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Sergio O. Valdés Bernal

El teatro cubano colonial
y la caracterización lingüístico-cultural
de sus personajes

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Sergio O. Valdés Bernal

El teatro cubano colonial y la caracterización lingüístico-cultural de sus personajes

Iberoamericana - Vevuert - 2018

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ISBN 978-84-16922-05-5 (Iberoamericana)

ISBN 978-3-95487-522-1 (Vervuert)

ISBN (e-Book) 978-3-95487-739-3

Depósito Legal: M-522-2018

Diseño de la cubierta: Rober García

Impreso en España

Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

Lo dramático es, junto a lo lírico y lo épico, la tercera concepción del mundo, que reside en la lengua misma.

Wolfgang Kayser (1970: 490)

ÍNDICE

La caracterización lingüístico-cultural en la literatura dramática

La literatura dramática cubana del período colonial: autores, géneros, temas, tramas, personajes y lenguaje

La caracterización lingüístico-cultural de los personajes en la literatura dramática cubana del período colonial

Personajes no criollos

Peninsulares

Franceses

Italianos

Alemanes

Ingleses y estadounidenses

Chinos

Negros bozales

Negros curros

Personajes criollos

Negros criollos

Mulatos y mulatas

Negros catedráticos

Blancos catedráticos

Blancos criollos

Conclusiones

Bibliografía

Literatura especializada

Literatura dramática cubana analizada

Índice de términos

LA CARACTERIZACIÓN LINGÜÍSTICO-CULTURAL EN LA LITERATURA DRAMÁTICA

La literatura dramática se distingue de otras literaturas por el hecho de que su contenido o trama se desarrolla y manifiesta mediante monólogos y diálogos. A diferencia de una novela, de un cuento o de un poema, en el drama el personaje se expresa a través del lenguaje y no se describe, pues el vestuario, la escenografía, la iluminación y la música en una obra teatral son elementos secundarios. Josef Filipec (1962: 161) recalcó que el drama se diferencia de la lírica y la épica debido a que el texto dramático, es decir la obra literaria y artística en sí, constituye uno de los componentes de la realización teatral del drama, en fin, el componente fundamental, esencial. El lenguaje adquiere con el drama mayor relevancia en su función expositiva que en la lírica y la épica, ya que en ellas predomina la función descriptiva del lenguaje, enriquecida con algún que otro monólogo o diálogo de los personajes en función expositiva. Por eso es que Wolfgang Kayser (1970: 490) sentenció que “[l]o dramático es, junto a lo lírico y lo épico, la tercera concepción del mundo, que reside en la lengua misma”.

En la literatura dramática, para poder plasmar un personaje, para crearlo, darle vida, se recurre a tres posibles tipos de caracterización mediante el uso del lenguaje: a) directa, b) indirecta y c) lingüístico-cultural. La caracterización directa comprende el conjunto de expresiones que el autor pone en boca de determinados personajes que se refieren a uno u otros de la propia obra. La caracterización indirecta propicia al espectador sacar conclusiones respecto de la forma de pensar o las actitudes de un personaje dado a partir de las palabras y acciones del propio protagonista. Por lo general, los dramaturgos evitan la caracterización directa o la utilizan muy poco, en aras de mantener vivo el interés en la puesta en escena. Por ello, la caracterización indirecta es la más usual, aunque también se recurre a la combinación de ambas. Por último, tenemos la caracterización lingüístico-cultural, que es la que da más visos de realidad a cada personaje. A esto se suman otros recursos (gestos, maquillaje, vestimenta, ambientación, etc.).

En cuanto a la caracterización lingüístico-cultural, a cada autor se le presenta el problema de lograr que sus personajes hablen como realmente se habla o hablaba en el contexto histórico y sociocultural en que se desarrolla la acción. Y esto guarda relación no solo con el interés del autor, sino con las tendencias imperantes en la dramaturgia, es decir, las reglas de juego que tienen vigencia en un momento histórico dado. Por ejemplo, en el siglo XVIII no se caracterizaba a los personajes de una obra teatral, pues, como explicó José Juan Arrom (1965: XXVI), el lenguaje dramático en aquel entonces no se interpretaba como un “descarnado remedo de la vida”.

