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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2008 Lilian Darcy

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El jardín escondido, n.º 1757- febrero 2019

Título original: The Millionaire’s Makeover

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-435-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Rowena apretó los dientes y agarró con más fuerza el portapapeles, como si intentara mantener a raya de forma literal y física su agotada paciencia.

—Y una última pregunta… —dijo.

—¿Última? ¿En serio? Gracias al cielo —musitó el hombre que tenía al lado.

Sin siquiera mirarla, metió la mano en el bolsillo interior del impecable traje a medida y sacó un teléfono móvil. Al parecer, los imperios podían desmoronarse si no se lo llevaba a la oreja cada tres segundos.

Y al parecer ya la había descartado como la ligeramente estirada y poco interesante mujer de tipo académico que era, de gustos conservadores en la ropa, algo con lo que en realidad ella se sentía cómoda casi todo el tiempo… y no la miró el tiempo suficiente como para reconsiderar su opinión.

Soslayó su grosería e insistió.

—¿Le gustan las barbacoas?

—¿Si me gusta qué?

—Mmm, cuando invita a los amigos a comer ensaladas y beber cervezas, se cocina al aire libre en una parrilla… Barbacoas —articuló con claridad, como si hablara con alguien que hubiera aprendido el idioma el día anterior.

—Sé lo que son las barbacoas, doctora Madison —le dedicó una segunda y fugaz mirada—. Escuche, soy un hombre muy ocupado…

—Sí, es exactamente la clase de hombre que no me gusta —cortó. Las palabras se manifestaron antes de que hubiera decidido pronunciarlas de forma consciente. Su tono atravesó el fragante aire del sur de California como un carámbano fragmentándose sobre una calle de asfalto—. Entiendo muy bien que está ocupado. Y que yo no. Por favor, no piense que tiene que exhibir ese hecho recurriendo al móvil con el fin de hacer que lo entienda. No soy estúpida y no me gusta que me traten de esa manera.

Sintiendo el calor furioso reflejarse en sus mejillas, soltó el portapapeles en un banco de madera. Ben Radford guardó el móvil en un bolsillo del pantalón sorprendido por sus palabras francas y retrocedió un paso.

El ratón había rugido.

Su reacción estuvo a punto de lograr que Rowena riera en voz alta. Durante un momento se había quedado boquiabierto. Era diabólicamente atractivo y había algo desconcertante en verlo perdido, aunque sólo fuera por unos segundos.

Se preguntó si debía rugir un poco más para hacer que ese cliente en potencia supiera cómo se sentía o volver a su papel cálido y familiar de ratón.

Siguió su instinto.

—Ha comprado este lugar histórico, excepcional y maravilloso —agregó—. Creo que ha gastado unos veinte millones en su adquisición. Me ha pedido que hablara con usted acerca de la rehabilitación del jardín y, como usted sabe, mis honorarios van acordes con mis conocimientos. En otras palabras, son altos.

«No divagues», se aconsejó. «Cíñete al tema en cuestión. Cree en ti misma. Tu camino es el correcto».

—Lo único que estoy haciendo —prosiguió—, es intentar evaluar sus prioridades, su presupuesto, sus necesidades y preocupaciones. ¿Cuán importante es la precisión histórica para usted? ¿Cómo piensa utilizar este jardín? ¿Qué funciones y rasgos desea que tenga? ¿Cuánto quiere gastar? No son asuntos triviales; sin embargo, ha dejado dolorosamente claro desde el primer instante de nuestra reunión que lo irrito y que tiene cosas más importantes que hacer.

—Doctora Madison…

—¿Me permite recordarle que fue usted quien organizó mi visita para hoy? Si la oportunidad fantástica que se presenta con esta propiedad no es más que una ocurrencia colateral para usted, he de preguntarme por qué diablos se propone contratarme. ¿Por qué no ponerse al teléfono, llamar a una excavadora y solicitar una entrega a granel de geranios y terrones parcelados de césped?

Recogió el portapapeles del banco antiguo.

