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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1977 Violet Winspear

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El palacio de la fantasia, n.º 2208 - marzo 2019

Título original: Palace of the Peacocks

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-455-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Carta de los editores

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

 

Queridas lectoras,

 

Hace ya algo más de veinticinco años Harlequin comenzó la aventura de publicar novela romántica en español. Desde entonces hemos puesto todo nuestro esfuerzo e ilusión en ofrecerles historias de amor emocionantes, amenas y que nos toquen en lo más profundo de nuestros corazones. Pero al cumplir nuestras bodas de plata con las lectoras, y animados por sus comentarios y peticiones, nos hicimos las siguientes preguntas: ¿cómo sería volver a leer las primeras novelas que publicamos? ¿Tendríamos el valor de ceder a la nostalgia y volver a editar aquellas historias? Pues lo cierto es que lo hemos tenido, y durante este año vamos a publicar cada mes en Jazmín, nuestra serie más veterana, una de aquellas historias que la hicieron tan popular. Estamos seguros de que disfrutarán con estas novelas y que se emocionarán con su lectura.

 

Los editores

Capítulo 1

 

 

 

 

 

 

EL BUQUE de vapor se hallaba completamente lleno, informó el recepcionista del hotel a la joven. Uno de los pasajeros más ricos disponía de espacio en su camarote, pero como se trataba del señor van Helden…

El recepcionista se encogió de hombros y sonrió. Temple comprendió que, de haber sido ella hombre, habría encontrado la forma de convencer al señor van Helden de que compartiera con ella su camarote.

–Tengo que partir en el vapor que zarpa hoy –dijo Temple con decisión–. No regresará a Lumbaya hasta dentro de un mes.

El recepcionista extendió las manos: no podía hacer nada más. La chica levantó su maleta y volvió la espalda al mostrador del pequeño y maltrecho hotel en que se había hospedado durante un mes.

Un mes… un período breve para conocer el dolor de la desilusión y la pena de ver un sueño destrozado.

Entró en el bar del hotel, decorado con polvorientas palmeras en maceteros. Los ventiladores zumbaban en el techo. Pidió un jugo de piña helado y se quedó meditando mientras las sombras que proyectaban los ventiladores se movían titilantes sobre las paredes mugrientas. Sus pensamientos se centraron en el encuentro, el primero después de cinco años, con su prometido, por el que había viajado hasta Lumbaya para celebrar la boda.

Incluso en aquel momento apenas podía creer que Nick, aquel joven encantador y lleno de ambiciones que había conocido en Inglaterra, hubiera cambiado tan radicalmente.

En cuanto me nombren jefe de la oficina, le había escrito, podrás venir y haremos sonar juntos las campanas nupciales. La compañía desea que sus empleados estén casados y lleven una vida estable; y sé que te encantará el trópico. Todo cautivará tu imaginación romántica…

Temple se estremeció pese al pegajoso calor. Durante cinco años había trabajado, ahorrado y ansiado que llegara el día en que viajaría en avión para reunirse con Nick bajo el sol tropical, en un mundo pintoresco y distinto de Alford y de la casa en la que se sentía como una intrusa.

Se había hospedado con su tía Myra y sus primas hermanas para ahorrar. Había soportado los sermones de su tía y los desaires de sus primas para nada.

¡Para nada!

Sentía nuevamente que la invadía aquel terrible frío. Tenía que alejarse de Nick, pero jamás regresaría a Alford y a aquel hogar en que siempre era ella quien debía ayudar con los quehaceres, quien debía desaparecer cuando llegaban los galanes de sus primas, quien debía resignarse con su condición de huérfana y agradecer que le ofrecieran un hogar. Tenía por delante la vida con Nick en Lumbaya y por eso no se había quejado.

Ahora el sueño había terminado. El Nick que había conocido en Inglaterra, mientras ella se resguardaba de la lluvia en una parada de autobús, se había convertido en un extraño.

Los días eran calurosos y las noches exóticas… solitarias para un hombre sin mujer.