El diálogo dramático posee sus características, dado que representa, en la mayoría de los casos, la confrontación de ideas y conflictos, y, en menor grado, el consentimiento y la aprobación. Otro aspecto del diálogo dramático es que está destinado a manifestar el estado anímico y el contexto en que se desenvuelve el personaje, pues como hablante compara datos objetivos sobre diversas épocas, personas, objetos o su lugar en determinado período histórico en que la trama se desarrolla, etc. (quién / qué cosa / cuánto / dónde / cuándo). Este tipo de diálogo suele ser objetivo —si se quiere dar visos de realidad al personaje—, pero también aporta, a menudo, una considerable tensión interna, base del estilo dramático. Pero el diálogo dramático también se expresa enfatizando los diferentes recursos, las réplicas de los hablantes, la relación entre los personajes, lo que permite reflejar una situación o relación en la que, mediante diálogos, pasan de un tema a otro concebidos para el buen desarrollo de la trama. En fi n, el diálogo y el monólogo en los dramas se complementan y entremezclan, aunque lo más atractivo del drama radica en el diálogo entre los personajes.

Según destacó Filipec (1962: 177 y ss.), el drama tiende a utilizar un tipo de oración, frase o proposición. En primer lugar, en el drama estas guardan un estrecho nexo con la situación en que se desarrolla la obra. En segundo lugar, tienen un carácter oral y conversacional, es decir que están destinadas para su realización fónica, verbal, y para la representación y conformación de los personajes. Y en tercer lugar, subrayan el antagonismo de los personajes en su expresión oral o en su pensamiento interno, las contradicciones que se manifiestan principalmente en la vida emocional de las personas. Las oraciones de los dramas tratan de aproximarse a la lengua hablada, por lo que predominan las oraciones principales sobre las subordinadas y la estructura conversacional sobre la estructura literaria, libresca, más propia de la épica y de la lírica. El drama, como género que se apoya básicamente en el monólogo o el diálogo, se fundamenta en la expresión de puntos de vista de los personajes, por lo que utiliza, además del fondo léxico corriente, frases y voces propias del discurso hablado. Por ello, en la literatura dramática hallaremos escasos recursos literarios, librescos, que son más abundantes en otro tipo de literatura.

Los textos dramáticos tienden a utilizar vocablos que se corresponden con las diferentes capas sociales del discurso de los personajes que se representan y caracterizan lingüísticamente en la obra. Debido al carácter hablado de la literatura dramática, lo usual es que la selección de vocablos y expresiones sean populares y explícitos, con determinada matización emocional. Asimismo, las palabras con diferentes matices estilísticos ejercen una mayor función caracterizadora en el drama que en la narrativa. En el caso de que un determinado texto dramático sea demasiado natural y contenga de forma predominante recursos literarios comunes, la caracterización de los personajes ya será responsabilidad de la dirección y de los propios actores. Todo autor caracteriza mediante el lenguaje el temperamento de los personajes, su forma de manifestarse, costumbres, nivel cultural, etc. Por eso, el léxico utilizado es de tanta importancia. Por ejemplo, el uso de extranjerismos (en nuestro caso anglicismos, galicismos, germanismos, mexicanismos, chilenismos, etc.) por parte de un personaje puede dar a entender que este es un forastero o un individuo que ha viajado mucho por otros países. También se puede recurrir a determinado léxico para especificar el medio laboral, social o regional en que se desenvuelve el personaje, si se trata de un ingeniero, un soldado, un obrero, un campesino, etc. Así, en la literatura dramática hallaremos tanto términos científicos y especializados como voces regionales y dialectales, ya que un campesino no habla de la misma forma que un citadino, ni un médico utiliza el mismo léxico especializado que un albañil o un arquitecto. Otro recurso es recurrir a voces marginales, cuando la trama transcurre en un medio en el que los personajes son del mundo del hampa o de los sectores sociales más marginados. Por otra parte, en dependencia del período o momento en que se desarrolla la obra, se pueden emplear palabras que ya no tienen vigencia en la lengua actualmente hablada, como denominaciones de armas, monedas, vestimentas, maquinarias, etc., que fueron propias de épocas pretéritas, o sea, los llamados términos históricos.

