ni para los científicos de la forense. Con las imágenes computarizadas, las fotografías de alta definición, era suficiente para un dictamen certero. Julián y el Ruso –únicos allegados al occiso– fueron los encargados de retirar el cuerpo de la morgue.

 

 

LA HUMEDAD

 

Libre ya de la obligación de pagar todas sus deudas, a Rubén sólo le restaba convertirse en cenizas; un deseo que él mismo había expresado apenas unos meses atrás, mientras Julián y el Ruso soplaban las brasas que asaban tres anémicos chorizos, que de criollos no tenían más que el piolín que los unía. «Nada de entierro», había dicho Rubén, interrumpiendo el resoplar de Julián que avivaba las llamas mientras que el Ruso abanicaba el aire con un trozo de cartón. «Que el fuego me convierta en cenizas», había dicho Rubén grandilocuentemente, certificando un deseo que por primera vez revelaba con tal ímpetu. «Ya saben», insistía, «Cuando la palme me incineran bien incineradito y arrojan mis cenizas al mar, procurando no ser vistos por ningún ecologista. No vaya a ser cosa que los acusen de contaminar el medioambiente». Y tras estas pavadas los tres amigos habían reído a carcajadas, ignorando los planes que el destino les tejía.

 

Si bien no es importante para la continuidad de este relato, es preciso señalar que el deseo de Rubén de ser cremado, finalmente se cumplió. Al menos en parte; ya que una serie de contratiempos surgieron desde el inicio mismo de dicha gestión. Uno de ellos fue el elevadísimo precio que las funerarias cobran por este servicio. Un despropósito que Julián desestimó con la anuencia del Ruso. «Cuánto??!!», habían exclamado casi al unísono, creyendo –quizás– que con la venta del termotanque que Rubén ya no iba a necesitar, obtendrían el monto suficiente para cumplir con el propósito antedicho. «Ni en pedo», le habían respondido vía telefónica a la secretaria de Sepelios Depierro, primera casa funeraria en presupuestarles la cremación.

Le siguieron a esto un sinfín de averiguaciones. Julián telefoneó a todas las casas fúnebres de la ciudad; sin embargo el precio por cremación no variaba, sino que aumentaba incluso en algunos casos, según firma o renombre. Julián se preguntó qué era lo que hacía que un mismo servicio crematorio variara de precio de una a otra casa de sepelios. «Será que unos usan nafta y otros kerosene», bromeó el Ruso, sin provocarle a Julián ni una pizca de gracia. Finalmente, cuando ambos estaban a punto de comprobar el fracaso de este intento, el mismísimo gerente de Casa Velardi S.A. – empresa de sepelios a la que habían telefoneado, ya sin ninguna esperanza– les confió un secreto que milagrosamente abrió una posibilidad para la concreción del último deseo del amigo fallecido.

–«Y esto que quede entre nosotros»– había dicho una voz ronca al otro lado del teléfono. –«Se los digo a ustedes porque sé que en estos casos, cuando los familiares del fallecido no cuentan con el dinero suficiente para la cremación, existen otras vías posibles para llevarla a cabo».

Velardi hijo, heredero de la tradicional Casa Velardi S.A. – ubicada en el corazón de la ciudad– les explicó que lo que encarecía el costo de las cremaciones no era la cremación en sí, sino las prestaciones que ésta requería: –«Gastos administrativos, utilización del crematorio, limpieza de hollín de la chimenea, barrido, recolección, cofre…». En este punto Julián había interrumpido para expresar una razonable inquietud: –«Ah… ¿el cofre viene incluido?». –«Precisamente a esto me refiero», había respondido Velardi Hijo. –«Si prescindimos del cofre y de otros servicios que podríamos considerar menores, yo puedo hacerles una buena oferta y entregarles las cenizas de su amigo. ¿Con qué monto cuentan?».

La proposición no estaba mal. Julián le hizo un ademán al Ruso. Un movimiento de la punta de los dedos de la mano derecha, todos hacia arriba y rozándose dactilares con dactilares; gesto universalmente conocido y que se practica para hacer referencia al dinero. Sin embargo el Ruso miró a Julián sin comprender lo que éste pretendía significarle. Dado el silencio trascurrido, Velardi Hijo insistió. –«¿Con qué monto cuentan?».

