Image

María Jesús Zamora Calvo (ed.)

MUJERES QUEBRADAS

LA INQUISICIÓN Y SU VIOLENCIA
HACIA LA HETERODOXIA
EN NUEVA ESPAÑA

 

 

 

Image

TIEMPO EMULADO

HISTORIA DE AMÉRICA Y ESPAÑA

66

La cita de Cervantes que convierte a la historia en “madre de la verdad, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir”, cita que Borges reproduce para ejemplificar la reescritura polémica de su “Pierre Menard, autor del Quijote”, nos sirve para dar nombre a esta colección de estudios históricos de uno y otro lado del Atlántico, en la seguridad de que son complementarias, que se precisan, se estimulan y se explican mutuamente las historias paralelas de América y España.

Consejo editorial de la colección:

Walther L. Bernecker

(Universität Erlangen-Nürnberg)

Arndt Brendecke

(Ludwig-Maximilians-Universität, München)

Jorge Cañizares Esguerra

(The University of Texas at Austin)

Jaime Contreras

(Universidad de Alcalá de Henares)

Pedro Guibovich Pérez

(Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima)

Elena Hernández Sandoica

(Universidad Complutense de Madrid)

Clara E. Lida

(El Colegio de México, México D. F.)

Rosa María Martínez de Codes

(Universidad Complutense de Madrid)

Pedro Pérez Herrero

(Universidad de Alcalá de Henares)

Jean Piel

(Université Paris VII)

Barbara Potthast

(Universität zu Köln)

Hilda Sabato

(Universidad de Buenos Aires)

María Jesús Zamora Calvo (ed.)

MUJERES QUEBRADAS

LA INQUISICIÓN Y SU VIOLENCIA
HACIA LA HETERODOXIA
EN NUEVA ESPAÑA

Iberoamericana - Vervuert – 2018

Este libro forma parte del proyecto «La mujer frente a la Inquisición española y novohispana» (FEM2016-78192-P), Proyecto I+D de Excelencia del Ministerio de Economía y Competitividad de España, financiado por la Agencia Estatal de Investigación (AEI) y el Fondo Europeo de Desarrollo Regional (FEDER, UE); y se ha desarrollado en el marco del grupo de investigación «Mentalidades mágicas y discursos antisupersticiosos (siglos xvi, XVII y XVIII)», reconocido oficialmente en la Universidad Autónoma de Madrid.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Derechos reservados

© Iberoamericana, 2018

© Vervuert, 2018

info@iberoamericanalibros.com

ISBN 978-84-9192-018-2 (Iberoamericana)

Depósito Legal: M-39394-2018

Diseño de cubierta: Rubén Salgueiros

Ilustración de cubierta: Condenada por la Inquisición, Eugenio Lucas Velázquez, c. 1870. Museo del Prado, Madrid.

A mi madre,

porque te quiero

y mucho.

Por el vínculo único

que te une a Rodrigo.

ÍNDICE

Presentación

María Jesús Zamora Calvo

Corre de pública vos i fama que es bruxa. Catalina de Miranda y el perfil de la víctima propicia

Alberto Ortiz

Poesía novohispana femenina bajo lupa inquisitiva. Estudio de la poesía escrita por mujeres con relación a la Inquisición en México (siglos XVI al XVIII)

Yadira Munguía

Motivos tradicionales de hechicería erótica en denuncias y autodenuncias inquisitoriales de San Luis Potosí (1629)

Manuel Pérez y Paola Monreal

Magia y estructuras punitivas en procesos contra mujeres durante el periodo novohispano, Zacatecas

Graciela Rodríguez Castañón

El tormento de la carne. La supervivencia del judaísmo. Historias de circuncisión femenina

Esther Cohen Dabbah

Una bruja mulata: documento extra ordinem de la Inquisición mexicana

María Jesús Torquemada

«¡Ay qué bonito es volar a las dos de la mañana…!» Aquelarres y transmutación en el enclave de Nombre de Dios, Nueva España, 1666-1679

José Enciso Contreras y José Juan Espinosa Zúñiga

Chinas, milagreras, negras y beatas: ejemplos de la vida cotidiana religiosa ante la Inquisición de México en los siglos XVI-XVII

Robin Ann Rice

«Córtote ruda para mi ventura:» las palabras entre el cielo y el infierno

Mariana Masera

Guatemala, 1706: el caso de las dos brujas que se metían de noche en el cuento de El sueño del tesoro (ATU 1645A)

José Manuel Pedrosa

Los fetiches de María Guadalupe, un caso de la Inquisición novohispana en Michoacán en el siglo XVIII

Cecilia López Ridaura

La escritura como martirio y la enfermedad como delirio. El caso de sor María Coleta en el siglo XVIII novohispano

Anel Hernández Sotelo

Sobre los autores

PRESENTACIÓN

Cuando uno escucha la palabra Inquisición un escalofrío le recorre la espalda y escabrosas imágenes se agolpan en la mente. El miedo a la denuncia anónima, el arresto repentino, las cárceles secretas, la carencia de defensa, el desconocimiento de los motivos, los interrogatorios interminables, los llantos, el terror, el pánico, el quebranto y todo lo que ello conlleva, nos presenta una idea moldeada por la propia institución, pero también lastrada por prejuicios difundidos intencionadamente desde su origen. Si en este marco centramos nuestra atención en aquellas mujeres que fueron procesadas por el Santo Oficio, la tensión aumenta, ya que se trata de una entidad controlada eminentemente por hombres, jerarquizada y gobernada por unas leyes a las que ellas se ven sometidas, desde el aislamiento, la desprotección, la vulnerabilidad, la irracionalidad… en un entorno que las cosifica y las desnuda, arrancándoles hasta su condición femenina. Y si ubicamos este escenario en Nueva España, la expectación crece al combinarse elementos europeos con los autóctonos de dicha zona.

