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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

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28001 Madrid

 

© 2007 Christine Flynn

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un amor de cuento, n.º 1759- febrero 2019

Título original: The Millionaire and the Glass Slipper

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-437-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

 

J. T Hunt estaba sentado en un cómodo butacón de la biblioteca de su abuelo. Su cabeza descansaba sobre el suave cuero. En la mano sostenía una copa de bourbon de cien años y trataba de mantenerse despierto.

Mientras tanto, sus hermanastros Justin y Gray jugaban al billar a la luz de la lámpara de Tiffany. Estaba claro que Gray llevaba tiempo sin jugar. Alex, el otro hermano, los observaba desde otra butaca. Un mes antes también se habían reunido en La Cabaña, la enorme finca que poseían a orillas del lago Washington, en Seattle. Entonces su padre, el fundador de HuntCom, había sufrido un ataque al corazón. J. T. no era capaz de recordar la última vez antes de ésa que había estado allí. Él siempre había sido la oveja negra, el hijo pródigo, y aunque ya no era el mismo de antes, se sentía como un extraño. Sólo iba a la casa en la que se había criado cuando era absolutamente necesario.

No tenía nada en común con su padre, el genio de la tecnología, y con sus hermanastros, exceptuando su amor por la parte del negocio que le correspondía. Como director de gestión inmobiliaria y principal arquitecto de la compañía, vivía, comía y respiraba para diseñar las estructuras que albergaban a los empleados de la compañía, así como los productos que fabricaban. La única cosa que le importaba tanto como su trabajo era la solitaria isla que su padre había comprado en las San Juan cuando él era un adolescente. Hurricane Island era el único lugar en la Tierra donde podía sentir algo parecido a la paz. Era una pena no poder quedarse lo suficiente como para navegar hasta ella.

—¿Alguien sabe por qué nos ha llamado el viejo? —preguntó Justin mientras golpeaba la bola con su taco de billar.

Gray se encogió de hombros.

—Mi secretaria me dijo que no quiso decirle la razón.

Alex se echó hacia delante.

—¿Harry te llamó personalmente? A mí también —movió su botella de cerveza Black Sheep hacia J. T. —. ¿Y a ti, J. T.? ¿Recibiste el mensaje de su secretaria, o te llamó personalmente?

—De Harry —se restregó los ojos con los pulgares, bostezó y se inclinó hacia delante.

Con los codos sobre las rodillas, balanceaba la copa de bourbon entre las piernas.

—Le dije que tendría que cancelar reuniones en Nueva Delhi y pasarme medio día en el avión de la compañía para llegar a tiempo, pero insistió en que viniera.

Aquel viaje no tenía ningún sentido. La salud de Harry no parecía ser el problema, a juzgar por el vigor de su voz cuando le había llamado. Fuera lo que fuera podrían haberlo resuelto por teléfono, fax o e-mail. Harry había perfeccionado todas esas tecnologías y lo menos que podía hacer era usarlas.

J. T. se pasó una mano por el cabello y miró la hora en su Rolex. Con las trece horas de diferencia entre Seattle y Nueva Delhi, no sabía cómo estaba funcionando su reloj biológico.

Justo cuando decidió que no merecía la pena averiguarlo, la puerta se abrió de par en par. Harry Hunt y su metro noventa de estatura entraron en la enorme habitación, recubierta de madera de cerezo y libros encuadernados a mano. Sus bifocales de pasta negra encerraban unos penetrantes ojos azules que delataban una inteligencia capaz de inventar el software y la tecnología que había convertido a HuntCom en un imperio multinacional.

—Ah, estáis todos. Estupendo —su inusitada energía no se correspondía con el ataque que había sufrido un mes antes.

Se dirigió hacia el imponente escritorio de roble, delante del cual había cuatro sillas.

—Venid, chicos.

Justin y Alex se recostaron contra la pared y Gray se apoyó en el respaldo de una silla. J. T. se puso de pie, pero no se acercó tanto.

Harry miró a Justin y frunció el ceño.

—¿Por qué no te sientas?

—Gracias, pero prefiero estar de pie.

