portada
Un viaje cósmico a Puerto Ficción / A la Orilla del Viento
Un viaje cósmico a Puerto Ficción

JUAN PABLO VILLALOBOS

ilustrado por
MARIANA VILLANUEVA

Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 2018
Primera edición en libro electrónico, 2018

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

Índice

Primera parte. Fríos, hambrientos y solos

Nellie ha vuelto a hacer una de las suyas

El truco de la zanahoria

Sé que fuiste tú

Niños Héroes

¿¡Qué es esto!?

Segunda parte. Era una luz en el cielo

Un boleto gratis a Problemalandia

¿Qué ganaría yo con inventar una cosa tan absurda?

Aquí el amigo tiene información importante

No es por perrunitarismo

Vamos a programar el danzón a la una y media

Tercera parte. Le diremos Willy

¿Cuáles son tus superpoderes?

Tengo mucha hambe

Cuatro mil trescientos amaneceres

Evacuación inminente

El cilantro es la hierba mágica

El Profeta de los Sargazos

Cuarta parte. La guarida de los Secretos

Aquí le decimos Vato

El secreto de los Secretos

Una rémora sin casa

El truco del cilantro

Canción de despedida

Epílogo

Un buen punto de partida

contraportada

Para Ana Sofía y Mateo
J. P. V.

PRIMERA PARTE
Fríos, hambrientos y solos

Nellie ha vuelto a hacer una de las suyas

Todo empezó un mediodía en que estábamos afuera de una taquería del centro con nuestros estómagos rugiendo como leones marinos. O como morsas o focas. Supongo que se entiende sin que haga falta una lista interminable de animales rugidores o gruñidores. Los rugidos hacían eco, porque no habíamos comido nada desde la tarde anterior y teníamos la barriga más vacía que la cueva de la Ensenada. Yo estaba viendo, golosamente, los movimientos del taquero, que se escondía detrás del vapor calientito del suadero, la lengua, la cabeza y la carne asada. El suadero. Me encantaban los tacos de suadero, hasta el día de hoy son mis favoritos. Por su parte, Nellie, que se creía la líder de la pandilla, y que actuaba como si lo fuera, llevaba un rato mirando a los clientes, analizándolos, hasta que de repente nos dijo:

—Síganme.

Se metió a la taquería, decidida, luego se giró un momento y le dijo a Sabino:

—Tú a lo tuyo, no vayas a fallar.

Lo “suyo” de Sabino era una cara que ponía y que a veces obraba el milagro de que nos regalaran los Sagrados Tacos del día. No era una cara triste, no se trataba de dar lástima. Era una cara rara. La llamábamos “cara de zanahoria”. Más adelante intentaré explicarlo. Lo “mío”, en cambio, era hacer bulto, distraer, provocar confusión. Era buenísima en eso. Ayudaba el parecido exacto que tenía con Sabino, a la gente le desconcertaba muchísimo que un niño y una niña fueran igualitos. El contraste entre la cara de zanahoria de Sabino y la mía, idéntica pero sin los gestos que la deformaban, hacía que se sintieran incómodos y que nos dieran cualquier cosa con tal de que desapareciéramos de su vista. Y de su vida. ¿Hace falta decir que Sabino es mi hermano gemelo?

A esa hora, la taquería estaba más o menos llena. Cuando digo más o menos, es exactamente más o menos: del total de ocho mesas, cuatro estaban ocupadas. Seguimos a Nellie hasta una mesa larga, donde seis personas engullían las tortillas repletas de carne y salsa procurando no mancharse la corbata en el intento. Eran empleados de la oficina de Gobierno que estaba a la vuelta de la taquería. Ya los habíamos visto otras veces, en nuestras excursiones, y nunca nos habían hecho caso. Al principio no entendimos por qué Nellie los había elegido. Bueno, en realidad sí lo sabíamos, o creíamos saberlo: porque Nellie era muy terca. Terquísima. Tenía la cabeza más dura que un rinoceronte. Era la reina de las cabezas duras.

—Buenos días —dijo Nellie—, somos del Sindicato Niños Héroes, ¿nos ayudarían con una moneda o un taco?

(Más adelante explicaré también lo de “Sindicato” y lo de “Niños Héroes”.)

Me le quedé viendo a Sabino: no era su mejor cara de zanahoria. Se le notaba, además, el esfuerzo, se veía a leguas que estaba fingiendo. Nellie repitió su perorata porque nadie le había respondido, porque los oficinistas seguían concentrados en vigilar el destino de las gotas de salsa que chorreaban de los Sagrados Tacos y porque, entre el ruido que hacía el taquero cortando cilantro y la televisión encendida en un canal de videos musicales, era probable que no la hubieran escuchado. Lo que sí se escuchó, de golpe, fue el vozarrón del taquero cuando nos descubrió a la distancia:

—¡No molesten a los clientes! ¡Órale, escuincles zarrapastrosos, para afuera o llamo a la policía!

Contra su costumbre, Nellie no ofreció resistencia e hicimos nuestro desfile de fracasados rumbo a la calle, con la cabeza gacha, ahora sí usando la lástima para ver si alguien se rebelaba contra la tiranía del taquero y nos ofrecía el Taco de la Pena. Pero nadie.