Nadie tiene duda de que la Inquisición fue un órgano de control político-religioso, pero cuando se instauró en las colonias americanas no fue tan rígido como en España. No se persiguieron a los nativos por cuestiones religiosas con la misma virulencia con que se hizo en Europa. La mayor parte de sus creencias, sus ritos y sus costumbres se mantuvieron al adaptarse externamente al catolicismo. Además nada tenían que ver con el judaísmo o el islamismo, combatidos con dureza en el viejo continente. En el caso de Nueva España, los inquisidores se preocuparon sobre todo de quemar los códices y los libros sagrados, siendo bastante laxos con las prácticas precolombinas, que sobrevivieron sin mayor dificultad. No persiguieron a los autóctonos, pero sí que centraron su atención especialmente en la población negra, mulata y en ciertos segmentos de la europea, como los criptojudíos, los homosexuales y aquellos intelectuales que intentaron propagar ideas reformistas por el Nuevo Mundo.

En este contexto se encuadra este libro, donde ofrecemos estudios multidisciplinarios sobre la situación de la mujer en la Inquisición novohispana. Es una continuación del monográfico Mulieres inquisitionis. La mujer frente a la Inquisición en España (2017). En ambos se recogen las investigaciones generadas dentro del proyecto «La mujer frente a la Inquisición española y novohispana» (FEM2016-78192-P) I+D de Excelencia-MINECO y del grupo de investigación «Mentalidades mágicas y discursos antisupersticiosos (siglos XVI, XVII y XVIII)» de la Universidad Autónonoma de Madrid. En esta ocasión, a lo largo de doce capítulos, se muestran diversos retratos de mujeres que, bajo acusaciones tan diversas como la brujería, la bigamia, la falsa beatitud, la herejía, etc., se presentaron ante la Inquisición novohispana para responder de su vida. Nos proponemos estudiar su estatus social, concretar sus motivaciones, determinar las características de su procesamiento, conocer las razones que justificaron la violencia ejercida sobre ellas, etc. Se parte de la hipótesis de que, en todos los casos de mujeres sujetas al encarcelamiento, el interrogatorio y la sentencia, se alza el espectro del desprecio, la humillación, el silenciamiento y la negación de la propia persona.

Los autores de cada uno de los doce capítulos que componen este libro son investigadores que, desde hace décadas, se dedican a este tema y, gracias a su experiencia, ponen a disposición del lector sus estudios y sus metodologías para favorecer, sin duda, la riqueza, la solvencia y la solidez de los resultados, bajo el enfoque de la filología, la literatura, la teoría literaria, la historia, la filosofía, el derecho, la antropología, la paleografía, la genealogía y la archivística.

El libro comienza con el capítulo escrito por Alberto Ortiz, quien, partiendo del proceso inquisitorial que durante el siglo XVII se emprendió contra la española residente en el Valladolid de la Nueva España, Catalina de Miranda, traza un vínculo entre sus características personales y existenciales y las acusaciones que los denunciantes adujeron para su detención. Propone este caso como un ejemplo de cómo se diseña en la mujer un chivo expiatorio fundamentando el ejercicio de la Inquisición desde la teoría de los tratados que contra la magia, los demonios y las supersticiones se publicaron durante esta época. En el capítulo segundo, Yadira Munguía realiza una visión panorámica de la poesía novohispana femenina, una literatura marcada por el Barroco español, pero individualizada por características propias. En un espacio de mayoría masculina, Munguía nos ofrece un horizonte femenino, escaso durante el siglo XVI, pero en constante aumento durante los dos siguientes. Aparte de sor Juana Inés de la Cruz o de Ana de Zayas, centra su atención en aquellas poetas coloniales que por diversas razones se enfrentaron al Santo Oficio; y analiza las circunstancias y consecuencias de dichos procesos.

Manuel Pérez y Paola Monreal proponen examinar como motivos narrativos las causas jurídicas que por hechicería erótica tuvieron lugar en San Luis Potosí hacia 1629. Buscan sentar las bases de su comprensión como elementos supra jurídicos y cuasi literarios. En esta línea, Graciela Rodríguez se ocupa de explicar las prácticas mágicas femeninas registradas en los expedientes del Santo Oficio en Zacatecas. Revisa especialmente la presencia normativa, desde la lectura de los edictos de fe hasta la ejecución de la sentencia, cuando el tribunal recobraba toda la carga simbólica y la dejaba caer sobre una de las partes más sensibles de la sociedad: las mujeres transgresoras.

Prácticas criptojudías, como la poco conocida circuncisión femenina, son estudiadas por Esther Cohen en el capítulo quinto. A lo largo de sus páginas, va desentrañando la llegada de los judíos a la América colonial, la ola de represión que a partir de 1614 este colectivo comienza a sufrir y cómo sus ritos quedaron sometidos al paso del tiempo, transmutándose en prácticas aberrantes plasmadas en diversas mutilaciones femeninas. El otro colectivo perseguido por el Santo Oficio es el de los mestizos y mulatos, y justamente a él se dedica María Jesús Torquemada mostrándonos un proceso contra una mujer, acusada de ser bruja mulata, que fue perseguida, juzgada y sentenciada por realizar actividades supersticiosas.

En el capítulo séptimo, José Enciso y José Juan Espinosa se ocupan de la sociedad de frontera minera localizada en el norte de Nueva España durante el siglo XVII, donde la infracción y la disipación se combinaron con un imaginario colectivo de gran riqueza simbólica y cultural. La causa inquisitorial en contra de la española María de Valenzuela y sus socios de Sombrerete —entre los que se encontraban mulatos y negros– entre 1666 y 1667, es quizá una de las muestras más representativas del perfil de las hechiceras en el septentrión novohispano. Estos documentos sirven además para profundizar en las mentalidades de la población, así como en el conocimiento de los mecanismos normativos religiosos y morales para el control social de los reales de minas en el llamado siglo de la depresión.