Harry los miró a todos, sin relajar el entrecejo.

—Muy bien —murmuró encogiéndose de hombros—. Podéis hacer lo que queráis. La reunión será la misma —hizo una pausa y se aclaró la garganta—. Desde que sufrí el ataque al corazón, he estado pensando en muchas cosas. Nunca había pensado en mi testamento, ni en los herederos que llevarían mi nombre, pero el ataque al corazón me hizo enfrentarme a algunas verdades que había ignorado hasta el momento. Podría morir mañana.

Se levantó de la silla y apoyó los nudillos sobre el escritorio.

—Por fin me di cuenta de que si no hago algo al respecto, nunca os casaréis… Lo cual significa que nunca tendré nietos. No pienso dejar el futuro de esta familia al azar. Tenéis un año. Al final de ese tiempo, estaréis casados y con un hijo, o de lo contrario, vuestras esposas estarán esperando uno.

Se hizo un silencio profundo.

—Bien —murmuró J. T.—. Como si eso fuera a ocurrir.

Justin reprimió una mueca irónica y miró a su hermano Gray, que parecía divertirse con todo aquello. Por su parte, Alex bebió un sorbo de la botella.

—Si os negáis, perderéis vuestro cargo en la compañía y los extras que tanto os gustan.

Justin se puso tenso.

Alex soltó la botella.

La sonrisa de Gray se borró de sus labios.

—No puedes estar hablando en serio —dijo este último.

J. T. no se molestó en enfadarse. No creía ni una palabra de aquella amenaza.

—Con todo respeto, Harry… ¿Cómo vas a llevar la compañía si nos negamos a hacerlo? —los hielos que flotaban en su bebida chocaron cuando levantó la copa—. No sé qué están haciendo Justin, Gray y Alex en este momento, pero yo estoy en mitad de un proyecto de expansión aquí en Seattle, en Jansen y en Nueva Delhi. Si otro arquitecto ocupa mi puesto, le llevará meses ponerse al día. Sólo los retrasos en construcción nos costarían una fortuna.

Harry no pareció inmutarse.

—Eso no tendría importancia. Si os negáis, venderé la compañía por partes. Las instalaciones de Nueva Delhi pasarán a la historia y me desharé de Hurricane Island.

Habiendo amenazado a J. T., volvió su impasible mirada hacia Justin.

—Venderé las instalaciones de Idaho Ranch —sus ojos se clavaron el Alex—. Cerraré la fundación si os negáis a cooperar —por fin miró a Gray—. Y HuntCom ya no necesitará un presidente porque no quedará nada que dirigir.

Alex dio un paso adelante.

—Pero eso es una locura. ¿Qué esperas conseguir con esto, Harry?

—Quiero que sentéis la cabeza antes de que yo muera. Quiero que tengáis una buena esposa que sea una buena madre. Las mujeres con las que os caséis tendrán que contar con la aprobación de Cornelia.

—¿La tía Cornelia está al tanto de esto? —Justin se adelantó a J. T.

Personalmente, no había tenido mucho trato con la viuda del socio de Harry. Por lo menos, no de adulto. Sin embargo, recordaba que siempre había estado presente cuando se metía en líos. Si bien los otros la consideraban como una tía postiza, él sólo podía pensar en ella como la mujer que había insistido en que Harry le cortara las alas. Era muy buena regañando y Gray siempre le había dicho que era la única persona a la que Harry hacía caso.

—Aún no.

—Entonces… —dijo Justin, algo aliviado—. A ver si lo he entendido. Cada uno de nosotros tiene que casarse y tener un hijo en menos de un año…

—Los cuatro tenéis que aceptar —dijo Harry, interrumpiéndole—. Todos. Si uno de vosotros se niega, todos perderéis, y la vida que habéis conocido hasta ahora pasará a la historia.

—Y la tía Cornelia tiene que dar el visto bueno a las novias.

—Es muy lista. Ella sabrá ver si esas mujeres serían buenas esposas, lo cual me recuerda que… No podéis decirles que sois ricos, o que sois hijos míos. No quiero caza fortunas en mi familia. Dios sabe que ya he tenido bastantes de ésas. No quiero que mis hijos cometan los mismos errores que yo.