Temple sentía aún la conmoción que había experimentado al entrar en la cabaña de Nick y encontrarse con una joven delgada y bronceada que, acomodada en un sillón, comía un mango y la observaba con ojos inmutables mientras ella preguntaba confusa si aquélla era la casa del señor Hallam.

–Nick fuera –había contestado la muchacha en inglés defectuoso–. Problema con jefe. Nick quizá despedido de trabajo…

La chica había reído y luego se había callado repentinamente cuando Nick entró tambaleante en la habitación desordenada.

–¡Fuera! ¡Anda, sal de aquí! –había gritado a la chica que, encogiéndose de hombros y lanzando una larga mirada a Temple, había desaparecido entre las palmeras.

–¿Por qué estás aquí? –había preguntado Nick.

–Pensé que me necesitabas.

Temple lo había observado, intentando reconocer en su figura degenerada al joven que le había prometido tanta felicidad. Temple Lane era sensible, idealista; todas esas cosas en que llegaban a convertirse, inevitablemente, los huérfanos.

–Quédate –le había rogado Nick–. Te prometo que cambiaré.

Ella había alquilado una habitación en el hotel. Había tenido fe en la rehabilitación de Nick. Había limpiado su cabaña y hablado con el administrador de la hacienda maderera para que le diera otra oportunidad.

Las cosas habían empezado a mejorar hasta el día anterior, cuando había ido a la cabaña para prepararle la comida y había encontrado a la chica, Lua, entre los brazos de Nick.

Temple terminó el jugo de piña y puso el vaso sobre la mesa. El hotel estaba en silencio a aquella hora, silencio que sólo rompía el zumbar de los ventiladores.

El vapor zarparía dentro de unas horas, para iniciar su viaje a Bangpalem cuando refrescara la tarde. Temple apretó los puños; sólo el anillo que llevaba en la mano derecha brillaba en aquel lugar gris. Era el anillo de compromiso de su madre, con una perla rodeada de granates, el único recuerdo que tenía de sus padres, muertos cuando era todavía pequeña. Su tío Charles aún vivía entonces y la vida en Alford no resultaba tan terrible.

Temple lanzó un suspiro; sabía que no podía regresar con su tía para enfrentarse a las burlas de sus primas y a la vida monótona, que en nada aliviaba su empleo en la biblioteca local.

Bangpalem era la solución a su problema. El jefe de Nick le había dicho que allí operaban grandes empresas petroleras y que siempre hacían falta secretarias inglesas. Ya había un par de ellas en la Sumica Oil Company; tenían sus propias habitaciones y ganaban buenos sueldos. Temple sabía escribir a máquina, tomar dictados y archivar documentos, y sentía un extraño deseo de quedarse en el trópico. Los aromas penetrantes, el follaje exuberante y el cielo soleado la atraían. En comparación con todo aquello, Alford le parecía muerto y sólo le prometía la continuación de una vida insulsa que había tenido durante la mayor parte de sus veintitrés años.

Quería ir a Bangpalem cuanto antes… antes de que Nick fuera a verla y la hiciera ceder de nuevo con sus súplicas y promesas.

Se levantó y su fresco vestido azul revoloteó alrededor de sus piernas. Tomó su maleta y se dirigió al tocador desierto y con un gran espejo sobre una pared. Se observó en él y empezó a latirle violentamente el corazón.

Llevaba corto el pelo lacio y oscuro y tenía grandes ojos de color castaño. Era muy esbelta, con las piernas largas y delgadas. Las manos le temblaban mientras abría su bolsa de rafia para sacar las gafas que usaba para ver de cerca. Se las puso y comprobó que ocultaban sus largas pestañas y la mirada de niña perdida que había en sus ojos.

Se quedó mirando su imagen durante largo rato mientras el corazón le seguía golpeando en el pecho. Vestida con pantalones y chaqueta podía pasar por un muchacho. Su figura no tenía sensuales curvas que delataran su condición femenina; sólo el anillo que llevaba puesto. Se lo quitó y lo guardó cuidadosamente en la bolsa.

