Sonia Lembeye

 

La escritora

 

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Primera edición: noviembre de 2016

 

© Difusión de revistas y libros, S. L.

© Sonia Lembeye

 

ISBN: 978-84-16815-74-6

ISBN Digital: 978-84-16815-75-3

 

Depósito Legal: M-37784-2016

 

Ediciones Lacre

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

info@edicioneslacre.com

www.edicioneslacre.com

 

IMPRESO EN ESPAÑA — UNIÓN EUROPEA

 

Para Fede por el acompañamiento
y el entusiasmo.

Para Jorge por el aliento.

Para mis hijos, mis nueras
y toda mi familia.

Para mis divinos nietos Mora,
Iñaki, Ramón y Rosario.

Para mi suegra Ñata y mi tía Nené por habernos enseñado que sí se puede.

Para mis tres amigas del alma:
Marta, Sonia y Graciela.

Para la Biblioteca Popular “Bartolomé Mitre” de Pilar, mi segundo hogar,
por su excelente bibliografía.

Para vos mamá que tuviste esta idea.

Para papá que se fue tan temprano.

 

 

 

«De los diversos instrumentos inventados por el hombre,
el más asombroso es el libro; todos los demás
son extensiones de su cuerpo.
Sólo el libro es una extensión de la imaginación
y la memoria»

 

Jorge Luis Borges

 

 

PRÓLOGO

Cuando me enfrenté a esta primera novela que publica Sonia, no pude dejar de lado la profesión que ejercí durante tantos años y traté de desentrañar cómo había sido concebida. Y, al llegar casi a la mitad del texto, comencé a imaginar a la autora, como la paciente y prolija bordadora de un intrincado tapiz, semejante a aquellos en que no hay simetrías y, como en un cuadro del Bosco, es necesario observar cada detalle en forma independiente, aunque cada centímetro forme parte de la misma obra.

Manejando una increíble policromía de hilos, su imaginación va dando forma al diseño complejo en el que ocupa todos los espacios.

Como fondo, en colores más desvaídos, observamos hechos y personajes reales, los que aparecen en los libros de historia, los que la ayudan a crear los marcos referenciales que encuadran la novela. Aparecen, entre otros, Napoleón III, Sarmiento, Urquiza, Roca, Yrigoyen, Alvear, Tellier y su método de refrigerar, o el Gral. Mosconi inaugurando YPF. También se cruzan artistas como Evaristo Carriego, Regina Pacini, Isadora Duncan, Fernando Fader, Borges, Marechal, Girondo y hasta un Carlos Gardel niño acomodando flores en el pasillo de un teatro.

El impecable bordado detallista permite arabescos casi independientes en que los datos sobre terrois, cepas y vinificación, se entretejen con un completo menú de la alta cocina francesa, los pinchos y tapas servidos bajo las sombrillas de la Plaza Mayor de Madrid, o los embutidos y quesos fabricados en una estancia cordobesa; maridando armoniosamente con la descripción de mansiones y jardines, diseñados por arquitectos franceses, en el medio del campo argentino, las modas de diversas épocas, los viajes transatlánticos, veladas en la ópera, tareas rurales en las sierras y el esplendor parisino de la belle epoque.

La tapicería, sin embargo, requiere que la bordadora abandone los fondos esbozados con tonos tenues y empuñe la aguja enhebrada con tonos vibrantes para narrar con mínimas y ajustadas puntadas, la historia de la familia protagonista de la novela. Una familia cuyos integrantes llevan nombres franceses, navegando sin apellido manifiesto, en el mar de apellidos burgueses e inclusive patricios que los rodea. Es allí donde el diseño alcanza realce, se separa del fondo para retratar el tesón de algunos, el spleen casi romántico de otros, la intención de europeizar la pampa por parte de los terratenientes de toda una generación, su sentimiento de superioridad disfrazado de paternalismo hacia los hijos de la tierra, la sumisa resignación de los peones, el desamor, la ambición y casi todas las virtudes y defectos que retratan a los miembros de esta familia que va abriendo sus ramas extendiéndose por todo el tapiz y brindando, desde los frutos oscuros del dolor y el duelo, hasta los rojos frutos de la pasión y el erotismo.

Sin embargo, un grupo de futuros lectores, descubrirá en el bordado una zona de colores muy especiales, familiares, conocidos, entrañables. Es donde la narradora nos habla de su madre, La Escritora, que conoce a su padre en Pilar. Reconocemos allí lugares y personajes que nos trampean con su existencia, llevándonos a tratar de adivinar hasta donde se extiende la ficción haciendo frontera con la realidad.

No importa, porque Sonia nos regala literatura y por lo tanto, esto es íntegramente producto de la imaginación de una autora creativa y generosa en el momento de trasmitirnos sus fantasías.

 

Profesor Manuel Vázquez

 

PRÓLOGO DE LA AUTORA

La ausencia aunque estemos presentes,
es la más perfecta forma del desamor.

 

Esta novela narra la formación de una familia de origen francés, radicados primero en Buenos Aires y después en Córdoba. El nacimiento de sus numerosos hijos, el esplendor económico, la fama, el dinero, la frivolidad, el amor, la soledad y la muerte. El estrepitoso fracaso económico, la enfermedad incurable del primogénito, y el dolor irreparable de su madre.

La trama de la historia va creciendo a medida que avanzan los años, como así también va creciendo nuestro país y nuestras ciudades.

Las referencias históricas son producto de una rigurosa investigación en el ámbito agradable de la Biblioteca Popular Bartolomé Mitre de Pilar.

Los hechos narrados son producto de mi imaginario, poco o nada tienen que ver con la realidad. Para nombrar los personajes utilicé los nombres de mi familia y de mis amigos.