Teniendo en cuenta el historial sentimental de su padre, J. T. supo que no era el único en morderse la lengua. Levantó la copa y esperó a ver quién era el primero en largarse.

Harry respiró profundamente antes de añadir:

—Os daré un tiempo para pensarlo. Tenéis tres días para hacerlo. El plazo termina a las ocho en punto del tercer día. Si no tengo noticias antes de esa fecha, le diré a mi abogado que empiece a buscar un comprador para HuntCom.

Sin más, se dirigió hacia la puerta y abandonó la biblioteca.

En cuanto salió de ella, todos mascullaron un juramento.

—No va a pasar —dijo J. T.—. Nunca vendería HuntCom. Y en cuanto a lo otro…

—No puede ir en serio… —concluyó Justin.

Alex arrugó el entrecejo.

—Quizá sí que habla en serio.

J. T. oyó discutir a sus hermanos durante un rato. Existía la posibilidad de que su padre tuviera la intención de hacer lo que decía, y ellos no podían arriesgarse a perderlo todo. Sin embargo, ninguno de ellos declaró estar dispuesto a ceder.

J. T. estaba demasiado cansado para debatir. Necesitaba dormir y eso era todo en lo que podía pensar.

—¿Entonces estamos todos de acuerdo? —preguntó—. ¿No vamos a ceder ante este ultimátum?

Justin asintió.

—Ni hablar. Aunque deseara casarme, que no es el caso, no lo haría sólo porque Harry quiera que siente la cabeza.

—Sentar la cabeza —J. T. sacudió la cabeza—. Eso no va a pasar. Apenas estoy en casa y ni siquiera puedo tener un perro. ¿Cómo voy a tener una esposa? —dejó la copa en el aparador—. Disculpadme, pero no he dormido desde ayer.

Ni siquiera se había echado una siesta en el avión porque se había pasado todo el vuelo intentando resolver un problema de diseño en el que estaba trabajando.

—Me voy a casa.

—Te veo mañana en la oficina —le dijo Gray y todos fueron hacia la puerta—. Tenemos que repasar las cifras de la planta de Singapur.

—Singapur —murmuró J. T.—. Todavía tengo la cabeza en Nueva Delhi. Lo hacemos cuando vuelva.

—No hay problema.

—¿Me llevas al aeropuerto? Vine en limusina.

Gray accedió y en ese momento sonó su teléfono.

—Es mi secretaria, Loretta —dijo Gray—. Está en la oficina, trabajando en la compra de acciones. Si no te importa, hablaré con ella durante el viaje.

Como ya estaba acostumbrado a estar disponible las veinticuatro horas del día, J. T. le dijo que no le importaba y aprovechó el tiempo para mirar el correo.

Después pensó en la comida. Le apetecían unas magdalenas, así que debía de ser por la mañana, según su cuerpo. Como en Seattle era de noche, llamó a Rico’s.

El restaurante italiano estaba en la planta baja del edificio donde J. T. tenía un ático con suelos de granito negro y madera de cerezo en la cocina. Todas las habitaciones ofrecían impresionantes vistas de Puget Sound.

En lugar de llamar a su siempre eficiente asistente, Kate Cavanaugh, llamó al piloto de HuntCom directamente para avisarle de que el avión debía estar listo a primera hora. No valía la pena desperdiciar ni un solo pensamiento en el disparatado ultimátum de Harry.

Un día después recibió una llamada de larga distancia en mitad de la noche. Sus hermanos querían que volviera a pensar en ello. Habían llegado a la conclusión de que habrían rechazado las exigencias de Harry si sólo se hubiera tratado de dinero. Pero no se trataba sólo de dinero. Harry sabía qué era lo que más les importaba.

J. T. no quería renunciar a la isla, ni tampoco que sus hermanos perdieran aquello que amaban, así que aceptó la propuesta de Justin. Aunque pareciera casi imposible encontrar a una mujer que no supiera quiénes eran ellos, decidieron acatar las órdenes de Harry. No obstante, le harían firmar un acuerdo por el que nunca más podría chantajearlos.