Tomó la decisión al quitarse el anillo: se vestiría de muchacho e intentaría comprar un pasaje en el vapor. El empleado le había dicho que había una litera disponible… en un camarote que sólo podía compartir con otro hombre.

La desesperación se apoderó de ella. Abrió la maleta y sacó unos pantalones y una chaqueta con botones en forma de ancla a cada lado. No había nadie en el tocador y tardó menos de diez minutos en quitarse el vestido y ponerse el atuendo de muchacho. Se puso una camisa blanca con cuello abierto y luego la chaqueta, que abotonó por el lado derecho.

Se volvió a examinar en el espejo y vio que estaba pálida y tensa… y que sin duda tenía aspecto masculino. Se restregó los labios para quitarse la pintura rosa y se limpió el polvo de la cara con un pañuelo de papel; luego se colocó nuevamente las gafas y frunció el ceño, lo cual le dio un aspecto serio. Sí, era Temple Lane, un joven que viajaba a Bangpalem para asumir su primer empleo en la Sumica Oil Company.

Metió su bolsa de rafia en la maleta y de pronto se alarmó. ¿Y si revisaban su equipaje en el muelle? ¡Dios mío, sería el acabóse si le abrieran su maleta y encontraran su ropa íntima! Se mordió el labio inferior. No había aeropuerto en Lumbaya, así que le sería imposible tomar un avión. Tendría que esperar allí un mes para conseguir pasaje en el vapor de regreso, o arriesgarse a pasar frente a los suboficiales del muelle sin que le revisaran el equipaje.

Cerró con llave la maleta, metió la llave en su bolsillo junto con el monedero, el pasaporte y el visado y salió del tocador. No fue hacia el mostrador de recepción, sino que se dirigió hacia las puertas giratorias. Había una agencia naviera en aquella calle, con la que había contactado el recepcionista del hotel al intentar conseguirle pasaje en el vapor que zarpaba aquel día. El empleado de la agencia había dicho que la única litera disponible estaba en un gran camarote: el del señor van Helden.

Los pensamientos de Temple se interrumpieron de pronto, al salir a la calle y ver a Nick saliendo de una triska, frente al hotel. Llevaba un traje blanco, propio de las regiones tropicales. Iba afeitado y su pelo ondulado estaba casi alisado. Iba hacia ella a grandes zancadas, arrugando la frente y abstraído; casi chocó con ella.

–Perdone, joven –se disculpó y, sin echarle una segunda mirada, pasó por la puerta giratoria.

Enseguida, Temple corrió a lo largo de la calle, abriéndose camino entre las personas que salían después de la siesta. Olores picantes le llegaban de las tiendas abiertas; aumentaba el rumor del tráfico y el tintinear de las campanillas de la triska.

Temple huyó de Nick y de aquel momento de debilidad traicionera. Casi pronunció su nombre, casi se expuso a más sufrimiento, más desilusión, más escenas como la que había presenciado el día anterior en la cabaña de Nick.

Él iba al hotel para suplicarle de nuevo y ella debía alejarse antes de que sus sentimientos la ablandaran.

Entró en la agencia naviera y se detuvo un momento para normalizar la respiración. El empleado, un javanés con impenetrables ojos orientales, alzó la cabeza y la miró de arriba abajo.

–¿Puedo servir al señor en algo? –preguntó.

Temple se acercó al mostrador.

 

 

El muelle se hallaba atestado de trabajadores arroceros emigrantes. El ambiente estaba lleno del ruido de remolcadores y barcazas, y se oía la mezcla de muchos idiomas distintos. La gente se daba empujones y los bultos pendientes de los malacates parecían caer sobre Temple mientras ésta se abría paso rumbo a la pasarela que llevaba a la cubierta del vapor.

