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Editado por Harlequin Ibérica.

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28001 Madrid

 

© 2005 Stella Bagwell

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

De aquí a tu corazón, n.º 1761- febrero 2019

Título original: From Here to Texas

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-438-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Mi querida Clementine…

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

 

Mi querida Clementine:

 

Está amaneciendo. Mientras veo como el sol se eleva sobre las montañas del desierto, pienso con ansia en el día en el que te volveré a ver. Quiero que el tiempo pase para volver a estar a tu lado.

 

Tu esencia, tu tacto, tu sabor, tu cuerpo cerca del mío, son sensaciones que tengo tan dentro que hacen que me dé cuenta de que soy un hombre perdido si tú no estás a mi lado.

 

Entiendo que los dos venimos de mundos muy diferentes y que tú tengas miedo de vivir en el mío. Pero, cuando hacemos le amor, tengo la convicción de que los dos nos olvidamos de que yo soy mexicano y navajo y de que tú procedes de una rica familia blanca.

 

Si volvieras a Texas, mi amor, mi corazón roto iría contigo a donde tú fueras, para siempre.

 

Te ama,

 

Quito

Capítulo 1

 

 

 

 

 

 

QUITO Pérez estaba sudando. Entró en la cafetería El vagón sobre ruedas. A pesar de que no le gustaba sentarse cerca de la puerta, se dejó caer sobre la primera banqueta que encontró libre en la barra.

«¡Maldita sea!», pensó. Odiaba la sensación de debilidad que tenía en las piernas, odiaba cómo su respiración se volvía entrecortada después de haber caminado tan sólo un par de manzanas. A pesar de todo, le agradecía a Dios estar vivo.

Había trascurrido ya un mes desde que un desconocido le hubiera disparado tres balas de nueve milímetros cuando iba conduciendo su todoterreno. Las balas habían atravesado la chapa del vehículo y una de ellas se había alojado en sus costillas.Otra había provocado que uno de sus pulmones dejara de funcionar y que su bazo quedase hecho pedazos. Sin embargo, Quito le había ganado la partida al bastardo asesino que había tratado de quitarle la vida y había sobrevivido. Por suerte la tercera bala no le había alcanzado.

—Qué tal sheriff, ¿cómo le va hoy? —le preguntó Betty, la camarera de mediana edad que llevaba trabajando en la cafetería toda la vida. Tenía las facciones muy marcadas y las manos ásperas. Era una mujer trabajadora y con un gran corazón. Siempre se podía confiar en el buen servicio de Betty y en su entrañable conversación.

—No me puedo quejar, Betty. Esta mañana he visto amanecer.

Con una sonrisa que revelaba simpatía y comprensión, Betty alargó el brazo por encima de la barra y le dio a Quito unos golpecitos en la mano.

—Todos rezamos por ti mientras estuviste inconsciente, sheriff. Y mírate, ya estás en pie y de nuevo listo para cabalgar —dijo con alegría.

Quito no sentía que hubiese recuperado todas sus fuerzas. No obstante, la semana anterior había regresado a su puesto de trabajo, o más bien a su mesa de trabajo. Era maravilloso volver al oficio, aunque no podía evitar querer estar al cien por cien de su rendimiento. Quito era un hombre que jamás había estado enfermo ni herido. No le gustaba nada compadecerse de sí mismo. Estaba más que preparado para dejar a un lado aquel episodio y volver a la vida normal.

—Espero que toda la gente de la comarca sepa cuánto aprecio sus buenos pensamientos y oraciones —le comentó Quito—, sólo deseo estar de vuelta con todas las energías renovadas. Jess y Daniel están trabajando muchísimo.

Betty sacó del bolsillo de su uniforme rosa una libretita y un lápiz.

—Yo no me preocuparía ni un minuto por esos dos ayudantes tuyos. Son jóvenes y fuertes. Es imposible que esos chicos sientan que tienen demasiado trabajo. Tranquilo, en menos tiempo del que crees volverás a ser el mismo de siempre. Lo único que te falta para estar en marcha de nuevo, son los huevos y el bizcocho que te va a preparar Nadine ahora mismo.