Gray quería que el documento se firmara en presencia de un notario para que Harry no pudiera hacerles una jugarreta.

J. T. colgó el teléfono y fue al cuarto de baño en busca de un analgésico. Su padre parecía pensar que lo que no le había funcionado a él funcionaría para sus hijos…

Y él acababa de decir adiós a su vida.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

 

J. T. se frotó la nuca mientras subía en el ascensor. Necesitaba una buena sesión de mantenimiento en el gimnasio del hotel. Lo mejor para aliviar la tensión sería sudar un poco. El sexo también tenía ese efecto, pero no conocía mujeres en Portland, Oregón, y como no le iban los rollos de una noche, una sesión de gimnasio era la mejor opción para descargar la energía.

Dejó caer los hombros al expulsar la respiración. No quería pensar en mujeres en ese momento. Llevaba tiempo sin disfrutar de compañía femenina, y pensar en ellas le recordaba su deber más inmediato.

Todavía no podía creerse el ultimátum que su padre les había dado dos meses antes. Dos meses y medio… El reloj seguía adelante.

J. T. apretó la mandíbula mientras observaba cómo desfilaban las plantas ante sus ojos. Poco después de aquella reunión, Justin había descubierto que tenía un hijo, pero nadie sabía si estaba haciendo progresos con la madre de la niña. Su hermano todavía no quería casarse, y si algo sabía a ciencia cierta, era que él tampoco.

No quería tener nada que ver con el rollo del hogar y la familia. Él, mejor que nadie, sabía que el compromiso a ese nivel no funcionaba, ya que ni siquiera se acordaba de su propia madre, la segunda esposa de su padre. Ella lo había dejado cuando tenía dos años de edad y desde entonces había tenido una larga lista de canguros y au pairs, por no hablar de las madrastras, que lo habían ignorado y que habían terminado abandonando también a sus propios hijos. Básicamente habían tomado el dinero y huido. Así, mucho antes de graduarse en el instituto, J. T. había descubierto que las mujeres también se podían comprar.

Entonces también había aprendido otro par de lecciones útiles. Había descubierto que las mujeres fingían para conseguir lo que deseaban, y que la mejor forma de atraer la atención era metiéndose en líos. Sólo con la visita de un policía conseguía pasar apenas diez minutos con su padre, y muchas veces no volvía a verlo hasta la semana siguiente.

El ascensor aminoró la velocidad. Un sutil «ding» anunció la llegada a su piso.

Ya no le causaba problemas a nadie. Por lo menos ya no tenía que preocuparse de que amenazaran con expulsarle del colegio. Había logrado refinar su talento rebelde hasta convertirlo en una habilidad para saltarse las reglas cuando no le convenían. Sin embargo, su opinión de las mujeres no había cambiado mucho. La condición que había puesto su padre era que las mujeres no supieran nada de ellos ni de su riqueza. No obstante, cuando por fin se decidiera a buscar a una chica, sus requisitos serían más específicos.

La mujer que eligiera tendría que tener buenos genes, y si era alta, rubia y con largas piernas, mucho mejor. No podría tener ningún bagaje emocional o familiar, y debía tener una carrera e intereses propios. Su padre había dicho que ella tendría que enamorarse de él, pero él no tenía por qué enamorarse de ella. Las exigencias de su padre serían difíciles de cumplir, y por ello estaba a punto de poner en marcha el Plan B.

Las puertas del ascensor se abrieron y J. T. entró en el amplio vestíbulo. En el piso inferior estaban haciendo obras y el ruido de las máquinas llegaba hasta esa planta. Enseguida vio una placa en la pared que indicaba la dirección de la suite que estaba buscando.

El Plan B era hacer los preparativos para abrir una empresa de construcción propia. Así podría amortiguar el golpe en caso de que su padre decidiera vender. Sin duda ese sería el desenlace de aquel disparatado ultimátum, al que le quedaban nueve meses y medio. Lo único que ocupaba su mente al entrar en Kelton & Associates eran los detalles de aquella aventura empresarial.