¿Lamentaba haber hablado tanto y con tanta claridad?

No tenía sentido salir por la casa magníficamente rehabilitada. Podía tomar la salida lateral de ese patio de estilo colonial para ir directamente a su coche. Le pasaría a Ben Radford la factura de los gastos de ese día, consideraría su breve relación laboral terminada y, por las dudas, jamás volvería a ponerse esos horribles y ceñidos pantalones.

Llegó a la conclusión de que no lamentaba haber hablado como lo había hecho. Había defendido tanto su propia valía profesional como la descuidada y no amada propiedad del señor Radford y estaba orgullosa de haber manifestado lo que sentía.

Dos años atrás habría prorrumpido en sollozos, paralizada por el pensamiento de semejante confrontación con un hombre arrogante y triunfador.

Habría ido a esconderse a casa, sin contestar el teléfono en dos semanas, por si quien llamaba era el señor Radford. Habría revivido una y otra vez el encuentro, exagerándolo mentalmente hasta que la paralizara por completo y le impidiera abandonar la seguridad de su casa.

Pero en esa ocasión había dicho lo que de verdad pensaba.

Se sentía un poco mareada, a rebosar con la necesidad de compartir su victoria y celebrarla. Meter esos pantalones ceñidos en una bolsa para regalarlos a la beneficencia sería suficiente celebración. Decidió que en cuanto pudiera llamaría a Rox, su gemela idéntica, y le daría un informe completo. Probablemente, Rox le enviaría champán.

Cierto que lamentaba la posibilidad de trabajar en la restauración y rehabilitación de un jardín tan fabuloso, pero no se podía evitar. Si Ben Radford era tan difícil en la primera consulta, más adelante sería una pesadilla. Debería considerarlo como una huida afortunada.

—¡Aguarde un momento, doctora Madison! —le dijo justo cuando ella iba a empujar la puerta de hierro herrumbrado que conducía fuera del patio.

No se había percatado de que la había seguido. La estudió en silencio durante largo rato, como si quisiera decidir el modo de tratarla.

—Está siendo demasiado precipitada —indicó al final.

—No fui yo quien concertó la cita.

—No, pero sí es quien se marcha ahora.

—Con buen motivo. Este proyecto tiene que significar algo para usted, de lo contrario no tiene sentido que me contrate —¡estaba lanzada ese día! Nunca había imaginado que sería tan agradable. Alzó el mentón y lo miró.

Y se encontró con un silencio que se estiró y estiró.

—Me ha pillado en un mal momento —indicó él al final con los párpados entrecerrados—. Lo siento. Tiene razón, es usted una profesional. Y este proyecto es importante para mí.

Sonó realmente incómodo, y Rowena decidió que no había sentido la necesidad de ofrecer unas disculpas en mucho tiempo. Tuvo la intuición de que eso se debía a que rara vez hacía algo mal.

—De acuerdo —murmuró ella de forma vaga, sin saber de qué otra manera responder a una admisión tan sorprendente de semejante hombre. Entonces, una parte perversa de ella que apenas sabía que existía, añadió—: Espero que haya más.

—¿Más?

—Más en su excusa —se atrevió a sonreír—. Si me contrata para el proyecto, ¿cuán a menudo podría esperar estos malos momentos en usted?

Como ya sabía que no lo haría, poco importaba que quemara sus barcos. Mientras tanto, la sensación de satisfacción de haber destruido sus pasadas limitaciones no se habían evaporado.

—Justo antes de que usted llegara estaba hablando por teléfono con mi ex mujer —dijo él despacio—, y, como de costumbre, fue una conversación desagradable. ¿Le parece suficiente? El divorcio está lleno de tensión. Pero no debería haberlo pagado con usted. No ha estado bien.

Su expresión continuaba siendo pétrea, distante y severa, lo que, de algún modo, mostraba su infelicidad de forma más clara que una expresión de desdicha hubiera conseguido.

