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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Hermana

Título original: Sister Sister

© 2017, Sue Fortin

© 2019, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicado por HarperCollins Publishers Limited, UK

© De la traducción del inglés, Sonia Figueroa Martínez

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: Diseño Gráfico

Imágenes de cubierta: Arcángel

 

ISBN: 978-84-9139-333-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

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Nota de la autora

1

 

 

 

 

 

A veces, el frío más intenso no se encuentra en pleno invierno, cuando el aliento es una nube blanca, tienes los pies entumecidos y los dedos rígidos y helados; a veces, el frío más intenso se encuentra en la calidez de tu propio hogar, en medio de tu propia familia.

Hay una cosa que sí tengo clara, y es que estoy tumbada en una cama que no es la mía; en primer lugar, porque el colchón es más firme y no noto la familiar suavidad a la que estoy acostumbrada. Alargo los dedos con cautela y oigo el suave roce de algodón contra plástico, así que deduzco que se trata de un colchón impermeable.

Noto el peso de la ropa de cama que me cubre; otra cosa que echo en falta es la reconfortante suavidad del edredón con relleno de fibra. Lo que me cubre es más pesado, menos flexible. Levanto un dedo y lo deslizo por la tela… más algodón almidonado, supongo que el peso extra se deberá a que hay una manta encima de la sábana. Apuesto conmigo misma a que es azul, pero me lo pienso mejor y aseguro la jugada. Es azul o verde, puede que blanca. Últimamente he estado apostando mucho sobre seguro, la verdad. Pero es una manta celular, de eso no hay duda.

Hasta ahora me he esforzado por no abrir los ojos. Oigo voces indistintas de gente que pasa al otro lado de una puerta cerrada, el sonido va ganando y perdiendo intensidad como el susurro de una ola rompiendo en la orilla.

En el aire se percibe un ligero olor a antiséptico mezclado con el penetrante y dulzón ambiente de un entorno estéril, lo que confirma mis sospechas de que estoy en un hospital.

Hay otro olor, otro que me resulta muy familiar. Es el olor de la loción para después del afeitado que él usa, una loción que tiene un punto limpio y fresco, y que yo misma le compré el año pasado por nuestro aniversario; cumplimos ocho años de casados. Es de una marca cara, pero no me importó el precio porque con Luke nunca he escatimado el dinero. Se llama Forever y, teniendo en cuenta que eso significa «Para siempre», el nombre ha resultado ser irónico, porque no sé si voy a comprarle otro regalo de aniversario, ni este año ni ningún otro.

—¿Clare? ¿Me oyes, Clare? —Es la suave voz de Luke, cerca de mi oído—. ¿Estás despierta?

No quiero hablar con él, no estoy lista para hacerlo. No sé por qué, pero algo en mi interior está advirtiéndome que no responda. Sus dedos rodean los míos y noto la presión cuando me los aprieta; siento el extraño impulso de zafarme de su mano. No lo hago, permanezco completamente inmóvil.

Oigo el sonido de la puerta al abrirse, unas zapatillas con suela de corcho crujen contra el suelo de linóleo al ir acercándose y alguien habla en voz baja.

—Disculpe, señor Tennison, pero le espera fuera un policía que quiere hablar con usted.

—¿Tiene que ser ahora mismo?

—También quiere hablar con la señora Tennison, pero le he dicho que eso no es posible aún.

La mano de Luke suelta la mía y oigo el roce de una silla contra el suelo.

—Gracias —dice él.

Aguzo el oído mientras sale de la habitación junto con la enfermera. Él no debe de haber cerrado bien la puerta, porque oigo con claridad la conversación que está desarrollándose.

—Soy el inspector Phillips. Lamento molestarle, señor Tennison. Esperábamos poder hablar con su mujer, pero la enfermera dice que aún no ha recobrado del todo la consciencia.

—Así es.

Noto la actitud protectora que se refleja en el tono de voz de Luke y me lo imagino irguiéndose todo lo alto que es y cuadrando los hombros. Es lo que suele hacer cuando está imponiendo su autoridad, lo que suele hacer cuando discutimos.

—Quizás usted pueda ayudarnos.

—Lo intentaré.

Una ligera irritación se refleja ahora en sus palabras. Supongo que quien no le conozca no la percibiría siquiera, pero últimamente yo he oído ese tono a menudo, demasiado a menudo.