Indiscutiblemente, el dramaturgo dedica gran importancia a la selección de las voces y su combinación, acaso mucho más que el escritor de obras líricas y épicas, pues se trata de reflejar la realidad lingüística de una época y de un personaje mediante el monólogo y el diálogo. En la literatura dramática, como en cada obra artística, esta selección es premeditada; responde a la necesidad de caracterizar a los personajes, el entorno y la época. Los recursos léxicos de las diversas capas o estratos sociales con diferentes matices, aunque sirven para el retrato social, cultura y regional de los personajes, están armonizados en una unidad de estilo. Asimismo, es natural que la selección de vocablos y frases guarden estrecha relación con los recursos gramaticales, fundamentalmente las oracionales. Ambos recursos, léxicos y gramaticales, se complementan mutuamente y con su efectividad posibilitan el correcto desarrollo del discurso.

Por otra parte, a los recursos léxicos y gramaticales en el drama se suma el aspecto sonoro, es decir, todo aquello que tiene que ver con la forma de hablar del personaje, que va desde la pronunciación, pasando por la modulación de la voz, la entonación, la matización vocal, la pausa, la cadencia o el ritmo, sin olvidar la gestualidad. Pero, además, amén de los ya mencionados recursos de caracterización lingüístico-cultural, se puede acudir al doble sentido, o sea, la posibilidad que ofrece un vocablo o frase de dar a entender algo en sentido recto o en sentido figurado, así como la desfiguración de palabras (por ej.: “menorpausa” por menopausia), extranjerismos y la forma “cómica” de hablar nuestra lengua un extranjero o una persona inculta mediante la alteración de la pronunciación, del léxico y de la gramática (los errores de dicción).

En fin, la caracterización lingüístico-cultural es sumamente importante a la hora de dar vida, credibilidad, a un personaje. No obstante esto, a veces se puede caer en una caricaturización, como ocurrió con los negros bozales y los negros catedráticos del teatro bufo cubano. Como con toda razón enfatizó Kayser (1970: 281), “[e]l arte no tiene la misión de imitar la realidad lo más fielmente posible”, por lo que la caracterización lingüístico-cultural en toda obra literaria, ya sea esta dramática, lírica o épica, es una aproximación a la realidad, pero no su copia fiel. Por lo tanto, el estudio de este tipo de caracterización en la literatura dramática cubana del período colonial nos permitirá aproximarnos a la realidad que fue la plurilingüe y multiétnica sociedad cubana de esa época. Esta investigación nos permitió hacernos una idea más clara respecto de los diversos componentes étnicos que participaron en el complejo proceso de mestizaje biológico y cultural que dio origen a nuestra nación, cultura y lengua nacional, su aporte a la matización del español hablado en Cuba. No existe una manifestación literaria capaz de recoger con mayor grado de aproximación la realidad lingüística de un país que la literatura dramática, puesto que su estructura se basa únicamente en diálogos y monólogos.

LA LITERATURA DRAMÁTICA CUBANA DEL PERÍODO COLONIAL: AUTORES, GÉNEROS, TEMAS, TRAMAS, PERSONAJES Y LENGUAJE

Como explicó Rine Leal (1968: 5), nuestra historia teatral comenzó a partir de cero. Los colonizadores españoles no encontraron en Cuba formas escénicas desarrolladas entre la población aborigen. Por tanto, no hay influencia indocubana perceptible en nuestro teatro.

No obstante esto, debemos recordar que nuestros aborígenes, al igual que los de las restantes Antillas, celebraban unas ceremonias llamadas areítos, en las cuales mezclaban el mito, la liturgia, la religión y la vida misma. Según documentó Gonzalo Fernández de Oviedo en su Historia general y natural de las Indias (1851-1855: lib. V, cap. I): “a lo que he podido entender, estos son cantares que ellos llaman areytos, en un libro ó memorial que de gente en gente queda de los padres á los hijos, y de los presentes a los venideros”. Lamentablemente, como aclaró Arrom (1944), estos embrionarios elementos dramáticos de los indocubanos no se desarrollaron para incidir en la creación del teatro cubano, como ocurrió con los elementos indígenas en otros países hispanoamericanos, pues la cultura y la lengua del indocubano desaparecieron debido a la persecución, las encomiendas, las enfermedades y la brutal explotación y el mestizaje de que fue objeto. Leal (1975: I, 53) explicó que el 27 de octubre de 1512, apenas comenzada la conquista española de Cuba, los areítos fueron prohibidos por una de las leyes de Burgos. Sin embargo, seis años después se volvieron a autorizar, con la esperanza de utilizar las danzas y cantos corales propios de areíto como apoyo al trabajo y explotación de los indios. Esta medida se ratificó en 1531 y 1532.

