Vanessa Bonilla

 

En esa esquina del bosque

 

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Primera edición: julio de 2017

 

© Grupo Editorial E.I.

© Vanessa Bonilla

 

ISBN: 978-84-17005-74-0

ISBN Digital: 978-84-17005-75-7

 

Ediciones Lacre

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

info@edicioneslacre.com

www.edicioneslacre.com

 

IMPRESO EN ESPAÑA — UNIÓN EUROPEA

 

Dedicado

a mi familia,

a mis amigos.

 

 

1. Gabriel

Pásame la sal, güey.

Miré con horror hacia la mesa vacía.

Torné mis ojos enseguida al platón. Lo vi concentrado. Sentía que algo me aplastaba el pecho. Un cosquilleo en el estómago comenzó a colarse dentro de mí, y tensé mis dedos alrededor del tenedor plateado. Lo encajé con fuerza en la comida. Abrí mi mano enrojecida para liberar la tensión, pero se me cerraba la garganta, y se me revolvía el estómago una vez más.

No, no, no. Respira. 1, 2, 3, exhala. Bien, bien, bien. Mi respiración y la tensión hacia el utensilio se calmaron mientras me repetía esas palabras. Regresé al pollo que brillaba de aceite, como si nada.

Al acabar la comida, mi mente comenzó a sentirse cansada y me acerqué despacio a la sala. Aquel lugar era pequeño, con dos sillones yuxtapuestos amarillo obscuro y cojines color café. Estiré mi brazo hacia uno de los cojines cuadrados y me eché en el sillón boca abajo. El cojín era suave al roce de mis mejillas y dejé reposar mi cabeza. Cerré los ojos con el estómago satisfecho.

Llegó Fernando a sacudirme y saltaba de arriba abajo sobre mi espalda. Mi pecho se contraía contra el colchón del sillón. Él se burlaba de mi sufrir, como siempre.

—¡Ya! ¡Quítate! —le ordené enojado, tratando de levantarme y fallando.

—¿Quieres que me quite? —me preguntó. Seguía saltando y me hundía más en el colchón. No respiraba bien.

—Sí —le pedí fastidiado—. ¡Quítate, Fernando!

Fer se levantó finalmente y respire hondo, recuperando el aire. Él se regodeaba, y yo me recosté sentado sobre el sillón, mi expresión: irritada.

—¿Qué quieres?

—Estoy aburrido, agarra la bici. Vamos.

—¡No! ¡Qué flojera! —le refuté airado.

—Ándale, güey.

—Que no. Mañana —negociaba tratando de que dejara de molestar.

—Va a llover a la noche y va a estar todo húmedo en la mañana —pausó—. Vamos hoy —volvió a insistir. Él se quedaba parado y no me dejaba ver el televisor. Me miró rezongando.

Medíamos prácticamente lo mismo y su tez blanca era una réplica a la mía, pero sus ojos eran un poco más pequeños, su cuello más alargado. A una vista miope, seríamos la misma persona, pero éramos diferentes en tanto, y aun así similares.

Suspiré.

—Que no, que ando cansado —le repetí con rapidez e indolencia. Hundía más la parte posterior de mi cabeza sobre el sillón amarillo—. Además —proseguí—, la montaña queda a unos 20 minutos en coche —trataba de convencerlo, aunque él ya sabía este dato.

—Por eso, no es nada. Anda.

—No.

—¡Sí!

—Mañana en la mañana —le accedí con certeza.

—Eres un huevón.

—Ve tú, entonces —le repliqué ofendido.

—No. ¡Vamos! —siguió Fernando, sacudiendo su cabello opaco de un lado al otro, negado.

—Mañana, lo juro —le prometí mientras buscaba un ángulo en que él no me bloqueara del televisor prendido. Fer siguió mi mirada y exhaló.

—¿Qué ves? ¡Ni te gusta el fut! —me reclamó viendo hacia el televisor.

—Tampoco me gusta salir contigo, pero a veces hacemos cosas por amor y otras veces por pendejos.