Robin Ann Rice sigue adentrándose en aquellos colectivos especialmente vigilados por la Inquisición novohispana, como son las chinas, las milagreras, las santas y las falsas beatas, realizando un mosaico de aquellas prácticas de magia blanca y creencias supersticiosas que fueron toleradas por los inquisidores novohispanos, al considerarlas inocuas y formar parte de la cultura que en el siglo XVII existió en la colonia. Analiza los casos de Catalina de San Juan, D.ª María de Poblete y los panecillos de santa Teresa y otros ejemplos con los que Rice demuestra las idiosincrasias del fervor popular y la escasa importancia que la Inquisición novohispana le dio.

Desde la literatura oral tanto Mariana Masera como José Manuel Pedrosa ofrecen sus estudios en los que abordan cómo las mujeres podían tener en su memoria todo un manual de conocimiento supersticioso, puesto de manifiesto a través de cancioncillas recogidas en la tradición oral novohispana; mientras que Pedrosa se centra en el análisis de un cuento de brujas, localizado en un manuscrito de la Inquisición en Guatemala en 1706. Estudia los paralelismos entre este relato, sobre un tesoro escondido que se descubre en sueños, y las canciones del cantor chileno Santos Rubio ya en pleno siglo xx, al mismo tiempo que analiza sus paralelos medievales e internacionales.

Siguiendo con el tema de las mulatas, Cecilia López Rodadura trata el caso de María Guadalupe, que en 1760 fue denunciada ante el comisario del Santo Oficio de San Miguel el Grande por dedicarse a maleficiar mediante fetiches a todo aquel que se metiera con ella. El proceso contiene diversos tópicos y motivos propios de los relatos populares, como tesoros enterrados, pacto con el demonio, vuelos nocturnos, etc., y a su análisis se dedica el capítulo undécimo de este libro.

Y, por último, Anel Hernández Sotelo cierra el libro con el caso de sor María Coleta, capuchina del convento del Dulcísimo Corazón de Jesús de Oaxaca, quien fue denunciada por alumbrada y herética, junto con su confesor, Andrés Quintana, en 1771. Se trata de un sumario bastante peculiar al tener un amplio seguimiento por todos los estamentos sociales, ya que la procesada fue muy conocida en su época por las revelaciones que hacía, el halo de santidad que la rodeaba y los escritos que firmaba. Hernández nos propone un estudio muy acertado de este proceso desde el border thinking planteado por Mignolo.

En definitiva, cada autor se beneficia de una combinación de metodologías que ofrece diferentes y enriquecedores puntos de vista sobre una misma realidad: la de la mujer y la Inquisición novohispana. Así lo deseamos presentar en este monográfico que está dirigido no solo a la comunidad académica, sino a cualquier persona interesada en el tema que, lejos de la curiosidad y el morbo, quiera reflexionar sobre el binomio propuesto, ya que conociendo el pasado, podremos encarar mejor nuestro presente, hacia un futuro libre de la violencia, la misoginia y el odio que muchos ejercieron hacia el género femenino.

María Jesús Zamora Calvo

CORRE DE PÚBLICA VOS I FAMA QUE ES BRUXA.
CATALINA DE MIRANDA Y EL PERFIL
DE LA VÍCTIMA PROPICIA

ALBERTO ORTIZ

Quaedam scelleratae mulieres, retro post Satanam conversae, daemonum illusionibus et phantasmatibus seductae, credunt, et profitentur se nocturnis horis cum Diana dea paganorum, vel cum herodiade et innumera multitudine mulierum equitare super quasdam bestias et multarum terrarum spatia intempeste noctis silentio pertransire. Eiusque iussionibus velut dominae obediere, et certis noctibus ad eius servitius evocari.

Nicolás Eymeric:
Directorium inquisitorum, 1595.

La relación entre instituciones e individuos implica eventualidades de extrañamiento y desequilibrio. Por un lado la institución trata al sujeto como una entidad ajena a su funcionamiento, a pesar de que el asunto que se le proponga le competa, de acuerdo a sus atribuciones normadas; por otro lado, el vínculo que los une está determinado por la disparidad de potencias, la persona siempre parece débil, y en la práctica lo es, frente a la maquinaria burocratizada de la institución. Aspectos históricos, sociales, culturales e ideológicos suelen tensar aún más dicha relación inequitativa. Resulta especialmente crítica la relación entre las instituciones discrecionales que detentan poder intrínseco y los individuos marginados. Y en este conflicto de poder, no hay mejor caso representativo e histórico que el funcionamiento del aparato inquisitorial cuando subsume en coerción a la mujer acusada de brujería. A lo largo de la operación del Santo Oficio en Europa y América muchos casos de vinculación jurídica o subjetiva entre el poder y el género femenino muestran la contundencia de la diferenciación prejuiciosa, la extrañeza oficializada y la aplicación desequilibrada de la fuerza sobre el débil.

Este trabajo se refiere a un caso específico, analizado implícitamente desde la perspectiva teórica propuesta por René Girard (1986) respecto a la fenomenología que constituye al «chivo expiatorio», y también, en general, intenta describir el panorama ideológico que sirvió de esquema conceptual para construir en la mujer a una víctima propicia, de acuerdo a la idiosincrasia de la erudición al servicio del poder cuando formuló y detalló el mito de la brujería, aplicada en especial durante los siglos XVI y XVII. Así pues, de acuerdo al proceso inquisitorial que durante el siglo XVII se emprendió en contra de la española avecindada en el Valladolid de la Nueva España, Catalina de Miranda, existe un vínculo entre sus características personales, transformadas en presunciones existenciales socialmente dañinas y las acusaciones que los denunciantes adujeron para su detención; y, en especial, conforme a la teoría demonológica, más o menos asimilada por los representantes inquisitoriales que se utilizó a manera de guía de autoridad para emitir los dictámenes institucionales. Este proceso sería un ejemplo claro de cómo se diseña en la mujer dicho chivo expiatorio avalando y fundamentando al ejercicio de la Inquisición desde la preceptiva de los tratados contra la magia, los demonios y las supersticiones.

