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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Anne Mather

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una sola noche de amor, n.º 1529 - febrero 2019

Título original: The Rodrigues Pregnancy

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-464-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

LA VILLA tenía un aspecto soñoliento bajo el sol de la tarde. Era un edificio blanco, de una sola planta, adornado por buganvillas de color malva, fucsia y rosa que enmarcaban las ventanas con persianas de madera verde. Una amplia terraza rodeada de plantas y palmeras servía como distribuidor de las habitaciones. Era todo lo que Olivia había esperado y más.

No era una casa muy grande. Comparada con las que había compartido con Tony a lo largo de los años, casi podría decirse que era pequeña. Por eso le gustaba. No quería nada grande, no quería impresionar a nadie. Sólo quería una casa que pudiera llamar suya. Un sitio donde pudiera pasar desapercibida.

Más allá del jardín, cubierto de vegetación y muy bien cuidado, las aguas azul zafiro del Caribe acariciaban una playa de arena blanca.

Era una maravilla y era suya… al menos, durante unos meses.

Pero Olivia tembló al recordar por qué estaba allí. Tony había muerto.

Su marido, con el que llevaba quince años casada, había muerto como vivió, en la cama con su última amante. Y por si eso fuera poco, la policía le informó de que ambos habían consumido cocaína.

Naturalmente, la prensa se volvió loca. Antonio Mora siempre fue noticia y aun muerto seguía despertando especulaciones de todo tipo. Particularmente al descubrirse que su última amante era la esposa de un senador.

Por supuesto, ese aspecto del escándalo había sido acallado enseguida… una cuestión de dinero, naturalmente. Pero la pregunta de por qué Olivia seguía casada con él reapareció de inmediato. Se decía que miraba hacia otro lado por su dinero, pero no era cierto. Aunque se hubiera divorciado de Tony seguiría siendo una mujer rica, porque nunca firmó la separación de bienes y cualquier abogado le habría conseguido la mitad de las posesiones de su marido.

No, fue Luis el responsable de que Tony y ella siguieran juntos. Luis, que tenía sólo tres años cuando Olivia ocupó el puesto de niñera. Y, tras descubrir el fiasco de su matrimonio, fue Luis quien impidió que se marchara.

Aunque Tony no era una mala persona. Cuando se conocieron, se sintió de inmediato atraída por él. Lo que no sabía era que Tony buscaba sencillamente una madre para su hijo, no una esposa.

El niño se encariñó con ella enseguida y, además, después de una vida completamente corriente en Inglaterra, Olivia se sintió halagada por el interés del famoso millonario Antonio Mora. Y nadie mejor que ella sabía lo persuasivo que Tony podía ser.

El funeral de su marido había sido una pesadilla. Reporteros de más de una docena de países buscaban una fotografía de la «doliente viuda». Y que Olivia hubiera sido incapaz de hacer ese papel despertó más especulaciones.

Cuando se colocó frente al ataúd de su marido sin derramar una sola lágrima, no pensó que su fotografía saldría en la primera página de todos los periódicos.

Pero sí lloró, a solas, en la casa de Tony en Bal Harbour. Habían estado juntos demasiados años como para no lamentar su pérdida. Y una vez le quiso, antes de saber que era un mentiroso.

Aunque no fueron las mentiras de Tony lo que la llevaran a buscar esa reclusión.

Olivia se llevó una mano al vientre. También ella era una mentirosa, aunque nadie podría acusarla de ser hipócrita.

Durante semanas después de la muerte de Tony, no se permitió a sí misma pensar en lo que ocurrió aquella noche. Estaba demasiado ocupada solucionando papeleos como para pensar en sí misma. Mejor. Si estaba ocupada en algo podía dejar atrás el pasado, podía olvidar aquel error que iba a costarle tan caro.

Pero evitar a Christian Rodrigues no había sido fácil. El hombre que fue la mano derecha de su marido; su primo, además, nunca fue fácil de ignorar. Pero le había hecho perder el respeto por sí misma; había hecho que no fuese mejor que el marido cuyas mentiras despreciaba.

Y de repente se comportaba como si ella le importase, como si tuviera algún derecho a decir cómo debía vivir su vida.

Era absurdo. Ella no le importaba nada. Lo había demostrado seduciéndola aquella noche. Y Olivia no podía soportar estar a su lado.

Y sabía que Christian se despreciaba a sí mismo por lo que pasó.

También sabía que sentía compasión por ella. Al fin y al cabo, ya no era ni tan joven ni tan guapa como para atraer a un hombre como él. Christian Rodrigues era como Tony: ambicioso e inteligente. Cuando eligiera una esposa, además de belleza tendría un apellido conocido y una buena cuenta en el banco.