—Y tiene toda la razón acerca de que cualquier diseño de un jardín requiere conocer mis prioridades y gustos si este proyecto va a realizarse como debería —añadió—. Por lo tanto, ¿podemos volver a empezar?

Le ofreció una sonrisa tensa y doliente y algo se agitó en el estómago de Rowena. El hombre era alto, con una buena complexión, de pelo oscuro, atractivo, y adivinó que podría exhibir una gran dosis de encanto personal si alguna vez decidía emplearlo.

No obstante, tenía que reconocer que le había ofrecido una disculpa convincente.

—No necesitamos empezar de nuevo —repuso con cierta incomodidad—. Ya he tomado páginas de notas.

—No me refería a eso —volvió a sonreír, y los sugerentes ojos oscuros elevaron el nivel de encanto, desaparecido todo rastro de vulnerabilidad.

«Mantén la serenidad, Rowena…».

El impulso familiar de huir y esconderse comenzó a bullir en su interior, pero lo dominó.

Podía manejar la situación. Manejarlo a él. Su encanto, sus ojos, su riqueza, su perturbador momento de sinceridad acerca de su divorcio. Todo.

Y si no, debía practicar y aprender.

—Volvemos a la pregunta de la barbacoa, entonces —comentó con ligereza—. ¿Podría obtener una respuesta?

Él apoyó la mano en el oxidado hierro forjado de la puerta y estudió el patio. Frunció el ceño. No parecía inglés con los ojos oscuros y la piel cetrina. Parte del tiempo ni siquiera sonaba como tal. Ya llevaba un tiempo en el sur de California, pero Rowena sabía que procedía de Inglaterra, puesto que había buscado en Internet.

Tenía un pasado cómodo y de clase alta y había estudiado en un colegio caro. Había hecho dos carreras en la Universidad de Oxford y se había casado con una estadounidense. Había labrado su fortuna en el campo de la biotecnología, vendido su empresa un año atrás y entrado en negocios nuevos y más variados. En ese momento era propietario de una galería de arte, de una agencia artística en Hollywood y de un restaurante, entre otras cosas.

—Ojalá pudiera decírselo —repuso él.

—¿No sabe si le gustan las barbacoas?

—No sé si mi gusto por una barbacoa esporádica significa que debamos construir una en este jardín, si eso es lo que intenta averiguar. Mire —indico la tupida selva que tenían delante—. Me fascina la idea de rehabilitar el lugar, pero no puedo empezar a imaginar cómo funcionará.

—Ése es el motivo por el que considera la posibilidad de contratarme —le recordó ella.

Los dos guardaron silencio, contemplando la vegetación. En un extremo estaba encuadrada por los tres lados de la antigua casa de adobe, camino ya de ser espectacular gracias a la inyección del dinero y el esfuerzo de Ben Radford.

Seguía en el proceso de rehabilitación, pero las habitaciones ya finalizadas eran espectaculares sin un toque de exageración y sí personal que Rowena había sabido captar al instante. Líneas limpias, colores inesperados, antigüedades bien elegidas, rincones cálidos y acogedores que hacían que alguien deseara acurrucarse en ellos con un buen libro en las manos.

Quitando uno o dos senderos polvorientos, toda la extensión, bien por encima de un acre, era una maraña de cactus, algunos con más de cien años de vida. Las cáscaras vacías de los frutos crujían en el suelo y las dolorosas espinas se extendían para sorprender al incauto. Las plantas se enredaban y mezclaban como un extraño laberinto. Habría nidos de aves, insectos de todas las clases y serpientes…

—Hace un momento mencionó excavadoras —dijo él con tono pensativo.

San Diego, Oceanside y La Jolla se hallaban a menos de una hora en coche. En ese lugar, más allá de los viñedos y los viveros más próximos a la costa, el antiguo rancho colonial se erguía al pie de las montañas, rodeado de un aire que aún se podía respirar. La casa parecía más una parte de la tierra que una creación humana. En la distancia había ganado que pastaba y caballos en los viejos establos, y reinaba una gran paz.