 

Sonia Lembeye

 

 

 

EUROPA

Tres veces miró hacia atrás. La densa polvareda que levantaba el trote vigoroso de los cuatro caballos empañaba su visión. Las lágrimas que humedecían su rostro trazaban surcos que su madre deshacía con besos y caricias. Su padre no hablaba, sólo carraspeaba para aclarar su garganta disimulando el llanto.

El extenso camino desde los viñedos hasta el Grand port maritime de Bordeaux demandaría muchas horas de sacrificio para las bestias que tiraban los carros. En la noche se hospedarían en casa de los tíos Guillot, primos de Marguerite, para continuar al día siguiente muy temprano en la mañana.

A pesar de la insistencia de la dulce anciana Brigitte para que consumieran sus nutritivos alimentos, el perfumado y colorido ratatouille, la fuente de quenelle y los dulces crêpes para untar con diferentes jaleas, apenas si fueron probados.

Nadie pudo dormir, pero los animales, ajenos al drama, pudieron descansar.

Sólo quedaba por andar un estrecho tramo cruzando le pont de Pierre que atraviesa el Río Garona en su paso por Burdeos uniendo la orilla izquierda Cours Victor Hugo con el Barrio de la Bastide en la orilla derecha.

Antes de partir de la granja de los Guillot, Pierre se fundió en un abrazo interminable con su perro Galo. Lo dejaron allí hasta poder recogerlo al regreso del puerto. Su intuición canina supo que era la despedida definitiva. Galo aulló atado al ciprés hasta que ya no pudieron oírlo. Ese llanto animal quedó grabado en los oídos de mi abuelo siendo motivo de pesadillas y falta de sueño en las noches de navegación. Despertaba empapado en lágrimas y sudores.

Atrás habían quedado los maravillosos colores del otoño, los rojizos atardeceres, la alegre ceremonia del pisado de vides a cargo de los más jóvenes, bailando las melodías que el tío Gerard arrancaba a su alegre acordeón y el envasado de las primeras prensadas a cargo de los mayores.

Se terminaron también los juegos de escondidas y búsquedas de tesoros con los hermanos, los primos y los amigos, en medio de caminos polvorientos o en verdes prados, no importaba el lugar, siempre disfrutaban las correrías a caballo que remitían a las hazañas del valiente D’Artagnan y los tres mosqueteros escritas por Dumas para deleite de los jóvenes.

Con su inmensa carga de tristeza, Pierre emprendió el camino hacia su nueva vida.

Marguerite y Antoine, los padres, por temor a que su primogénito fuera convocado para la guerra habían amasado con dolor, la idea de enviarlo a América.

El lugar elegido fue Buenos Aires, seguramente por la influencia de la propaganda que llegaba a Europa, desde el año 1857, reforzada años más tarde por la publicación de la ley N°817, de octubre de 1876, llamada por los argentinos de «Inmigración y Colonización» .

En Francia transcurrían los días del segundo imperio, después de un plebiscito triunfal, Napoleón III fue proclamado emperador en diciembre de 1852.

Eran épocas de bonanza y buenos negocios para algunos. París se había convertido en la capital de la Europa continental, de la mano de la reforma urbanística de Georges-Eugene Haussmann, su mentor, que la hizo única en el mundo.

En el exterior, los franceses se expandieron en África, logrando su establecimiento definitivo en Argelia; renovaron el asentamiento en Egipto (Suez), y en 1854 en Senegal. Además en Asia, fueron a China por la conquista de Cochinchina, intervinieron en Italia a favor de los piamonteses, en contra de los austríacos, lo que propició el rechazo de Napoleón por parte de los católicos y el clero.

Esta política exterior, que en su afán de conquista truncó miles de jóvenes vidas, dejando familias desmembradas, hijos sin padres y mujeres sin esposos comenzaron a imponer la idea de abandonar Francia en la cabeza de muchos franceses, que emigraron a distintos lugares de la nueva América. Hartos de perder varones, ver a las mujeres trabajar y criar solas a los vástagos, sostener con sus fuerzas y con sus lágrimas las campañas del emperador, que les devolvía en el mejor de los casos esposos mutilados, locos o cadáveres en lugar de los sanos jóvenes que les había robado.

Para poblar los grandes espacios vacíos de la Argentina hacía falta gente, y los europeos eran bien recibidos, con la esperanza que ayudaran a modernizar y progresar es decir «europeizar la sociedad criolla» , situación que se complementaba en Europa, con la expulsión de gran parte de la población motivada por guerras, persecuciones políticas, religiosas, falta de trabajo y bajos salarios que dificultaban la supervivencia.

Mis bisabuelos asumieron el riesgo de no ver nunca más a su hijo, pero lo pusieron a salvo desde el día que enviaron una extensa carta a un amigo residente en el Río de la Plata, para que al llegar, Pierre pudiera tener acceso a los escasos y diminutos grupos de franceses que intentaban comerciar, a pesar del predominio que ejercían los ingleses en esta materia.

Su padre y tíos se encargaron de asesorarlo en lo comercial, cederle una suficiente cantidad de oro, producto del ahorro y las apuestas de varias generaciones. Confiaban en él, pues desde pequeño siempre había acompañado a mi bisabuelo en los negocios, mostrándose interesado y sus opiniones parecían de una persona mayor por la sensatez y la conveniencia. Aunque de política no entendía más que lo que puede entender un adolescente, sólo oía las quejas de su padre y de sus tíos Gerard, Jean Pierre y Marcel, para quienes la política belicosa francesa les hacía peligrar la seguridad familiar, y la política económica les hacía tambalear el patrimonio.

