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Editado por Harlequin Ibérica.

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28001 Madrid

 

© 2004 Sandra Marton

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Aventura de una noche, n.º 1544 - febrero 2019

Título original: Claiming His Love-Child

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-467-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

 

Julio, costa de Sicilia

 

El recuerdo de aquella mujer y de la apasionada noche que vivieron juntos perseguía a Cullen O’Connell incluso en sueños. Y eso lo disgustaba. ¿Qué le había hecho esa mujer? El sexo había sido increíble, de acuerdo, pero sólo había sido eso, sexo. Ella era inteligente y preciosa, pero apenas se conocían; fuera de aquella noche, no significaba nada para él.

Cullen no tenía ninguna razón para pensar en ella, y menos ahora.

Se había reunido con la familia en Italia para celebrar la boda de su hermana. Estaban siendo unos días fantásticos: no había mejor compañía que sus hermanos y hermanas. Y cuando se juntaban con su madre y su padrastro, el clan O’Connell hacía sombra a cualquier otro.

El lugar era idílico: el castello Lucchesi se erigía sobre un acantilado con vistas al Mediterráneo y al volcán Etna y sus lenguas de fuego.

Era el lugar perfecto para la fiesta perfecta. Entonces, ¿por qué estaba tan intranquilo? ¿Por qué no podía dejar de pensar en una mujer que apenas conocía? ¿Por qué crecía sin parar su deseo de volver a Boston?

Suspiró, se aflojó los gemelos de los puños de la camisa blanca de gala, enrolló las mangas en sus bronceados y musculosos antebrazos y contempló el mar.

Nunca le había sucedido algo así. Bueno, para todo había una primera vez.

Tal vez era la ocasión lo que le hacía estar tan nervioso: aquélla era la tercera boda de un O’Connell en dos años. Primero fue su madre, después su hermano Keir y ahora su hermana Fallon.

¿Qué tenían las bodas, que hacían que las mujeres lloraran y los hombres quisieran salir corriendo? Por lo menos aquélla era diferente, con el acantilado, el mar, el magnífico castillo…

Cullen sonrió. Lo estaban pasando bien, disfrutando de buena comida y buen vino y con mucho tiempo para conocer al prometido de Fallon, Stefano, y que él los conociera a ellos. Todo estaba siendo maravilloso. Todo, excepto aquellos indeseados flashes en su memoria, aquellas imágenes X que no lo abandonaban: Marissa susurrando su nombre, fundiéndose con él, dejándolo entrar en lo más profundo de ella…

–Al diablo –murmuró Cullen. Era muy triste que un hombre adulto se excitara pensando en algo que había sucedido dos meses atrás.

Tal vez le sucedía porque estaba exhausto. Había llegado al castello el viernes, después de una semana de doce horas diarias de trabajo entre su despacho y el juzgado. Y a eso se le juntaba el desfase horario y el opresivo calor siciliano.

Necesitaba un respiro, romper con la rutina. Acababa de terminar con un caso y no tenía nada urgente en la agenda. En vez de volver a Boston, podía ir a Nantucket, sacar el barco y navegar unos días. O a la cabaña en Vail: las Rocosas eran espectaculares en verano.

Podía ir a Madrid. O a Londres, hacía tiempo que no lo visitaba. O a las Islas Vírgenes.

Podía ir a Berkeley.

Cullen parpadeó. ¿Berkeley, California, el lugar donde se había licenciado en Derecho? Era un sitio bonito, pero no era exactamente el mejor lugar de vacaciones.

Ya, pero Marissa Pérez estaba allí.

De vuelta al punto inicial. ¡Diablos, definitivamente necesitaba un cambio! Bien, ella estaba en Berkeley, ¿y qué? Había pasado un par de tardes con ella. De acuerdo. Un fin de semana.

Y había pasado una noche en la cama con ella. Y había sido espectacular.

Nunca se lo había pasado tan bien con una mujer, y eso era decir mucho. Tenía un don, y había estado con muchas mujeres guapas, excitantes, inteligentes y muy buenas entre las sábanas.

Pero nunca había disfrutado tanto del sexo como con Marissa.

Cullen frunció el ceño y se volvió de espaldas al mar.

Fuera de la cama las cosas habían sido diferentes.