Arrom (1944: 6) destacó que las representaciones teatrales en Cuba surgieron con la llegada del colono español, y que a principios del siglo XVI el teatro hispánico era un teatro en ciernes, sostenido por la Iglesia católica, y apenas comenzaba a secularizarse con los sencillos ensayos de Juan de Encina (1469-1534), el poeta lírico y dramaturgo que fundó el teatro nacional español, y Lucas Fernández, dramático del siglo XVI, autor de numerosas farsas y églogas. Pero también llegaron a la Cuba de aquellos días las más audaces innovaciones del poeta dramático luso Gil Vicente (1470-1536), así como del poeta dramático español del siglo XV Bartolomé de Torres Navarro. En fin, el teatro fue traído a América como un quehacer más en el proceso de hispanización del Nuevo Mundo (ver Sánchez Martínez, 1987: 395). Y en cuanto a Cuba, le llegó tempranamente por estar a las puertas geográficas de la penetración europea. No en vano a nuestro país se le llamó la “Llave de las Américas” o el “Antemural de las Indias Occidentales”.

Max Henríquez Ureña (1967: I, 27) documentó que ya en la segunda mitad del siglo XVI hubo en Cuba representaciones teatrales. Por ejemplo, en las actas del cabildo de La Habana consta que con motivo de las festividades religiosas, principalmente la del Corpus Christi, se realizaban invenciones o conmemoraciones con que celebraba la Iglesia todos los años, el día 3 de mayo, el hallazgo de la cruz de Jesucristo. También se realizaban danzas, juegos y se representaban obras, acaso debidas a alguno de los habitantes de las villas o “villanos”, pero no se ha preservado ninguna de ellas. La celebración más antigua de este tipo de que se tenga constancia en Cuba data de 1520, y atestigua que se desarrolló en Santiago de Cuba, en aquel entonces capital de la colonia. Así, entre 1570 y 1590 hubo fiestas con tal motivo en diferentes villas, incluida, claro está, La Habana. De esa forma se desarrolló nuestro arte escénico, partiendo de modestas danzas y llegando a la comedia, a través de autos, invenciones, farsas, fiestas de corros y juegos. En realidad, señaló este autor, el surgimiento del teatro cubano en Cuba repite el mismo proceso que en España, y no es más que una prueba del carácter colonial de nuestra escena inicial, el trasplante del sentir europeo a las nuevas tierras conquistadas.

Mientras el teatro de origen europeo iba echando raíces en la incipiente colonia cubana, la importación de esclavos procedentes del África subsahariana aportó a nuestro suelo los cantos y representaciones dramáticas de los negros. En los barracones de las zonas rurales y en los cabildos “de nación” en las zonas urbanas, los cultos del África al sur del Sahara se reorganizaron en Cuba y se mezclaron con el catolicismo, la religión impuesta por las autoridades coloniales españolas. Esto dio origen a nuevas religiones cubanas de origen subsahariano. Los esclavos que fueron identificados por la denominación multiétnica de lucumíes lograron preservar las manifestaciones dramáticas de los orishas, que se sincretizaron con los santos católicos, además de venir desde África con cierto influjo del panteón de los ewe-fon beninenses. Lo mismo ocurrió con los llamados ararás y sus vodunes, así como con los congos y su enganga. Pero de todos estos grupos, el que trajo mayor riqueza de ritos mágico-religiosos dramatizados fue el de los llamados carabalíes con su mítica Sikán y el dios-pez Ecue, la famosa liturgia abakuá.

