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cuando hice el examen de admisión para la carrera de actuación en la ENAT, hasta entonces, tomé dimensión. Mi prueba de canto era en el salón 11.

Mientras lo buscaba descubrí que, además de números, los salones están bautizados con una placa. Me congratulaba porque, de oídas, conocía a algunos. Luego llegué al 11 y —muy confundido— leí su nombre. La pregunta que me asaltó fue si era a quien más conocía... o todo lo contrario. La dimensión del bosque se revela sólo con la distancia. Con mi abuela, afortunadamente, nunca la he tenido.

A partir de ahí empecé una nueva relación con ella, en la que, además del cariño de siempre, desarrollamos convivencia intelectual, académica y artística. No dejo de agradecerlo y festejarlo.

Con ella entendí el concepto de belleza, desde su amplitud emotiva hasta su atomización teórica. El impacto de su ejemplo es uno que muchas generaciones compartimos, valoramos y tratamos, en la medida de las posibilidades, de retransmitir.

El regocijo que la aventura de hacer este libro nos generó no fue poco. Nos dio la oportunidad de colaborar “oficialmente” y compartir una publicación. Además, fue la excusa ideal para hacer una serie de preguntas que no es fácil hacerle a una abuela. Si bien siempre hemos sido cercanos, la que aquí se publica es una conversación extra-ordinaria. Hay personajes que a uno le gustaría entrevistar por años y luego hacer de las respuestas una enciclopedia sobre el comportamiento humano. Luisa Josefina Hernández es así.

Todas las preguntas fueron respondidas por escrito. Al igual que en su obra, no hay coma o punto suspensivo casual.

Mucho hay que agradecer al equipo de Ediciones El Milagro por poner el proyecto sobre la mesa y llevarlo hasta lo tangible. Las ediciones, como se puede comprobar, son un lujo; pero su interés por documentar con seriedad la vida de la escena nacional lo es aún más.

Hace cinco años, hablando con ella sobre Las tres hermanas, sobre lo fantástico del texto y el efecto tan embrutecedor que provoca, me dijo que hay obras tan perfectas que muchos, al leerlas, sienten poseerlas; se conmueven ante la lectura compartida y sufren con los malos montajes. Luisa Josefina Hernández fue maestra de tantas generaciones de artistas y académicos, escribió tanto y de forma tan memorable, ejemplifica a la fecha un modelo de vida tan envidiable, que estoy seguro de que el material presentado en este libro será leído por muchos de manera personal. La entrevista no ahonda en su teoría dramática, explora su modo de ver la vida a ochenta y cinco años de distancia. Espero que este enfoque satisfaga a los lectores.

Poca introducción puede darse al absoluto.


DAVID GAITÁN











¿Cuál es el primer recuerdo que tienes del teatro? ¿Qué opinaste de lo que viste?

Recuerdo haber ido al teatro a la edad de cuatro años con mi madre, quien asistía todos los domingos con una pariente suya, también adepta. Me llevaban porque mi nana salía ese día y no tenían con quién dejarme. Esa costumbre duró años; recuerdo haber leído libros de cuentos de Calleja en los intermedios. La orquesta tocaba entre tanto música mexicana elegante: Vals poético, Elodia, Sobre las olas, mucha música de Ricardo Castro.

Las compañías de teatro eran españolas o las de sus descendientes; las obras, también. Organizaciones familiares tribales en su mayoría, pero daban entrada a actores mexicanos; era un teatro en proceso de mexicanización. Poco después dejaron de pronunciarse las ces y las zetas.

Recuerdo a las hermanas Blanch, Anita e Isabel (la seria y la cómica). También muy claramente a Virginia Fábregas, en varias obras y en una muy especial: La garra materna, una diatriba contra las suegras.

Mi más importante recuerdo es haber visto el estreno de Yerma, de García Lorca, con Margarita Xirgu; en Bellas Artes, con “telón de cristal” y escenografía muy cuidada, la más naturalista que se había visto en México, con lavanderas arrodilladas frente a un río “de verdad”. Creo que nadie entendió la obra por estar dilucidando cómo se hacía lo del agua.

Más tarde las experiencias con María Tereza Montoya, el ídolo de mi madre y de su prima.