Quizás sus padres abrigaban la idea de poder venir a estas tierras con el resto de la familia, y fundar una cava como la que poseían en Burdeos, cosa que jamás sucedería, aunque el oro que le dieron a mi abuelo Pierre, rindió excelentes frutos en la Argentina.

Al abandonar le Vignoble de Bordeaux, dejó Francia y el escenario vinícola de su niñez, esos verdes valles que se extienden por el oeste en la región de Aquitania. Los vinos de esa zona eran tan afamados como lo son en la actualidad, pero Europa no vivía un momento para desarrollar y comercializar buenos vinos, pues sus prioridades eran otras.

Sus raíces quedaron en Burdeos, esa tierra de viñedos, polvaredas, buenos racimos y buenos vinos. Quedó su niñez con las humeantes croissants sacadas del horno de barro para ser devoradas con la leche tibia recién ordeñada, esperando paciente en la prolija hilera de niños que integraba; sus primeros amores adolescentes, la cándida prima Ivette, bella e inocente a la que besaba toda vez que quedaban a solas; su primera vez con Amelie la complaciente amiga de su tío que hacía favores a todos los jóvenes del lugar. Tan agradecido y contento estaba Pierre que por sus generosos servicios le regaló un caballo contando con la aprobación del padre y el enojo de la madre.

En el año 1868 mi abuelo tenía 17 años, muy poca edad para iniciar semejante aventura solitaria.

«Embarquements au Départ du port de Bordeaux» leyó en el cartel mientras apretaba en sus manos el pasaporte emitido en Gironde. Abrazó a todos, susurró algunas palabras en los oídos de sus hermanas, y abordó a L’ Etoile, un enorme barco de acero y noble madera agrisada, de la «Compagnie Messageríes Marítimes» .

Confundido entre tantas personas en su misma situación, movió los brazos hasta que las siluetas se desdibujaron, se diluyeron en el lejano puerto. Había comenzado a vivir su nueva vida.

Sabiendo que no los reconocería, desde el puerto abarrotado de gente, su familia había agitado pañuelos blancos hasta que la silueta de la embarcación fue devorada por el horizonte.

Suavemente el barco se deslizó alejándose del puerto, el solidario clima, sin vientos ni olas permitió una serena partida. En esas magníficas moles flotantes, desde 1860 se habían comenzado a utilizar las calderas cilíndricas, inspiradas en las utilizadas en las primeras locomotoras de vapor, que permitieron resolver el problema del vapor a baja presión, aunque proporcionaba un empuje muy modesto, posteriormente el vapor a alta presión permitió incrementar notablemente la velocidad siempre en forma serena aún en fuertes tormentas.

Recordó el fuerte e interminable abrazo de su padre en el puerto y los besos que su madre desesperaba le había dado sin poderse desprender de él y pensó «el amor duele» . Años más tarde lo comprobó cuando enterró a su hijo mayor en las sierras de Córdoba.

En la soledad del barco, aunque éste estaba atestado de gente, tan triste y conmocionada como él, recordó a Galo su perro, que dormía siempre junto a él. Necesitaba tener su afecto y abrazarlo, acariciar su brillante pelo azabache, ver sus cortas orejas siempre atentas y su cola agitada en abanico para decir sin hablar; rascarle detrás de las orejas o en la panza para que moviera sus patas rápidamente. Imaginaba la tristeza del animal que había sido su compañero inseparable desde el mes de vida cuando lo robó escondido en un bolsillo.

Su infancia feliz, su adolescencia divertida, el trabajo desde pequeño en la finca, su entorno familiar, los amigos y el amor que siempre tuvo, le habían fortalecido la personalidad que le daría un futuro mejor en América. Sus padres lo habían pensado y fue lo que sucedió, aunque el dolor y la pérdida viajan con uno dondequiera que vaya.

Los largos días de navegación, por fortuna con buen tiempo, le permitieron estar hasta el ocaso en cubierta mirando el mar o jugando con naipes con otros jóvenes coterráneos, y otros con los que se entendía por gestos, hasta oír las campanas que convocaban a la cena. Algunas noches conseguían alcohol y algunas muchachas con las que bailaban y cantaban al compás de la música de las flautas y la guitarra de la familia Vernot. Estos alegres católicos que venían escapando desde Irlanda por persecuciones religiosas.

En la categoría inferior que albergaba la clase más baja se viajaba con esperanza. Cantaban, bailaban, bebían, fumaban y se emborrachaban.

Pierre había tardado varios días para incorporarse a ese grupo, pero cuando lo hizo no los abandonó hasta llegar a Buenos Aires, donde los perdió en la confusión y barullo del desembarco. Nunca más supo de ninguno de ellos.

 

 

ARGENTINA

Su arribo al Río de la Plata, puerta de entrada a este joven país, cuya lengua y costumbres le eran ajenos, fue traumático. Nada tenían que ver el bullicio eufórico constante ni los malos olores, ni la soledad enmarañada entre tanta gente extraña. Con la garganta cerrada y lágrimas en los ojos sintió temor, esa angustia lo acompañó mucho tiempo porque él no podía despojarse de los recuerdos.

En medio de éste torbellino inmigratorio Pierre arribó al puerto de Buenos Aires; un pululante sitio, donde se arremolinaban los extranjeros, que sentían el mismo miedo, la misma curiosidad, las mismas sensaciones; que se hacían entender con manotadas, gestos, sonrisas, enojos o lágrimas, según las circunstancias pertinentes. El desarraigo no conoce idiomas, es un dolor desgarrador, que se refleja en los semblantes, que se repite en cada individuo, en cada rostro, se da en familias enteras, pero mucho más cuando se llega solo.