—No te entiendo —me contestó Fer.

—Ni yo —y le sonreí.

—¿Vamos hoy?

—¡Que mañana!

—¡Va, pues!... mañana —y se regresó a su cuarto abatido de perder la discusión. Hacía berrinche mientras subía las escaleras con recelo y lanzaba miradas resentidas hacia mí.

—¡Ya! ¡Sabes que te quiero! —le grité riendo ante su enfado.

Me regresé a ver el programa de televisión con calma. Cambié de canal con ocio y entrecerré los ojos con pereza.

Entonces, me levanté del sillón con el corazón palpitando en mi garganta. Tomé las llaves de mi casa. Salí, disparado y corriendo, una vez más, hacia el bosque detrás del Parque Oyamel.

 

2. María

Un letrero de piedra a la entrada leía Oyamel.

Seguí trotando, curiosa. Nunca había venido a este parque. Estaba a unas cuadras de mi casa, pero como no acostumbraba hacer ejercicio, no era sorpresa que no conociera este lugar. La hierba seca y larga entre el cemento del camino daba a la idea que este parque no había sido cuidado en mucho tiempo. No había otra alma en este lugar.

Justo antes de dar la vuelta de regreso, noté un sendero que daba a la entrada del cerro. Decidí seguirlo. Iba escuchando música de The Kooks a través de mis audífonos blancos.

Había piedras entrañadas en la tierra, bellotas de encinos y bichos de caparazón negro y brilloso. El viento tenue solo lograba traer el olor a verde a mis sentidos, y mi trote se convirtió en un caminar que admiraba el bosque a mi alrededor. El polen me picaba la nariz. Hacía que mi cerebro se pusiera medio borroso con cosquillas nasales. Me molestaba. Había encinos por todas partes, rosales y otros tantos árboles frondosos que opacaban el sol, el cual cada vez bajaba más.

El bosque me recordaba a una escena de The Vampire Diaries y se me empezó a antojar mucho estar tirada en la cama viendo Netflix. Ya corrí. Me toca descansar, pensé a los diez minutos de haber empezado mi ejercicio.

Decidí regresar. Me impulsé con fuerza para comenzar a correr de nuevo y moví mi brazo hacia delante. Mi brazo derecho terminó por enroscarse en el cable de mis audífonos y, al jalar mi codo hacia atrás, salieron los auriculares de mis oídos, lastimando mi oreja en el proceso.

—¡Auch!

Hice un pequeño sonido de dolor y la música se atenuó. Se seguía oyendo un poco en el fondo, pues mi música siempre estaba a todo volumen. Escuché algo más. Me detuve. Se me heló la piel. Seguía escuchando esa voz, masculina; y no había nadie a la vista. Estaba sola, ¿no?

Inhalé analizando mi alrededor y pasé mi lengua por mis labios resecos. Pensé en correr cuando, de pronto, paró mi corazón. Escuché que la voz había empezado a reír. Los árboles frondosos eran dos veces mi altura, y seguía sin poder ver, pero decidí seguir la voz. Enrosqué el cable y lo metí junto a mi móvil, cerrando el compartimiento con el velcro blanco que tenía alrededor de mi brazo, sin dejar de mirar a todas partes, sospechosa.

Me adentré más al bosque y allí el terreno era más irregular, pero los árboles parecían respetar sus espacios entre cada uno. Era lo suficiente para poder pasar entre ellos. No se podía decir lo mismo de la hierba y la maleza que me picaban los chamorros, pero proseguí.

Entonces, lo vi. Una figura masculina de espaldas a mí. Vestía una sudadera azul y mezclilla, y estaba sentado en la tierra. Sus rodillas parecían estar pegadas a su pecho y sostenidas por sus manos. No lograba verlo bien, mi vista se borraba a ratos, y las cosquillas de nariz regresaban. Él seguía hablando y finalmente podía distinguir lo que decía.