¿Qué pensé? Que era parte de la vida dominical. Hasta mucho después caí en la cuenta de que eran muy pocas las niñas de mi edad que hubieran visto tanto teatro. No reflexioné inmediatamente que el teatro era literatura y, como tal, requería de un dramaturgo.

No sé por qué esta laguna, pues semanalmente escuchaba por radio una obra teatral (Compañía Pura Córdova), que no excluía autores mexicanos. Por radio oí por primera vez el nombre de Julio Jiménez Rueda, autor de una obra que se llamaba Lo que ella no pudo prever.

No sé hasta qué punto el teatro me alimentaba, pero era parte de mi vida. Sin embargo, en cuanto aprendí a leer me enamoré de los escritos en prosa y los devoré.

Cuando tenía seis años me hice de un folleto de tejido en agujas y empecé a tejer. Pasaba largas tardes de teatro y de agujas, oyendo; era magnífico, más que ahora. Aunque haga lo mismo. El teatro iluminó mi niñez sin que yo cayera en la cuenta, ni yo ni los demás, pues nunca me llegaba con alguna información didáctica o cultural.

Mi padre, quien estaba encargado de mi educación, no amaba el teatro. Para él tenía frivolidad y quizá indecencia; prefería el cine, aunque tosiera cada vez que veíamos algo poco decente.

Cuando por excepción fuimos juntos al teatro, la pasó mal. Fuimos a ver Judith, de Hebbel. Cada vez que Judith enseñaba una pierna o decía alguna inconsecuencia, tosía. Pero era porque le chocaba. Vimos La revelación de Blanco Posnet, de Bernard Shaw, y tosió menos, pero no la disfrutó. Qué bueno que nunca supo que el teatro era mi vocación.

Entonces los dos creíamos que yo sería abogada. Y estudié tres años esa carrera. Hasta que llegué al derecho procesal. Tú, querido, que tienes el alma limpia y exigente, no te imaginas lo que es el Código de Procedimientos Civiles o Penales. Tuve una mala opción para dejar la abogacía, fuerte presión familiar, y la adopté: un mal matrimonio que afortunadamente se deshizo en unos meses, no en tres años como la otra cosa tan fea. No sé qué hubiera sido de mí en esa situación y sin vocación definida. Es verdad que yo a lo largo de mi adolescencia y de mi primera juventud, veinte años, sentía a veces un malestar que no me es posible catalogar en forma adecuada: algo que se aliviaba con escribir algo. Como unos fragmentos narrativos que me publicaron los editores de Tierra Adentro, unos muchachos de la Facultad de Filosofía (yo allí estudiaba letras inglesas al mismo tiempo que abogacía, para no morir del todo).

Este grupo era, en su mayoría, de centroamericanos, muy animados, muy emprendedores, muy jóvenes. Allí estaba el poeta Ernesto Cardenal, Otto Raúl González, Mejía Sánchez, Alfredo Sancho, Fedro Guillén, mexicanos como Wilberto Cantón y otros. Publiqué y todavía no sabía mi vocación. Pero me había relacionado con Sergio Magaña, Emilio Carballido y Rosario Castellanos, a quien conocía de antes por haber estudiado en el mismo colegio, aunque no en el mismo año. Estos tres amigos míos sufrieron el mismo error que yo, o sea, estudiaron unos años de leyes, luego vieron la luz y fueron quienes fueron. Rosario estudió filosofía en la Facultad, no letras, como los otros. Eran tres espíritus libres, juguetones, entusiastas, hacían muchas bromas y escribían con arrojo.


¿Recuerdas algún momento específico en el que decidieras que el teatro (o el arte) era el camino de vida para ti?

Yo conocí a Emilio en una clase de latín; estaba dormido. Toda su vida fue capaz de dormirse en cuanto ocurría algo que no le estaba gustando, pero yo no lo sabía, por lo tanto le di un codazo y le ordené que leyera. Me obedeció asustadísimo y nos hicimos amigos.

No sé a qué hora decidió que yo debería estudiar teatro, decía que yo contaba las cosas con mucho chiste y que tenía excelente oído para el diálogo.

Aquí debo hacer un aparte. Mi capacidad de contar la debo enteramente a mi madre, quien manejaba la lengua española maravillosamente, con entonación y todo, al igual que sus ancestros iberocampechanos, quienes, a pesar de la presencia maya, conservan la pureza, la energía y el sabor de su castellano original. Cuando mi madre contaba una historia familiar era cuestión de ponerse a oírla, se recibía completita, a la entera satisfacción. Mi español, aunque no tan limpio, es herencia de ella.