Julián señaló el bolsillo del Ruso e intercaló este movimiento con el gesto de los dedos en referencia a la plata. Sin embargo el Ruso no captó la ejemplificación. –«¿Qué tengo?»– dijo con preocupación, y seguidamente quebró su tronco hacia abajo para observarse a la altura de la bragueta.

–«¡La mosca, boludo, la mosca!», vociferó finalmente Julián, utilizando como metáfora un sinónimo en desuso del viejo lunfardo.

Si bien este detalle tampoco es importante en el contexto de los sucesos que más adelante se detallarán, es preciso decir que, aunque resulte poco verosímil, los mil quinientos pesos con setenta y cinco centavos con los que Julián y el Ruso contaban en su haber, fueron suficientes finalmente para cumplir con el deseo de Rubén.

«A mí que me quemen», recordaban ahora, mientras los restos de su desconcentrado amigo absorbían ya los primeros humos de la hoguera.

–«Yo no sé si ustedes son creyentes o no…»– dijo Velardi Hijo, antes de iniciar la ceremonia. – «…pero en estos casos nada más cristiano que tomarse un buen tintito». De entre sus ropas Velardi Hijo extrajo un Toro Viejo ya descorchado, y seguidamente bebió un largo trago.

El frío de la noche hacía entumecer los cuerpos; todos excepto el de Rubén, que aún pasados unos cuantos minutos de iniciada la ceremonia, no lograba ser atrapado por las llamas.

A Julián y al Ruso no se les escapó este detalle. El cuerpo de Rubén no ardía, por más que Velardi se hiciera el distraído. Humeaba, sí. E incluso se le declaraban, entre la vellosidad del pecho, pequeños focos que prometían un auténtico siniestro o al menos una digna llamarada, pero que sin embargo se extinguían con notable rapidez. Ante esta bochornosa situación Julián y el Ruso se mordieron de ira sus respectivos labios. Se sintieron estafados por Velardi, aunque en sus fueros más íntimos lograron consolarse cuando vieron que, al menos muy lentamente, casi imperceptiblemente, parte del calzoncillo ya se había consumido.

Impulsado quizás por el momento auspicioso, Velardi Hijo pronunció algunas palabras de reconocimiento para los amigos que hacían posible el último deseo de Rubén. «–Aunque el lugar no sea el idóneo…», dijo, un poco mareado por el humo, y expulsando de sus fauces el tufo del tinto… «–lo importante es que ésta era su última voluntad… Y ustedes la están cumpliendo», celebró el de la funeraria retorciendo otro pedazo de cartón que arrojó luego a la parrilla en donde finalmente se había pactado incinerar a Rubén. Su propia parrilla, la parrilla al pie de la cual, apenas unos meses antes, había manifestado su deseo de ser cremado cuando «el punto final se posara debajo del último párrafo de su guion vital», tal como él lo había expresado, aún vivo, aún radiante y bañado por la luminosidad de la luna.

–«Si la Iglesia usó este método con seres vivos… cómo no implementarlo ustedes para concederle, a vuestro amigo muerto, su último deseo»– reflexivo Velardi Hijo, quizás con el fin de evaporar cualquier inquietud, cualquier dilema ético o moral que en ese momento, y por alguna razón, pudiera estar perturbando la conciencia de los amigos. Pero si bien esto no ocurría, dos sentimientos, sin embargo, se entrecruzaban en sus corazones. Por un lado el de la tibia dicha por el cumplimiento del deber de amigo. Y por otro, el de la inmensa algarabía de saber que, aun cumpliendo con este ineludible compromiso, aún contaban con mil pesos. «Contamos con quinientos pesos con setenta y cinco centavos», había mentido Julián a Velardi Hijo. Y este había aceptado el trabajo, siempre y cuando se acataran las condiciones que iba a imponer. «–Bien», había dicho. –«¿El occiso vivía solo?», había inquirido luego. «–Les pregunto esto porque por la oferta que les estoy haciendo, y si seguimos los pasos que voy a sugerirles, nos evitaríamos rellenar formularios y demás papeleos. ¿Me comprenden?». Y por último, habiendo ya preguntado acerca de posibles familiares del occiso y requerido algunos datos menores, el director de la casa funeraria se había referido a una parrilla. –«Y dígame…su amigo Rubén, ¿contaba con parrilla en su vivienda?».