El área de recepción era amplia y las paredes eran impecablemente blancas. Toda la estancia estaba cubierta de una moqueta gris y justo en la entrada estaba el escritorio de la secretaria, que tenía forma de ameba. Un monitor y una centralita de teléfono ocupaban la parte corta de la L curvada. Las distintas líneas telefónicas no dejaban de sonar.

Él había elegido esa firma en particular porque tenía fama de estar a la vanguardia del sector, y era relativamente pequeña. Eso era importante porque así habría menos gente que pudiera reconocerlo. Además, estaba a media hora de vuelo y a tres horas en coche de Seattle, por lo que operaba fuera de la esfera de empresas satélite de HuntCom. J. T. quería mantenerlo todo en secreto hasta que la puesta en marcha del plan fuera absolutamente necesaria.

Aquella decoración ultramoderna era apropiada para el espíritu vanguardista de la firma, pero… por allí no había nadie. La secretaria parecía haber desaparecido.

De pronto una joven desenfadada vestida con un suéter gris y una falda apareció por el pasillo. Llevaba la cabeza gacha y tenía muchas carpetas en la mano. A juzgar por la dirección en que iba y la velocidad, su objetivo era el teléfono, que no paraba de sonar. Antes de que J. T. pudiera apartarse de su camino, la joven chocó contra él.

La joven exclamó algo al tiempo que se le caían los papeles. Media docena de carpetas fueron a parar al suelo y ella cayó sobre las rodillas, sin soltar la otra mitad.

—¡Oh, Dios mío! Lo siento mucho —sonrojada, la muchacha agarró una carpeta.

Tenía el pelo moreno y llevaba una melena a la altura de la barbilla.

—Nuestra recepcionista no está, así que salí a contestar el teléfono —sacudió la cabeza, incómoda—. No se preocupe, por favor —murmuró al ver que J. T. se agachaba para recoger una carpeta—. Yo las recogeré. No se moleste.

Ignorando sus palabras, J. T. volvió a agacharse para recoger otra carpeta y un inesperado aroma herbal embriagó sus sentidos, llenando de tensión su bajo vientre. J. T. desvió su atención hacia las suaves líneas de su perfil. Mientras la observaba, ella levantó la vista y se quedó inmóvil en cuanto sus oscuros ojos se encontraron con los de él. Entonces tomó el aliento, pestañeó y apartó la mirada rápidamente.

«Joven…», pensó J. T. «Hermosa… Un poco afectada… E increíblemente inocente».

Su juventud le hizo sentirse muy viejo.

—Por favor, no me diga que es Jared Taylor.

El nombre lo pilló fuera de guardia. Para proteger sus planes había concertado la cita usando su nombre de pila y el apellido de soltera de su madre. Tenía que recordarlo.

—Lo siento —le respondió—. Pero soy yo —le entregó otra carpeta—. ¿Es usted Candace Chapman?

Todavía algo nerviosa, la joven agarró la carpeta y recogió otra más.

Tenía una hermosa boca. Llena, suave…

J. T. arrugó el entrecejo y se recordó a sí mismo que no debía de tener más de veintidós años. Él prefería mujeres con tan pocas ilusiones como él sobre el sexo opuesto.

—No. No soy… No. Pero sé que tiene una cita con ella a la una. Puedo recogerlas yo. De verdad —dijo, con la vista fija en las transparencias y los disquetes que se habían salido de la carpeta. Trató de alcanzar otro disquete y, al chocar con su rodilla, retrocedió.

—Siéntese un poco. Le diré que la está esperando.

Él le entregó el disquete y otra carpeta, y entonces la ayudó a levantarse.

—Gracias —murmuró ella y esbozó una sonrisa sin mirarle a los ojos.

Entonces presionó un botón del teléfono.

—Buenas tardes, Kelton & Associates —dijo en un tono totalmente profesional y dejó caer las carpetas sobre el escritorio.

La mirada de J. T. recorrió la curva de sus caderas hasta llegar al borde de la falda, que no tapaba la parte de atrás de sus rodillas. Sus piernas esbeltas estaban cubiertas por unas medias grises y tupidas. Llevaba unas bailarinas negras y cómodas.