El aduanero revisó apenas su pasaporte y por un momento su mano se posó sobre la maleta, pero en aquel instante desvió su atención hacia un chino, cuya cesta repleta reventó y dejó caer las semillas de arroz por el suelo. Indicó a Temple que siguiera su camino, mientras él se divertía intimidando al asiático.

El agua hervía bajo la pasarela cuando subió por ella para abordar el Egret. El vapor parecía un pájaro blanco, con sus chimeneas humeantes y oxidado casco, bamboleándose mientras Temple subía a bordo.

El sol, cobrizo, iba cayendo poco a poco hasta que tiñó el agua y el muelle con un tenue rubor. Despejaron la pasarela y la levantaron; al echar a andar las máquinas, se estremeció el vapor y se escuchó un siseo cuando empezó a surcar las aguas.

Temple se recostó en la barandilla de cubierta y sintió la brisa soplar por su cabellera. Se sentía relajada después de pasarse el día en la ciudad, con tanto calor y angustia, aunque sus problemas no habían terminado al subir el vapor. ¡Aún debía enfrentar a su compañero de viaje!

Echó una mirada por la cubierta, donde varios grupos de personas se sentaron para comer pescado y arroz envueltos en hojas de plátano. Muchos de ellos dormirían sobre cubierta aquella noche; tenderían las esterillas, en las que iban envueltas sus pocas pertenencias, a la vista de las estrellas que aparecerían ahora que se había puesto el sol.

Temple sintió la mirada de los asiáticos mientras estaba recostada sobre la barandilla; no llevaba suficiente tiempo en el trópico como para acostumbrarse a la mirada enigmática de aquella gente. Su reserva era profunda, no como la máscara tras la que se ocultaban los ingleses. Temple recogió su maleta y se dirigió al camarote para presentarse, disfrazada de muchacho, al importante señor van Helden.

¿Sería joven o maduro? ¿Se mostraría afable o irritado por tener que compartir el camarote con un extraño? Ella esperaba que se mostrara indiferente. Era un holandés muy respetado, según le había dicho el empleado de la agencia, y quizá no hablara inglés.

Vio la estela de la embarcación, bordeada de espuma, que arrojaba el rocío por encima de la popa; casi se cayó al llegar al final de la cubierta, cuando el vapor entró en el seno de dos olas. Se asió de la barandilla y sintió náuseas de repente. La embarcación se internaba, al parecer, en mar picado; ella jamás había sido buena marinera a pesar de que, de niña, su tío Charles solía llevar a la familia a navegar.

Aspiró profundamente, rezó para no marearse y bajó la escalera. El pasillo era oscuro y angosto y el camarote se encontraba al final. Tocó en la puerta. Cómo no hubo respuesta, entró y encendió la luz.

A juzgar por las habitaciones de los vapores, Temple suponía que el camarote era bastante cómodo, aunque no muy grande. Aparte de la maleta de piel en la litera inferior y un leve aroma de tabaco no había señales de van Helden.

Temple trepó a la litera superior y, tras dejar su maleta en el suelo, se recostó sobre la almohada, con las manos entrelazadas tras la nuca, y se quedó mirando al techo, tratando de apaciguar al diablillo que se agitaba en su interior. El camarote subía y bajaba. Cerró los ojos y de pronto sintió odio contra Nick Hallam. De no haber sido por él, no estaría en un vapor javanés haciéndose pasar por un muchacho.

Debió de haberse dormido, pues despertó algún tiempo después por la luz que iluminaba el camarote. De nuevo oscureció… una oscuridad sofocante y total; se imaginó que alguien había entrado y apagado la luz al salir.

De pronto entró por la portilla un destello rojizo y Temple se incorporó, alarmada, en la litera.

Se hallaban en medio de una tempestad eléctrica, sin lluvia. El mar estaba embravecido y el calor era opresivo.

Temple bajó la escalera de su litera hasta el suelo del camarote, que subía y bajaba a la luz de los relámpagos. Necesitaba aire y con esfuerzo recorrió el pasillo para subir por la escalera de hierro hacia la cubierta. La gente, que se apiñaba en grupos, miraba las olas que saltaban por encima de la barandilla y llenaban la cubierta de agua.