Por eso, cuando descubrió que estaba esperando un hijo suyo, decidió marcharse. Con Luis en la universidad de Berkeley, en San Francisco, no había nada que le impidiese dejar Miami. San Gimeno le había parecido el destino perfecto y escapar le resultó más fácil de lo que había pensado.

Por una vez, Olivia agradeció las ventajas que da el dinero. Aunque gran parte de sus posesiones estaban en un fideicomiso hasta que Luis cumpliera veintiún años, Tony la había dejado bien provista. De las seis casas que poseía por todo el mundo, le dejó dos en su testamento: la mansión de Bal Harbour y un lujoso apartamento en Miami. Y con un fideicomiso que ingresaba en su cuenta alrededor de dos millones de dólares al año, nunca tendría que volver a preocuparse por el dinero.

Pero Olivia tenía sus propios planes. En cuanto volviese a Estados Unidos pensaba donar parte de su herencia a proyectos benéficos. Conservaría lo suficiente para ella y para su hijo, pero no quería que el niño viviera una existencia vacía como la que Luis vivió durante tantos años.

A pesar de todo, agradecía haber podido contratar un jet privado para trasladarse a la isla. No quería que nadie supiera que estaba allí hasta que naciera su hijo… ni siquiera Luis. Echaría de menos sus llamadas telefónicas diarias, pero Christian no debía conocer su paradero.

Una de las islas más pequeñas del grupo de Las Bahamas, San Gimeno, se había salvado del boom turístico. Había pocos hoteles y su economía dependía de la agricultura y la pesca. Era el lugar perfecto para alejarse de todo y aunque sólo llevaba allí un par de meses, Olivia estaba encantada.

Suspirando, se acercó a las dunas que bordeaban la playa. Estaba acostumbrándose a caminar descalza y le daba una agradable sensación de libertad.

Aquello no tenía nada que ver con la vida que había llevado como esposa de uno de los hombres más ricos de Florida. No podía ni imaginar lo que diría Tony si la viera con una camiseta y unos pantalones cortos. Para él era muy importante sentirse orgulloso de su esposa y Olivia se acostumbró a vestir y a hacer lo que él quería.

Pero Tony estaba muerto y, por primera vez desde los veintidós años, era una mujer libre. Un ser independiente que no tenía que darle explicaciones a nadie.

La idea era muy atractiva. Sin embargo, no podía negar un escalofrío de… ¿de anticipación? ¿De aprensión? No sería humana si no sintiera cierta angustia por el futuro.

De nuevo, la imagen de Christian Rodrigues apareció en su mente. No tenía duda de que, como viuda de Tony, Christian se prestaría a ayudarla si fuera necesario. Pero ella no tenía intención de pedirle ayuda.

Ni a Luis.

Aún no había decidido dónde iba a vivir cuando naciera el niño. Podría volver a Florida o quedarse allí, en San Gimeno. Incluso podría volver a Inglaterra. Dependería de qué decidía hacer con el resto de su vida y, sobre todo, de si conseguía ganarse la vida como deseaba.

El sol seguía golpeando con fuerza y Olivia se pasó una mano por la frente. Estaba acostumbrada al sol porque Florida era un estado muy caluroso y tremendamente húmedo, pero no quería ponerse enferma. Tenía que descansar, se dijo. Suspirando, volvió a la villa.

Y vio a su criada, Susannah, esperándola en la terraza.

Inmediatamente, sintió angustia. No sabía por qué. La mujer de las Indias Occidentales y ella no eran grandes amigas, pero se llevaban bien y enseguida reconoció su gesto de agitación.

–¿Ocurre algo? –preguntó, apretando el paso.

–No, señora –contestó ella, aunque su tono no era muy convincente–. La llaman por teléfono, señora Mora. De Estados Unidos. No sabía si querría usted contestar…

–¿Me llaman por teléfono? –repitió Olivia. Nadie sabía que estaba allí. O, más bien, creía que nadie conocía su paradero–. ¿Quién es?

–Creo que ha dicho que se llama Roderick o Rodrigo. ¿Quiere que le diga que no está?

Olivia apretó los labios. No era ni Roderick ni Rodrigo.

–¿Podría ser Rodrigues? –preguntó, intentando disimular la aprensión.

Susannah asintió.

–Podría ser. ¿Lo conoce?

Ella hizo una mueca. ¿Que si conocía a Christian? En el sentido bíblico, desde luego. Debería haber sabido que no podría escapar tan fácilmente de sus garras. Debería haber sabido que Christian la seguiría.