—…se tropezó y tiró todo el agua al suelo. Luego, Chelo se resbaló con el agua y cayó de un sentón. ¡Se dio en la madre! Te lo juro que…

Pero en ese momento, y para mi mala suerte, el polen que me había estado molestando desde que entré al bosque, surtió su efecto.

—¡Achú!

Cerré los ojos en el estornudo, pero los abrí enseguida. El chico volteó a verme con los ojos bien abiertos. Tenía los ojos muy negros y combinaban perfectamente con su cabello obscuro, completamente desarreglado. Sus labios eran delgados y me miraba con miedo. Admito, no fue la entrada más sutil. Nos mirábamos incómodos y traté de normalizar la escena con un nervioso hola.

—¿Qué onda? —me respondió el chico, levantándose con cautela. Sus cejas gruesas se juntaban extrañado y su cara estaba completamente seria. Su mirada me ponía nerviosa y me rasqué el cuello con la mano derecha.

No sabía qué decir. Miré hacia la dirección que él miraba previamente y busqué a la persona con la que él había estado hablando. No vi a nadie. Me paré un poco más derecha y giré hacia ambos lados. Nada. Lo único que se veía eran árboles: uno pequeño, otros tantos gigantes, maleza, hierbas y bellotas. Lo miré dudosa.

—¿Con quién hablabas? —le pregunté sin preámbulos.

El chico parpadeó un poco y alzó las cejas. Luego, tornó su cabeza hacia abajo, moviéndose de lado a lado. Abría la boca para decir algo y la cerraba. Después, levantó su cabeza, cambiando completamente la expresión en su cara a una despreocupada.

—Mi celular —me contestó—. Mandaba una nota de voz por mensaje —y sonrió. Su sonrisa era amplia, sus dientes: muy blancos. Sentí el estómago liviano justo después. Lo miré. Pronto algo tomó mi atención y di un paso hacia atrás con temor, cambiando el aire de nuestra conversación. Estaba metida en el bosque, en las orillas del cerro, con un extraño, y ante una noche que se aproximaba… y apenas me daba cuenta.

El chico mentía.

—Te refieres a tu celular —me atreví a decirle—, ¿el que está guardado en tu pantalón? —y di otro pequeño paso hacia atrás con mis nervios alzados. Lo notó.

Tocó la silueta de su celular que se escondía en sus pantalones y comenzó a reírse nerviosamente. Su risa era tan inocente que dejé de sentir miedo. Era imposible no sonreírle de regreso; era más reflejo que acción. Suspiró avergonzado.

—Me llamo Gabriel —y me sonrió—. ¿Tu nombre?

—Creo que no le debería dar mi nombre al extraño que habla solo en el bosque —sacudí mi cabeza jugando, pero al decirlo sentí algo de ansiedad. Era cierto.

—Tienes toda la razón —y juntó sus labios, los tensó—. Pero sería justo que, como yo te di mi nombre, tú también me dieras el tuyo —dijo juntando sus manos como en rezo y, al final, apuntándome con el dedo índice.

Dudé en decirle, pero mi nombre era bastante común. No corría peligro. Creo.

—María —le respondí. Él sonrió.

El día estaba a punto de acabar, pronto llegaría la noche y no veía seguro quedarme más tiempo. Aun así, no quería irme y quería saber más de él, un nombre no bastaba. Tenía mucha curiosidad, pero creo que mi sano juicio fue mayor. Le asentí un poco incómoda.

—Bueno… tengo que irme —y logré notar una reacción en sus ojos de decepción. No sé, tal vez eran solo mis ideas.

—Hasta luego, María —y me quedé unos segundos clavada en su mirada. Pasé saliva.

—Adiós Gabriel —y di la media vuelta.

 

 

3. Gabriel

Salí del Parque Oyamel. Caminé dos cuadras más al poniente y tres más al sur. Pasé todo el camino pensando en ella. Ya la había visto antes, íbamos a la misma preparatoria. No creo que ella me reconozca. Nunca habíamos hablado en la escuela, solo la había visto desde lejos. Eran de esas veces, que algo entre el tumulto de gente y el bullicio en los pasillos te para, como un contraste. Era guapa, claro; pero no era solo eso.