El expediente inquisitorial abierto a Catalina de Miranda, como todos los procesos contra supuestas brujas, se inscribe dentro de la tradición discursiva estereotipada a la que Girard llama «textos de persecución»1, es decir, discursos que penalizan a un individuo hasta la victimización; construidos desde el arbitrario control ideológico, combinan y distorsionan datos reales con fantasías tenidas por verdades incuestionables, y están acotados por las ideas prefabricadas que comparten por igual denunciantes, jueces y acusadas.

Catalina de Miranda fue una mujer española, sola, pobre y entrada en años, oriunda de Ciudad Rodrigo (España), avecindada y fallecida en la ciudad novohispana de Valladolid durante la primera mitad del siglo XVII. A falta de protectores masculinos –una tutoría que era necesaria de acuerdo a la idiosincrasia de la época, que condicionaba tanto la valía como la identidad de la mujer a la dependencia supervisora del hombre– conseguía recursos para su manutención por medio de limosnas y, según se desprende del proceso inquisitorial, ejerciendo entre los vecinos solicitantes algún grado de celestinaje, hechicería y prácticas de magia amorosa. Las acusaciones en su contra fueron detonadas por una de las tantas periódicas peticiones oficiales para denunciar desvíos de la norma religiosa o francas herejías, un Edicto general de la fe emitido el 26 de marzo de 1650.

Los testigos, antes beneficiarios de su supuesta intermediación y conocimiento acerca de brebajes y oraciones para fines eróticos, y los inquisidores, a través de los interrogatorios tendenciosos y el formato del proceso burocrático mismo, completan el esquema que califica a la mujer de transgresora, extendiendo sus prácticas supersticiosas vulgares hacia el peligroso extremo del mito de la brujería. Catalina termina bajo las sospechas de ser –al menos levemente de acuerdo al dictamen resuelto por los frailes integrantes de la Junta de Calificación–, una bruja infanticida amparada por demonios familiares que aparecían y desaparecían en forma de animales dentro de su precaria vivienda (Hurtado, Meza y Rebban 2006).

El expediente en cuestión muestra las contaminaciones y mixturas típicas de los procesos contra supuestas brujas, por un lado, las diligencias e interrogatorios responden a un formato prefabricado y, por otro, el mito alrededor de la brujería se trasluce como verdad reproducida por todos los sujetos inmiscuidos en el asunto. Acontecimientos externos fortuitos, como la muerte de algunos niños, y costumbres sociales e individuales, como la recitación de ciertos versos y frases conjurantes por parte de la acusada, complican y a la vez aumentan la sinergia que la lleva ante el tribunal inquisitorial. Los participantes de este esquema, que deriva de inmediato en la invención de la culpabilidad y la inmolación simbólica de la víctima propicia, no pueden distinguir entre la fantasía y la verdad.

Pero, sea de la forma que fuere, las hechiceras y brujas que se dejan ver en estos procesos de la Inquisición novohispana proporcionan relatos tan naturales que algunas veces puede olvidarse que se trata de testimonios reales en los que la bruja no es un ente de ficción cuya creación responde al deseo literario de «causar estremecimiento», que son personas que estaban sometidas a una investigación judicial y a las que sus afirmaciones de practicar actividades brujeriles y aceptar su filiación con el Demonio podría acarrearles consecuencias por demás desagradables (Morales 2000: 312).

Claramente el ejemplo cumple con la mayoría de los estereotipos de la persecución, los cuales indican que los perseguidores, en este caso inquisidores y testigos, están convencidos de que una persona aparentemente débil, sospechosa y en medio de una crisis, alberga una amenaza social y tiene culpa de cualquier desequilibrio, en especial de «crímenes indiferenciadores» o especiales, como la brujería, que incluye «chupar niños»2; además, su culpabilidad parece tan evidente que incluso muestra marcas físicas o distintivas que la eligen en tanto víctima; por esas razones, se puede ejercer violencia sobre ella (Girard 1986: 21-34).

La mujer indiciada de este ejemplo se convirtió en víctima propicia porque reúne las características del estereotipo: se enfrenta a un esquema social sometido a crisis, por un lado, la urgencia del mandato para la denuncia de las transgresiones y, por otro, el fallecimiento de una niña; desempeña una función peculiar entre los vecinos, se trata de una actividad casi licenciosa cercana a la distorsión propia y de los demás, así que sus aparentes habilidades para la magia amorosa la califican de bruja; por último, pero no menos importante, es una mujer sola, vieja, sin instrucción y supersticiosa.

No perdamos de vista que las primeras reprobaciones, en este caso y en muchos otros tratados por el Santo Oficio, provienen del seno social que antes la cobijaba. Aunque estimulados por el miedo y obligados por las leyes que exigen actuar como denunciantes, son los vecinos los que inician la persecución y, por lo tanto, prefiguran, apenas con bases líricas, el perfil criminal de la mujer señalada. Como ya se dijo, comúnmente se trata de las mismas personas que previamente a la incursión judicial solicitaron los servicios de magia erótica, los filtros amorosos, los amarres y las ligaduras, los brebajes de retención y fidelidad, los rituales de protección, etc., sin mayores escrúpulos. «Caught in ambiguous relationships with their neighbours, the female poor generated growing hostility by their persistent requests for help, and, at the same time, aroused feelings of guilt in those who were no longer willing to respond with charity» (Clark 2005: 107).