—No hablaba en serio —explicó Rowena.

—¿Por qué no? —la miró ceñudo. No era la clase de hombre que aceptaba reveses u opiniones contradictorias.

—Porque no sabemos qué hay debajo de todo esto —explicó, sabiendo que no tendría muchas oportunidades de convencerlo—. Sería un crimen introducir maquinaria pesada. Se podría destruir un tesoro en el proceso. Cosas que podrían tener cabida en un museo. Todo el jardín puede parecer normal a primera vista, pero si uno se acerca a él con delicadeza, podría descubrir magia. Odiaría traer una excavadora, señor Radford…

—Llámeme, Ben —ordenó—. Espero no tener que repetírselo.

—Ben —repitió, y sintió un nudo en el estómago. ¿Por qué le gustaba la idea de llamarlo Ben?— Mmm, espero que no lo haga. Y, eh, Llámame Rowena o Rowie —¿por qué había añadido eso? Era el apodo que usaba su hermana, y a veces sus padres. Un cliente no necesitaba saberlo.

Miró las manos de él apoyadas en la puerta… fuertes, finas y suaves. Manos seguras, del mismo modo en que todo acerca de él parecía seguro.

Salvo por ese momento fugaz en que había mencionado el divorcio.

Podía oler el aroma de jabón, café y piel masculina fragante que flotaba a su alrededor y le hizo algo, le aceleró la sangre en las venas y le obnubiló los pensamientos de un modo perturbador pero estimulante y nuevo.

—Podríamos perder algunas cosas realmente valiosas —finalizó ella de forma vaga.

Él asintió con firmeza inmediata.

—Nada de excavadoras. Trato hecho. Entonces, ¿empleará un equipo para limpiar los cactus a mano? ¿Con machetes y esas cosas?

—Yo estaré aquí todo el tiempo para supervisar el trabajo y que nada importante resulte dañado. Si este lugar fuera mío, dejaría que el diseño del jardín restaurado se hiciera poco a poco, a medida que empecemos a descubrir qué hay debajo. No lo plasmaría en papel con antelación. Sería un trabajo único y fascinante.

Observó la extensión laberíntica y sintió el impulso ridículo de empezar de inmediato, entusiasmada como una niña en una tienda de golosinas.

—Cuéntame más, Rowena —invitó él con suavidad—. Haga que lo vea. Píntemelo.

—Oh, mmm… —comenzó incómoda, e incluso cuando se relajó y continuó, no dejó de esperar que él perdiera el interés y le indicara que ya había dicho bastante.

Pero no lo hizo. Permaneció en silencio. Siguió los gestos de ella, asintió cuando quiso recalcar un punto, sonrió e incluso rió una o dos veces cuando Rowena lo invitó a imaginar un incidente de un proyecto anterior. Como la vez en que confundió brevemente un juguete perdido de finales del siglo XX con la hebilla de un cinturón de la Guerra Civil porque no llevaba gafas. Al día siguiente había ido a comprarse lentillas.

La risa de Ben Radford era profunda y parecía un poco oxidada, como si no riera a menudo.

—Creo que eso es realmente todo lo que puedo contarle por el momento —concluyó pasados unos minutos.

Ben asintió despacio y la estudió con una intensidad desconcertante en ese momento. ¿Qué miraba? ¿La expresión demasiado soñadora de sus ojos? ¿El modo en que su sonrisa vacilaba cuando experimentaba dudas con algo que había dicho? ¿O veía alguna otra cosa? ¿Qué? ¿Cómo la juzgaba?

—No es lo que imaginé cuando decidí incorporarla al proyecto —comentó él.

—Esperaba comenzar con un lienzo en blanco, por expresarlo de esa manera, y trazar todo de acuerdo con un plano sobre un papel, sin ninguna demora.

—Supongo que sí.

—Podría hacerlo de esa manera —concedió despacio.

—Pero preferiría no hacerlo así.