Así las cosas, al teatro generado por los blancos, los negros africanos opusieron una forma que ofrecía una concepción trágica del mundo. Pero sus cantos, bailes y ceremonias eran discriminados y en no pocas oportunidades perseguidos y prohibidos. Por eso, la apariencia católica sirvió para ocultar al poder colonial las deidades africanas objeto de culto, lo que dio origen al consabido sincretismo. Dentro del clima social y cultural adverso en la Cuba colonial, los cabildos de negros fueron el hogar de las religiones subsaharianas, la organización urbana donde el negro africano pudo refugiarse, reorganizarse y comunicar a su descendencia criolla su legado lingüísticocultural. Por tanto, mientras que en las festividades del Corpus Christi y de las capas dominantes de la colonia de ascendencia europea iba surgiendo un teatro que respondía a los intereses coloniales y de las capas dominantes de la colonia, en los barracones y cabildos sobrevivía un tipo de teatro que era un medio de cohesión que reflejaba la cosmogonía de los distintos representantes o portadores culturales de los grupos etnolingüísticos subsaharianos que la trata negrera hizo converger en Cuba. El Día de Reyes, el 6 de enero, era el único momento en que estas manifestaciones religiosas europeas y africanas coincidían en un acto público. Según Leal (1980: 82), el Día de Reyes fue, probablemente, una especie de procesión religiosa encaminada a ofrecer litúrgicamente homenaje a los dioses. Con el tiempo, estas procesiones en Cuba fueron evolucionando y dieron origen a las fiestas conocidas por “carnaval”.

Poco a poco, el teatro, como medio de diversión y de entretenimiento, fue cobrando auge en Cuba. Las tradicionales fiestas del Corpus Christi continuaron en La Habana después de 1600, y algo semejante debió acontecer en Santiago de Cuba. Ante la inexistencia de teatros, o sea, locales dispuestos para la representación, los entremeses, farsas y comedias se celebraban en las iglesias. Con el tiempo, las representaciones que traslucían un fuerte fervor religioso comenzaron a ser sustituidas por las de carácter secular ya a finales del siglo XVI, lo que se sintió con más fuerza en el XVII.

Como con toda razón señaló Sánchez Martínez (1987: 397), para que comenzase el arte escénico en Cuba fue indispensable la existencia de una sociedad más compleja y el respaldo de una tradición al respecto con actores, fiestas, sitios apropiados y artísticos capaces de ejecutar las indicaciones de los textos dramáticos.

La colonia cubana vivía muy oprimida por las restricciones que imponía el monopolio español. La abrigada y amplia bahía habanera se convirtió en un puerto seguro y convenientemente situado para servir a las flotas en su viaje de ida y vuelta a la Península, hacia donde acarreaba las riquezas sustraídas a América. Esto constituía un pequeño apoyo económico a la sobrevivencia de La Habana como capital de la provincia española que era toda Cuba. En 1762, los ingleses lograron apoderarse de esta urbe por once meses, y su presencia significó un gran vuelco para el futuro de la ciudad y del resto del país. Los británicos aplicaron una amplia libertad comercial que contrastaba grandemente con el prohibicionismo español.

Una vez que los españoles e ingleses realizaron el cambio de La Habana por la Florida, las autoridades coloniales vieron con otros ojos a la “perla de las Antillas”, sobrenombre de Cuba. Se aplicó una nueva política hacia la colonia y se fomentaron la agricultura y el comercio. Como era de esperar, al mejorar el nivel de vida material, surgió el interés por el desarrollo cultural, y esto creó las condiciones para que se desarrollara un teatro acorde con la animación y el pujante impulso de la capital de la colonia. Posteriormente, este fenómeno expansivo de lugares apropiados para la representación de obras teatrales se difundió por todo el país.

Realmente existía una íntima relación del teatro cubano con el español, una relación de total dependencia. Al igual que en España, comentó Arrom (1944), la función consistía en una comedia. En el primer acto se solía representar un entremés, y en el segundo se cantaban y bailaban algunas seguidillas, tiranas, tonadillas y otras composiciones musicales en boga, lo que se enriquecía con gestos más o menos provocativos y frases subidas de tono, recursos que agradaban al público en general a ambos lados del Atlántico, y que escandalizaban a los defensores de las llamadas “buenas costumbres”. Si observamos con detenimiento la recopilación de anuncios sobre representaciones teatrales durante los meses de enero a noviembre de 1791 extraída por Arrom (1944: 21-24) del Papel periódico de La Havana, veremos que, en cuanto a repertorio, en el suelo cubano campeaban las obras de autores del Siglo de Oro como Lope de Vega (1562-1635), Pedro Calderón de la Barca (1600-1681), Juan Crisóstomo Vélez de Guevara (1611-1675), Agustín Meretón Cabaña (1618-1669) y sus imitadores, Antonio Mira de Anjuesca (1574-1644) —imitador de Lope—, Juan de Matos (1608-1689) —seguidor de Calderón— y Álvaro Cubillo (1596-1661) —imitador de Calderón y Lope—, al lado de los nuevos autores como Luciano Francisco Comella (1751-1812). En fin, es de notar el fuerte vínculo entre las actividades teatrales en la Cuba colonial y España, ya que por lo general eran las mismas comedias que se representaban entonces en la Península.