Carballido, entonces y después, era capaz de convencer a una piedra para que se convirtiera en artista. O que se lo creyera. Además se colaba hasta por el ojo de una aguja a cualquier lugar que tuviera en la mira. Así fue que se coló en mi casa, donde no se me alentaba a tener amigos. ¿Cómo le hizo? Todavía no lo sé, pero tenía ese don; así llegó hasta donde quiso, con quien quiso.

Bien, me convenció de escribir teatro después de mucho perseguirme. Pero yo tenía un as en la manga: había visto la puesta en escena de Un tranvía llamado deseo, de Seki Sano. Ni todo el teatro español de siglos hubiera podido convencerme; después de esa experiencia me decidí... pero aun entonces no sentí eso que mis amigos llamaban vocación. Sentí que podía, nada más. Sin entusiasmo. Ese momento decidió todo. Más tarde, después de terminar la carrera de teatro, se me pidió un servicio social enseñando, hice el descubrimiento definitivo para mí: era yo maestra de literatura.

Enseñar fue y ha sido hasta ahora una fuerte motivación para existir. Para mí abarca muchos aspectos: modificar, recrear, enriquecer, iluminar, cambiar destinos, abrir puertas, servir. Ése fue mi trabajo durante cuarenta años y la clave de un continuo bienestar, el optimismo, la alegría que ha presidido mi vida.

Escribir ha sido seguir un instinto, sin reflexionar demasiado al respecto. Ciertamente me ha dado satisfacciones, pero no me ha librado de los malos ratos. Por ejemplo, las malas puestas en escena.

He sido obediente de mis impulsos, pero también he escrito por encargo, lo cual significa cierta distancia, también un ejercicio más intelectual que emotivo.

Con las novelas sucede de otro modo; allí hay un afán de no perder grandes momentos de la vida, propios y ajenos, que algo no se olvide, no se borre tan pronto como nos borramos nosotros mismos.

Varias veces, personas cercanas o desconocidas, me han pedido que escriba sobre ellas para perdurar un poco en el tiempo. Historias de sus vidas, un suceso de amor, por ejemplo. He cumplido; mi última novela es así. Y me siento bien por ello.

Mi relación con el teatro sigue siendo turbia, pero profesional. Emilio me convenció de escribirlo, pero yo me lancé a estudiarlo profesional y sistemáticamente (mis amigos no lo hicieron). Volví a la Facultad de Filosofía y Letras, estudié letras con especialización en teatro, me gradué en agosto de 1955. Eso me ha permitido enseñar y finalmente subsistir, a mí y a otros, afortunadamente, pero en igual medida me ha dado una ubicación en el mundo del teatro: se me ha llamado para hacer crítica en periódico y televisión, para analizar obras en grupos de director y actores, traducir teatro, adaptar textos (La Celestina) y reescribirlos.

Además he tenido alumnos actores, escritores, bailarines, mimos, cantantes y maestros, por supuesto. Mi elección de hacer carrera universitaria resultó acertada.


¿Tienes miedo de morir?

Mira tú qué cosas se te ocurren. Pues no, no tengo miedo. Lo malo es el trámite.

Diariamente contemplo el deterioro de mis capacidades físicas e intelectuales. O sea que, en forma rápida o lenta, morir es un proceso necesario hasta que el cuerpo ceda en forma total.

Claro que hago otras cosas además de contemplarlo: interesante no es. Hago labores de mano, mi eterno placer, toco el piano con esfuerzo y amor, escribo un poco y leo mucho.

He cambiado lo referente a lecturas. Yo era lectora de novelas policiacas, para descansar y sin morbo, creo. Bueno, ya no hay motivo para descansar, así es que las abandoné hace cinco años; hay una feliz abundancia de literatura seria y a mí me queda poco tiempo.