De acuerdo a la opinión de Solange Alberro, la clasificación de los delitos mágicos perseguidos por la Inquisición muestra una tendencia mayor en la población femenina de la Nueva España. Y lo mismo se aplica para el continente europeo. Si bien algunos hombres destacaron como astrólogos y quirománticos, tales variables supersticiosas fueron consideradas nobles y, por ende, tratadas parcialmente con cierta condescendencia. Ahora bien, si la práctica de disciplinas herméticas trascendía al pacto diabólico para obtener conocimiento, poder y amor, el castigo era similar, independientemente del género. En general, atenidos a los repositorios documentales de origen inquisitorial, mientras que los hombres prevalecen en los campos de la herejía protestante, blasfemias y proposiciones incorrectas y en los delitos morales como la bigamia y la fornicación, las mujeres practican magia práctica y especialmente erótica. «Los procesos las muestran afanándose por preparar, proporcionar, aconsejar o usar recetas tan numerosas como monótonas que les permitan dar una solución simbólica o real a las mil dificultades diarias» (Alberro 1993: 186).

Para una mentalidad inmersa en el conflicto de preservar la fe ante las supersticiones y aún más, ante un latente peligro de perdición de las almas por las intrigas diabólicas, esa búsqueda de soluciones rayaba en la brujería, un delito ya suficientemente tipificado por la teoría inquisitorial y la discusión de casos durante el siglo XVII, por lo mismo no resulta extraño que las mujeres que sobrevivían a duras penas desempeñando oficios de apariencia secreta terminaran acusadas.

Según Barstow, la combinación disponía a «[…] una mujer de clase baja juzgada por la oligarquía masculina de su ciudad» (Barstow 1995: 36), se repitió muchas veces y acentúo la calidad de chivo expiatorio de las mujeres solas, viejas y pobres en los procesos contra supuestas brujas. A eso se añade el número de víctimas, el sexo, la clase social, el carácter y la edad, el oficio, la propiedad machista del cuerpo femenino y la ideología tradicional preceptiva respecto a su calidad inferior, para explicar la violencia que derivó de las acusaciones por brujería.

El binomio histórico entre la magia amorosa y los oficios limitados a mujeres, incluso en la prohibición, caracteriza al perfil de la víctima acusada de brujería. Al tratarse de personas pobres y desamparadas, viejas y débiles, su manutención dependía de los conocimientos que tuvieran para aconsejar y promover hasta materializar con hierbas, objetos y brebajes, uno de los anhelos esenciales de los hombres comunes, el amor, ya fuera negado, perdido, roto, lejano o deseado. Eventualmente, la práctica del oficio podía acarrear resultados intencionales o no. Uno de ellos consistía en destacar, ganar un espacio de notoriedad y fama dentro de una sociedad casi inmóvil en la que las mujeres no podían sobresalir fácilmente por méritos propios, las prácticas pseudomágicas dotaban a la mujer de poder y estatus; y otro, no menos importante, consistía en que, al menos, la magia instrumental3 podía usarse personalmente para conseguir marido.

Para algunos estudiosos, la amplia participación femenina en la hechicería era una forma de conseguir un poder por el cual las mujeres pretendían poner remedio a cuestiones fundamentales para su propio bienestar económico y físico. La cuestión de conseguir poder adquiere especial importancia en una sociedad tan patriarcal como la del México colonial, donde la mujer sólo tenía dos vías reconocidas para desarrollarse: ser esposa y madre o ser monja. Puesto que las mujeres estaban sometidas legalmente a una autoridad masculina, ya fuera un esposo o un sacerdote, en ambas circunstancias, obtener un esposo o un amante amable y generoso materialmente adquiría un nuevo significado. La magia amorosa femenina por lo general pretendía controlar, dominar y sin duda manipular al hombre elegido, que no sospechaba que se usaran rituales, pociones y cantos para influir en su conducta con respecto a una mujer. En algunos casos, esa magia era la única defensa que tenía ella contra un esposo abusivo en una sociedad en la cual el hombre tenía el derecho legal de disciplinar a su esposa (Curcio-Nagy 2000: 317-318).

Mujer y hechicería, en especial para usos eróticos, constituyen una categoría aledaña a la culpabilidad aplicada por el prejuicio femenino respecto a su natural atracción de todos los males mundanos y ultraterrenales, a tal grado que es imposible determinar si la mujer se dedica a la magia con fines eróticos porque su necesidad económica y las limitaciones laborales la orillan a ello, o si los prejuicios, consejas, leyendas y mitos la describen y critican ocupando esos oficios y así ella corresponde a la guía que el imaginario colectivo le ofrece. En los procesos inquisitoriales está claro que la mujer acusada en ocasiones cree firmemente que es una hechicera o bruja, o termina declarando tal afirmación por tortura e imposición doctrinal autoritaria. En todo caso responde a una tradición diferenciadora, como afirma Guerrero Navarrete:

Los tradicionales estereotipos que asocian desde la Antigüedad mujer a naturaleza convierten a estas en protagonistas absolutas de estas «artes», especialmente de algunas de las que más sospechas despertaban en los primeros «padres» de la Iglesia: la magia amatoria y la curativa (2012: 105).

La autora se pregunta:

Y, sobre todo, ¿qué hizo posible la íntima asociación magia-mujerbrujería? ¿Qué permitió el tránsito de las «fantasías femeninas» a las «servidoras de Satán»? Se han argumentado en este sentido los siguientes factores: la crisis económica que, con síntomas más que evidentes a comienzos del siglo xiv, transformó profundamente las mentalidades y generó un sentimiento de vulnerabilidad e inseguridad que condujo a canalizar el furor popular y a buscar «chivos expiatorios» (2012: 110).

