Marta González Peláez

 

El doble rostro de Aquis

 

Image

 

Primera edición: julio de 2017

 

© Grupo Editorial E.I.

© Marta González Peláez

 

ISBN: 978-84-17005-80-1

ISBN Digital: 978-84-17005-81-8

 

Ediciones Lacre

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

info@edicioneslacre.com

www.edicioneslacre.com

 

IMPRESO EN ESPAÑA - UNIÓN EUROPEA


Para todas las personas que han formado parte
de mi vida y me han hecho construirme como soy.

A Javier, por ser mi base,
a Virginia, por ser mi impulso en este proyecto,
y a Laura, por su trabajo desenfrenado
para que esto llegara a buen puerto.

 

 

PRÓLOGO

Año 610

 

El Catolicismo reinaba en la Península de forma oficial desde hacía más de veinte años. Los reyes visigodos llevaban siglos ocupando territorios hispanos y haciéndose cada vez con un mayor control, aunque sin mezclarse demasiado con los antiguos habitantes. La ciudad de Toledo era la capital no reconocida del reino. En ella se concentraba gran parte de la población y se celebraban los actos de cualquier tipo de trascendencia política y religiosa.

 

Una noche de abril

 

Tras sus duras labores diarias, las gentes de Toledo empezaron a recogerse en sus casas para disponerse a cenar, relajarse un rato y acostarse hasta que el alba les devolviera a su rutina de trabajo. La mayoría disfrutaba del único momento en el que reinaba algo de paz y tranquilidad. Sin embargo, esa noche, los alaridos victoriosos de un conductor de carros, que deambulaba por las calles, alertaron a quienes pensaron que aquel iba a ser un día como otro cualquiera en la ciudad.

Por unos instantes, reinó la incredulidad entre los primeros testigos. Se produjo un silencio necesario para asimilar que lo que veían sus ojos era real y no producto de su agotada imaginación. Después, como cuando se da la señal de salida en una carrera, el boca a boca comenzó a difundir la noticia que agitaría las calles de Toledo como una gota de lluvia cayendo sobre una fila de hormigas. Todos querían comprobar la veracidad de aquel acontecimiento que cambiaría en mayor o en menor medida sus vidas, o al menos las de los más poderosos del reino. De este modo, los vecinos dejaron todo y se reunieron en masa en las calles para buscar a oídas al caballo que arrastraba por toda la ciudad el cuerpo ensangrentado e inerte de Vitérico, rey de los godos de la península ibérica.

Gran parte de los nobles visigodos y los más altos cargos del clero católico asistieron solemnes al devenir de una nueva etapa más favorable para sus intereses. Incluso los que no habían estado implicados de manera directa en su asesinato se mostraron poco sorprendidos por la muerte del poco apreciado rey, sospechoso de abrazar la pagana religión arriana. El monarca se había forjado muchos enemigos entre los católicos y se había ganado la fama de ser «el más malvado ladrón» debido a los embargos, los destierros y las torturas realizados a quienes no eran afines a sus ideas.

El suceso no dejó indiferente a nadie y no tardó en correrse la noticia de que alguien había apuñalado al rey durante el banquete. Sus enemigos estaban ahora satisfechos y contentos ante el cambio que iba a darse en todo el reino. La grotesca escena estaba envuelta por un ambiente de celebración y tan solo unos pocos, los que habían sido colaboradores y partidarios más cercanos a Vitérico y sus familiares, se escabullían rápido y en silencio hacia la dudosa seguridad de sus hogares, en las afueras; querían evitar verse inmiscuidos en la tragedia.

Por último, tras haber sido arrastrado y humillado por todo Toledo, Vitérico recibió sepultura como correspondía a un rey visigodo. Muchos le habían odiado desde que accediera al trono tras el asesinato de su predecesor, el pacífico Liuva, segundo de su nombre, pero aun así merecía una sepultura digna del rango ocupado. Respecto a esa trágica y cruel noche, el pequeño Isidoro, que años más tarde entraría a servir al monasterio de Agali1 y sería arzobispo de Sevilla, escribiría algún tiempo después las siguientes firmes palabras con el fin de justificar la violencia vivida: «Vitérico, que había matado con la espada, murió con la espada; no quedó sin venganza en él la muerte de un inocente».