Imaginé que tendríamos que esperar un rato, hasta que la clientela cambiara, hasta que el taquero se olvidara de nosotros. Sin embargo, Nellie no se detuvo en la salida, continuó caminando, apresurada, hasta la esquina. Fuimos atrás de ella. Por cosas como ésta se creía la líder de la pandilla, porque parecía que siempre la estábamos obedeciendo. Cuando dio la vuelta en el malecón empezó a correr con todas sus fuerzas.

—¡Ráaaaaaaapido! —nos gritó—, ¡córranleeeeeeee!

Empezamos a correr locamente por el malecón sin saber por qué. Hasta adelante iba Nellie, gritando una y otra vez: “Cóooooorraaaanleeeeeeee”. Detrás de ella iba Sabino, en segundo lugar, si hubiera sido una competencia. Pero no era una competencia, así que no me importaba ir hasta atrás. Yo era siempre la más lenta, no por tener las peores piernas, sino porque tenía floja la convicción.

¿Por qué estábamos corriendo?

Obviamente, estábamos huyendo, lo cual quería decir que Nellie había vuelto a hacer una de las suyas. La vi a lo lejos meterse a la playa. Iba a esconderse debajo del muelle de los Remedios. Entonces me atreví a mirar hacia atrás: nadie nos estaba siguiendo. Si estábamos huyendo, sería del hombre invisible. Sólo faltaba que todo hubiera sido una payasada. Típico de Nellie. Frené la carrera. Hice el resto del trayecto caminando, tratando de recuperar el aliento.

Usábamos los muelles como escondite y punto de encuentro. En la zona del malecón había tres: al sur, el del mercado de abajo, que en realidad se llamaba muelle del Desengaño; al norte, el del mercado de arriba, o muelle del Mesón, y en medio estaba el de los Remedios, cerca del centro y de la iglesia que le daba nombre. Más hacia el norte estaba el muelle del Retiro, en la playa del Limón, que se consideraba la frontera de Puerto Ficción, aunque la verdadera frontera, la natural, era la ensenada que le seguía. Al sur, la frontera la establecía el puerto de mercancías, que en los últimos tiempos operaba a media capacidad por el declive de la pesca.

Nos metíamos debajo de los muelles, entre los pilares, y a veces enterrábamos cosas en la arena, nuestros botines de guerra, calculando siempre los vaivenes de la marea, dependiendo de las horas del día. En verano incluso dormíamos ahí.

Me encontré a Nellie y a Sabino echados en la arena, boca arriba, resoplando, rodeados de esos agujeritos que hacen los cangrejos. Por la noche la marea subía y el agua cubría toda aquella zona de la playa. Me senté frente a ellos, dándole la espalda al mar. La arena estaba húmeda. Sabino había acompasado su respiración con la de Nellie, imitándola.

—Lo siento —le dijo Sabino a Nellie en cuanto pudo controlar su respiración.

Estaba acongojado y listo para la reprimenda. En ese momento compuso una cara de zanahoria perfecta. Eso es lo que pasa a veces: que cuando quieres hacer las cosas no te salen, y cuando no quieres, o no te das cuenta, te salen sin querer de manera perfecta.

—Eres tan tonto que ni siquiera cuando lo haces bien te das cuenta —le contestó Nellie, como si me hubiera leído la mente, aunque en realidad se refería a otra cosa.

Yo no dije nada para no darle ocasión a Nellie de que se siguiera burlando de Sabino. Me quedé callada, era lo que hacía muchas veces para evitar problemas. Escuché el ruido de unas garras que raspaban la arena al acercarse. Era Boris.

—¿Qué hay? —dijo Boris, a manera de saludo.

Le pasé la mano por la cabeza, rascándole detrás de las orejas, hasta que meneó la cola, contento. Luego se aproximó a donde Nellie continuaba echada y se puso a olerle la mano derecha.

—¿Y esto? —preguntó.

Nellie no dijo nada.

—¿Y esto? —repitió Boris.

Sólo entonces descubrí que entre los dedos de la mano derecha Nellie escondía el motivo de nuestra loca carrera.

El truco de la zanahoria

Las primeras caras de zanahoria, las originales, fueron involuntarias. Auténticas, para ser exactos. Quiero decir que Sabino no tuvo que componerlas, solitas salieron de adentro, de sus sentimientos más profundos que se materializaban en gestos. ¿En qué estaba pensando Sabino? ¿Qué estaba sintiendo?

Se lo preguntamos después, cuando nos dimos cuenta de que funcionaban, cuando se convirtieron en una de nuestras estrategias de sobrevivencia. Sabino, desgraciadamente, no supo explicárnoslo bien.

—Siento como quién sabe cómo —fue su misteriosa respuesta.

En cuanto a lo que pensaba, dijo que en un puesto del mercado de arriba una vez había visto a un conejito comiendo zanahorias. Que en la jaula habían colocado un periódico debajo, que las zanahorias estaban cortadas en rectángulos, que el animal agarraba los pedazos con las manitas y que luego las masticaba poco a poco. Que tenía cuatro dientes, largos, manchados de amarillo. Sabino se quedó viéndolo mucho rato, hasta que al dueño del puesto le pareció sospechoso y lo amenazó con llamar a la policía.

—¿Te estabas acordando del conejito? —le preguntó Nellie.

Quería asegurarse de que Sabino aprendiera a reproducir esa cara cada vez que la necesitáramos. Era lo mismo que hacían los actores y las actrices del cine y de la tele cuando necesitaban llorar o parecer aterrorizados.

—No —contestó Sabino—, estaba pensando en la zanahoria.