Temple se asió de la barandilla. El pelo se le empapó en cuestión de segundos y las gotas de agua salada le corrían por el cuello.

La cubierta se levantó súbitamente. Temple tenía la cara, los ojos y los labios mojados. Quería acurrucarse y morir. Unas cuantas lágrimas se mezclaron con el agua de mar en sus mejillas. Se había sentido sola muchas veces en la vida, sin nadie a quien pedir ayuda, pero esa sensación nunca había sido tan intensa como en aquel momento.

La embarcación crujía bajo el inmisericorde golpear de las olas. Temple no oyó los pasos que se le acercaron, pero advirtió una figura y escuchó una voz profunda junto a ella.

–¿Te sientes mal, chico?

Sólo sabía que era una pregunta. Alzó la vista y en aquel momento un relámpago iluminó la cara de un hombre. Estuvo segura de que era de la tripulación. Llevaba un parche sobre un ojo, como los piratas. ¡Un pirata de cabellera plateada en los mares de Java!

–Se siente mal, ¿verdad? –dijo en inglés con cierto acento–. Es una tempestad bastante fuerte, joven, así que sería mejor que bajara.

–Prefiero… quedarme aquí –acertó a decir Temple, pues no podía confiar en que sus piernas la llevaran por la escalera hasta el camarote–. Estaré… estaré bien.

–Creo que no.

El hombre la tomó y la condujo por la cubierta, ya resbaladiza por el agua, y cuando tropezó, unos brazos fuertes la levantaron y la bajaron por la escalera de hierro. El marinero abrió la puerta y encendió la luz. Temple sintió la mirada de su ojo gris; luego la llevó hasta la litera inferior.

–No –dijo ella débilmente–, ésta no es mi litera.

–Calla, muchacho.

Temple se sentía demasiado afligida y cansada para discutir y vio, atónita, al hombre abrir la maleta que había sobre la litera inferior y sacar de ella un pomo de plata. Lo destapó, le dio un poco de coñac y luego él mismo tomó un trago.

–¿Está bien que haga eso? –susurró ella.

–¿Hacer qué?

–Disponer libremente del coñac del señor van Helden –respondió, reanimada por el licor pero con los ojos aún pesados y a punto de caer en un profundo sueño.

Él se quedó contemplándola, entrecerrando aquel ojo gris, mientras miraba su cabello empapado y su rostro pálido contra la almohada. Era muy alto, de facciones recias, y los relámpagos le daban a su cabello un aspecto plateado. Dentro del camarote su melena parecía leonada, empapada y pegada a su ancha frente. Su nariz prominente era la de un hombre de gran fuerza de voluntad y decisión.

Algo, una sonrisa, quizá, brilló en su ojo y entonces hizo una reverencia y dijo con arrogancia:

–Ryk van Helden, su servidor. El coñac es mío y también la litera en que está acostado. Usted es el joven inglés que comparte conmigo el camarote… Ah, sus ojos se cierran; casi está dormido, así que quédese ahí.

–Señor…

Temple trató de decir más, de levantarse, pero él le puso una de sus grandes manos sobre el hombro y la empujó contra la almohada. Sintió sus dedos hacerle presión en la clavícula.

–No es usted un joven muy robusto –sonrió burlonamente.

La joven vio aquel rostro por entre la niebla del cansancio: una cara fuerte, formidable y algo siniestra por el parche que tenía sobre el ojo.

–Estoy seguro, señor –contestó casi ya sin energía–, de que no sólo los músculos hacen al hombre.

Van Helden arqueó una ceja y se agarró a la litera superior para resistir el vaivén del buque. Lo último que recordó Temple fue la figura de aquel hombre cuando le quitó la chaqueta y alzó una mano para arreglar el mosquitero de la litera. Luego todo se desvaneció y ella se sumió en el sueño.