Los nobles visigodos más importantes y los miembros de la Iglesia católica que habían participado en la conjura se reunieron regocijados; debían determinar a un sucesor más afín a sus caprichos. De entre ellos, se eligió a un viejo soldado que había llegado a gobernador de la provincia gala de Septimania: Gundemaro. Su postura era favorable a la nobleza y a la Iglesia católica. Además había protegido y cubierto las espaldas de los enemigos confesos de Vitérico a lo largo de su agitado reinado.

Durante los meses siguientes, se persiguió, desterró e incluso despojó de sus títulos y tierras a los seguidores y amigos del antiguo rey. Por el contrario, todos aquellos a los que este acosó vieron recuperados todos sus derechos. Mientras que los católicos se hacían de una manera mal disimulada con el control de cada posición de importancia y autoridad, los que aún profesaban la fe arriana se encontraron cada vez más aislados y alejados de los puestos de poder.

Se hicieron algunas reformas y la capital del reino se trasladó desde la diócesis de la ciudad de Cartago Nova, en ese momento bajo dominio bizantino, hasta Toledo, consiguiendo esta la primacía sobre todas las demás sedes de la provincia cartaginense, que ocupaba más de una cuarta parte de la Península. El nuevo rey también quiso luchar de alguna forma contra las amenazas internas. Por ello, se combatió a los territorios vascones, que aún seguían los ritos y costumbres paganas en el norte, y los bizantinos del sureste con renovada energía, aunque dudosa efectividad.

Tan solo la avanzada edad del nuevo monarca reflejaba un pequeño atisbo de esperanza en quienes se habían visto desfavorecidos con su inesperada llegada al trono. Sin embargo, la facción más católica de la nobleza se estaba haciendo tan fuerte que, llegada la muerte de Gundemaro, quizá fuera demasiado tarde para que las cosas pudieran volver a su curso normal. En la práctica, el reinado de Gundemaro, acaecido después del asesinato de Vitérico, solo significó un cambio en la estrategia de los hombres poderosos y los que aspiraban a serlo. Por un lado, los que habían sostenido el palo de mando agachaban la mirada buscando cómo hacer tropezar a quienes habían usurpado sus puestos. Por otro lado, los que aún no habían declarado de manera abierta sus intenciones estudiaban metódicos la nueva escena con el fin de calcular sus posibilidades.

El rey Gundemaro, bien consciente de su vulnerabilidad, limaba asperezas con los gobernantes vecinos y buscaba su alianza para mantener fuertes sus posiciones. Creó pactos de paz, logró el apoyo de los reyes de territorios próximos y se cuidó de que la Iglesia viera cumplidas todas sus demandas. Temía, con razón, ser perseguido y acabar sus días bajo la misma suerte que él y los suyos le habían dado a Vitérico. Pese a todo esfuerzo, el Gobierno pronto empezó a cobrarse la paz y la salud de Gundemaro, que envejecía a pasos agigantados cada día que portaba la corona sobre su cana cabellera.

 

 

I

Primavera del año 611

 

El terreno era difícil e irregular y sus piernas, poco acostumbradas al ejercicio, temblaban a cada paso amenazando con que este fuera el último antes de desplomarse. Las viejas sandalias de cintas de cuero no resultaron ser de gran utilidad para moverse por las laderas rocosas y resbaladizas. Una de ellas había quedado en el camino mucho tiempo atrás. La otra permanecía agarrada a su tobillo y se arrastraba tras su pie izquierdo. Su túnica de monje se enganchaba de manera continua en la maleza de aquel bosque de oscuros robles melojos, de troncos estrechos y altísimos. La pendiente era cada vez más empinada y el terreno más irregular; supo que no podría seguir subiendo mucho más.