Además, refiere, del crecimiento popular de la figura del diablo, el aumento y la criminalización de la pobreza, la generalización de la imagen de la bruja en el imaginario popular a partir de los dictámenes eruditos, el control intolerante de disidencias propio del sistema administrativo religioso, entre otras (2012: 110-112). Hay más causas para entender la inquina contra el sexo femenino:

Los motivos para este creciente odio hacia el sexo femenino son complejos. Las guerras y las pestes ocasionan un desequilibrio demográfico, produciendo un predominio de las hembras sobre los varones. Ello da lugar a un aumento de mujeres sin pareja: solteras o viudas; de ahí que la sociedad patriarcal las considere o santas o perversas. Según Monter, la perversidad se decanta hacia la brujería (Zamora Calvo 2012: 404).

Todos esos factores se resumen en la filiación maligna que Occidente fabricó para la mujer transgresora. Los tratados de magia y demonología escritos por reputados autores como Martín del Río, Francesco Guazzo, Gaspar Navarro y Pedro Ciruelo, sintetizan la mezcla de ignorancia y temor que el cuerpo femenino despertaba en el hombre obligado a ejercer de jefe, tutor, guía, consejero y patriarca de ese otro con quien convivía en medio de explicaciones fantásticas respecto a su ser pero que desconocía en realidad. Se trata de una clara tendencia cultural divisora de los sexos, ahora descrita por la teoría de género: «A lo largo de toda su historia el cristianismo ha difundido su visión de los dos sexos: el hombre es más espiritual y racional, en consecuencia, está más próximo al bien y a la divinidad. Por su parte la mujer, unida al cuerpo y a la sexualidad, está inevitablemente asociada al mal y al demonio» (Sarrión 2012: 345).

Sin embargo el asunto del diseño de chivos expiatorios, ya que constituye todo un esquema o red de obcecaciones y supuestos ideológicos, proviene de algo mucho más enmarañado y abarcador. Hay nodal importancia en que la víctima sea de sexo femenino, bajo esta condición prejuiciada se desencadenó la llamada época de «persecución de brujas». Es un hecho histórico irrefutable que la mayoría de las personas procesadas por el delito de brujería en los tribunales inquisitoriales, y por lo tanto sujetas a victimización, eran mujeres, y esto no fue mera casualidad.

‘The history of witchcraft’, as one recent authority says, ‘is primarily a history of women.’ But often the answer has been sought not so much in the culture-specific links between witchcraft and feminine behavior articulated at the time, but in changes in the social situation of women that marginalized them (in whole or in part) and in consequence made them more susceptible in general way to charges of deviance (Clark 2005: 107).

Efectivamente, la concomitancia tipo cliché entre mujer y brujería frente a la mentalidad, algunas veces juiciosa, debemos conceder, de los inquisidores, ofreció a la sociedad barroca una posibilidad típica para armar un chivo expiatorio y reunir sus culpas colectivas.

La persona que se persigue, entonces, para esta estructura hecha de pensamientos misóginos y ejercida por hombres autoritarios por gusto u obligación, debía ser mujer, esencialmente debido a la tradición que la aliaba al mal, pero también por su notoria debilidad física, lo que impele al más fuerte al dominio, hasta que, claro, la inteligencia predomina y ubica a cada cual en su sitio.

Finalmente, el hecho de que las mujeres fueran socialmente más débiles que los hombres, particularmente las viudas y las solteras, permitía acusarlas con más facilidad y menos riesgos que a los hombres, cuya fuerza política, económica, jurídica y –por qué no decirlo también– física ornaba al posible acusador o acusadora más susceptible de padecer represalias. Una vieja físicamente débil, socialmente marginada, económicamente mísera y jurídicamente sin derechos sólo podía ofrecer y recurrir a embrujos como fuerza disuasoria (Russell 1998: 147).

Para el caso que sirve de introducción a esta polémica no es posible saber con certeza cuáles fueron las características personales ni la biografía de Catalina de Miranda. Se trata de una mujer anónima, de las que desafortunadamente no tuvieron voz histórica registrada durante la época novohispana como para que permaneciera hasta hoy. Sin embargo, la descripción anterior acierta en el encuadre del caso. Efectivamente, el connotado historiador de la brujería, Russell, sintetiza este y todos los casos similares de mujeres dispuestas ante la Inquisición a manera de víctimas propicias.

La debilidad, en este caso, significa también vulnerabilidad y ambos conceptos son aplicados externamente por el calificador, que puede ser tanto el acusador como el juez. En seguida, esta aparente flaqueza de cuerpo y espíritu permite deducir al sujeto que comparte el mito de la brujería, que la mujer en cuestión puede abrir las puertas a las incitaciones del diablo, si no es que ya lo hizo. «De todo lo visto hasta el momento, se deduce claramente que a las mujeres se les acusaba de brujería porque se las consideraba moralmente más débiles que los hombres y, por tanto, eran presas más fáciles para el diablo y sus tentaciones» (Centini 2012: 35).

Además, la vulnerabilidad sugiere algún tipo de aceptación, al no tener la fuerza de voluntad suficiente, incluso, al carecer de ella, se consideraba que las mujeres permitían, y en ocasiones aceptaban de buen grado, la intromisión del mal en sus vidas, lo que significaba una amenaza para todos.

La mujer era considerada vulnerable en el delicado ejercicio de mantener y conservar la fe y, en cambio, dueña de una gran credulidad en las cosas sobrenaturales, por ello se consideraba que era impresionable y que podía recibir la influencia de algún mal espíritu con mayor facilidad, además de que tenía la habilidad para transmitir el conocimiento sobre la elaboración y práctica de las artes mágicas (Rodríguez Castañón 2015: 23).