—Añade patatas y beicon, y me lo comeré.

—Eso está hecho —contestó con una gran sonrisa. Después de apuntar el pedido en la comanda se marchó con paso rápido para volver a la barra con una taza de café para el sheriff.

Quito oyó el sonido de las campanillas al abrirse la puerta de entrada de la cafetería. Unos segundos más tarde, una mano masculina y fuerte, le estaba apretando el hombro.

—Buenos días, Quito.

No tuvo que darse la vuelta para reconocer que el saludo provenía del segundo de a bordo en la comisaría, Jess Hastings. Un hombre de ley, alto y con el cabello dorado. Jess llevaba siendo su mano derecha tres años. Gracias a su colaboración y a la de su otro ayudante, Daniel Redwing, no estaba teniendo ningún problema para mantener la ley y el orden en la comarca mientras se recuperaba. Podía confiar de manera incondicional en los dos hombres.

—Buenos días, Jess. ¿Dónde está Redwing? ¿No viene a desayunar con nosotros hoy?

Jess medio sonrió mientras se sentaba en el taburete que estaba junto a Quito.

—Maggie ya se ocupa de alimentar a Daniel.

Jess se había casado tres semanas atrás con la cuñada de Daniel, que había estado viuda. Quito había salido del hospital horas antes de la ceremonia y había acudido allí entubado. Había asistido a la ceremonia y había contemplado cómo se habían intercambiado los votos. Aquella boda había sido uno de los momentos más felices que había vivido después del tiroteo.

—Ah, pues claro. A veces me olvido de que es un hombre recién casado.

—Bueno. La verdad es que me impactó muchísimo ver al chaval atravesando la alfombra de la iglesia. Siempre había pensado que odiaba a las mujeres —dijo Daniel con una mueca de extrañamiento—. Qué poco sabía entonces.

Betty reapareció con más café para Quito y para Jess, al que le tomó nota, para luego alejarse con rapidez a atender a otro cliente que reclamaba su atención.

Quito tomó un sorbo de café y se dirigió a su colega y amigo.

—Supongo que no tienes ninguna pista nueva sobre el tiroteo.

Jess, resignado, negó con la cabeza.

—Nada creíble. Tenemos a gente que alega que vio un vehículo Dodge 4x4 con lunas tintadas en el área en la que te tirotearon el día del suceso. Pero nadie tiene ni idea del número de la matrícula. Un tío asegura que era de Nevada, pero ¡qué demonios!, podría incluso ser un coche de alquiler.

Quito negó con la cabeza.

—Lo dudo mucho, Jess. Los 4x4 no son vehículos que se puedan alquilar con facilidad. Y además, una persona no necesita un 4x4 para un tiroteo, lo puede hacer desde un coche cualquiera.

Jess se encogió de hombros.

—Sí, pero en un todoterreno el tirador está sentado en una posición más elevada, con lo que tiene una mejor visión del objetivo a disparar.

Quito se encogió de hombros, se resistía a admitir que, de hecho, él hubiera sido el objetivo.

—Es cierto —tomó otro sorbo y se pasó la palma de la mano por la frente. Hacía mucho calor a pesar de que había aire acondicionado en el local—. ¿Sabes, Jess?, me paso las noches en vela pensando en quién me puede odiar tanto como para querer verme muerto. Y no se me ocurre absolutamente nadie. O quizá lo que pase sea que no quiero pensar en que uno de mis amigos sea en realidad mi enemigo.

Jess negó con la cabeza.

—Escúchame, Quito. Sé lo que estás pensando. Sé por todo lo que estás pasando. Y no te va a hacer ningún bien empezar a sospechar de todo aquél que te rodea.

Hacía más de un año, a Jess lo habían disparado mientras investigaba un crimen. La fuerza del disparo lo había lanzado por un barranco y casi había muerto en la caída. Había perdido mucha sangre. Finalmente, habían dado con el tirador y un jurado lo había condenado a pasar largos años entre rejas.