En un intento por confundir a sus perseguidores, se había alejado demasiado del camino y la noche lo había encontrado todavía en el bosque. Pese a todo, los perros iban siguiendo su rastro sin mostrar indicio alguno de cansancio. Rendido ante la evidencia de que no lograría llegar a su destino, se dejó caer sobre sus cansadas rodillas, empezó a cavar con sus manos desnudas en la tierra y escondió allí un bulto envuelto en telas de cuero; era la única pertenencia que llevaba consigo. No tardarían en encontrarle. Sabía que el tiempo jugaba en su contra. El río era su única baza para intentar despistar al olfato de los animales. Tras cubrir con tierra el bulto, se lanzó al agua pocos segundos antes de que los animales aparecieran entre los árboles y empezaran a oler todo el territorio en su búsqueda. La falta de oxígeno empezó a nublarle la cabeza y sus músculos vibraban conteniendo las ganas de salir a la superficie. Entre espasmos cada vez menos seguidos, se fueron relajando a la vez que su mente perdía la conciencia de sí mismo y del mundo.

***

Aquel era un día como otro cualquiera, un soleado y fresco día de finales de primavera. En las montañas, aquello significaba que tan pronto podía hacer un calor insoportable, como un frío que te hacía temblar hasta los huesos cuando el viento se revolvía y las nubes encapotaban el cielo. Se acercaba la época en la que el lo implacable cubriría con sus rayos la tierra, que acabaría volviéndose dorada y parda. Atrás quedaban las largas noches del invierno helado, que teñía las cumbres de las montañas de un pacífico blanco capaz de extinguir la vida de algún incauto. Cualquiera podía acabar sepultado hasta que el deshielo liberara su cuerpo inerte y dejara que los habitantes cercanos descubrieran el paradero del vecino al que habían echado en falta durante unos días. No había tiempo para más. En un lugar con unos contrastes tan fuertes, la vida y la muerte eran solo dos caras de una misma moneda que se lanzaba al aire cada mañana sin saber el resultado. La belleza y la brutalidad unidas formaban una parte significativa del día a día de todos, en especial de los habitantes del centro de la Península, que se hallaban tan cerca y a la vez tan lejos de los civilizados habitantes del sur, del este y del norte. De estos, solo llegaban unos pocos atisbos de avances y una mayor cantidad de problemas.

Vailo era uno de los pocos hombres que aún habitaban las cimas de las montañas. Hasta hacía pocos siglos, aquel había sido un lugar lleno de pequeños castros que ahora permanecían abandonados tras la invasión romana y se dirigían a su inevitable ruina. Vailo no vivía en uno de esos lugares. Su hogar era una construcción de dos únicas estancias estrechas: una pequeña granja de cerdos que había visto tiempos mejores y que ahora se ahogaba en las deudas, ya que hacía mucho tiempo que no pagaba los impuestos al dueño de las tierras. No es que Vailo fuera idiota o alguien que se revelara contra la jerarquía, sino que cada vez iban quedando menos cerdos debido al clima hostil y a la poca riqueza del suelo. Él mismo se veía obligado a buscar cientos de alternativas para alimentarse a diario. Nunca nadie, salvo el cobrador del terrateniente, venía hasta un lugar tan inhóspito, pero ese día alguien se estaba acercando a su casa.

Se encontraba en las ramas de los robles cercanos buscando sin éxito bayas, semillas u orugas para guisar cuando, de repente, escuchó el gruñido de curiosidad de su único cerdo; un desconocido había llegado a su puerta. Lo observó desde las alturas, sin moverse, pues quería descubrir sus intenciones. No le preocupaba que fuera un ladrón, ya que entraría y saldría de su hogar igual que había venido, sin encontrar nada de valor que mereciera el esfuerzo de ser cargado hasta el mercado más próximo, en el valle. Ni siquiera su cerdo flaco, algo bobo y recién llegado a la edad adulta, resultaba un premio tentador para el ladrón más conformista. El desconocido, un hombre más bien joven y de complexión robusta, aunque no ejercitada, vestido con una túnica parda, llamó a la puerta. Pretendía comprobar si había alguien dentro, pero no obtuvo respuesta. Entonces, volvió a llamar aún más fuerte y gritó a pleno pulmón por si cualquiera, ya en la casa, ya en los alrededores, le escuchaba.

¿Vailo? —oyó cómo lo llamaba por su nombre y su curiosidad por él aumentó—. ¿Estás ahí, Vailo? Contesta si puedes oírme, debo hablar contigo. Es urgente.