Aquella mujer era hermosa, excitante e inteligente. Pero punzante como un cactus y sombría como el Etna. Le hacía sentir incómodo. ¿Por qué iba un hombre a soportar a una mujer así?

Si le abría la puerta, lo miraba con una expresión de que era perfectamente capaz de abrirla ella; si hacía ademán de acercarle la silla en el restaurante, se sentaba ella antes; si intentaba no hablar de Derecho ni del tema de su conferencia para el «Fin de semana de Antiguos Alumnos», ella le hacía volver sobre eso y le recordaba, muy educadamente, que estaba ahí solamente porque la habían encargado ser su acompañante durante los dos días que estuviera en el campus.

Cullen apretó los labios.

La mujer hizo todo lo posible para dejar claro que no le gustaba la tarea de acompañarlo, pero a pesar de eso, o tal vez por ello, había habido chispas entre ellos desde el momento en que lo recogió en el aeropuerto. Y luego, aquel sábado por la noche, en el coche junto al hotel, ella estaba soltando un estirado rollo de despedida cuando de repente dejó de hablar y lo miró. Él se acercó a ella…

Y cambió las cosas llevándosela a la cama.

Se acabaron las charlas intelectuales sobre agravios y precedentes. Se acabó la rígida insistencia de ella en demostrar que era independiente. Todo eso se acabó durante aquella larga y apasionada noche juntos. Ella había pronunciado otras palabras, se había dejado llevar en sus brazos, había gemido de placer cuando él la acariciaba, la saboreaba, la llenaba…

–Hermanito, tienes toda la pinta de un hombre que está pensando en sexo.

Cullen vio a Sean acercándose. Respiró hondo, descartó las imágenes de su pensamiento y sonrió a su hermano pequeño.

–Es patético –le dijo perezosamente–. No piensas más que en sexo.

–El asunto es, ¿en qué estabas pensando , Cull? Por la expresión de tu cara, ella debe de ser increíble.

–¿Para qué has venido aquí? –lo interrumpió Cullen.

–Para escapar de nuestras hermanas. Se han puesto a llorar de nuevo y ahora mamá se les ha unido.

–¿Qué esperabas? –preguntó Cullen, sonriendo–. Son mujeres.

–Brindaré por ello.

–Yo también lo haría, pero para eso tendríamos que volver a la terraza.

–Qué va.

Sean guiñó un ojo y sacó un par de botellas de los bolsillos traseros de su pantalón. Cullen se llevó una mano al pecho:

–¡No! –exclamó teatralmente–, ¡no puede ser!

–Pues sí que lo es.

–¿Es cerveza? ¿De verdad es cerveza?

–Y no una cualquiera: es cerveza irlandesa. Toma. Bébete la tuya antes de que cambie de idea y me quede con las dos.

Cullen cogió la botella.

–Retiro todo lo que he dicho de ti. Bueno, no todo, pero un hombre que encuentra cerveza irlandesa en una boda en Sicilia no puede ser tan malo.

Los dos hermanos se sonrieron y bebieron saboreando la cerveza helada. Después de un rato, Sean se aclaró la garganta.

–¿Hay algo que te preocupe?, ¿algo de lo que quieras hablar? Has estado muy callado estos días.

Cullen miró a su hermano. «Sí», pensó, «quiero hablar de por qué diablos no dejo de pensar en una mujer con la que pasé una sola noche hace ya meses…»

–Lo has adivinado –le contestó a Sean, con una rápida sonrisa–. Hablemos de cómo has conseguido esta cerveza, y qué hace falta para que consigas dos botellas más.

Sean rió, tal y como esperaba Cullen. La conversación se fue por otros derroteros, como lo raro que se les hacía ver a Keir cuidando de su esposa embarazada, Cassie.

–¿Quién lo habría dicho? –comentó Sean–. El hermano mayor hablando de bebés… ¿Es eso lo que le pasa a un hombre cuando se casa, que se transforma en otra persona?

–Si es que se casa, quieres decir. Dios, ¿cómo hemos acabado hablando de un tema tan deprimente? Matrimonio. Hijos. –Cullen se estremeció–. Vamos a ver qué pasa con la cerveza.

Y así, Marissa Pérez volvió a ser sólo un recuerdo.

 

 

Horas más tarde, subido en un avión que sobrevolaba el Atlántico, Cullen se dirigió a la azafata de primera clase:

–No quiero café, gracias –le dijo.