—¿Cómo describiría usted la actitud de su esposa antes de… eh… del incidente de ayer? —pregunta Phillips.

Sus palabras me desconciertan, ¿de qué incidente estará hablando? Intento recordar a qué estará refiriéndose, pero no me acuerdo de nada y la respuesta de Luke desvía mi atención.

—¿Su actitud?

—Su estado de ánimo. Si estaba contenta, triste, preocupada, nerviosa…

Luke le corta con sequedad.

—Sí, ya sé lo que significa «actitud».

Ahora la irritación que se refleja en su voz es obvia y me lo imagino mirando ceñudo al inspector, como diciendo: «¿Acaso me tomas por idiota?».

Me estrujo el cerebro intentando recordar cómo me he sentido últimamente. Las olas que rompen en la orilla de mi consciencia están teñidas de tristeza, enfado y miedo, pero no alcanzo a comprender el porqué.

Luke tarda en contestar, así que debe de estar dándole vueltas a la pregunta que le ha hecho el inspector. Seguro que quiere darle la respuesta adecuada. Si los neblinosos recuerdos que flotan en mi mente no me engañan, es una respuesta que probablemente me vea obligada a rebatir más adelante.

Estoy empezando a recordar, aunque lo que me viene a la mente no son recuerdos concretos. Se trata de sensaciones que no llegan en un goteo, sino en oleadas. Siento cómo va resurgiendo la ira y me pregunto si Luke estará pensando en lo enfadada que he estado, en lo testaruda que me he vuelto. ¿Qué fue lo que me dijo durante aquella discusión que tuvimos? Ah, sí, ya me acuerdo, me dijo que estaba comportándome como una jodida loca. ¿Se lo contará al detective? Si lo hace, ¿le confesará cuál es la causa de que me comporte así?

—Clare ha estado sometida a mucha presión últimamente, tiene muchos frentes abiertos —contesta al fin.

—¿En qué sentido? —insiste el inspector.

—Está resultándole difícil acostumbrarse a ciertos cambios que ha habido en su vida personal. —Seguro que por dentro está pensando: «¿Y a ti qué coño te importa?».

Lucho por entender lo que pasa, no sé a qué cambios en mi vida personal se refiere. ¿Qué cojones habrá pasado?, ¿por qué he acabado en el hospital?

No encuentro la respuesta de inmediato, pero en ese corto lapso de tiempo un ominoso presentimiento se cuela sibilino en la habitación, avanza lentamente hacia mí y envuelve mi cuerpo. Una gélida sensación me inunda, se me eriza el vello de los brazos y tomo conciencia de que ha pasado algo horrible. He hecho algo tan terrible que mi mente está intentando bloquearlo, algo que soy incapaz de asimilar.

Yo, Clare Tennison, soy una buena persona. Soy una mujer con una exitosa carrera profesional, ya que soy socia en el bufete de abogados Carr, Tennison & Eggar; soy una hija que quiere y respeta a su madre, Marion; soy la abnegada madre de dos hijas, Chloe y Hannah; Luke tiene en mí a una esposa que le ama y le apoya. ¡Por Dios, si hasta soy miembro del consejo escolar!

Clare Tennison no comete maldades, así que ¿a qué se debe este miedo impregnado de culpabilidad?, ¿qué es lo que he hecho?

No quiero que llegue el siguiente segundo. Intento bloquearlo, hacer que el tiempo quede en suspenso, permanecer ajena a esta realidad. Vivir con temor, por muy horrible que sea, es preferible a la alternativa, a vivir siendo consciente de lo que he hecho.

¡Zas!

He recobrado la memoria. Recuerdo, con tanta claridad como si estuviera mirando a través de un vidrio pulido con esmero, qué es lo que he hecho exactamente.

Veo mis manos en el volante, conduciendo el coche, mientras circulo a toda velocidad rumbo a casa. La aguja del velocímetro sube y baja, la del cuentarrevoluciones asciende y cae conforme cambio de marcha y manejo el coche por las estrechas carreteras. Los setos se desdibujan en mi visión periférica y los árboles pasan zumbando en una borrosa amalgama que me recuerda a una acuarela emborronada.