—Tienes razón —le respondió Quito—, lo único que debo hacer es mantener los ojos y los oídos bien abiertos.

—Y necesitas recuperarte por completo antes de volver a trabajar diez o doce horas diarias —le advirtió Jess—. Me apuesto algo a que el doctor ya te ha dado estos mismos consejos.

Quito asintió.

—No te preocupes, Jess. Me estoy tomando las cosas con calma. Con tanta calma como soy capaz.

Al otro lado del local, apareció Betty. Cargaba con una bandeja llena con los platos del desayuno. Sirvió a los dos hombres, a los encargados de la ley del condado de San Juan.

—Aquí tenéis chicos —dijo tras ponerles delante la comida humeante —, ¿queréis más café?, ¿necesitáis algo más?

Los dos hombres le aseguraron que estaba todo perfecto y se dispusieron a disfrutar del desayuno. Mientras comían, estuvieron conversando sobre las pistas en las que estaba trabajando Jess. Poco después la conversación se centró en los últimos robos sucedidos en la comarca.

Justo cuando Jess estaba tomando el último bocado, su busca sonó. Miró el mensaje y le informó a Quito de que se tenía que ir. Dejó un billete de los grandes sobre el mostrador.

—Oye, que has dejado mucho dinero —gritó Quito.

Jess se despidió con la mano mientras se alejaba.

—La próxima vez invitas tú.

Quito le dio el billete a Betty, que se dirigió a la caja registradora. Mientras él esperaba a que le trajera el cambio, bebió el último sorbo de café y observó a las personas reunidas en la cafetería. Eran las siete y media de la mañana y el local estaba lleno a rebosar. El lugar seguía siendo de fumadores, con lo que una nube de un color gris azulado oscilaba en la sala, mientras los clientes comían y leían el periódico matutino Farmington Daily.

Betty se entretuvo atendiendo a unos clientes, pero finalmente regresó con el cambio de Quito. Mientras contaba el cambio de nuevo, se dirigió a Quito con una gran sonrisa.

—Parece que Jess se sentía generoso esta mañana. Me da la impresión de que le está sentando muy bien vivir con Victoria. ¿Cuándo vas a encontrar tú una buena mujer, Quito?

Justo cuando le estaba empezando a decir que no había mujer tan buena como para soportarle, las campanillas de la puerta de entrada repiquetearon y Betty miró con gran interés a la mujer que estaba entrando.

—Oh, mira, quizás sea la mujer que acaba de atravesar por la puerta, nunca se sabe —murmuró mirando a Quito.

Quito se giró con lentitud y sintió de inmediato como si alguien le hubiera dado un puñetazo en las entrañas.

Dios, ¡era Clementine Jones!

Clementine pasó por delante de él, pero no lo vio y se dirigió a una mesa vacía al final de la cafetería. Por un momento, mientras veía cómo se sentaba en el sofá de plástico brillante, Quito pensó que el pulmón se le había vuelto a detener. No podía respirar, y su corazón latía con una fuerza brutal, golpeando con violencia sus doloridas costillas.

—Sheriff, ¿es alguien conocido? —preguntó Betty. Él miró hacia la barra y la encontró en la misma postura, observándolo fijamente con gran curiosidad.

—Sí —respondió con sequedad—, creo que la conozco —se ajustó el sombrero vaquero y se bajó de la banqueta del bar—. Perdóname Betty. Aquí tienes. Le dejó una buena propina y se puso en pie.

Clementine no se estaba dando cuenta de que Quito se estaba acercando a ella. Estaba demasiado ocupada quitándose las gafas de sol de diseño y guardándolas con cuidado en una funda de cuero.

Quito se detuvo junto a la mesa y dijo con suavidad:

—Hola, Clementine.

El saludo hizo que ella alzara la cabeza. Cuando lo reconoció, la expresión de su rostro fue de sorpresa y palideció.