Desde 1857 y hasta 1920, Argentina fue el segundo país de América que más inmigrantes recibió. Sólo fue superada por los Estados Unidos de Norteamérica. En 1868, por decreto presidencial se creó la «Comisión Central de Inmigración» , con el propósito de concentrar la dirección de los trabajos orientados a fomentar la llegada al país de labradores, artesanos, y mano de obra de la que carecíamos. Se crearon Comisiones con diferentes tareas, para derivar a los inmigrantes, según las necesidades de cada provincia. Entre las múltiples tareas de la comisión estaba la construcción de un asilo u hotel de inmigrantes, para atenderlos, darles alojamiento, alimento y abrigo durante la primera semana.

El trajinar de las personas en el puerto, el desembarco de trastos, valijas, cajas, jaulas con animales, enormes bultos de extraños contenidos y el griterío de marineros, despertaron su curiosidad y los siguió con su mirada para ver los rostros de las personas que los retiraban. Oyó hablar su idioma, pero también escuchó muchos otros, reconoció el español y el inglés, pero el murmullo inentendible le sugirieron sonidos guturales que lo desconcertaron. Inmóvil, todo lo observaba, al llanto contenido, a las lágrimas que corrían por sus mejillas les siguió un cambio de actitud al recordar los consejos de sus padres, que le habían prevenido y ejercitado en la práctica de despojar la tristeza con aspiración profunda de aire por la nariz, despidiéndolo suavemente por la boca, sin saber que así resolvería más de una vez la carencia de abrazos.

A pesar de todo, Pierre se envalentonó comunicándose con los franceses que caminaban hacia grandes depósitos; mostró cartas, papeles, direcciones, apellidos escritos en su pequeña libreta y correspondencia para entregar; de esa forma consiguió trabajo, comida y alojamiento.

Su patrón, como se decía en Buenos Aires, lo llevó al lugar de trabajo en tranvía, subieron en Retiro y bajaron al finalizar el trayecto en la intersección de las hoy avenidas Alem y Rivadavia. El conductor guiaba firmemente a los caballos que tiraban del coche sobre las vías, sin olvidar de sonar la corneta en cada esquina para resguardo de las personas y lugar para el paso del tranvía. Desde allí se trasladaron al área residencial de San José de Flores donde vivía su patrón, muy cercano al lugar donde la familia de Juan Diego Flores había donado en 1806 una manzana de tierra para la construcción de la capilla donde velaron a Manuel Dorrego. El barrio era hermoso, en él habían tenido sus quintas Rosas, los Terrero y en la esquina que hoy se llama Carabobo y Federación estaba la casa de Urquiza.

El espíritu aventurero del joven Pierre renació, se fue reafirmando a medida que transcurrían los días. La familia que lo cobijó lo trataba muy bien pero él no había venido para ser peón. Su simpatía y buen humor lo llevó a hacer amigos, y tratar a los amigos de sus amigos. Pronto lo invitaron a compartir la mesa de algún hogar, a algún paseo dominical, a alguna reunión y a los bailes de los sábados.

Quizás la soledad, el hambre de familia, o simplemente el primer amor verdadero, hizo que al poco tiempo de llegado, conociera a Juliette, Julia le decían algunas personas. Ella era la joven más bella de los bailes que organizaban los grupos franceses. La disputaban muchos jóvenes, entre ellos «el nuevo» era Pierre, y ella lo eligió. Aún rodeada de gente, se sentía sola, pero con Pierre encontró al compañero que necesitaba, al amor apasionado, al amigo, al confidente, al cómplice. Sus padres presintieron que en poco tiempo su hija los dejaría, pero nunca imaginaron que el noviazgo duraría tan pocos meses.

Madame Justine estaba realmente enojada con su hija, pues había imaginado un casamiento con gran ceremonia e importante fiesta. Sólo tenía esta rebelde hija pues la pequeña Nicole murió al nacer. A mi abuela Juliette la había soñado rica, atendida por muchos sirvientes, famosa y elegante, nunca imaginó que elegiría a un muchacho que ni familia tenía en Buenos Aires.

La boda se celebró el 3 de enero de 1870 en la «Capilla de la Sagrada Familia» de la estancia «Bon Ami» en las Lomas de San Isidro que acaban de comprar los Fourrier, Madame Rose y Monsieur Bernard padrinos de Juliette.

Sus vecinos de la chacra «Los Eucaliptos» , la familia Bunge Arteaga, tenían rosales enormes y perfumados que generosamente cortaron para adornar la capilla consiguiendo una ambientación alegre y joven como los novios. La sencilla ceremonia precedió a un almuerzo con comida criolla, empanadas, carne asada al aire libre y pastelitos. A lo largo del hermoso día, Madame Justine que observaba desde la mesa principal ubicada debajo de un añoso gomero, fue mutando su enojo al ver la felicidad de su hija. Juliette ya no era la frágil niña ahogada por los ataques de asma, o perdida en sus días depresivos en los que casi no hablaba, era una bella joven que imponía sus ideas a fuerza de hacerse lugar entre tantos varones que la asediaban, de adultos que la reprendían y sus celosos padres que la guardaban para algún príncipe inexistente.

Sólo tenía 15 años, había nacido en 1855 en el B° de Versalles, en las afueras de París, hablaba un rudimentario español, salpicado de vocablos propios de la Francia de mediados del siglo XIX, mezclado con las voces porteñas de los comerciantes que negociaban con su padre, un noble venido a menos en dinero, que conservaba «el charme» y finas costumbres, las que no abandonaba con la esperanza de recuperar los bienes perdidos, lo que le demandaba grandes esfuerzos y sacrificios.