Esto lo decidí al cumplir ochenta años; junto con otras cosas, hice una especie de proyecto terminal que he cumplido para mi bien. Verás:


  1. Sólo hablo por teléfono con mi familia cercana.
  2. No recibo visitas (siempre puede haber excepciones).
  3. No uso ropa ni calzado incómodos.
  4. No viajo al extranjero ni dentro del país (uso oxígeno día y noche, no sería seguro).
  5. No cocino de planta. Rara vez.
  6. Pido mis compras por teléfono.
  7. Veo películas con pasión. Nunca voy al cine: mucho ruido, muy alto el sonido, muchas escaleras para ir al baño y mucha gente comiendo, como comedor público, frío y ruidoso. Como no compro películas piratas veo películas con retraso, es inevitable. Pero están muchas novelas en serie y series extraordinarias, qué suerte.
  8. Salgo a la calle sólo con mis hijos y nietos. No me tengo confianza, me he caído muchas veces.
  9. No uso electrónica. Soy de muchas generaciones anteriores. Fíjate, cuando nací no había refrigerador, ni penicilinas, ni buena cirugía. A casa de mis padres llegó el teléfono en 1947, porque insistí. Era impensable que cada persona de una familia tuviera un coche. No se usaban los calentadores eléctricos y sólo se contaba con el radio, para pasar el rato. ¿Cómo quiere alguien, no tú, que me lance a la electrónica?
  10. El propósito final es más bien un deseo: estar a la altura de las circunstancias. Esto es, no molestar tanto, tantísimo, como suele ocurrir.


No, querido, no tengo miedo. Pero no tengo ganas.

Si tuvieras que elegir el montaje de una obra tuya que mejores recuerdos te trae, ¿cuál sería? ¿Por qué?

Los montajes son por lo general insatisfactorios, noventa y nueve por ciento queda por debajo del texto; hay algunos que van en contra del texto. En suma, los textos están sujetos a toda clase de aberraciones; los actores nunca son culpables, la responsabilidad es de los directores. No me parece haber tenido malas relaciones con los directores que me han tocado en suerte, pero sí ha ocurrido que no haya relación alguna porque ellos, en general, prefieren no estar sometidos a las reacciones de un autor vivo. Prefieren autores difuntos. Hay quien ensaya en secreto.

Sólo en una ocasión estuve presente en la gestación de un montaje hasta sus últimas consecuencias, La danza del urogallo, dirección de Héctor Mendoza. Se trataba en general de teatro estilo Grotowski sin saber bien cómo era, con todas sus agravantes, y necesitó un grupo de actores mártires, trabajaban de día y ensayaban de ocho a doce de la noche. Yo los reverencio. La idea central era lograr una actuación a base de trance y no mecanizar. Nunca impones a los actores, por ejemplo, un lugar en el foro, de manera que las funciones eran diferentes, el texto se mantenía a base de propósitos y relaciones escénicas. El texto fue especialmente escrito para este sistema que pide claridad, honestidad y fuerza. Se logró un buen espectáculo; quizá esta puesta en escena fue importante para nuestro teatro porque rompió muchas tradiciones escénicas, literarias y, claro, estéticas. Pero, claro, estaba comprometida con las ideas de Grotowski, un romántico del teatro que quería revolucionar, romper, transformar y sorprender. Se agotó en sí mismo un tiempo después, pero algunas transformaciones estaban hechas.

Yo, por mi parte, escribí siete obras que piden este sistema, o algo semejante; fueron dirigidas por Luis de Tavira, Raúl Zermeño, Gerald Huiliers y algún otro que no recuerdo, en ese orden. Dos de ellas no han sido representadas.

El otro montaje que aún ahora es el preferido de mi corazón es el de Los frutos caídos, de Seki Sano, en 1957.

Trabajé con Seki Sano desde 1951 hasta 1966, cuando murió después de años de problemas cardiacos. Nadie me lo presentó, simplemente me llamó para que lo visitara en su estudio después de ver mi primera puesta en escena (Aguardiente de caña) en un concurso.

Fui a verlo y me encargó una obra (Los sordomudos); se la escribí y luego, en 1953, me la puso en escena.

Seki Sano era un hombre de teatro, el primero que yo conocía. Stanislavskiano de primera mano, trabajó con él y contribuyó a extender el uso de ese sistema en México. Tenía una escuela; de allí salieron directores y actores de primera. El caso es que Seki necesitaba un “dramaturgo”, a la manera de la Europa Oriental; uno que fuera traductor, teórico, escritor, capaz de reunirse con actores, analizar obras y con suficiente carácter para no asustarse, ni pelearse, ni resentirse, ni enamorarse del prójimo, incluyéndose; estaba harto de eso. En suma, en seguida se dio cuenta de que yo era la persona que buscaba; debo decir que no le gustaba mi generación y nunca se relacionó con ellos.