–¿Tampoco la cena? ¿Ni el postre? ¿Desea algo más, señor O’Connell?

Cullen sacudió la cabeza.

–He pasado el fin de semana de boda en Sicilia.

La azafata sonrió.

–Eso lo explica todo. ¿Qué tal agua fría?

–Eso sería perfecto.

En realidad, tampoco quería agua, pero la azafata era solícita e insistente, y él presentía que sólo diciéndole que sí lograría que lo dejara solo. Ella volvió con el vaso, Cullen bebió un ligero trago, dejó el vaso a un lado, apagó la luz que había junto al respaldo, tumbó el asiento y cerró los ojos.

Lo que fuera que había estado molestándolo había desaparecido. El hecho de hablar con Sean lo había logrado, y también el pasear por el jardín. Mientras caía la tarde, todo el clan se había reunido para charlar tranquilamente, recordando anécdotas del pasado.

Uno por uno, los O’Connell se habían retirado a dormir. Salvo Cullen, que era el único que se marchaba aquella noche en vez de al día siguiente.

Se subió en el asiento trasero de la limusina de Stefano sintiéndose relajado y perezoso, fue hasta el mostrador de la primera clase y se tomó un café antes de embarcar.

Aún se sentía relajado. Le gustaba volar de noche: la negrura del cielo, las sombras dentro del avión, el sentimiento de estar como en un huevo entre las estrellas y la tierra.

Así se había sentido después de pasar aquella noche con Marissa: abrazándola, sintiendo su calor y su suavidad junto a él, hasta que de repente todo cambió y ella quiso marcharse:

–Tengo que irme.

Él la apretó contra sí, la besó, la acarició hasta que gimió su nombre y entonces se introdujo de nuevo dentro de ella, esperando a su clímax para llegar él al suyo, porque tenía la impresión de que ella nunca se había dejado llevar y, la primera vez que lo hacía, era una suerte que fuera con él…

–Maldita sea –murmuró.

Cullen abrió los ojos, enderezó el asiento, se cruzó de brazos y contempló la noche.

Aquello era estúpido, no tenía sentido. ¿Por qué no lograba sacarse a Marissa de la cabeza? No habían vuelto a verse desde aquella noche. Ella se marchó mientras estaba dormido, no apareció para llevarlo al aeropuerto y no contestó a sus llamadas. Ni por la mañana, ni ninguna de las otras veces que la había llamado, de vuelta en casa.

Siempre saltaba el contestador automático:

«Ha llamado a Marissa Pérez. Por favor, deje un mensaje y le contestaré lo antes posible».

El último mensaje de Cullen había sido muy corto, seco incluso.

–Soy Cullen O’Connell –había dicho–. Si quieres hablar conmigo, sabes mi número.

Ella no había llamado. Ni una vez. Su silencio lo decía todo. Habían dormido juntos, había sido divertido, pero eso era todo. No se verían de nuevo, no volverían a hablarse. Fin de la historia.

A él no le parecía mal. Con otras mujeres solía tener el problema de que no podía quitárselas de encima aunque le dijera educadamente que se había terminado.

Marissa Pérez entendía el sexo de una manera admirable, con el enfoque de un hombre. Había tomado lo que quería y rechazado lo que no quería. Eso a él no lo molestaba.

Por él, Marissa podía haber dormido con una docena de hombres desde la noche que pasaron juntos. Después de todo, él había salido con varias mujeres desde aquel fin de semana. De acuerdo, no se había acostado con ninguna, ¿y qué? No le había apetecido. Además, descansar durante una temporada del sexo era bueno. Las ganas aumentaban el placer futuro.

Mañana llamaría a la rubia que había conocido en el cóctel la semana pasada. O a la abogada pelirroja y sonriente de Dunham & Busch. Se le echaría en brazos como una loca.

Definitivamente, celebraría su vuelta a casa con una mujer que respondiera a sus llamadas y se alegrara de verlo. Dormiría con ella y le haría el amor hasta que los absurdos pensamientos sobre Marissa Pérez desaparecieran de su mente.

Cullen se incorporó maldiciendo en voz baja y encendió la luz sobre su cabeza. No le importaba qué hora era en Nueva York. La rubia de la semana pasada siempre estaba de juerga; seguramente en aquellos momentos estaba saliendo por la puerta hacia alguna fiesta.