Lo cierto era que sí. Si bien Rubén no poseía ni siquiera puerta en su departamento del primer y único piso de aquel monoblock a medio terminar, jamás había carecido de parrilla. «¡¡Qué parrillón!!», había festejado el Ruso el día de la adquisición de la misma, celebrado con un ágape en el cual la estrella había sido un pobre pollo que Julián, siempre distraído, también había arrollado con la bicicleta, en un arriesgado descenso de pendiente en pos de lograr una imagen digna de compartir en You Tube.

De modo que allí estaban ahora. Al pie de aquella vasta parrilla en la que tantas veces habían asado toda clase de carnes, verduras y hortalizas. Julián, el Ruso y aquel incómodo aunque imprescindible invitado de la casa funeraria. Los tres con los ojos puestos en una mínima llama a la que Velardi Hijo no conseguía expandir ni siquiera abanicando con un trozo de cartón, ni con la colaboración de Julián y el Ruso que, inclinados como para atajar un penal, resoplaban para avivar las llamas; casi de rodillas, a la altura de Rubén, y –ya que estaban– también de sus circunstancias.

 

 

LA MITAD O NADA

 

Humedad. La humedad había sido casi un signo identificativo de la vida de Rubén. Tanto se había acostumbrado a convivir con aquellos verdosos manchones de las paredes de su vivienda, que, según la opinión de Velardi Hijo al advertir el inminente fracaso de su servicio, –«Está húmedo. No agarra».

Dicho o –mejor dicho– escrito de este modo, podría pensarse que el de la funeraria bromeaba. Sin embargo la opinión de Velardi Hijo no se contradecía con la que había dictaminado el forense de La Plata. Además, Velardi Hijo tenía una experiencia de más de diez años en el oficio crematorio. De modo que «si él lo dice, por algo será», reflexionó Julián, mientras el Ruso y Velardi partían maderitas de una caja de frutas, para colocarlas luego debajo de Rubén y volver a abanicar infructuosamente. Porque el cuerpo de Rubén se resistía; estaba húmedo, no agarraba.

–«¿Le hacen falta diarios, jefe?»– preguntó el Ruso dirigiéndose a Velardi Hijo, mientras Julián comenzaba a pensar que quinientos pesos por aquel dudoso servicio, era una auténtica estafa. «Lo barato sale caro», reflexionaba.

Y allí estaba entonces Rubén, el amigo desconcentrado de Julián y el Ruso, ya sin más que hacer que desaparecer, convertirse en ínfimas partículas grises, dejarse consumir por el fuego de Heráclito. Sin embargo, y en detrimento de la sabiduría filosófica, Rubén no prendía. El fuego no lograba más que quemarlo tímidamente y por sectores, iniciándose primero como pequeños focos diseminados que no demoraban en autosofocarse después de chamuscar la epidermis y carbonizar parcialmente la parte más extrema de algún que otro miembro.

Para decirlo de otro modo será suficiente con explicar que el cuerpo de Rubén se quemaba, sí; pero con una lentitud enervante. Y ofreciendo, claro, un espectáculo grotesco. «Lamentable», reflexionó Julián haciéndole al Ruso un gesto de desagrado que éste no interpretó. Pensó después que no servía de nada comunicarle sus sentimientos al Ruso con muecas o ademanes, ya que seguramente esta vez él sí sospechaba o al menos intuía sus sentimientos. «Lamentable», volvió a pensar Julián, sin detenerse en lo que pudiera o no interpretar el Ruso. «Quinientos pesos. Una auténtica estafa», se dijo a sí mismo con resignación.

Para resumir las horas que continuaron a aquel frustrado intento de cremación de Rubén, bastaría con decir que Velardi Hijo salió de aquella vivienda alrededor de la una de la mañana. Como el servicio no había resultado ciento por ciento satisfactorio…. (y digo ciento por ciento no porque no se intentara por todos los medios hacer que Rubén quedara reducido a cenizas, sino porque el resultado no había sido del todo el esperado: Si bien Velardi Hijo finalmente había logrado que Rubén ardiera, el fuego no había hecho más que consumir a cenizas las extremidades, los glúteos y parte de la cabeza, dejando a medio abrasar el torso, media nuca y un cuarto de muslo derecho) …se llegó a un acuerdo. Velardi Hijo ofreció devolver el diez por ciento de los honorarios correspondientes a su prestación. Sin embargo Julián se opuso. «La mitad o nada», exigió.