Fue ella, con su pasión y picardía adolescente, quien le fue enseñando pacientemente el idioma español a Pierre, quien a la vez tuvo una predisposición especial y una necesidad concreta para aprenderlo.

Enorme y avasallante fue el volumen inmigratorio que recibió la Argentina. Cada grupo con su idioma, sus costumbres, sus dioses, sus mañas, sus comidas y sus vestidos. Era muy difícil despojarse de la nacionalidad que cargaba cada ser que llegaba al puerto. Temerosos pero decididos, arribaban sucios, hambrientos y desconfiados, como había llegado mi abuelo, quien años más tarde contaría a sus hijos, que durante mucho tiempo tuvo atado al cuerpo el oro francés que trajo a la Argentina, y que siguiendo los severos consejos de su madre, no lo desató ni para bañarse.

Esta diversidad cultural ha influido en las particulares características de la población argentina, en nosotros, que transitamos el siglo XXI cargando con las herencias de los rasgos, los ojos, los cabellos, las estaturas, las religiones, las comidas, los refranes, y hasta algunas palabras de nuestros ancestros, que fuimos aquilatando, conservando, transformando en cada generación, que se enriquecieron junto con las propias de esta tierra, derivando en la argentinidad actual.

De los más de cinco millones de inmigrantes llegados, más de dos millones fueron italianos, y un millón y medio españoles. Muchos menos fueron los franceses, quienes seguían en orden decreciente junto con los judíos (que en los primeros listados figuraban como rusos, por su lugar de procedencia), los austro-húngaros, los alemanes, los británicos, los portugueses, los belgas y los holandeses. Eran casi todos, gente pobre, masa a la que el criollo y sobre todo el porteño unificó, bajo el apodo de «gringos» . Los datos generales, no exactos, pues no se habían registrado a los nativos, eran los del primer censo nacional de 1869: habitantes 187.126, de los cuales 92.163 eran extranjeros.

En Argentina se vivían épocas difíciles, corría el año 1870 y las rivalidades entre unitarios y federales, acrecentadas por la visita de Sarmiento a Urquiza en el Palacio San José de Entre Ríos, y el posterior asesinato de éste por instigación de López Jordán agitaban a la sociedad; pero estos acontecimientos les eran extraños. Deberían pasar algunas décadas y varios sucesos, hasta que sintieran este terruño como su casa y faltaban, sobre todo, el dolor de muchas muertes que provocó la fiebre amarilla.

El primer caso apareció en Buenos Aires el 27 enero de 1871, y a partir de entonces, en los primeros seis meses se produjeron más de trece mil quinientas muertes. El miedo inundó y conmovió a la población; muchas familias prefirieron el éxodo y abandonaron la ciudad; el vómito negro puso de relieve la necesidad de una política de higiene, pues ese verano se llevó el diez por ciento de la población.

La epidemia de 1871 se cree que habría provenido de Asunción del Paraguay, portada por los soldados argentinos que regresaban de la Guerra de la Triple Alianza; y que previamente se había propagado en la ciudad de Corrientes. En su peor momento, la población porteña se redujo a menos de la tercera parte, debido al éxodo de quienes abandonaron la ciudad para intentar escapar del flagelo.

Al principio no se pensó en la dispersión de la enfermedad; el 27 de febrero, es decir un mes después comenzaron a rodar por Buenos Aires las nuevas líneas de tranvías urbanos, las que colaboraron en el contagio de la población. El ramal de Julio y Federico Lacroze iba desde Plaza de Mayo hasta Plaza Miserere y el de los hermanos Teófilo y Nicanor Méndez corría por la calle Cuyo, atravesando ambos las áreas más pobladas de la incipiente urbe.

El 11 de marzo de 1.871 en Chacarita se habilitó el Cementerio del Oeste, y en plena epidemia, se inauguró un ramal de ferrocarril que llegaba hasta él. Este ramal recibió el triste apodo de «tren de los muertos» , porque dos veces por día, su máquina «La Porteña» acarreaba vagones atestados de ataúdes, aunque preferentemente lo hacían de noche, para evitar el espanto de la población.

Sólo el «Hospital Francés» , atendió casi 900 casos de gente contagiada, pero éste y otros hospitales no fueron suficientes para tanto horror.

El joven matrimonio que aún vivía con los padres de Juliette en la ciudad de Buenos Aires se quedó, no escaparon como muchos otros, respondiendo al exhorto del periodista Héctor F. Varela y del Dr. Evaristo Carriego, quienes desde «La Tribuna» , convocaban a las personas a ayudar, enfrentando el peligro, para socorrer a los enfermos. Fue así que integraron la «Comisión de Salubridad Pública» , anotándose el día 13 de marzo de 1.871, en la reunión realizada en la Plaza de la Victoria, frente a la Catedral.

Los padres de Juliette, escapando de la peste abandonaron prontamente la ciudad y se instalaron junto a otra familia francesa en el sudoeste de la Provincia de Buenos Aires, a los bordes de la serranía de Ventania. Hasta allí no llegó la fiebre amarilla. A pesar de las súplicas y las fundadas razones, no lograron convencer a los jóvenes a acompañarlos.

Juliette y Pierre, años más tarde relataban a sus hijos, que la decisión de permanecer en Buenos Aires, fue el comienzo de la naciente argentinidad, que coincidía con el inicio de la numerosa familia criolla-francesa que supieron construir.

No importaba el riesgo, Juliette sentía en su vientre la novedad del embarazo, aunque no lo mencionó a nadie, junto a Héctor Varela, Evaristo Carriego, Adolfo Argerich y Carlos Guido y Spano, y otros héroes anónimos, se pusieron a las órdenes del Dr. José Roque Pérez, para luchar contra la enfermedad.