—Sí, porque se nos presenta una oportunidad fabulosa —juntó las manos y volvió a separarlas. Su lenguaje corporal transmitiría que suplicaba—. Con lo que ha hecho hasta ahora en la casa… a propósito, algo maravilloso, una espléndida mezcla de comodidad y calidez modernas con auténticas referencias históricas. Me encantaría hacer lo mismo con este jardín. Mantener la fidelidad hacia la herencia hispánica y prehispánica al tiempo que desarrollamos un espacio que es hermoso, aprovechable y acogedor al mismo tiempo. A usted también le encantará. Lo sé.

Él esbozó una sonrisa traviesa y cínica al mismo tiempo.

—¿Lo sabe? ¿Y si dijera que no encaja con la idea que tengo del lugar?

Había dejado entrever demasiado sus propios sentimientos y asumido demasiadas cosas acerca de su potencial cliente. Adoptando una expresión cortés, le dijo:

—Entonces hará lo que usted decida. Usted es el cliente, señor… Ben. O lo sería —se corrigió con presteza—, si decidiera contratarme para el proyecto.

Aunque no creía que lo hiciera después del inicio incómodo que habían tenido.

Incluso en ese momento, después de encontrar un terreno en común, había algo en el aire que no terminaba de descifrar, una especie de tensión que la incomodaba y de la que quería escapar en cuanto pudiera. Su terapeuta, Jeanette, probablemente querría que en la siguiente sesión identificara el origen exacto de la tensión, pero no estaba convencida de que debiera arriesgarse a examinarla más de cerca.

—Cuénteme por qué me va a encantar su idea —pidió Ben—. ¿Cómo puedo saberlo? Convénzame. ¿Cómo lo sabe usted? Ahora mismo parecía muy segura.

—Porque he visto lo que ha hecho con la casa —explicó con sencillez—. Eso no ha podido ser sólo el trabajo de decoradores. Ahí he podido ver la visión única de una persona. Doy por hecho que esa persona es usted.

—Tiene razón. Fui yo. Dije que no a la mitad de las cosas que quería la diseñadora de interiores, por no mencionar… —pero calló. Entrecerró los ojos, bajó la vista a la yema de los dedos y las frotó casi sin verlas—. Mi esposa piensa que toda la idea es una locura —añadió de repente. Luego maldijo en voz baja y musitó—: ¡He de empezar a recordar llamarla mi ex!

Rowena no supo qué decir.

Ben captó su incomodidad.

—Lo siento. No había planeado decir eso en voz alta —la miró con atención, como si se preguntara qué diablos lo había impulsado a disculparse con alguien como ella por segunda vez en el espacio de media hora.

—Está bien —mantuvo la expresión cortés.

—Pero seguro que no esperaba encontrarse hablando de mi divorcio —insistió él.

—No. Lo que encontré sobre usted en Internet ponía que estaba felizmente casado —soltó, y luego juró para sus adentros.

—Mantuvimos la ficción durante un tiempo, pero me temo que la información de Internet no está actualizada. Si sueno amargado, hay motivos para ello.

—¿Qué salió mal? —volvió a soltar ella sin pensar. ¡Todo iba a peor con cada momento! Que le hubiera dado un par de detalles que claramente lamentaba, no justificaba que siguiera con ese tema de conversación—. Olvide lo que acabo de decir —añadió con presteza.

—Si lo desea, le contestaré.

—No, no, por favor.

—Deje que lo haga —insistió él con ligereza—. Necesito practicar.

Rió antes de poder detenerse.

Pensó que desde luego ella sí necesitaba practicar para tratar con hombres como Ben Radford.

—Hay que reír, ¿verdad? —comentó él. Aunque ni siquiera sonreía—. Eso o darle un puñetazo a la pared. Lo que duele, según he podido descubrir —se frotó los nudillos para ilustrar la afirmación, lo que hizo que ella volviera a reír.

Como el mismo Ben Radford, Rowena no estaba acostumbrada a reír.

Su gemela, Roxanna, reía mucho.