Todavía no lo podía pasar a palabras o siquiera a un pensamiento conciso, pero había algo de ella, no sabía qué.

Me vio en el bosque… hablando. Va a pensar que estoy loco. Quién sabe, tal vez lo estoy. Pero me había sonreído, y no parecía estar asustada. Repetí varias veces la escena del bosque en mi cabeza. Pensaba patéticamente en cada detalle de ese encuentro. Era una estupidez estar pensando en una conversación tan corta, pero aun sabiendo que era ridículo, volvía a pensarla.

Era ya de noche cuando llegué a mi casa. Subí los tres escalones que daban a la puerta de la entrada. Pasé mis zapatos blancos varias veces por el tapete de alambre. El tapete recogió la tierra que llevaba en las suelas.

Escuché la voz de mi mamá en la cocina y me sonreí a mí mismo en la obscuridad. Agarré el cerrojo de la puerta para entrar, pero luego escuché a mi padre, y sentí un pellizco por dentro. Suspiré un poco, y entré sin ánimos a mi casa.

—Gabito, ¿eres tú?

—Hola, Ma —le dije entrando a la cocina. Me acerqué a ella y le di la espalda a mi padre. Me agaché un poco a darle un beso en la sien.

—¿Cómo te fue en el soccer, mi vida? —me preguntó, su voz aguda.

Me saltó un poco el corazón. Soccer, cierto.

—Muy bien, Ma. Ganamos 2-0 —le contesté mientras abría el refrigerador. Saqué un pedazo de queso blanco y comencé a comerlo.

—Hola —le dije a mi padre a secas.

Teníamos unos cuantos pasos entre nosotros.

Mi padre, quien vestía un chaleco de algodón café, una camisa blanca con pantalón negro y zapatos de oficina, me miró con sospecha. Alzó la cabeza, como en un saludo.

—¿2—0? Están mejorando, hijo —me replicó con sarcasmo pronunciado—. Avísanos del siguiente partido para irte a ver jugar —y metió sus manos en el pantalón, recostando su peso sobre la cocineta.

Tomé otro pedazo de queso sintiendo pánico en la punta de los dedos. ¿Y si se entera que no existe tal equipo? Entonces, ¿qué? Sin embargo, le asentí con la cabeza y di varios pasos por la cocina. No sabía bien qué hacer ahí. Preferí irme.

—Tengo tarea —me excusé rápidamente, y subí con prisa al segundo nivel de la casa.

Abrí la puerta de mi habitación. Era un desastre. El suelo era invisible entre la vasta variedad de platos, ropa, zapatos y libros tirados por todo el lugar. Las paredes opacaban el cuarto entero. Cerré las persianas azul marino y prendí la bocina en el buró; mi cama en un costado. Conecté mi celular a las bocinas metálicas y subí el volumen. Me recosté en la cama con la mirada al techo, la mente en María.

Era hermosa: su pelo café cenizo y largo, su sonrisa y labios anchos, sus pequeñas pecas que se extendían de su nariz a los pómulos y sus ojos color miel. No me dejaba a mí mismo pensar en nada más que en ella. Ansiaba que fuera el día siguiente para tener la posibilidad de verla, aun y cuando fuera entre el tumulto de gente en los pasillos.

Cerré los ojos, y la soñé.

 

4. María

Recogí mi bolsa del suelo con prisa. Escuchaba el claxon del coche de Edu en la calle de enfrente, y maldecía mientras buscaba mi libro de matemáticas.

Desacomodé todo mi escritorio. Ver el desorden en la mesa me causaba ansiedad, pero no había tiempo de arreglarlo. Odiaba el desorden y la inestabilidad que le acompañaba. Las cosas deberían de ser estables, y luego pensé en mis padres. Sentí un nudo en la garganta y sacudí mi cabeza. Ya me va a bajar, ¿verdad?