Sacó la agenda y el teléfono portátil del bolsillo y marcó su número. A la segunda señal, ella contestó, adormilada:

–Hola –dijo–. Será mejor que seas alguien con quien realmente quiera hablar.

Él sonrió.

–Soy Cullen O’Connell. Nos conocimos la pasada…

–¡Cullen! –la voz, ronca por el sueño, se transformó en un susurro–. Empezaba a creer que no llamarías.

–Tenía cosas que hacer, ya sabes cómo es esto.

–Pues no –dijo ella, riendo–, no lo sé. Tendrás que enseñarme.

Cullen sintió cómo la tensión desaparecía.

–Será un placer –contestó. Podía imaginar cómo estaría en aquel momento, adormilada y sexy–. ¿Qué tal esta noche? Te recogeré a las ocho.

–Ya tengo planes para esta noche.

–Rómpelos.

Ella rió de nuevo y esta vez su risa prometía tanto que Cullen sintió calor en su entrepierna.

–¿Siempre estás tan seguro de ti mismo?

Se acordó de Marissa, de cómo había sido en la cama y cómo había ignorado después sus llamadas…

–A las ocho –repitió.

–Señor O’Connell, es usted un arrogante… Por suerte para usted, me gustan los hombres así.

–A las ocho –dijo Cullen, y colgó.

Se recostó en el asiento pensando en la noche que le esperaba: cena en un restaurante francés; unas copas y bailar en un club del Soho; y después llevaría a la rubita a su casa, a su cama y se libraría del fantasma de Marissa Pérez para siempre.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

 

Septiembre: Boston, Massachusetts

 

El final del verano se acercaba rápidamente: faltaban tres semanas para la llegada oficial del otoño.

Cullen salió de la ducha, se secó y se puso unos vaqueros cortos. Luego fue a la cocina, sacó una botella de agua de la nevera y encendió la televisión. Estaban dando el parte meteorológico: iba a hacer mucho calor. Eran las diez de la mañana de un sábado y el sol brillaba en un cielo sin nubes; la temperatura superaría los 35 ºC durante todo el fin de semana.

–Será un perfecto fin de semana vacacional –dijo el hombre del tiempo.

Cullen frunció el ceño y apagó la televisión.

–¿Qué tiene de perfecto? –gruñó.

Tan sólo era otro fin de semana, tan largo como los anteriores, tan caluroso como los anteriores.

¿Qué diablos estaba haciendo allí? Todo el mundo se había ido de la ciudad ese fin de semana. La tarde anterior, al volver a casa desde la oficina, había visto el atasco para salir de la ciudad. Se había sentido como la única persona que no apuraba el verano hasta el final.

Debería haber hecho como ellos. Oportunidades no le habían faltado: Las Vegas, para la habitual juerga de final de verano de la familia; Connecticut, para la barbacoa que Keir y Cassie ofrecían, porque Cassie estaba demasiado avanzada en su embarazo para hacer un viaje a las Vegas; lo habían invitado a fiestas particulares en casa de los Hamptons, en Martha’s Vineyard y en unos cuantos sitios más, y siempre estaba la posibilidad de pasar tres días en Nantucket.

En vez de eso, estaba aguantando el bochorno de Boston por la única razón de que no tenía ganas de ir a ningún lado.

Bueno, excepto a Berkeley…

¿Berkeley? ¿Pasar aquel maravilloso fin de semana en uno de los campus de la Universidad de California?

Resopló, bebió el último trago de agua y tiró la botella a la basura.

Vuelta a la casilla inicial. ¿No era aquélla la misma idea insana que había tenido en el avión de vuelta de la boda de Fallon en julio? Y tenía tan poco sentido como entonces.

¿Para qué iba a ir a Berkeley? Allí no había más que universitarios, manifestantes, predicadores. Esa vitalidad le había hecho amar aquel lugar cuando estudiaba Derecho, pero eso había sido hacía diez años. Ahora era más viejo. Había cambiado. Su idea de una fiesta iba más allá de encargar una pizza y beber vino barato en vasos de plástico. Y además, salvo un par de sus antiguos profesores de Derecho, no tenía más amistades allí.