—Hola, Quito.

Las fosas nasales de Quito se dilataron con violencia, ansiosas por recibir más oxígeno del que le estaba llegando a los pulmones. Clementine Jones era tan hermosa… Mucho más bella que el recuerdo que había guardado de ella. Su cabellera dorada le llegaba a la cintura y brillaba con fuerza. Los ojos, tan azules como el cielo de Nuevo México, tenían una forma almendrada, y estaban protegidos por unas largas y tupidas pestañas. Sus labios eran carnosos y sensuales, sobre todo en aquel momento, ya que no llevaba maquillaje. Cuando sonreía, le aparecía un hoyuelo en la mejilla izquierda.

Clementine se veía tan elegante como fuera de lugar en aquella cafetería, tanto como un Mazzerati en el aparcamiento de un restaurante de comida rápida.

—Menuda sorpresa —admitió Quito—, verte de nuevo en la ciudad.

Ella apartó la mirada de los ojos de Quito y tomó un mechón de pelo que retorció entre sus dedos.

—Sí, ha pasado bastante tiempo —repuso.

—Once años es mucho tiempo —dijo Quito con convicción.

El hecho de que llevara la cuenta hizo que Clementine lo mirara a los ojos. Estaba sonrojada.

—¿Cómo estás, Quito? Veo que todavía eres el sheriff.

Algo dentro de él se retorció, se contorneó al ver cómo la mirada de ella iba de la placa prendida al bolsillo de la camisa hacia la parte izquierda de su pecho.

—No lo llevo mal. Las gentes de por aquí siguen queriendo que sea su pacificador, y yo estoy encantado de servirlos.

Su habla era lenta, sencilla y honesta.

—Debe de ser maravilloso sentirse tan querido —murmuró ella.

—Ya sabes, Clem, sólo tienes que mirar a tu alrededor para ver que somos gente sencilla —dijo con suavidad.

Se apartó de la mesa y se dispuso a marcharse. Se percató de que Betty se aproximaba hacia allí, con libreta y lápiz en mano. Se dirigió a ella con el pulgar hacia arriba y le advirtió:

—Trátala bien, Betty, está acostumbrada a lo mejor.

 

 

Clementine trató de no mirar a Quito cuando salió del local. Sin embargo, sus ojos no la obedecieron y siguieron al hombre, de porte sólido y gran altura, hasta verlo alejarse a través de la puerta de cristal.

—Buenos días, señorita. ¿Desea desayunar?

Clementine suspiró con una tristeza que impactó a Betty, pero no se atrevió a preguntar.

—Sólo café y una tostada, con un poco de mermelada, de la que tenga —repuso finalmente.

Betty tomó nota rápidamente y lanzó una mirada honesta a Clementine.

—Debe de ser nueva en la ciudad, me acordaría de una mujer tan guapa como usted.

Clementine se puso colorada por el piropo.

—Gracias. He vivido por esta zona muchos años. Ahora estoy de vuelta para hacer una visita rápida.

La curiosidad hizo que las cejas de Betty se arquearan.

—Oh. ¿Vivió por aquí? Yo vivo en la Cuarta Avenida, en una casa de color amarillo, con un árbol de mesquite en el patio delantero.

Clementine inclinó la cabeza, y se dijo a sí misma que se tenía que ir acostumbrando a eso. La gente le preguntaría de forma natural qué hacía allí, cuánto tiempo pensaba quedarse, y de dónde venía. Lo mejor que podía hacer era ser sincera.

—Nunca viví aquí, en la ciudad. Mis padres tenían una casa al sur. Una casa encalada con el techo de color rojo. En lo alto de la montaña.

Sólo había una casa que encajara con esa descripción. La expresión de Betty fue de sorpresa.

—¿Te refieres a la casa de los Jones?

Clementine asintió.

—No me esperaba que nadie se acordara. Ha pasado mucho tiempo desde que vivimos aquí.

Betty estaba todavía descolocada por la impresión.