Por eso, Francisco Ichaso (1936: 12) enfatizó que:

Si por teatro cubano se entiende una creación espontánea y profunda del alma nacional, no puede hablarse propiamente de teatro cubano. Si por él se entiende el conjunto de obras teatrales escritas en Cuba, bien por autores nacionales, bien por extranjeros domiciliados, el teatro puede considerarse, entre nosotros, como uno de los géneros literarios más socorridos.

El teatro español, en un principio, bastó para satisfacer la necesidad espiritual de los pobladores de la capital de la colonia. Pero a medida que fueron surgiendo generaciones de criollos con formas de sentir y manifestarse diferentes de las de los peninsulares, surgió la necesidad de una literatura dramática nacional, más cercana a nuestro modo de ver las cosas.

Aurelio Mitjans (1918) confirmó la existencia de algunas obras dramáticas debidas a los criollos, mientras que el Papel periódico de La Havana documentó la puesta en escena de algunas de estas obras. Lamentablemente, ninguna de estas piezas se ha conservado, por lo que la primera obra dramática que ha llegado hasta nuestros días es El príncipe jardinero y fingido Cloridano, escrita supuestamente entre 1720 y 1730 y publicada en 1733, aunque sí se sabe que ya deleitaba al público habanero en las postrimerías del siglo XVIII. Su autor es un criollo rellollo culto —nacido en La Habana de padres cubanos—, de nombre Santiago de Pita (m. 1755). Como era de esperar, su autor se inspiró en el teatro europeo. Arrom (1944) demostró que el título y lo esencial del argumento los tomó el autor de una ópera escénica en tres actos y en prosa del florentino Giacinto Andrea Cicognini (1606-1660), Il principe giardinero. Arrom (1965: X) aclaró que no se trata de una servil traducción o simple trasiego de la obra italiana, pues Pita llevó a cabo una cabal hispanización de los motivos y sentimientos que le infunden, “algo muy semejante al completo afrancesamiento que sufrieran, a manos de Moli[è]re y de Corneille, las obras de Alarcón y de Guillén de Castro”. Según Leal (1975: I, 18), la lectura de la obra de Pita nos obliga a pensar en un escritor que conoce su oficio, sabe la técnica escénica y un poco de latín, historia antigua, leyendas griegas y romanas, geografía, teología y literatura. El estilo de Pita encaja dentro del molde artificioso de la época, en el que se deja sentir el peso de Lope de Vega, Calderón y Moreto, recalcó Henríquez Ureña (1967: I, 64). La trama de El príncipe jardinero... se desarrolla en la mítica Tracia, llena de galanteos caballerescos, lances de amor y ambiente idóneo, muy lejana de la conocida Valencia de Cicognini. Una excelente valoración de esta primera obra teatral cubana que se conserva la ofreció Arrom (1965: XXVII-XVIII):

El príncipe jardinero nos parece, por todo lo expuesto, mucho más que un documento histórico. Época por época ningún autor dramático cubano, con excepción de la Avellaneda, ha superado hasta el presente la obra del capitán don Santiago Pita. Y con igual prominencia se destaca su obra en las letras americanas, pues comparada con la de sus contemporáneos continentales, a todas aventaja en eficiencia dramática y en sostenido éxito.

Leal (1980: 16) alertó respecto de que si esperamos descubrir un reflejo “nacional” en El príncipe jardinero, recibiremos profunda decepción: “No hallaremos la más leve referencia al paisaje insular, ni a nuestras costumbres o fisionomías propias, ni hallaremos ejemplares de la flora y la fauna cubanas”. En fin, de cubano no tiene nada, ni la trama, ni los personajes. Cuán diferente es el caso del Espejo de paciencia (1608) de Silvestre de Balboa (¿1564-1634?), nuestra primera obra literaria escrita en versos por un canario asentado en nuestro suelo. Sin embargo, Santiago Pita es un criollo que hace validar su origen cubano, al concluir esta comedia con las siguientes palabras en boca del criado Lamparón:

Basta y sobre: y aquí acaba

El príncipe jardinero,

de un Ingenio de La Habana.