Los frutos caídos estuvo en sus manos cuando me la pidió, sujeta a sus inspiraciones, como por ejemplo hacer que se leyera en mi casa, a las ocho de la mañana y sin previa cita. Toda mi familia, incluyendo infantes (tenía dos), salía corriendo después de haber transformado un dormitorio en estudio de buen ver. Y yo, apenas con el aliento, empezaba a leer.

Seki me cuestionaba a veces. ¡No es cierto! ¡No mienta usted! Y otras cosas más o menos discutibles. Luego hablábamos de la VERDAD, manía comunista, porque Seki lo era, ferozmente, con pasado, con pasado violento. Entonces vivía aislado en México, para bien del universo.

Seki tenía un pie equinovaro sin operar y una rodilla destrozada y rígida, del mismo lado, de manera que cojeaba en serio y se sostenía con un bastón, pero nunca he conocido a un hombre que proyectara menos invalidez. Podía, por ejemplo, manejar multitudes si le venía en gana; ya lo había hecho en su país de origen.

Creo que éramos amigos de verdad hasta su muerte, cuando trabajábamos en una adaptación de El vicario, obra prohibida en países católicos porque demostraba que cierto papa, en complicidad con los alemanes, durante la Segunda Guerra Mundial había entregado a los judíos italianos. Finalmente esa obra no se puso en México.

Seki me encargaba traducciones para su escuela, para el foro y para quien las quisiera: obras en un acto de Tennessee Williams (27 vagones de algodón). El crisol, de Arthur Miller (conocida como Las brujas de Salem), nos la pidió a Carballido y a mí, luego rechazó la parte de Emilio y no volvieron a hablarse. Seki (y yo también) tenía debilidad por Arthur Miller, me hizo traducirlo y no se pudo usar mi nombre porque Miller tenía contrato con un traductor argentino. Seki usó el nombre de él en mis traducciones, con mi permiso. Panorama desde el puente, Todos eran mis hijos, también.

Le traduje del alemán Los calzones, de Sternheim, editada por la UNAM y no representada. Me puso a traducir del ruso y del japonés, idiomas que no sé, con él de interpósita persona: El jardín de los cerezos (Editorial Veracruzana) y El crepúsculo de la cigüeña (Tramoya, Universidad Veracruzana).

La pasábamos bien y, a pesar de que Seki tenía fama de mal carácter, siempre nos trató con cariño a todos nosotros. Su muerte fue para mí una pérdida mayor. Él era un apasionado de su trabajo; eso le daba gran pureza, honestidad, fuerza. No hemos tenido en México muchos hombres de esa calidad. No he dicho que era un gran artista. Pues lo era. Y yo le debo mucho: información, manera de hacer las cosas que se llama entrenamiento y categoría.

En resumen, y para terminar, te diré que el montaje de Los frutos caídos era excelso porque resultó infinitamente superior a la obra. Ésos son los buenos montajes, los que te hacen olvidar que el texto es tuyo. Pasan una o dos veces en la vida. Los demás son motivo de preocupación.


¿Cuáles fueron los paradigmas teatrales (y literarios) contra los que tu generación de escritores tuvo que luchar? ¿En qué consistió la brecha que ustedes lograron abrir? Al día de hoy ¿de qué modo crees que se ha modificado la escuela que tu generación empujó?

No sé si puede llamarse lucha o no. Bueno es recordar que la generación anterior a la nuestra, Rodolfo Usigli, Xavier Villaurrutia, Celestino Gorostiza y Salvador Novo, digamos, fueron maestros de nosotros en diferentes instituciones y circunstancias, se comportaron con una generosidad extrema; yo estoy en deuda con todos, menos con Villaurrutia, a quien no conocí, pero ellos me brindaron protección y afecto. A Gorostiza, en especial, le debo varias puestas en escena, trabajo, etc.; a Novo le debo encargos como adaptaciones al teatro de algunas novelas y la Ifigenia en Áulide, de Eurípides; recomendaciones para varios premios, también; a Usigli, enseñanza y encargos de trabajos, como mi colaboración en un diccionario de teatro mexicano.