Justamente el Dr. Roque Pérez, para quien no pasó desapercibido éste primer embarazo de la delicada Juliette, pues aunque no era médico, pasaba varias horas con ella y la había observado con atención; fue él quien la asignó al grupo que colaboraba con los casos leves. Ella y otras muchas voluntariosas mujeres, atendían y consolaban a los enfermos que padecían fiebre elevada, poniendo frescos paños sobre sus frentes calientes; abrazaban y abrigaban, con lo que tenían a mano, calmando los brutales estremecimientos que provocaban los escalofríos.

Limpiaban repugnantes vómitos con una integridad y respeto, que nunca hubo enfermo que notara que sus náuseas se fusionaban con las de las valientes voluntarias, que aunque de distinta prosapia, manifestaban similar bondad.

Prostitutas a las órdenes de serias señoras, o delicadas damas bajo el mando de rústicas mancebas, a las que en otras circunstancias no hubieran permitido ni acercarse. Aunque en verdad, no todas ayudaban al acarreo de inmundicias hasta el estercolero donde las quemaban con cal, junto con trastos, trapos, y todo lo que fuera conveniente eliminar para evitar los contagios. Las hermanó la bondad, la caridad y el dolor. Hechos similares, se repitieron en distintos lugares del planeta, ya sea por pestes, guerras o hambrunas. La historia de la humanidad se fue bordando con desgracias, dolor y solidaridad.

Fueron muchas las bajas; la gente arrimaba a sus familiares, y a otras gentes que simplemente habían encontrado derrotadas por la fiebre al borde de los caminos, trasladándolos en destartalados y malolientes carros, mezclados con excrementos, verduras, gallinas, tarros de leche y todo lo que habían podido subir a ellos. Se mezclaban niños y adultos moribundos, tanto personas como animales, tanto vivos como muertos.

Algunos eran cadáveres antes de ser bajados, al desenvolverlos recién podían calcular por el mortecino aspecto y la mansedumbre de sus rostros, tanto las horas que llevaban de muertos, y en los moribundos, las horas que les quedaban por vivir.

Los casos graves con el correr de las horas y la deshidratación paulatina, pasaban al más allá, tras soportar terribles sufrimientos, para espanto y dolor de quienes los cuidaban. Estas benditas personas que ayudaron a vivir o a morir a otros seres humanos, casi desconocidos, nunca más iban a ser las mismas de antes.

Juliette superó las astenias, que en medio de tanto barullo y dolor, sólo eran notadas por sí misma. El agotamiento y fatiga prolongada le sacaba hasta el sueño, pero esto no fue causa suficiente para que abandonara la noble misión. Sobrevivió a ésta y a otras tragedias que sucederían en el futuro.

Pierre, integró el valiente grupo de cristianos avenidos al cuidado de los enfermos graves, que se llevó a la tumba a muchos de sus compañeros, incluido al Dr. Roque Pérez, con quien habían desarrollado fuertes lazos de amistad.

La muerte de su admirado amigo, provocó tanta angustia en mi abuelo Pierre como la lectura de la carta que le informaba la muerte de su madre Margerite en Francia. Doloroso e incomprensible para él, que la muerte se llevara casi al mismo tiempo, a este ejemplar abogado cordobés, de sólo 54 años de edad, que trabajó codo a codo con médicos y voluntarios para aliviar el dolor que causó la peste en Buenos Aires, y a su madre, que también había sido voluntaria para el cuidado y el consuelo de tantos soldados franceses, que regresaban mutilados y magullados, descartados de los campos de batalla, por no servir de pie a nuevos encuentros sangrientos.

El 26 de marzo de 1.871 cerraba los ojos el «Presidente de la Comisión de Salubridad» , pero nacía en la memoria del pueblo argentino el recuerdo por este hombre abnegado y lleno de amor al prójimo. Años más tarde, una localidad de la Provincia de Buenos Aires, lo honraría llevando su nombre.

Ni el recuerdo de los relatos de su padre Antoine sobre el ataque de mosquitos a los soldados franceses que provocaron la muerte por fiebre amarilla durante la Revolución Haitiana de 1.802, ni el recuerdo de sus propios tíos maternos que integraban la mitad de la milicia que murió por razón de la enfermedad, lograron detenerlo en su afán caritativo.

Pierre fue un verdadero soldado en la lucha contra la fiebre amarilla, no se amedrentó ni siquiera cuando en Buenos Aires comenzaron a morir los médicos y los voluntarios; engañados por los síntomas, en virtud que en los casos graves, luego de un período similar al de los casos leves, existe una remisión o descenso febril engañoso, para después reaparecer crudamente. La fiebre se presenta acompañada con ictericia, a esto debe su nombre, insuficiencia hepática o renal. El enfermo comienza a padecer hemorragias, vómitos negros, deshidratación y muerte.

La visión cercana de la muerte, el dolor único, profundo, inexplicable y desgarrador de las madres enterrando a sus hijos, grabó en su espíritu el sufrimiento visto de cerca, la brutal epidemia se había llevado hasta las nietas de Guillermo Brown, Leonora y Helena. Ya no se trataba de relatos de franceses que volvían de campañas remotas, contando tragedias novelescas, se trataba de la muerte cercana de personas, que sin ser demasiado conocidas, ni parientes de sangre, constituían el círculo afectivo que los acogió en Buenos Aires.

La joven pareja perteneció al grupo de los tres millones de inmigrantes que se quedaron en Argentina. Otros tres millones regresaron a sus tierras o fueron a otros países, porque sus expectativas se vieron defraudadas. Venían con la esperanza de trabajar una parcela de tierra propia, y los que llegaron solos, ansiaban formar un pequeño capital, y regresar a sus países. Otros atesoraban el deseo de poder traer al resto de la familia, con los ahorros que aprendieron a guardar después de las cosechas.