Velardi Hijo protestó; y explicó las razones de su desacuerdo. Les habló del taxi que había tenido que tomarse para llegar a aquel departamento de monoblocks de ese barrio que quedaba en la loma del ojete, les dijo que de los quinientos pesos, doscientos cincuenta se le iban en transporte, y que además él no tenía la culpa de que Rubén estuviese húmedo; les dijo que en todo caso los responsables de esto eran ellos, por haber dejado humedecer a un amigo. –«Qué clase de amigos son ustedes», cuestionó. –«Permítanme que les diga, pero esa actitud no es de amigos. Un amigo de verdad no deja que te humedezcas como han hecho ustedes con este pobre hombre aquí presente»– sentenció, señalando aquel torso ridículamente chamuscado. –«De modo que no les voy a permitir que juzguen mal mi profesionalidad. Júzguense primero ustedes como amigos…». A lo que inmediatamente añadió –«No se humedece un amigo si uno no quiere. Piénsenlo».

En este punto Velardi Hijo tenía razón. Julián y el Ruso se dieron cuenta de que si Rubén llevaba muerto más de veinte días, ya habían pasado los mismos días desde la última vez que lo habían visitado. «Tal vez… –reflexionaron– si lo hubiésemos venido a ver unos días antes, quizás para su cumpleaños… o cuando nos avisó de su neumonía, no se hubiese humedecido».

Julián y el Ruso no conocían la sensación de culpa; aunque eso era algo que no sólo les sucedía sólo a ellos. La culpa ya no pesaba sobre nadie. Era un sentimiento abolido, como tantos otros. Quizás por este motivo ambos estaban desconcertados por esa extraña sensación que los había invadido por un instante, pero que no había demorado en desaparecer.

Concluyó su descargo Velardi Hijo diciendo que él no solía hacer estos favores a domicilio y que si había accedido esta vez, era sólo por comprender la situación económica por la que atravesaban Julián y el Ruso (eternos insolventes que no podían pagar ni siquiera la cremación de un amigo). Les dijo que cuando él era joven había trabajado mucho y que por eso hoy era dueño de Casa Velardi S.A. Les contó la anécdota de la muerte de su padre, Juan Antonio Velardi. Relató que aquella tarde cuando «al viejo se lo llevó la muerte, no supimos que hacer. Mi madre y yo decidimos cerrar por velorio nuestra casa de sepelios. Pero enseguida nos dimos cuenta de que si cerrábamos, no habría quien pudiera velar a mi pobre viejo. Porque Casa Velardi S.A. era por aquel entonces la única sala velatoria de la ciudad». Y siguió diciendo que desde aquel día, «cuando al viejo se lo llevó la muerte, yo comprendí la importancia de su trabajo. Porque en aquellos años, cuando en este pueblo aún no había semáforos, ni WiFi, ni carros hidrantes, ni drones municipales; y cuando aún los niños aún no pedían una tarjeta Mastercard a Papá Noel para Navidad, Casa Velardi S.A. era la única empresa de sepelios de la ciudad y la zona». Les confió luego que «los comienzos de mi viejo fueron duros porque los primeros cinco meses no murió nadie. Había poca gente y la mayoría de los pobladores eran jóvenes y sanos. Eso representó un problema porque a mi viejo se le sumaban las cuotas impagas del alquiler. Pero mi padre no le aflojó ni por un minuto. Para colmo en esos días inauguraron la primera sala de atención sanitaria. Mi viejo rezongaba cada vez que el médico de turno le salvaba la vida a algún vecino. «Estos médicos me van a fundir», decía mientras caminaba por la funeraria que, a un año de su inauguración, aún no había realizado servicios. Hubo que esperar más de un año, pero finalmente la buena suerte llegó. Lloró de alegría el día del accidente de las monjitas; pobres, esas que fallecieron todas al desbarrancarse desde un acantilado la furgoneta en la que viajaban»….Aquí Velardi Hijo hizo una pausa, se secó una lágrima que se le deslizaba moflete abajo, y prosiguió