En su forma de vestir no había nada provocativo, pero sus músculos parecían firmes al tacto.

En ese momento una rubia despampanante con tacones de vértigo y un traje rojo entró en el área de recepción.

—También necesito diez copias de este informe, Amy. Y cuando tengas un momento… —se detuvo al ver a J. T.

La joven transfirió la llamada y puso otra en espera.

—Éste es el señor Taylor. Acaba de llegar. Diez copias —repitió y se sentó en la silla de la secretaria para alisar las carpetas al tiempo que atendía la llamada.

La ejecutiva treintona esbozó una sonrisa plástica y le extendió una mano con una manicura perfecta. Entonces lo miró de arriba abajo con una fugaz mirada, reparando en sus zapatos de cuero italiano y su abrigo de sport hecho a medida.

—Jared Taylor. Soy Candace Chapman —sus ojos color cielo lo miraron fijamente.

El maquillaje resaltaba sus rasgos y los hacía aún más atractivos.

—Es un placer conocerlo. Siempre es emocionante presenciar el nacimiento de una nueva compañía —ladeó un poco la cabeza y su larga cabellera dorada brilló bajo las luces, pero ella se la echó hacia atrás con la mano izquierda, que no llevaba ningún anillo.

—No me pases llamadas, por favor —le dijo a la joven, que en ese momento se dirigía hacia otro pasillo con el informe en la mano—. ¿Le apetece un café? —le dijo a J. T.

—Sí, por favor. Solo.

—Y dos cafés —le dijo Candace a su empleada—. Bueno, cuénteme, Jared —dijo e hizo una pausa—. ¿Puedo llamarte Jared?

—Si puedo llamarte Candace.

—Claro —afirmó con otra sonrisa encantadora—. Bueno… —le dijo mientras caminaban por delante de oficinas llenas de empleados que trabajaban sobre planos—. Por teléfono me dijiste que eras nuevo en el mercado de Portland. ¿Estás pensando en ofrecer tus servicios de diseño aquí en Oregón, o en todo el noroeste?

Ella y la agencia sabían cómo impresionar. La primera cosa en la que se fijó J. T. al entrar en su despacho fue en la maravillosa vista de la ciudad. Se divisaba todo el río, que separaba el este del oeste, y un sinfín de puentes que comunicaban ambos lados. Había algunos premios expuestos sobre un aparador barnizado en negro a juego con el escritorio. En la pared opuesta había fotos de Candace y de una mujer mucho mayor que ella en las que estrechaban la mano a personalidades y celebridades.

En lugar de sentarse detrás del escritorio, ella se dirigió a un extremo del despacho y se sentó en una de las cuatro sillas situadas en torno a una mesita de café.

—Voy donde me diga mi cliente —dijo J. T.

Ella cruzó las piernas, se arregló la falda y se puso un Legal Pad en el regazo.

—¿Y tu mercado sería el de la gestión de empresas?

—Y el de las compañías que quieran construir nuevas instalaciones. Puedo abarcar desde edificios de una planta hasta espacios multinivel con accesos y salidas subterráneas.

—Entonces necesitaremos saturación en el negocio y revistas financieras. ¿Te importa que te pregunte a qué tipo de publicidad te dedicas ahora?

Él le dijo que no hacía ninguna en particular y le explicó que estaba trabajando con una compañía que diseñaba parques industriales en Europa y Asia. No dijo nada que no fuera verdad, pero omitió unas cuantas cosas al decirle que sus socios todavía no sabían que se iba. Y era por eso que necesitaba la más estricta confidencialidad.

Mientras hacía hincapié en la discreción, advirtió la presencia de la subordinada a la que había llamado «Amy», que acababa de entrar en la oficina. Como estaba de espaldas a la puerta, no reparó en ella hasta que Candace le hizo un gesto.

La joven puso una pequeña bandeja ante él.

—Gracias —le dijo J. T.

—De nada —dijo ella y dejó la bandeja sobre la mesa.