A pesar que la Argentina, estaba en deuda con sus «gringos» porque nunca les dio la tierra prometida, Juliette y Pierre progresaron, pero no pudieron sobreponerse a los primeros reveces que sufrieron más adelante. Sin política colonizadora eficaz, los recién llegados, se distribuyeron según sus inclinaciones. Las regiones interiores y las litorales acentuaron las diferencias que acarreaban desde los albores de la colonización.

Desde que había comenzado la inmigración, la distribución de «los gringos» , tuvo una tendencia que se conservaría en el transcurso de los años siguientes. En 1865, año en que arribaron los padres y Juliette de sólo diez años de edad también lo hicieron muchos franceses. Llegaron asimismo los galeses, que se instalaron en colonias en el actual territorio del Chubut, y sus coterráneos que arribaron con posterioridad, los secundaron.

Los ingleses, prefirieron avanzar al sur; los alemanes al litoral, y a las montañas andinas, pero eso sucedería unos años más tarde.

Los campos se poblaron de chacareros, y los que fueron afortunados, se rodearon de peones, que laboriosamente colaboraron en la cimentación de las grandes fortunas de sus patrones, quienes conservarían y acrecentarían sus patrimonios a través de muchas generaciones. En 1872, año en que José Hernández publicaba su «Martín Fierro» , Juliette y Pierre, casi con la Navidad, y esperanzados en el futuro que brindarían al primer hijo que llevaban en brazos, se convertían en propietarios de una finca en Córdoba.

 

CÓRDOBA

La adquisición se pudo realizar por el oro de Pierre, la dote de Juliette y un préstamo que sus padres le otorgaron y que su hija debía devolver en los próximos diez años. Fue una oportunidad, muy bien aprovechada por cierto, porque junto a la compra, como parte de la inversión, recibieron dos peones y sus familias, hombres serios y experimentados, quienes convertirían junto a las europeas ideas de Pierre, la vieja y abandonada finca criolla, en un milagro francés.

El predio había sido una próspera estancia perteneciente a la familia Broock, padres de una inglesa fina y delicada llamada Josephine Jazmin apodada «JJ» quien, al morir estos la había heredado. «JJ» contrajo enlace con Don Braulio, un español enjuto, de pocas palabras, pero de buenos sentimientos.

Don Braulio José de la Cruz Venegas y JJ tuvieron tres hijos varones en treinta y dos meses de casados; demasiado para la joven que falleció al dar a luz su tercer hijo. El desconsuelo del hombre y la falta de los abrazos de la madre, convirtió a los tres hijos y también al esposo en unos seres huraños, ariscos y taciturnos. La estancia se fue desvaneciendo como las hojas de los árboles en otoño. El abandono le ganó a la prosperidad y la rabia al entusiasmo. Pasaron los años y estos hijos criados solamente por el padre no amaban la tierra, estaban enojados con su suerte y sólo soñaban con irse.

El deteriorado Braulio a causa de las várices y las infecciones en las piernas producida por la erisipela que hasta en el rostro se le había instalado, le habían provocado manchas rojas y un prurito constante que lo hacía rascarse sin disimulo, provocando el rechazo de hasta sus hijos. Éstos eran tres hombres jóvenes hartos de las ingratas tareas sin sueldo, por las que recibían unos pocos pesos de su padre, siempre a regañadientes sin desaprovechar oportunidad alguna para enrostrarles su falta de interés y de responsabilidad, que provocaron la quiebra del que había sido un exitoso emprendimiento agropecuario en manos de sus suegros.

En cuanto murió el pobre viejo se apresuraron a deshacerse de los campos abandonados y los pusieron a la venta por menos de su valor, llegando en esas condiciones a manos del joven matrimonio francés.

En 1872 debido a las dificultades de los gobiernos provinciales y nacional para reclutar miembros para sus fuerzas de seguridad aprobaron la ley 542; los tres hombres, hambrientos de acción y apasionados con las noticias que llegaban de la lejana Buenos Aires, se incorporaron al largo desfile de voluntarios que marchaban a enrolarse para el ejército.

Nacía «La Marseillaise» , ellos malvendieron por la urgencia de abandonar Córdoba, y mis abuelos paternos, Juliette y Pierre, ávidos de progreso, echaron a volar sus sueños y comenzaron a escribir su historia, con mi tío Jacques que había nacido unos días antes en Buenos Aires.

La estancia estaba en franco estado de abandono, de aspecto fantasmal donde sólo permanecían caprichosamente de pie los frutales, en medio de la broza, de las osamentas y el croscitar de los cuervos. Quiso Dios que los hermanos Flores y sus familias fueran más que peones; conformaron la familia que mis abuelos tuvieron cerca.

El nombre elegido para la nueva estancia se debió a que «La Marsellesa» era la canción que entonaban los soldados en Marsella, donde se desarrolló la niñez de mi bisabuela Justine, madre de Juliette, pero recién en 1879 fue declarado himno nacional francés, y aunque lo prohibieron en varias oportunidades, es hoy la música oficial que distingue a Francia.

De la compra realizada lo único medianamente mantenido era «el casco» una casa estilo Tudor, que había pertenecido a los padres de la señora «JJ» ; la casa había tenido sus épocas de esplendor, pero delataba la falta de interés de sus dueños y la carencia de las manos femeninas que había tenido en sus inicios. Para festejar la adquisición, en cuanto acondicionaron la casa vivienda, invitaron a sus amigos Emilio Daireaux y Amalia su esposa. Él era un joven abogado y escritor, y su esposa Amalia Molina, con quienes habían forjado una sincera amistad en Buenos Aires, cuando ambas mujeres estaban embarazadas y vivían puerta por medio.