Vailo bajó despacio y en silencio del árbol sin responder mientras el hombre seguía llamándolo. Para cuando salió de entre los árboles, sacudiéndose la ropa de polvo y telarañas, el hombre ya había estado a punto de rendirse y marcharse frustrado.

¿Quién eres? ¿Por qué me buscas? —preguntó Vailo parándose ante el visitante—. No es fecha de pago y no pareces el cobrador del terrateniente. ¿Qué haces aquí?

Pese a que aquel hombre le sacaba casi un palmo de altura, Vailo no era un hombre bajo. El oscuro pelo trenzado, con ondas poco marcadas, le llegaba hasta los hombros. Además, estaba sucio casi todo el tiempo debido al sudor. Tenía una barba descuidada que recortaba a cuchillo cada pocos días para que no creciera demasiado. Su piel era morena y curtida a causa del trabajo al aire libre, y tenía más de una cicatriz en el cuerpo. Sus ojos poseían una tonalidad verde tan oscura que, en la mayoría de las ocasiones, parecían negros. Sus ropas eran viejas y toscas en comparación con las sencillas, pero civilizadas vestimentas del hombre que había venido en su busca.

—Soy el hermano José, subdiácono de la Ermita de la Virgen del Prado de Aquis. He venido hasta aquí buscando al padre Tomás —dijo con una extraña sonrisa. Aunque, para Vailo, cualquier expresión humana era extraña después de pasar tanto tiempo a solas con los cerdos.

¿Tomás? —preguntó Vailo algo confuso. No sabía a quién se refería aquel cristiano ni qué eran todos aquellos títulos que había dicho.

—El presbítero de la ermita. Tomás y yo servimos juntos allí —explicó—. Hablaba en ocasiones de un hermano suyo llamado Vailo, que vivía en las montañas con unos familiares. Sois como dos gotas de agua, excepto por el peinado y la barba. Aunque quizá tuviera otro nombre antes de entrar a servir en la ermita. ¿Sabes de quién hablo?

Vailo reflexionó sin importarle demasiado que aquel hombre aguardase su respuesta en un largo silencio. Creía recordar que tenía un hermano, pero no había vuelto a pensar en él desde hacía veinte años, el mismo tiempo que hacía que no lo veía. Su hermano era unos pocos años mayor que él, de eso estaba seguro, pero no conseguía acordarse de su nombre. Cuando sus padres murieron siendo muy niños, los familiares que cuidaron de Vailo, cuyos lazos de parentesco desconocía, fueron incapaces de hacerse cargo de ambos hermanos. Por eso, eligieron al más robusto de los dos, para que los ayudara en la granja, y abandonaron al otro en un templo romano, donde se criaría.

—Sí —dijo al fin—, tengo un hermano. ¿Por qué?

—Tomás desapareció hace unas semanas y estoy muy preocupado por él. Creí que su familia sabría algo acerca de su paradero o, al menos, de su estado. ¿Has sabido algo de él últimamente?

—No, nada.

¿Nada? ¿Ni siquiera cartas que pudieran ayudarme a descubrir dónde ha ido o si está a salvo?

Vailo lo miró callado. Esperaba que se diera cuenta de lo absurdo de la idea: un hombre como él, un porquero, no sabía leer y, por tanto, tampoco recibía cartas. Además, era poco probable que un mensajero accediera a subir hasta allí.

—No —dijo al fin tras una larga pausa.

Volvió a crearse un silencio. Si José esperaba que Vailo conociera las costumbres de hospitalidad y le ofreciera pasar a descansar después del largo viaje, estaba muy equivocado. Ni siquiera tuvo el cuidado de invitarle a algo para refrescarse.

¿Te comentó alguna vez algo que le preocupara? —insistió.

—No, nada.

¿Teníais algún tipo de relación? —preguntó, empezando a estar algo irritado, como último recurso al ver que no lograba nada de ese hombre tosco y parco en palabras.

—No nos veíamos mucho —dijo negando.

El hermano José se resignó a que Vailo no fuera de ayuda y, puesto que no había hecho ningún ofrecimiento de alojarle, decidió marcharse y no perder más tiempo.

—Seguiré buscando —informó.