Tardo un momento en darme cuenta de que ella está ahí delante, de que la tengo justo enfrente y una tonelada de metal va a arrollarla. ¿Cómo es posible que no la haya visto? Estamos a plena luz del día, el cielo está despejado; no tengo el sol de frente, así que no me ciega, y no hay lluvia alguna que esté dificultando la visibilidad. Tengo una vista completamente despejada. Ella aparece de la nada, aparece justo frente a mí. Grito y piso de golpe el freno, oigo el chirrido de la goma contra el asfalto mientras las ruedas se agarran al suelo. Doy un volantazo hacia la izquierda para intentar esquivarla, pero ya es demasiado tarde.

El nítido e innegable recuerdo del golpe hace que se me revuelva el estómago y creo que voy a vomitar, pero lo que emerge de mí es un sonido que me sale de lo más hondo, que asciende desde el fondo de mi estómago y arranca a su paso mi corazón. Para cuando escapa de mi garganta se ha convertido en un grito de dolor descarnado, un dolor tan intenso que está más allá de las lágrimas. Mi cuerpo se enrosca de forma involuntaria en posición fetal. La escayola me impide mover el brazo izquierdo, pero mi otra mano cubre mi vendada cabeza como si estuviera preparándome para el aterrizaje forzoso de un vuelo condenado al desastre. Noto que un tubo tironea de mi brazo, algo se arranca de mi mano.

Lo siguiente que sé es que hay un revuelo de gente a mi alrededor… enfermeras. La primera de ellas, con palabras tranquilizadoras a la par que firmes, está pidiéndome que me calme, me dice que todo va a salir bien; la segunda, con palabras más severas, está diciéndome que no forcejee, que estoy sacando la vía intravenosa, que voy a hacerme daño. Y también oigo la voz de Luke, una voz fuerte y suave a la vez.

—Shh… Tranquila, cielo… —está diciéndome, empleando el apelativo cariñoso que últimamente no he oído salir de sus labios.

Su tono de voz es parecido al que usa con las niñas cuando están alteradas, como cuando Chloe se ha caído y se ha hecho un rasguño en la rodilla o Hannah descubrió que el ratoncito Pérez no existe de verdad.

—Tranquila, no pasa nada. Todo va a salir bien, te lo prometo.

Quiero creerle, de verdad que sí, pero ¿cómo puedo hacerlo si soy responsable de un crimen tan terrible? Mi cuerpo se sacude con una arcada y emerge un nuevo sollozo.

Lo último que recuerdo es la fría sensación de un líquido penetrando por el dorso de mi mano, el dolor al sentir cómo asciende por el brazo. Noto cómo mi cuerpo va relajándose, y entonces el mundo que me rodea se desvanece mientras mi mente viaja de vuelta al punto de inicio de esta pesadilla.

2

 

 

 

 

 

Seis semanas antes…

 

 

Creo por un instante que no tengo que levantarme para ir a trabajar, tengo la sensación de que debe de tratarse de un relajado domingo de verano. El sol de finales de septiembre está aferrándose aún a días algo más cálidos, y una suave y refrescante brisa mece de vez en cuando la cortina de gasa. Me gusta dormir con la ventana abierta, en cierto modo me hace sentirme libre.

Pero el aplastante peso de la realidad me envuelve conforme voy emergiendo más y más al mundo consciente. No me siento libre, y mucho menos en esta época del año, cuando con cada día que pasa va acercándose el cumpleaños de mi hermana.

Me vuelvo hacia un lado y me acurruco contra Luke, que aún sigue dormido, buscando consuelo en el mero contacto con otro ser humano. Le echo un vistazo a mi reloj y gimo quejicosa al darme cuenta de que es lunes, alargo el brazo y apago la alarma del despertador. No sé por qué me molesté en ponerla, en estos últimos días no la he necesitado porque el sueño parece haberse enemistado conmigo.

Pienso en mamá y en cómo, ahora que estamos en septiembre, el tiempo que se detiene a mirar el calendario va alargándose un poquitín más con el paso de los días. Ella va marcando en silencio el paso del tiempo y los niveles de ansiedad van creciendo conforme se acerca inexorable el veintiocho, que llegará en cuestión de cuarenta y ocho horas. A estas alturas ya tendría que haberme acostumbrado a esta pauta, ya que estos veinte años que han pasado han sido prácticamente una vida entera para mí, pero nunca alcanzo a estar preparada del todo para la intensidad de las emociones que evoca esta fecha. Es como si, conforme he ido haciéndome mayor, la ausencia de mi hermana hubiera ido acrecentándose y profundizándose, como si el dolor hubiera ido agudizándose y volviéndose más desgarrador aún. El dolor de mi madre y el mío propio.