—¿Recordar? Pues claro, cariño. Todo el mundo recuerda a los Jones.

—Oye, Betty. ¿Te vas a pasar todo el día de charla o vas a servirme un poco más de café? —dijo un tipo desde el mostrador.

La camarera echó una mirada al hombre que estaba sentado en la barra. Betty se puso el lápiz detrás de la oreja y se disculpó.

—Tengo que dejarla señorita, pero en seguida le traigo su tostada.

 

 

Cuando Clementine terminó de desayunar, salió del local y condujo su coche deportivo de color negro hasta un edificio de forma rectangular, en la calle Mayor. Había un cartel en la fachada donde se leía: «Neil Rankin. Abogado».

Los aspersores empapaban la zona ajardinada frente al edificio. En la parte de la derecha de las escaleras que conducían a la entrada, un gran árbol se erguía majestuoso. Clementine percibió la esencia fresca que desprendía el árbol y recordó lo diferente que era aquel rincón del mundo, tan distinto de los múltiples lugares que recientemente había visitado, donde la pobreza azotaba con fuerza. El cielo estaba despejado y tenía un color azul intenso. El olor de la lavanda y el romero invadían el aire. Los hombres que paseaban por las calles eran tan duros y ásperos como cualquier otro hombre que pudiera pasear por las calles de Houston. Pero había uno que era especialmente duro. El hombre que llevaba una placa en el pecho y un arma colgando de las caderas.

Clementine se quedó sin aire, se recostó sobre el asiento de su deportivo y se pasó una mano temblorosa por la frente.

«¿Qué te pasa, Clementine, por qué estás tan alterada? Sabías que esto podía pasar durante tu estancia, que te lo podías encontrar. Sabías que tendrías que mirarle a la cara», pensó.

Intentando controlar su respiración, hizo un esfuerzo por apartar aquella voz que la torturaba y agitaba sus sentidos.

Giró la cabeza para así poder mirar por la ventana del pasajero la ciudad en la que había paseado y por la que había ido de compras tantas veces años atrás. Sobre los tejados de las casas, lejos, muy lejos en el horizonte, se divisaban los picos de la cordillera de montañas de San Juan aún cubiertas por la nieve. Admiró su belleza majestuosa y se acordó de la ocasión en la que ella y Quito habían paseado por los mismos senderos que intuía en la lejanía. A pesar de que había sido verano, encontraron restos de nieve que cubrían la cordillera y que, al derretirse, llenaban de agua los meandros de las montañas. Recordó cómo ella y Quito se habían tumbado en el césped rodeados de flores silvestres y habían hecho el amor. Los árboles y el cielo habían sido el dosel y la tierra la cama de su amor. Aquel mismo día se había enamorado de él y, desde entonces, su vida nunca había vuelto a ser igual.

Pasaron varios minutos hasta que Clementine se sintió suficientemente fuerte como para salir del vehículo y entrar en el despacho del abogado. El recibidor del edificio estaba decorado con sencillez. Unas sillas de plástico rodeaban una mesita de café cubierta de revistas de todo tipo. En el centro de la estancia, cerca de una puerta que tenía la placa de «Privado» colgada, estaba una mujer hispana sentada detrás de una mesa. Una placa en la esquina de la mesa revelaba que su nombre era Connie Jiménez.

Clementine se aproximó a la mesa mientras la mujer conversaba por teléfono. Después de dos largos minutos colgó el teléfono y se disculpó.

—Perdone. Hay gente que se piensa que pueden conseguir lo que les da la gana de la forma que les da la gana —la mujer, de mediana edad, tenía una melena negra donde empezaban a asomar algunas canas. Sonrió a Clementine y no con la sonrisa falsa a la que estaba tan acostumbrada a recibir en la gran ciudad—. Dígame, ¿qué puedo hacer por usted?

—Soy Clementine Jones. Neil me dijo que me pasara hoy por la mañana a verle. ¿Está ocupado?