—Bien, espero que lo encuentres —respondió Vailo sin mostrarse preocupado por la suerte de su hermano y entró en su casa.

José se quedó mirando incrédulo la puerta cerrada.

Vailo no volvió a pensar ni en aquella visita ni en su hermano durante el resto del día. No era un tema que le interesara demasiado. Tenía otras cosas más importantes de las que preocuparse como para perder tiempo en rumores e historias sobre alguien a quien no recordaba haber visto en su vida. Hacía años que la granja no iba bien. Su última cerda había muerto ese invierno y con ella las esperanzas de aumentar la piara. Otros dos machos fallecieron poco después por el frío y la desnutrición. Tan solo le quedaba un macho y resultaba más bien «inútil». Era flaco, por haber crecido sin buen alimento, e idiota, quizá por el mismo motivo. No servía ni para reproducirlo. Ningún otro porquero consentiría que montara a una de sus cerdas sin que Vailo pagara el total de los gastos que eso supondría. Tenía deudas que cubrir y ni siquiera algo con lo que alimentarse él o su cerdo, o que pudiera intercambiar por comida. Había luchado contra la suerte y la naturaleza durante toda su vida, pero en el último año y medio las circunstancias le habían superado. Agotó las raíces y tubérculos de la zona, cazó pájaros, robó huevos y casi dejó sin frutos a los árboles. Incluso intentó pescar y comer cosas que nunca antes había considerado comestibles. Se acercaba el momento de pagar por la explotación de la granja y no tenía nada con lo que hacerlo. No solo era seguro que se la quitarían, sino que también se vería obligado a venderse como esclavo. Debería trabajar duro toda su vida para cubrir su deuda y aun así, lo más probable era que no llegara a hacerlo antes de morir.

Aquella tarde, tras haber dado un largo paseo por los alrededores, Vailo guardó al cerdo en el corral del porche antes de lo normal y se encerró en casa. Todavía no había acabado la jornada, pero se rindió por fin a la evidencia de que era algo inútil seguir trabajando. Encendió el fuego para calentarse, aunque no tenía nada que cocinar ni hacía frío en el ambiente; con el estómago vacío desde hacía días, él siempre se notaba destemplado. Se sentó frente al fuego y dejó que su mirada se perdiera en las llamas primero y en las ascuas después. Mientras tanto, afilaba con cuidado el cuchillo, que desde hacía semanas evocaba una alternativa más rápida y definitiva para él que esperar su esclavitud. Como cada noche, se quedó dormido sin llegar a atreverse a usarlo, consciente de que el hambre le haría despertar arrepentido de su cobardía. No obstante, lo que le despertó fue algo muy distinto. El cerdo, normalmente tranquilo, hozaba nervioso pidiendo su desayuno horas antes del amanecer. Vailo abrió los ojos y permaneció inmóvil, pero saltó rápidamente al vislumbrar el reflejo de las brasas en una hoja de metal que se dirigía sin titubeos hacia su cuello. La espada produjo un estridente sonido al chocar contra la pared, y Vailo pudo reconocer el rostro del hermano José a la luz del hogar. Buscó a tientas el cuchillo que acababa de dejar caer al suelo. A su atacante le resultaba difícil mover un arma tan grande en un lugar tan estrecho. Para cuando lanzó un segundo golpe de espada contra Vailo, este se había agachado. Había esquivado por poco el golpe. Cogió su cuchillo a tiempo y pudo parar un tercer golpe venido desde arriba.

¡Dime dónde está el diario de Tomás! —exigió con dureza—. ¡Sé que te lo trajo! ¡No está en ninguna parte!

Vailo le dio una patada desde el suelo. Igual que su espada, aquel hombre de aparente ascendencia goda era demasiado grande para moverse con facilidad en su pequeña casa. La patada hizo que tropezara con la vasija del aceite, derramara el dorado líquido y cayera de espaldas sobre la cama. Vailo aprovechó entonces para levantarse y se sirvió del pequeño banco en el que había estado sentado para cubrirse como si fuera un escudo. Mientras José serpenteaba para recuperar su espada, Vailo cayó sobre él hundiéndole el cuchillo en el costado, bajo las costillas. Alcanzó su pulmón e hizo rotar la hoja con un giro de muñeca que evitó un segundo golpe. José sufrió una arcada y de su boca empezó a emanar sangre, que ahora inundaba sus vías respiratorias. Sus ojos contemplaban sorprendidos a Vailo mientras la vida se escapaba de su cuerpo. Se sentó a su lado para recuperar el aliento y escuchó cómo la respiración del hermano José se iba haciendo más torpe y lenta cada vez.