A lo largo de los años he deseado en multitud de ocasiones que Alice estuviera aquí. No solo por la angustia de mi madre, sino porque, egoístamente, siempre he anhelado que desaparecieran los negros nubarrones que se cernían sobre nosotras. De pequeña no quería que se me conociera como la hermana de la niña a la que su padre se había llevado a América para nunca regresar, ni la hija de la madre con el corazón roto. Quería ser Clare Kennedy, tan solo quería ser normal.

De hecho, sigo queriéndolo.

Aún me queda hora y media antes de tener que dar comienzo a la operación militar que supone levantar a las niñas y prepararlas para ir al cole y a la guardería, así que me arrebujo un poco más contra Luke; a veces da la impresión de que tiene la capacidad de absorber mi tristeza y mi preocupación, de que puede succionarlas para que mis sentimientos puedan moverse con libertad y dejen de estar reprimidos.

Al notar que se mueve ligeramente al ir despertando lo aprieto con más fuerza contra mí con el brazo con el que rodeo su cuerpo, lo abrazo con suavidad. Tras ocho años de matrimonio y dos hijas, nunca nos hemos cansado el uno del otro. Él se da la vuelta y me besa.

—Buenos días, cielo —me dice, sin abrir los ojos, antes de darme la espalda de nuevo—. Buenas noches, cielo.

—¡Oye, colega, ni se te ocurra dormirte otra vez! —le susurro al oído, mientras deslizo la mano por su cuerpo y le atraigo de nuevo contra mí.

Él abre un ojo y lanza una mirada hacia el despertador.

—¡Por Dios, Clare, pero si son las cinco y media de la madrugada!

—¿Qué más da la hora que sea?

Le beso para acallar sus protestas y noto cómo su boca se curva en una sonrisa. Abre el otro ojo y me dice, sonriente:

—¡Estás haciendo trampa!

Me cubre con su cuerpo, me envuelve entre sus brazos y, por un rato, me doy el lujo de olvidar los desafíos de la vida real.

 

 

—¿Cómo hemos amanecido hoy? —dice mamá, al entrar en la cocina.

Luke y yo vamos de acá para allá preparando el desayuno y turnándonos para indicarles a las niñas qué es lo que hay que hacer a continuación. Si bien es cierto que Hannah, que ya tiene siete años, se las arregla bastante bien por sí misma y solo hay que guiarla, Chloe solo tiene tres años y hay que estar pendiente de ella en todo momento.

Vivimos con mi madre, Marion, en la casa donde crecí. En un principio, cuando nos vinimos a vivir con ella, Luke era un artista que luchaba por labrarse un nombre y yo estaba recién salida de la uni y acababa de conseguir mi primer trabajo en un bufete. Hay quien piensa que Luke aún acarrea el hashtag de «artista que lucha por labrarse un nombre». Con ello me refiero en concreto a mi madre, aunque en su defensa debo admitir que es una mujer muy tolerante.

En estos años la familia se ha expandido. Han llegado a nuestras vidas las niñas y ahora somos cinco los que vivimos en la casa, pero por suerte este lugar es una vieja rectoría lo bastante grande para que mamá disponga de una sala de estar propia y Luke de un estudio en el anexo de la casa.

«Es una tontería que yo viva sola en esta casa tan enorme, y el precio de la vivienda en Brighton está por las nubes». Dijo mi madre en aquel entonces. «Además, así me haréis compañía. Podré estar cerca de las niñas mientras las veo crecer, y vosotros tendréis una niñera en casa».

Si bien es cierto que tenía toda la razón en eso, que eran argumentos de peso y muy pragmáticos, en el fondo las dos sabíamos cuál era la verdadera razón por la que yo jamás me iría a vivir a otra parte.

Después de lo que había sucedido, yo nunca me habría mudado a otro sitio; a decir verdad, ni siquiera estaba segura de si habría sido capaz de hacerlo, por mucho que mi corazón me instara a optar por la opción por la que Luke se decantaba: que nos compráramos una casa propia donde crear juntos nuestros propios recuerdos. Mi conciencia no me lo permitía, no podía dejar sola a mi madre.

«No puedes seguir siendo cautiva de algo que pasó en tu niñez», me dijo él una noche, mientras yacíamos en la cama, en un último intento de hacerme cambiar de opinión.

La verdad era que sí que podía seguir siendo cautiva, y que siempre supe que las cosas serían así. Tan solo podrían cambiar si Alice regresara a casa.