De acuerdo. Estaba Marissa Pérez. Pero no la consideraba una amiga. Era una conocida. Dormir con una mujer no significaba saber de ella.

Sobre todo si se iba de tu cama antes de amanecer y te dejaba con la sensación de que eras el único que había pasado una noche inolvidable.

Aquello era de locos. ¿Cómo podía perder el tiempo pensando en una mujer que había visto una sola vez y que probablemente nunca volvería a encontrarse?

Abrió nuevamente el frigorífico. Estaba vacío, salvo un par de botellas de agua, un brick de zumo de naranja y un trozo de algo que parecía queso, y que tiró con asco a la basura.

Era todo lo que tenía para desayunar.

Puede que fuera lo mejor. Se pondría una camiseta, unas deportivas e iría a la tienda de la esquina a por algo de comer. Así resolvería dos problemas de una vez: acallar su estómago y hacer algo productivo, que apartara su mente de Marissa Pérez.

Sí, haría eso. Más tarde.

Abrió la puerta de la terraza y salió al calor matutino. El pequeño jardín estaba tranquilo. Daba la impresión de que hasta los pájaros se habían ido a otro lugar.

Decidió que iba a recordar ese fin de semana con todo lujo de detalles, no sólo de lo que había pasado en la cama, sino de todo lo demás. Una dosis de fría lógica pondría fin a todo aquel sinsentido. Suspiró, se hundió en una tumbona de lona y cerró los ojos bajo el deslumbrante sol.

Ian Hutchins, su antiguo profesor de Derecho Laboral, le había ofrecido dar una conferencia ante la Asociación de Estudiantes de Derecho. A Cullen no le apetecía gran cosa: tenía mucho trabajo, y el poco tiempo que le quedaba libre lo pasaba en Nantucket construyendo su barca. Pero Hutchins le caía muy bien y le tenía mucho respeto, así que aceptó.

Una semana antes del evento, Hutchins lo telefoneó con los últimos detalles antes de su llegada:

–Le he pedido a mi mejor estudiante que sea tu enlace mientras estés aquí –le anunció–. Te dará una vuelta por el lugar, atenderá tus preguntas… bueno, ya sabes como funciona esto, Cullen. Hiciste de enlace para nosotros varias veces mientras estudiabas aquí.

Cullen lo recordaba con claridad. La gente consideraba el encargo como un chollo, y en cierta manera lo era. El estudiante de enlace acompañaba al conferenciante y lo llevaba aquí y allá en un coche propiedad de la Universidad que, invariablemente, estaba en mejor estado que el del estudiante.

Por otro lado, era un trabajo muy pesado. Había que ir a buscar al conferenciante al aeropuerto, llevarlo en coche hasta el campus y, una vez allí, escuchar sus batallitas de cuando era estudiante. Cuando Ian le comentó que su enlace iba a ser una mujer, Cullen reprimió un quejido.

–Se llama Marissa Pérez –comentó Ian–. Es una estudiante sobresaliente, está becada y tiene una mente brillante. Estoy seguro de que disfrutarás de su compañía.

–Seguro que sí –respondió Cullen por cortesía.

¿Qué otra cosa podría haber dicho? Desde luego, no lo que realmente pensaba: que conocía a suficientes estudiantes brillantes como para saber qué se iba a encontrar. Pérez sería alta y flacucha, con una masa de pelo descuidado y gruesas gafas. Vestiría un traje negro que no marcara sus formas y unos anticuados zapatos negros. Y, o bien tendría tantas ganas de impresionarlo que estaría hablando todo el tiempo, o bien estaría tan impresionada de estar en su presencia que no abriría la boca.

Cullen se equivocaba por completo.

La mujer que lo esperaba junto a la puerta de «Llegadas» aquel viernes por la noche, sujetando un discreto cartel con su nombre, no tenía nada que ver con la mujer que había imaginado. Era alta, eso sí, y también su pelo era abundante. Y sí, el traje y los zapatos eran negros.

Pero ahí terminaban todas las semejanzas.

La masa de pelo era una brillante abundancia de ondas negras. Se lo había recogido, o lo había intentado, pero algunos mechones se escapaban enmarcando una cara de belleza clásica: ojos grises, pómulos marcados, boca carnosa.

Era perfecta. Y cuando Cullen bajó la mirada, lo que vio era aún mejor.