Dentro de la construcción de esta estructura ideológica occidental persistió, claro, una tradición falocéntrica que desplazó a las mujeres a un segundo plano y las delimitó a la procreación y al ámbito doméstico. En otras clasificaciones, como hizo la poesía cortesana, se las instaló en nichos extremos e inalcanzables rodeándolas de misterios virginales y poder erótico. De acuerdo al caso que marcó su fuerte vínculo con la brujería, dos características resaltan: la ignorancia y el miedo. La primera erigió una mitología extravagante pero sistemática alrededor de la imagen mujeril, también falsa, y el segundo la proveyó de poderes mágicos y actividades metafísicas mal adquiridas. Así, el binomio justificó las consecuencias violentas y autorizó su anatemización, ya que «Para legitimar una persecución, sobre todo masiva y sistemática, generalmente se intenta mostrar a los transgresores como personas que representan un grave peligro para la nación o, mejor aún, para la supervivencia del mundo» (Nathan Bravo 2002: 104). Si bien la marginación y la victimización las remite al aquelarre, al pacto diabólico y al desempeño de actos malvados contra la comunidad religiosa, el desconocimiento sustenta al mito y los detalles revelan temor que se convierte en agresión colectiva.

La satanización de las mujeres se fortaleció a través de la historia con los dictámenes emitidos desde el principio de autoridad que la propia cultura depositó en los constructores del cristianismo, teólogos como santo Tomás de Aquino y tratados de magia y demonología afirmaron contundentes diatribas en contra de supuestas debilidades femeninas. En opinión de Nathan Bravo, hay dos aspectos importantes que se pueden sumar a la presumible influencia y responsabilidad que los discursos eruditos tienen en tal confección artificiosa de culpables:

Uno de ellos es que con frecuencia se busca legitimar una persecución que ya ha comenzado, de tal forma que más que abogar por el inicio de ésta se trata de justificarla y ampliarla. El otro aspecto es que no sólo se busca avalar una persecución, sino una poco ética, en la que el persecutor viola sus propios principios éticos y legales; esto se fundamenta en la idea pragmática de que sólo los métodos salvajes pueden aniquilar eficazmente al enemigo (2002: 105-106).

Un lugar preponderante en la fortalecimiento de la misoginia para inculcar en las mujeres la debilidad de carácter, la endeble fe, la lascivia, la maldad, la brujería, la apostasía y las negociaciones ilícitas con los demonios, entre otras muchas denuncias llamadas imperfecciones, corresponde al libro que marcó el inicio de la persecución sistematizada de la magia y la brujería: el tristemente célebre Martillo de las brujas, en latín Malleus maleficarum, escrito, como es bien sabido, hacia finales del siglo xv luego de reunir sus propias experiencias de campo, por los frailes dominicos Jacobus Sprenger y Heinrich Kramer.

Para varios estudiosos del tema este éxito editorial del pasado contribuyó determinantemente a la creación de un sistema misógino que veía a la mujer como aliada del mal, siempre próxima a la herejía, al tiempo que recreaba, afinaba, detallaba e inventaba el perfil acusatorio de la bruja inserta en el mito de la secta demoniaca comandada por el diablo. Trejo Rivera sentencia que los autores del Malleus ya habían instituido a la sociedad alfabetizada de su tiempo en cuanto al vínculo entre lo femenino y el mal:

La argumentación sobre los motivos por los cuales la superstición se encuentra ante todo en las mujeres, lleva a concluir que su misma naturaleza las condena; el discurso estereotipado pues las personifica como crédulas, impresionables, de lengua móvil, débiles de mente y cuerpo, pero sobre todo lujuriosas, lo cual los hace inferir que como el principal objetivo del Demonio es corromper la fe, prefiere atacarlas (2000: 296-297)4.

Ciertamente, si se valora desde los modernos juicios de género, el texto de los inquisidores contiene una abrumante carga misógina, y no solo eso, sino que cooperó directamente e, incluso, justificó la persecución y victimización de la mujer: «En síntesis, a través del examen del Malleus hemos descubierto un criterio fundamental para poder ser acusado de brujería: el ser débil o marginal, o más precisamente, el ser mujer, pobre, vieja y sin marido» (Nathan Bravo 2002: 132). Pero, aunque el señalamiento particular es correcto, tales conceptos, remarcados por el discurso acusador, forman parte de una tradición añeja y su recreación resulta comprensible si nos limitamos a la idiosincrasia de su tiempo. La calificación desde la actualidad fuerza un poco el sentido diacrónico de los conceptos. Obviamente los hombres y las mujeres de entonces compartían los mismos supuestos y reproducían las conductas que ahora nos parecen machistas y reprobables. Lo que tenemos por cierto es que mediante este tipo de tratados se colabora a la construcción del esquema cultural que inventa y conforma en el cuerpo femenino a la necesaria víctima, justificando la impostura a través del abigarrado mito de la supuesta bruja.

Aun prevaleciendo el criterio diferenciador entre otras actividades mágicas integradas al esquema supersticioso vulgar –que desde los tratados demonológicos estableció el requisito de acordar un pacto implícito o explícito con el diablo para poder ser considerado parte de la secta de los brujos–, en la realidad jurídica, en la práctica censora e incluso en la creencia popular, el concepto de la bruja abarcó una amplia gama de personajes y actividades, la mayoría de género femenino. Por lo tanto, eran sospechosas de brujería: la partera, la yerbera, la curandera, la huesera, la trotaconventos, la falsa beata, la gitana, la posesa, la alumbrada y, por supuesto, la hechicera. La propia denominación excluye al género de las salvedades eruditas, solo concebibles en los hombres: «El mago puede ser sabio, la bruja, nunca. […] Es una mujer inclinada al mal, primero por su condición de mujer, segundo por su sexualidad insatisfecha y tercero por sus conocimientos hechiceriles» (Guerrero Navarrete 2012: 113).

Atrás de cada caso y cada categoría prevalece una de las características que marcan como elegible a la víctima: su indefensión, aunada a la marginación socioeconómica. La persecución y eventual martirio ejemplar se desencadena en parte por la síntesis de yerros e imperfecciones que representan.