Antonio Bachiller y Morales (1859-1861: II, 48) creyó ver en algunos “defectos” ortográficos que no especifica la evidencia de que Pita era cubano. Suponemos que se trata de la confusión de los sonidos de la <z> y la <s> en rimas del tipo incapaz-más (versos 50-51), voz-Dios (versos 124-126), descortés-altivez (versos 237-238). Esto es muestra de que Pita era un hispanohablante seseante, y esta era la norma imperante entre los criollos, pronunciación señalada por Pedro Espínola en 1795, en su Memoria sobre los defectos de pronunciación y escritura de nuestro idioma y medios de corregirlos, publicada en el primer tomo de las Memorias de la Sociedad Patriótica de La Habana.

Por otra parte, la expresión “no doy mi vida por un claco” (verso 182) nos permite apoyar el origen americano, cubano, del autor, pues claco es el nombre de una antigua moneda de cobre que se utilizó en México, y, como sabemos, Cuba siempre tuvo gran dependencia económica del virreinato de Nueva España, por lo que era común el uso de monedas de esa procedencia en nuestro entramado colonial. Ahora bien, no podemos hallar en los personajes de Pita una caracterización lingüístico-cultural, puesto que, como correctamente apuntó Arrom (1965: XXVI), el lenguaje dramático en aquel entonces no se interpretaba como un “descarnado remedo de la vida”, como sí lo fue en la posterior dramaturgia cubana del siglo XIX.

Así, los personajes hablan en un español muy castizo, sobrio y afectado:

FLOR

Buscad, buscad, Cloridano, blasones más peregrinos,

porque sabed que en palacio

estáis muy favorecido

de una dama harto gallarda,

que os ha cobrado cariño;

a mí un abrazo me dió

ahora, con gran agilio,

 

para que os lo diera yo;

ved si queréis recibirlo.

No obstante esto, Leal (1980: 17) creyó hallar un registro “cubano” en los criados Flora, Narciso y Lamparón, “quienes transforman las relaciones amorosas en un oculto punto de relajo y choteo, destructores de las categorías sociales”. Además, la comedia, según este autor, alcanza una “extrañeza” que es en realidad su carta de naturaleza. Para finalizar, reproducimos esta valoración que aparece en la Historia de la literatura cubana:

El príncipe jardinero no es simple y sencillamente una comedia española, como han afirmado algunos comentaristas, escrita en La Habana casi como un hecho fortuito. En Pita se encuentra ya la asimilación de ciertos elementos lexicales y fonéticos de América por su condición de criollo habanero auténticamente inmerso en su propio mundo (Enrique Saínz, 2005: 34).

Si bien el teatro español que se reflejaba en Cuba e influía en nuestro medio abunda en temas medievales, religiosos y profanos, también nos llegó otro teatro más vinculado a la realidad española. Por ejemplo, tomemos algunos aspectos del teatro de Juan del Encina (1468-1529), el “patriarca del teatro español”, al decir de Juan Chabás (1962: 93). Si bien como dramaturgo recurrió a temáticas medievales, paulatinamente sobre ese fondo tradicional Encina fue imprimiendo su mejor arte, con modificaciones esenciales, pues sus pastores no son figuras simbólicas, sin realidad, de los misterios o pasos de la vida y muerte de Jesucristo, puesto que son seres vivos, del campo salmantino, quienes hablan su lengua rústica, el llamado dialecto de Sayago o sayagués, como caracterización lingüístico-cultural que da mayor vitalidad a los personajes. Además, estos dicen chocarrerías y dialogan sobre temas comunes, cotidianos (ver Ángel del Río, 1968: I, 127 y ss.). Como destacó Oldřich Bělič (1968: 73), Encina representa el tránsito del teatro medieval al renacentista y lleva a cabo la simbiosis del elemento dramático y del lírico, que será el rasgo caracterizador del drama de Lope de Vega y Calderón.