Connie cerró los ojos como queriendo decir que Neil Rankin desconocía lo que significaba la palabra trabajo.

—Seguramente estará ahí, jugando a los dardos.

Clementine elevó las cejas

—¿Por qué? ¿Está enfadado?

Connie lanzó una carcajada.

—¿Enfadado? ¿Estás de broma? No he visto a ese hombre levantar la voz en su vida. Está practicando con los dardos para el torneo que se celebra en Indian Wells. El asador y el bar local. El primer premio consiste en tener cerveza gratis todo el año.

Clementine se acercó hacia la puerta donde colgaba la placa «Privado».

—Pasa, pasa. Está dentro. Le acabo de llevar un termo con café y también le he llevado rosquillas —le aclaró Connie.

—Gracias —dijo Clementine. Llamó a la puerta con los nudillos antes de abrir.

Como Connie había adivinado, el abogado estaba tomando café mientras lanzaba unos dardos a la pared.

—Pasen, pasen —dijo sin mirar mientras se aproximaba al panel a recoger un dardo que oscilaba en el centro de la diana—. Estaré con ustedes en un momento.

—He venido yo sola, Neil.

El sonido de la voz de Clementine hizo que Neil se sorprendiera y diera un respingo. Se apresuró en acercarse a ella. La sonrisa que se dibujó en los labios de Neil le confirmó a Clementine que estaba verdaderamente contento de volver a verla. Eso la dejó más tranquila. Sabía perfectamente que Neil y Quito eran muy buenos amigos y que lo llevaban siendo muchos años. No podría haberle echado en cara que la odiase, después de haber hecho daño a su amigo.

—Clementine, ¡qué alegría volver a verte!

Neil era un hombre alto con una cara de facciones suaves. Al contrario que Quito, de cuerpo fuerte y musculoso, Neil era un hombre delgado aunque tenía buena planta. Su pelo era de un color rubio oscuro y el flequillo le caía sobre la frente como si fuera un niño grande. Cuando Clementine vivía en la ciudad, Neil estaba soltero, y la ausencia de un anillo en su dedo índice delataba que todavía lo estaba. Era difícil creer que no hubiera habido ninguna mujer que le hubiera echado el lazo. Quizás Neil no estuviera interesado en conocer el significado de la palabra «amor».

El hombre tomó las dos manos de Clementine y las apretó con dulzura. Clementine le sonrió.

—Hola, Neil.

Él acercó una silla enfrente de su mesa y ayudó a Clementine a sentarse.

—Estaba tomándome el café de la mañana. Deja que te traiga una taza —dijo.

Ella acababa de tomarse ya dos tazas de café en El vagón sobre ruedas, pero no quiso resultar mal educada.

—Estupendo. Gracias —le contestó.

Neil se acercó a la mesa donde estaba el termo de café y tomó una taza de cristal.

—Te lo serviré en la vajilla buena —dijo guiñando un ojo—. Connie me dice siempre que a una dama no le puedo servir el café en una taza de papel. ¿Leche, azúcar?

—Leche, por favor.

El abogado le acercó la jarra con la leche mientras Clementine sonreía.

—Por lo menos aún piensas que soy una dama —le soltó ella.

Neil frunció el ceño y se apoyó sobre la mesa del despacho.

—¿Por qué dices eso? Yo siempre te he considerado una dama.

El rubor cubrió el rostro a Clementine.

—Bueno, supongo que no guardarás muy buenos recuerdos de mí desde que me marché de Azteca. Tú y Quito siempre habéis estado muy unidos y habéis sido muy buenos amigos.

Neil se encogió de hombros.

—Todavía lo somos. Y no te acuso a ti exclusivamente por la ruptura de la relación. Erais muy jóvenes entonces, Clementine. Quito debió de darse cuenta de eso en su momento… Bueno, para qué revolver en el pasado. Dime, ¿qué piensas hacer con la casa?

Neil rodeó la mesa y se dejó caer en una silla de oficina de cuero. Clementine tomó un sorbo del café y trató de ponerse cómoda.