Se quedó mirando a un punto fijo en la pared hasta el amanecer. Pensaba en todo y en nada al mismo tiempo. Cuando la luz que empezó a colarse por la línea de la puerta y el famélico cerdo que pedía su desayuno, Vailo reaccionó. Había tomado una decisión. Primero, desnudó el cuerpo del hermano José. Después se desvistió y puso sus ropajes al cadáver. Ordenó la casa para ocultar cualquier signo de pelea y volvió a encender el fuego, esta vez, dejando la manta de su camastro tan cerca que no tardaría en prender cuando creciera la llama. Acostó al hermano José como si estuviera dormido y dejó que el fuego hiciera el resto. A un hombre muerto no podían exigirle pagar sus deudas.

 

 

 

II

Vailo había cogido su cuchillo, además de la espada y ropas del hermano José, con intención de lavarlas en el río antes de que la sangre secara. Cuando iba a marcharse, vio al cerdo en el corral de la entrada y decidió dejarlo salir. Al fin y al cabo, él había salvado su vida en primer lugar; no tenía por qué sufrir el mismo destino que la casa. Ahora era un cerdo libre, aunque dudaba que fuera a sobrevivir mucho tiempo antes de morir de hambre o de convertirse en el desayuno de alguna de las manadas de lobos que abundaban por la zona. Se largó con las ropas en la mano y el cerdo fue tras él por costumbre. Intentó espantarlo, pero solo consiguió alejarlo unos pasos sin que dejara de seguirlo. Se rindió. Ya se cansaría cuando viera que no había comida para él.

Vailo continuó su camino hasta el arroyo y se metió por completo bajo el agua para lavarse y quitar la mancha de la toga del cristiano. Cuando salió se tiró desnudo sobre la hierba, dejando la toga colgando de una rama baja. Ya podía verse una fina columna de humo emanando del lugar donde estaba su casa. Podían pasar semanas hasta que los hombres del señor de esas tierras lo descubrieran y, para entonces, él ya estaría lejos, en un nuevo lugar y con un nuevo nombre: Tomás.

Bajó por el valle siguiendo el curso del manantial y, más tarde, del río en el que desembocaba. El cerdo iba tras él dócil y casi feliz. Según descendían, le resultaba más fácil encontrar enterrados suculentos alimentos que lo hacían hozar y gruñir de alegría.

—No estés tan feliz, maldito cerdo. Si toda esta comida hubiera estado ahí arriba, en la granja, habrías sido un animal gordo y grande y ahora sería yo el que se estaría regocijando por el banquete de tocino —le dijo Vailo malhumorado y celoso de su buena fortuna.

Durmió la noche siguiente al raso, apoyado sobre el animal, que, además, le daba calor. Aunque se movía demasiado y hacía ruidos raros todo el rato, era mejor que morirse de frío. Al día siguiente, apestaba, pero pudo masticar y restregarse la túnica y la piel con algunas manzanillas que camuflaron un poco el olor.

Aquella tarde llegaron a una zona más llana del valle donde las granjas empezaban a florecer. Eran granjas grandes y llenas de animales que Vailo no recordaba haber visto nunca. Rebaños enteros de vacas y ovejas, piaras de cerdos, y muchos otros animales gordos como fardos. Sus ojos se mostraban escépticos al compararlos con su cerdo raquítico y canijo. Acarició la cabeza de su amigo lamentando la clase de vida que ambos habían llevado hasta ese momento. Era el momento de cambiar.

Se acercó a una granja atestada de cerdos, pero se aseguró antes de que nadie los viera. Abrió la valla para que el suyo pudiera entrar. Le dio una palmadita en el culo como símbolo de liberación y como forma de animarlo a que caminara y se fuera con los de su especie. Observó casi orgullo como se unía a los demás sin miedo, pese a estar, a todas luces, fuera de lugar. Le dedicó una última mirada de despedida justo antes de que empezara a montar a una hembra dos veces más grande que él. Sus gritos acompañaron a Vailo mientras se alejaba.