–Puedo preguntarle qué quiere –sugirió Susannah, evidentemente preocupada al ver la expresión de Olivia.

En las ocho semanas que llevaba trabajando para ella, no había habido una sola llamada de Estados Unidos.

Olivia suspiró. Sería mejor dejar que Susannah se encargara de esa llamada. Al fin y al cabo, no tenía por qué darle explicaciones a Christian. Él no era Tony. Ni siquiera era un amigo y no tenía derecho a perseguirla.

Pero no debía pensar que le tenía miedo. ¿Por qué iba a tenerlo? ¿Por qué iba a tener miedo de hablar con él?

¡No!

–No pasa nada, Susannah –consiguió decir–. Es un socio de mi difunto marido.

Sí, claro.

–Si está usted segura…

La criada parecía preocupada, un gesto que la enterneció.

–Estoy segura. Si no te importa traerme un vaso de té helado… Tengo mucha sed –suspiró Olivia, entrando en el fresco vestíbulo.

–Sí, señora.

La mujer desapareció por el pasillo mientras ella se acercaba al teléfono. Estaba sobre una de las mesitas en el cuadrado perfecto que formaban los sofás de piel frente a la chimenea. Con las ventanas abiertas, podía respirar el delicioso aroma de las flores mientras levantaba el auricular…

–¿Quién es? –preguntó, como si no lo supiera.

–Christian Rodrigues –respondió él–. Hola, Olivia. ¿Cómo estás?

Ella apretó los dientes. ¿Qué esperaba, que le contestase amablemente? ¿Por qué demonios la llamaba?

–¿Qué quieres, Christian? –preguntó, con frialdad–. ¿Y cómo has logrado encontrarme?

Al otro lado del hilo telefónico hubo un silencio.

–Por favor, Olivia –replicó él entonces, su acento era más pronunciado que nunca–. ¿Me tomas por tonto?

Ella apretó el auricular, dejándose caer en el sofá.

–Sabías dónde estaba.

–Eres la viuda de Antonio Mora, mi primo. Mi obligación es velar por ti. ¿Qué clase de hombre sería yo si traicionase la confianza que Tony depositó en mí?

Olivia apretó los dientes.

–Dímelo tú.

Hubo otro silencio.

–Éste no es momento de discutir el pasado. Tony ha muerto y, te guste o no, te ha dejado en una posición muy vulnerable. Es responsabilidad mía que no te moleste nadie…

–Excepto tú, claro.

Un nuevo silencio, cargado de hostilidad. Christian había sido un buen amigo de Tony, pero podría ser un enemigo formidable. En su propio interés, y en el de su hijo, Olivia debía hacerle entender que no lo necesitaba.

¿Pero cómo?

Respirando profundamente, decidió darle una explicación:

–Perdona si parezco una desagradecida, pero debes entender que he venido aquí buscando un poco de tranquilidad. Desde que Tony murió no he tenido ni un minuto para mí misma y… además, no tengo por qué informarte de dónde voy o dejo de ir.

Tenía que convencerlo de que estaba bien, de que no necesitaba nada.

–No espero que me informes, Olivia –replicó él–. Pero habría sido un gesto de cortesía dejarle tu dirección a mi secretaria.

Ella apretó los labios. ¿Su secretaria? A esa desvergonzada no le daría ni la hora.

Dolores Samuels intentaba clavar sus garras en Christian desde que Tony la dejó un año antes. Y Christian debía saberlo. ¿O quizá ya se habría aprovechado de la situación?

–Sí, bueno… –murmuró, incómoda.

Le molestaba que le pidiera explicaciones. Él no era su marido. No le debía nada en absoluto.

–Siento que pienses que te estoy molestando –dijo Christian entonces–. Pero en estas circunstancias es inevitable.

¿Circunstancias? ¿Inevitable? Olivia se puso tensa. Pero él no podía saber nada… La confidencialidad de los informes médicos era sagrada.

No, se estaba volviendo paranoica. Christian debía querer algo relacionado con la empresa de Tony.

Pero entonces, ¿por qué no llamó a Luis? ¿El poder que le dio su marido no era suficiente?

–No entiendo. ¿Qué es inevitable? ¿A qué te refieres?

–Luis está en el hospital, en San Francisco –contestó Christian, sin más preámbulos.

–¿En el hospital? –repitió ella, atónita–. ¿Qué ha pasado, está enfermo?

–No, no está enfermo. Sufrió un accidente con el coche y tiene fracturada la pelvis y un esguince cervical…

–¡Ay, Dios mío!

–Tranquila, no tiene ningún daño irreparable.

Olivia tragó saliva.