—Venga, Chloe, vamos a la mesa —le digo a mi hija, antes de levantarla de la manta de juegos—. Buenos días, mamá.

Siento a la niña en la trona y la acerco un poco más a la mesa. Luke, quien está silbando mientras prepara el té, me pasa un bol de cereales.

—Alguien se ha levantado muy contento esta mañana —comenta mi madre, mientras se sirve una tostada. A pesar de la sonrisa, la delata el tono apagado de voz.

Luke y yo intercambiamos una mirada.

—Hace una mañana fantástica, el sol brilla y estoy rodeado de mi familia, incluyéndote a ti —dice él con entusiasmo, antes de lanzarle la más brillante de sus sonrisas en un intento de animarla.

Ella desvía la mirada, sus ojos buscan de forma automática el calendario que hay colgado en la pared y se posan en la fecha de pasado mañana.

—Hoy tengo que ir al pueblo a recoger una cosa en la joyería.

No hace falta que nos diga que se trata del regalo de cumpleaños de Alice, todos lo sabemos. Cada año sin falta le compra un regalo para su cumpleaños y otro en Navidad, para cuando vuelva a casa. Nunca es «por si Alice vuelve», siempre es «para cuando vuelva».

—Puedo llevarte si quieres —se ofrece Luke—. Dejamos en la guardería a Chloe y después nos vamos directos a la joyería.

—¿En serio?, ¡te lo agradecería mucho! —La sonrisa de mamá es más cálida en esta ocasión.

Me gusta que exista una buena relación entre los dos, es algo que facilita mucho la convivencia. Casi todos nuestros conocidos suelen aprovechar la cena para disfrutar de algo de tiempo en familia, pero en casa de los Tennison la comida que se comparte en familia es el desayuno. Yo llego de trabajar muchas veces hacia el anochecer, y para entonces ya es muy tarde para que cenen las niñas. Soy consciente de que Luke preferiría que las cosas fueran distintas, pero siempre se esfuerza por el bien de todos.

—Hannah, hoy tienes clase de flauta —le recuerdo a mi hija, mientras conduzco una cucharada de cereales tras otra hacia la boca de Chloe—. Que no se te olvide, Luke. Me parece que el cuaderno de música aún sigue encima del piano, en la sala de estar.

—Eh… Sí, todo está bajo control —me contesta él, antes de inclinarse hacia Hannah y susurrar con teatralidad—: ¿Tienes tú el libro?

La niña me lanza una mirada antes de contestarle en voz baja.

—No, creía que lo tenías tú.

Finjo no darme cuenta de que Luke se lleva un dedo a los labios y susurra:

—Deja esta misión en mis manos, yo me encargo.

Hannah suelta una risita, y cuando miro a Luke este me guiña el ojo y finge con teatralidad estar muy centrado en servir el té.

—¡Madre mía, qué tarde es! —exclamo, antes de apresurarme a darle otra cucharada de cereales a Chloe—. Tengo la reunión o, mejor dicho, el combate de los lunes a las nueve con Tom y Leonard. ¡Venga, Chloe, cómete esto!

Luke me quita la cuchara de la mano y me dice con calma:

—Anda, vete ya. No hay que hacer esperar al jefe.

—Leonard ya no es mi jefe —le recuerdo. Me tomo a toda prisa la taza de té que acaba de servirme, está caliente y me quema la garganta—. Recuerda que ahora soy una socia igualitaria.

—Ya, pero sigues comportándote como si aún lo fuera. Y no solo él, Tom también. Que sean ellos los que te esperen a ti por una vez.

Hago caso omiso del comentario y me despido de las niñas con sendos besos.

—Que paséis un gran día, mis preciosidades. Hannah, no te olvides de entregarle a tu profesora el permiso para la competición de natación. Chloe, pórtate bien en la guardería. Mamá os quiere muchísimo a las dos.

—¡Yo también te quiero! —exclama Hannah, tirándome besos, mientras yo rodeo la mesa.

¡O dambén de ero! —repite Chloe, con la boca llena de cereales con leche.

—No te olvides de que al salir del cole irás a casa de Daisy —le digo a Hannah, antes de asegurarme de que Luke recuerda lo acordado—. Pippa recogerá a Hannah y le dará de merendar, después la traerá a casa.