Un poco más abajo, Vailo encontró docenas de arbustos silvestres llenos de frutos rojos y anaranjados para saciar su hambre. No los había probado nunca, pero vio cómo un ave los devoraba sin miedo y decidió arriesgarse a comerlos. Si no acababan con un pequeño pájaro, no lo harían con él. Tras probar el primero descubrió que, bajo la piel rugosa y llena de diminutos pinchos, había una carne algo amarga, pero también dulce y deliciosa. Una vez su estómago reconoció el sabor de la comida, no le permitió parar. Engulló uno a uno los frutos más grandes y rojos que encontraba, pues eran los más dulces y sabrosos. Después de recorrer varios arbustos, cosechando sus frutos a manos llenas, descubrió que le empezaba a costar caminar derecho y pensar con claridad. Tuvo que sentarse para evitar el mareo, pero esto no le impidió comer algunos frutos más. Si había de morir, lo haría con el estómago lleno. Poco después, se encontraba tirado en el campo durmiendo en la misma posición en la que había caído. Todo era culpa de los frutos demasiado maduros del madroño.

Cuando despertó horas después, la luz del sol le produjo un fuerte dolor de cabeza. Tardó algún tiempo en darse cuenta del hombre moreno, de más o menos su edad, que paseaba a su alrededor con una cesta recogiendo los mismos frutos que él había comido. Por costumbre, se llevó la mano al cuchillo, pero al incorporarse dejando escapar un gruñido, asumió que no estaba en condiciones de luchar.

¿Primera resaca de madroños? —preguntó el joven con tono divertido—. Los frutos del año pasado tienen ese efecto. Por eso hay que evitar los más oscuros a no ser que uno quiera coger una buena borrachera. ¿Quiere un poco de agua, Padre?

Vailo miró con detenimiento el odre hinchado y lo cogió sin decir nada. Su boca estaba seca y áspera, por lo que recibió el agua fresca con auténtico placer. Tan sediento estaba que, de lo rápido que bebía, parte del líquido caía por su cuello hasta su pecho.

—Tenga cuidado, no se atragante. Hay mucha más en el arroyo.

Vailo le devolvió el pellejo casi vacío y se secó la boca y la barbilla con la manga de la túnica. No sabía cuánto tiempo había dormido, pero aún sentía la cabeza dando vueltas.

—Dígame, Padre, ¿está de paso o piensa quedarse unos días?

La voz de aquel extraño le resultaba molesta en particular debido al fuerte dolor de su cabeza, pero Vailo carraspeó la garganta reseca y le respondió.

—No lo sé.

—La verdad es que me gustaría que viniera conmigo. Mi anciano padre está muy enfermo y sé que se quedaría más tranquilo si pudiera hablar con un miembro de la Iglesia y confesar sus pecados antes de morir; no tenemos ninguno en nuestra aldea.

Vailo se planteó durante un momento la idea de pasar el tiempo escuchando a un moribundo expresar su culpa y hablar sobre las cosas que le hubiera gustado hacer cuando era joven. Le resultó muy poco atractiva. Le diría al joven que debía continuar su viaje de inmediato, sin perder tiempo.

—Por supuesto será un honor para mi familia que se aloje con nosotros y comparta nuestra mesa —se adelantó el hombre—. No podemos pagarle con dinero, pero le aseguro que no le faltarán la leche, el queso o un buen par de zapatos de cuero en su viaje.

—Debería proseguir mi camino sin perder mucho más tiempo —empezó a decir Vailo de forma pensativa—, pero los enfermos deben estar tranquilos. Veré a tu padre.

El hombre sonrió aliviado y Vailo pensó en lo sencilla que era la vida de un cura católico. Les regalaban comida y prendas tan solo por escuchar quejarse a un anciano. Le parecía un precio más que deseable y al que podría llegar a acostumbrarse. Cuando el hombre comenzó a llorar frente a él, Vailo se incomodó; no sabía qué hacer.