Chequé la fecha en mi celular.

Madres, sí. Ya me conozco. Escuché otra vez el claxon. Corrí hacia mi baño por una toalla sanitaria y la metí en mi bolsa. Bajé a la entrada corriendo y abatida por mi libro perdido. Salí de la casa, cerrando de golpe la puerta. Eduardo me vio acercándome y volvió a sonar el claxon. Me metí rápidamente a su automóvil, y cerré con cuidado su puerta.

—De seguro levantaste a mis vecinos —le reproché con un beso. Él volteó sus ojos verdes con desapego. Miró al retrovisor.

—¿Para qué te tardas tanto entonces? —su semblante serio, y movió el volante del coche.

Eduardo venía peinado con gel. Su cabello castaño claro era un poco más corto de los lados. Su barba creaba una línea perfecta entre su quijada y sus mejillas. Vestía una camisa negra de corte V y pantalones obscuros. Usaba un reloj dorado en su mano izquierda.

Me recosté en el asiento mientras le explicaba que no había logrado encontrar mi libro de matemáticas. Él estuvo callado todo el camino, solo asentía la cabeza, gruñía «entendiendo», y checaba su celular ocasionalmente. No me escuchaba, pero no era sorpresa. ¿Para qué tengo boca si estoy con un sordo? Dejé de hablar, y entonces miré hacia fuera. Me sentía algo cabreada, como si me aplastaran el pecho, y me costaba trabajo respirar normal. Pero a él, o no le importó, o no me vio.

Llegamos a la prepa a los 10 minutos. Eduardo estacionó su carro a la perfección. No era un automóvil del año, ni de marca espectacular, pero lo trataba como tal. Me bajé con mi bolsa gris. El peso de la bolsa me provocaba dolor en el hombro y Edu me esperó impaciente para entrar al edificio de la escuela. No habló mucho, seguía mirando su celular y lo bloqueaba, pero a los dos segundos, volvía a revisarlo. Pensé en preguntarle que mensaje esperaba. Mejor no. Y entramos a clases.

 

5. Gabriel

Desperté con la alarma que no paraba de timbrar. Seguía posponiendo apagarla. Entonces, recordé el pronóstico del día: María. Salté de mi cama de golpe y miré la hora sabiendo que iba tarde. Bajé corriendo, diez minutos después, creando un ruido hueco en los escalones de madera. Torné a la izquierda para entrar a la cocina. Mis padres seguían dormidos y el sol apenas se adentraba por debajo de las persianas de plástico blanco. Yo vestía unos pantalones de mezclilla, zapatos negros y una camisa. Mi cabello seguía desacomodado; no se podía arreglar.

Sentía la presión del tiempo. Saqué el cartón de leche del refrigerador y lo tomé de lleno. Apreté el cartón ya vacío mientras se escurría un poco de leche de mi boca al cuello. Lo limpié veloz con la palma de mi mano. Entonces, di un paso hacia la izquierda para tirar el cartón a la basura y lo boté.

—¡Te estoy viendo, cabrón! —gritó Fernando desde las escaleras.

Me detuve y empecé a reír sacando el cartón de la basura y dejándolo caer sobre el otro contenedor. Aquel otro leía con una caligrafía horrorosa «Cartón». Se diferenciaba de los otros contenedores que leían «Plástico» y «Papel», también con pésima letra.

—Ya lo tiré en el separador. Relájate, güey —le dije despreocupado.

Fernando ya había entrado por el marco que separaba la cocina de la entrada. Me pasó y me dio un pequeño golpe en la cabeza.

—¿Qué? —le pregunté en tono de burla—. No voy a salvar al planeta con ese cartón, Fer. No va a pasar.

Él me miró de reojo con desdén mientras escogía una manzana del cesto de frutas. Se dio la vuelta y respiró hondo.

—Pero si todos recicláramos…

—Nadie recicla.

Frunció el ceño y sacudió su cabeza. Le dio una mordida a su manzana. Aún con la boca llena, me replicó:

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