Los Daireaux también estrenaban el título de padres, pues había nacido el 21 de diciembre de 1871 su hijo Carlos Godofredo. Nadie imaginaba en ese entonces el talento que escondía este pequeño y el futuro de gloria que lo esperaba. Godofredo, como lo llamaban, recibió una moderna educación en Francia, y pasados varios años, después de su formación en la Escuela Naval en Brest, vino a nuestro país donde desempeñó distintos destinos militares, y numerosos cargos gubernamentales, efectuó tareas hidrográficas y relevó nuestras costas australes; estas importantes actividades no le impidieron fundar General Viamonte, colaborar en el desarrollo de Rufino y Laboulaye y escribir libros sobre el campo argentino. La fortaleza física de Godofredo le permitió desde muy pequeño, diferenciarse de su amigo Jacques, a quien su frágil salud le impidió desarrollarse.

Mi tío Jacques debió estudiar en su casa con un maestro que se trasladaba desde Córdoba y al morir tan joven ni siquiera pudo cumplir su sueño de ser el asistente de confianza de su padre en la administración de los emprendimientos.

Blaque Ballair había fundado la escuela de agricultura en Córdoba, basándose en los programas de estudio de Crignon, Francia; Pierre supo valerse de esos conocimientos a los que pudo acceder y aplicarlos ventajosamente en sus tierras. Además agregó aves de corral y huerta para el consumo propio y de los peones, y gracias al esfuerzo de todos, las buenas ideas y las acertadas nuevas inversiones, «La Marsellesa» se convirtió en un establecimiento agrícola ganadero, que comenzó siendo pequeño, pero que tuvo un crecimiento meteórico.

La prolija economía y el inicial espíritu austero, les ayudó a cimentar en breve tiempo una posición económica y social envidiable, situación que a la mayoría de los mortales les lleva toda una vida. Esto no fue casual, el trazado del «Central Córdoba» , las líneas férreas que unieron Rosario con Córdoba fue la causa principal del progreso.

A muchos agricultores y ganaderos, los perjudicaron las leyes que daban a los ingleses una enorme franja de tierra lindera a los ferrocarriles, pero ellos tuvieron la fortuna de estar cercanos a la red ferroviaria, pero no tanto como para perder parte de ellas.

A partir de 1880, la Argentina se benefició con una notable afluencia de capitales extranjeros sobre todo provenientes de Inglaterra y Francia. Ésta última era el segundo proveedor de mercancías y el primer comprador de carnes y cueros. Fue en esos tiempos en que llegaron los primeros promotores mercantiles que invirtieron en la metrópolis: Bemberg, Portalis y Mallmann. Esta fiesta se retrajo a partir de la crisis de 1890, pero mis abuelos alcanzaron a realizar jugosas inversiones. La buena hora había llegado; a esta creciente economía la fue acompañando la consolidación familiar con la llegada de otros hijos. Con el dinero fueron realizando nuevos negocios y con éstos nuevos amigos.

Juliette hubiera podido aprender en esa época las artes de la buena cocina, pero las laboriosas esposas de los peones cocinaban muy bien, sobre todo Ña Herminia que lo hacía de buen grado. Como un doméstico rompecabezas, cada una de las señoras se fue acomodando en el desempeño de los oficios en los que se destacaban; Juliette les cedió tareas y responsabilidades a estas amables criollas que le manifestaban un afecto sincero y protector. Todas aprendieron a querer a «la francesita» que se comportaba más como hija que como patrona, ese fue siempre el trato que recibieron esas nobles personas que los acompañaron en la vida cotidiana. Mi abuela aprovechó esta primera época para dedicarse a lo que más le gustaba: el dibujo, por eso andaba siempre con una bolsa llena de hojas, una madera con un soporte de mariposa que le dio don Zoilo, lápices, témperas y carbonillas. Más adelante agregó óleos y lienzos estirados sobre rústicos bastidores, aunque ese vicio lo ejercía dentro de una sala en el primer piso, improvisado atelier, al que pocos accedían. Sólo se apartaba de los dibujos para jugar con Jacques, nada los divertía más que las correrías hasta el valle grande esperando la distraída búsqueda de Pierre que simulaba no verlos; bordeaban el camino de los algarrobos negros y blancos, avanzando por un angosto sendero, aprovechando la providencial sombra que proyectaban en el verano. Cuando Pierre no era de la partida, les asignaba compañía forzosa entre la muchachada de la estancia. Mientras ejercían la vigilancia, los peones juntaban los frutos del algarrobo que utilizaban para reforzar la alimentación del ganado, aunque los mejores, los entregaban a Ña Herminia que hacía «patay» , un dulce muy rico para el paladar de las madres y sus hijos. Para los señores con el fermento de las vainas elaboraba un refresco al que llamaban «aloja» , parecido a la chicha pero sin alcohol que disfrutaban tras las largas jornadas de trabajo.

 

 

LOS PEONES

Gumersindo y Gaudencio Flores, los peones que vivían en las tierras que adquirieron Juliette y Pierre, eran dos hermanos afectuosos y honestos, que generosamente aplicaron sus vastos conocimientos agropecuarios y pastoriles en «La Marsellesa» . Habían trabajado con los anteriores dueños encargándose del ganado ovino y bovino, cuidando a los animales como si les pertenecieran, cabalgando con frío o calor recorriendo grandes extensiones de campo, a los que llegaron a conocer como la palma de sus manos.