Pippa es una de las pocas amigas que tengo en el pueblo, aunque seguramente no hubiera llegado a conocerla si nuestras hijas no se hubieran hecho amigas en el cole.

—Hasta luego, mamá. —Me despido de ella con un beso en la mejilla y después me inclino hacia delante para besar a Luke, que me agarra de la cintura y alarga el beso un poco más de lo necesario.

—¡A por ellos, cielo! ¡Tú puedes con ese combate en la jungla! —me suelta y lanza unos puñetazos al aire, como imitando a Alí boxeando—. ¡Flota como una mariposa, usa tu aguijón como una abeja!

Me recorre una oleada de amor por este hombre. Es mi mejor amigo, mi amante, mi marido, mi todo. Choco los cinco con él antes de agarrar mi chaqueta, que está en el respaldo de una silla, y tras salir de la cocina cruzo el vestíbulo. Allí están esperándome mi maletín y mi carretilla de transporte, que está cargada con un montón de expedientes que traje a casa para leerlos durante el fin de semana. Me detengo en la puerta, me vuelvo a mirar por encima del hombro y digo en voz alta:

—¡No os olvidéis…!

Antes de que pueda terminar la frase, Luke y Hannah dicen al unísono:

—¡La flauta!

 

 

El trayecto desde el pueblo donde vivimos hasta Brighton dura una media hora en un buen día, y hoy es uno de ellos. Tengo la radio encendida y procuro no pensar en Alice, me pongo a cantar la canción que está sonando y cuando los últimos acordes quedan atrás el locutor anuncia que la siguiente pertenece al disco retro de la semana. Me basta con oír las primeras notas para saber que se trata de Slipping Through My Fingers, de Abba, y de repente el corazón me da un vuelco y las lágrimas inundan mis ojos con semejante fuerza que durante unos segundos la carretera que tengo frente a mí se convierte en un borrón difuso. Esta canción siempre me recuerda tanto a mamá como al agujero que Alice dejó en nuestras vidas. El claxon de otro coche logra que mi mente se centre de golpe en la carretera y el corazón me da otro vuelco, pero en esta ocasión es una reacción provocada por la adrenalina al darme cuenta de que acabo de saltarme un semáforo en rojo.

—¡Mierda!

Piso de golpe el freno para evitar colisionar contra un coche que viene de frente. Si mi vehículo tuviera pelo se le habría puesto de punta, doy gracias por el sistema antibloqueo de mi BMW. Le hago un gesto de disculpa con la mano al otro conductor, quien, afortunadamente, también ha tenido el tino de frenar.

No sé leer los labios, pero estoy bastante segura de que está empleando todos los epítetos poco halagadores que aparecen en el diccionario para describirnos a mi forma de conducir y a mí. Articulo «perdón» con los labios, y él da marcha atrás con su coche y se larga a todo gas con un estridente chirrido de ruedas y un airado gesto final.

Varios minutos después entro en el aparcamiento del bufete de abogados Carr, Tennison & Eggar sin haber sufrido ningún otro incidente, y me tomo un momento para mirarme en el retrovisor y comprobar cómo tengo el maquillaje. No quiero entrar a trabajar con regueros negros de rímel bajándome por la cara.

Una vez que siento que he recobrado la compostura, agarro mis cosas y abro la puerta del bufete, que se encuentra en una casa unifamiliar de los años treinta reformada.

—Buenos días, Nina —saludo a la recepcionista, mientras mantengo abierta la puerta con la cadera y entro la carretilla.

—Buenos días, Clare. —A juzgar por cómo me mira, está claro que no he logrado disimular las lágrimas, pero no hace ningún comentario al respecto—. Tom y Leonard ya están en la sala de reuniones. —Indica con un gesto de la cabeza las puertas dobles de vidrio esmerilado situadas al otro lado del vestíbulo.

Miro mi reloj para ver qué hora es, y al ver que son las nueve menos diez decido que pueden esperar mientras llevo los expedientes a mi despacho y me retoco el maquillaje.

Sandy, mi secretaria, está sentada tras su escritorio, en la pequeña sala de espera que precede a mi despacho.

—Buenos días, Sandy. ¿Cómo te ha ido el fin de semana?

—¡Buenos días! Bien, gracias. ¿Y a ti?

—Bien también, gracias.

Eludo su mirada para intentar que no vea lo mal que llevo el maquillaje. Tengo un espejo en el interior de la puerta del armario alto con archivadores de mi despacho, estoy limpiándome a toda prisa las manchas de rímel con un pañuelo de papel cuando Leonard entra sin llamar.