—No lo sé. Por eso quería hablar contigo primero. Sé que serás sincero conmigo. No sé si debería venderla o alquilarla.

Neil, pensativo, se acarició con el pulgar el mentón.

—La casa lleva vacía mucho tiempo. Años, de hecho. ¿Por qué te has decidido de repente a tomar una decisión sobre ese lugar?

Clementine respiró profundamente.

—Créeme, Neil, la decisión no ha sido repentina. He tenido en mente la pregunta de qué hacer con la casa durante mucho tiempo. Pero yo… —no pudo continuar. No podía admitir ante aquel viejo amigo que lo que la había contenido a intervenir había sido miedo de volver a Azteca, miedo de volver a ver a Quito, miedo de tener que enfrentarse a lo que había pasado entre ellos—. He estado ocupada entre unos asuntos y otros —repuso.

Neil la sonrió comprensivo.

—Bueno, los años no pasan por ti, Clementine. No has envejecido nada. Estás tan guapa como siempre.

—Y parece que tú sigues siendo el ligón encantador de siempre —bromeó.

Neil se rió, pero en seguida se puso serio.

—Pensé que habías regresado por Quito. Habrás escuchado que estuvo al borde de la muerte.

Aquella noticia fue como un puñetazo en el estómago de Clementine. Sintió un dolor tan fuerte que se llevó las manos al regazo. Incrédula, miró a Neil fijamente.

—¿Casi se muere? ¿Por qué? Pero ¿cómo?

—Alguien intentó asesinarle. Pasó en la salida de la autopista número 544. Alguien se aproximó a su coche por el lado izquierdo y disparó tres veces con una nueve milímetros. Dos de las balas alcanzaron a Quito y lo hirieron de gravedad. Acaba de salir del hospital. Hace dos o tres semanas nada más.

Así que esa era la razón por la que le había encontrado un poco pálido. Y todo el tiempo que él permaneció de pie junto a su mesa ella había estado imaginándose que había palidecido al verla. Clementine se dijo a sí misma que ya era hora de ser consciente de ya no tenía tanta influencia sobre aquel hombre.

Sin poder creer lo que acababa de escuchar, con lentitud, movió la cabeza de lado a lado.

—No, yo…, no, no había oído nada. De hecho, lo acabo de ver en El vagón sobre ruedas. Se pasó por mi mesa a saludarme —una expresión de dolor le cruzó el rostro—. ¡Y no me dijo nada sobre el tiroteo!

Neil se encogió de hombros.

—No, Quito no dice nada. No es el tipo de persona que va por ahí hablando de sí mismo.

«Sobre todo hablándome a mí», pensó con tristeza Clementine.

—Pero he visto que seguía llevando la placa y el arma. Por lo que parece, no va a dejar el trabajo como sheriff —le dijo a Neil, tratando de disimular su desolación.

Acomodándose sobre la silla de cuero, Neil se cruzó de brazos y pensativo miró fijamente a la cara preocupada de Clementine.

—¿Por qué iba a hacerlo?, Clementine. Me parece que te sigue importando nuestro valiente sheriff.

Clementine se inclinó para sacar una carpeta de papeles de su maletín intentando que su cara no desvelara ninguna emoción.

—Aquí están las escrituras de la casa y de las tierras adyacentes—dijo con sequedad—, cuando lo hayas leído, me podrás encontrar en el hotel Apache.

Clementine se puso en pie y se dirigió hacia la puerta sin dar tiempo a que el abogado se recuperara y tuviera ocasión para responder.

Finalmente, ya en su coche, bajó la guardia y se dejó llevar por las emociones. Con un suspiro profundo, dejó caer su cabeza sobre el volante y cerró los ojos.

«Clementine, me parece que te sigue importando nuestro valiente sheriff».

Se preguntó con amargura qué le habría hecho pensar a Neil que todavía le importaba Quito Pérez. Once años eran muchos años. El amor no duraba tanto. Al menos no a todo el mundo.