—Gracias, Padre —sollozó—. Temía que mi padre muriera sin haber recibido el último sacramento. Su presencia ha sido una bendición inesperada que no podré agradecerle lo suficiente.

El hombre le cogió las manos sucias y se las empezó a besar con devoción. A Vailo le desagradaba la idea de notar los labios de un hombre y le perturbaba sentir la humedad de sus lágrimas. Apartó las manos con tanto cuidado como fue capaz y se esforzó por no tener el ceño fruncido cuando el otro hombre lo miró a los ojos.

—Perdone que no me haya presentado. Estaba tan sorprendido de encontrarle en el prado que olvidé por completo mi educación. Soy Auserico, hijo de Sigerico y Ausvinta. ¿Cómo puedo llamarle?

Vailo dudó durante un instante. Sabía que a los religiosos se les llamaba con todo tipo de nombres familiares, pero no estaba seguro de cuál era el correcto en este caso.

—Padre —dijo dudoso, recordando que Auserico le había llamado así al encontrarlo.

—Padre… —lo invitó a que continuara.

—Tomás, padre Tomás. Presbítero de la Ermita de la Virgen del Campo —Era la única que conocía gracias al hermano José.

¿La Virgen del Campo?

—Del Prado, la Ermita de la Virgen del Prado de Aquis.

¿Aquis? —preguntó Auserico asombrado—. Es todo un honor recibir en mi humilde casa a alguien tan importante. Pensé que venía de alguna de las aldeas cercanas. Ahora me siento un maleducado por hacerle perder su tiempo con asuntos tan rurales. Siento que mi casa no sea suficiente para un hombre como usted.

—Dios está en todas partes —dijo pensando que aquello tendría algún sentido. Había escuchado esa frase al cura de la aldea donde sus parientes comerciaban cuando era niño. Aunque casi siempre servía para sermonearle cuando hacía algo inapropiado o planeaba alguna travesura, como espiar a las mujeres de los baños por las ventanas. Él siempre se había preguntado por qué si el dios católico podía espiar a las mujeres, era aquello una actitud recriminable en él.

Auserico volvió a romper en llanto, pero esta vez trató de ocultarlo usando la manga de su vieja túnica parda para secar sus lágrimas y mocos. Vailo, ahora como el padre Tomás, procuró sonreír de forma creíble. Para su sorpresa, obtuvo una sonrisa de vuelta.

—Acompáñeme, padre Tomás. Me gustaría que viera a mi padre cuanto antes. ¡Hoy haremos una cena especial en su honor!

Sin lugar a dudas, podría acostumbrarse a eso. Nunca pensó que cuando sus parientes lo eligieron a él sobre su hermano, el más afortunado de los dos hubiera sido Tomás.

Cuando llegaron a la aldea donde Auserico vivía con su familia, Vailo sintió sobre él las miradas, unas más discretas que otras, de la gente sentada en sus porches. No estaba acostumbrado a llamar la atención de esa manera y, cuando lo hacía, nunca era por un buen motivo. Sin embargo, aquella vez percibía una extraña expresión en aquella gente. No parecían examinarlo de forma reprobatoria. Sonreían e incluso lo saludaban con la mano y la cabeza mientras pasaba frente a sus casas. Vailo iba poco a poco inflándose de orgullo gracias a aquella toga que no le pertenecía.

Auserico lo llevó frente a su casa, un edificio rectangular, estrecho y alargado, que apoyaba su parte trasera contra la muralla que protegía la aldea. Las piedras de la construcción le llegaban hasta las rodillas, y el resto de la pared era un tapial de barro y arena parecido al que había formado la casa de Vailo. Una mujer hermosa y embarazada tejía en el porche. Se llevó la mano a la boca al ver a Vailo junto a Auserico.

—Querida Rodelinda, este es el padre Tomás, presbítero de la Ermita de la Virgen del Prado de Aquis. Ha venido a ver a nuestro padre. Padre Tomás, esta es mi esposa Rodelinda.

Vailo la saludó con un asentimiento de cabeza y ella se arrodilló para besar el bajo cochambroso de la toga.

—Muchas gracias, Padre, por venir a nuestra casa. Nos sentimos muy honrados y agradecidos.