Kramer y Sprenger afirman que el demonio busca, para convertir en brujas, a aquellos que podrían tener alguna necesidad de él, o sea, a los atribulados […] Los ‘atribulados’ o ‘necesitados’ son aquellos que han sufrido contrariedades materiales repetidas, o sea, los pobres, los que están tentados de goces carnales y los que sufren tristeza –porque fueron abandonados por sus amantes, por enfermedad, etcétera–. De acuerdo con esto, las brujas son seres atribulados: pobres, tristes y con necesidades carnales. De todos los grupos sociales, las mujeres parecen llenar estos requisitos. Y en verdad, para el Malleus la mayoría de los brujos eran mujeres (Guerrero Navarrete 2012: 129).

Sin embargo, debe quedar claro que un libro, por importante que haya sido para dirigir y argumentar las decisiones inquisitoriales en cada persecución, constituye únicamente un pilar de influencia dentro del complicado fenómeno. En realidad las redes ideológicas que impactaron en el acoso social y jurídico de la caza de brujas, están tejidas con lazos de diversa índole, entre los que destacan: la tradición judeocristiana que favoreció al género masculino, las legislaciones para regular el control de los unos sobre las otras, la mitología alrededor del origen del mal en el mundo y un statu quo donde los varones toman las decisiones importantes y acaparan el uso de la voz que se aplica, en especial sobre los diferentes, los otros y los ajenos, en cuya lista las mujeres aparecen en primer lugar.

Que la acusación de hechicería se centre sobre la mujer, es algo de lo que se sigue haciendo responsable al autor o autores del Martillo de brujas de 1487. Eso es sólo verdad en parte, porque el Malleus maleficarum, como ya se dijo, representa el intento de sintetizar y estandarizar los conocimientos disponibles sobre el tema en la tardía Edad Media, y por tanto es una obra que posee muchos padres (Daxelmüller 1997: 214).

El punto es que el discurso oral y escrito, popular y erudito, transfiere su responsabilidad y deposita los delitos fantásticos de la brujería en una víctima propicia, la cual no puede defenderse; primero, porque sus condiciones físicas e intelectuales no le permiten hacerlo; segundo, porque carece de recursos y respaldos reconocibles por la sociedad que la juzga; tercero, porque esencialmente y sin discernimiento o crítica, comparte los supuestos que le imputan; y cuarto, porque a fin de cuentas, el señalamiento de heterodoxia le confiere a la víctima probable un estatus social que no tenía antes, se convierte en el centro de las miradas y las discusiones ordinarias y legales, después de ocupar ínfimos estratos sociales se yergue a manera de una personalidad especial dentro de una sociedad que no permite más movilidad que la convencionalmente restringida.

Mediante un sistema único de Iglesia-Estado, el acoso social se convierte en persecución judicial con trámite burocrático y la norma jurídica, a su vez, ampara la búsqueda de chivos expiatorios para mantener el control de la moral y los dogmas entre los creyentes. «The important point is that the punishment of witchcraft was justified ultimately in terms of notion of authority that were very commonly brought to bear when the maintenance of the social and moral order was at issue» (Clark 2005: 566).

Hay que considerar que esta compleja conjunción de factores culturales y prejuicios legalizados inician y terminan en el sistema judicial que acoge el perfil prefigurado ideológicamente de la mujer transgresora para contener las posibles infracciones unificadas en delitos contra Dios y contra los hombres. La mujer se criminaliza por sus facetas míticas; por ende, la bruja es castigada. Ahora bien, ya sujeta al cepo inquisitorial, las autoridades procuran cumplir con un protocolo que, en teoría, debe estar guiado por los principios de justicia y legalidad. El enfoque jurídico supone una sistematización de la ley frente al acusado, aunque el supuesto delito sea calificado de escandaloso y abominable, por ejemplo la herejía y la brujería. «Como todo proceso judicial el caso de la hechicera utiliza determinadas construcciones discursivas que evidencian claridad, orden e imparcialidad en el tratamiento del juicio […]» (González Molina 2013: 79).

De acuerdo a esa lógica el proceso tiene un formato legal diseñado y aplicado constantemente sin cambios significativos ni diferenciación de persona, o sea, cuenta ya con una jurisprudencia burocratizada que los administradores respetan en términos generales, así que, en principio, el prejuicio no se encuentra en la lógica jurisdiccional, sino que está implícito y determinado por la presunción de maldad femenina dentro del imaginario social y religioso, desde ahí domina la aplicación de las leyes mediante su funcionalidad apriorística.

Para el efecto, las campañas propagandísticas incluían todo tipo de estrategias, la doctrina llegaba al individuo en lenguaje pictórico, oral y escrito, y estaba llena de recursos retóricos y didácticos, siempre al servicio de un adoctrinamiento promisorio y apocalíptico. A tal grado que, en ocasiones, las conciencias se saturaban de un dirigido complejo de culpa y la autodenuncia, específicamente de mujeres, aumentaba drásticamente después de la emisión de un edicto conminatorio o la presentación pública del dramático auto de fe. En tal caso la persecución se interioriza, mas no basta con que la propia indiciada se victimice, la acusación confesa puede provenir del mismo prejuicio colectivo que hace de la mujer un chivo expiatorio, pero eso no significa que todos los jueces del Santo Oficio lo creyeran a pie juntillas, pues debían seguir el procedimiento oficial, aunque su imaginario y conciencia les dictara culpabilidad a priori de la mujer autoacusada.

Por otra parte, se recomienda averiguar cuidadosamente los hechos antes de proceder a cualquier detención. Para abrir un proceso, es preciso que haya elementos objetivos: «Que se hagan primero ciertas diligencias y averiguaciones». Si una bruja confiesa haber salido de su casa, de noche, para asistir a un aquelarre, conviene reunir informaciones precisas (Pérez 2010: 196).

La actuación de los inquisidores frente al peligro de la brujería está dirigida teóricamente por varias recomendaciones establecidas por los manuales inquisitoriales, como el de Eimeric y Peña y el propio Malleus