—¡Ah, por fin te encuentro! —Se detiene y su astuta mirada evalúa la situación con rapidez—. ¿Estás bien?

—Sí. Bueno, al menos ahora. —Lo miro a través del espejo mientras sigo aplicándome el rímel.

—¿Seguro?

—Sí, por completo. He tenido un percance en la carretera, es lunes por la mañana y la gente está malhumorada.

—¿Ha sido por tu culpa?

Mi titubeo me delata mientras me debato entre ser sincera o no, y él cierra la puerta y se acerca a mí.

—¿Seguro que estás bien? Soy consciente de lo que significa esta semana para ti.

Agacho la cabeza, me siento avergonzada. No solo por mi falta de concentración, sino porque tengo los sentimientos más a flor de piel de lo que me gustaría admitir. Le miro a través del espejo intentando mostrarme segura de mí misma, me paso el cepillo del rímel por las pestañas una última vez y afirmo sonriente:

—Estoy perfectamente bien, te lo aseguro, pero gracias por preguntar.

Él me da unas paternales palmaditas en el brazo antes de adoptar de nuevo una sobria actitud profesional.

—Vamos, estamos esperándote. No puedo alargar demasiado la reunión, esa dichosa señora Freeman va a venir a verme.

—¿La señora Freeman? —Intento recordar si el nombre se mencionó en la anterior reunión de los lunes mientras guardo el rímel en el bolsillo de mi chaqueta y salgo del despacho tras él.

—Sí. Vaya vieja con cara de vinagre, es increíble que su marido la haya aguantado durante tanto tiempo. Qué quieres que te diga, debe de haber sido buenísima en la cama… aunque antes habría que cubrirle la cabeza con una bolsa para no verla, y habría que cubrirse también la de uno mismo por si acaso se cae la de ella.

—¡Leonard, no puedes decir ese tipo de cosas!

No puedo evitar sonreír ante su comentario a pesar de mi intento por reprenderle. Es un hombre extremadamente sincero y puede llegar a resultar grosero, pero eso es algo que ha dado pie a un sinfín de anécdotas divertidas a lo largo de los años.

Cuando llegamos a la sala de reuniones encontramos a Tom parado en la puerta acristalada que da a los jardines privados de la casa, se vuelve al oírnos entrar y dice sonriente:

—¡Perfecto, la has encontrado! —Ocupa su puesto en la mesa—. Ya te tengo preparado un café, Clare. ¿Has tenido un buen fin de semana?

—Sí, gracias —le contesto, antes de sentarme también.

En realidad me gustaría contestarle que no, que la verdad es que ha sido un fin de semana de mierda, que da la impresión de que a mamá está costándole más que nunca lidiar con la situación conforme se acerca otro cumpleaños más, pero me abstengo de hacerlo. Tom sabe cómo están las cosas, ha pasado por el abanico entero de emociones junto a mí durante estos años. Así que opto por desviar la conversación.

—Es una lástima que no vinieras a la barbacoa, ¿se solucionaron al final las cosas?

—Sí, siento no haber podido ir —contesta él—. Isabella decidió que quería a Lottie de vuelta para no sé qué fiesta en honor a su abuela.

—¿Isabella sigue dándote la lata? —le pregunta Leonard, mientras ocupa su puesto en la cabecera de la mesa.

—De vez en cuando. Lo típico, me pide dinero. Su última ocurrencia es que quiere llevarse a Lottie a esquiar a Nueva York, el viajecito va a costar una fortuna y soy yo quien va a tener que costearlo. ¿Qué ha sido de los viajes de una semana en la costa?

—Eso te pasa por no tener un acuerdo prenupcial —afirma Leonard antes de abrir su cuaderno, colocarlo ante sí sobre la mesa y sacar su pluma estilográfica Mont Blanc del bolsillo interior de la chaqueta—. ¿Cómo crees que he sobrevivido yo a tres divorcios?

Intercambio una sonrisa de solidaridad con Tom. Leonard siempre está dando la lata con el tema de los acuerdos prenupciales y la importancia que tienen.

—Lección aprendida —le asegura Tom.

—Y tú aún puedes conseguir uno postnupcial. —Leonard hace el comentario sin alzar la mirada del cuaderno, pero da unos golpecitos en la mesa con la pluma frente a mí.

—A Luke y a mí nos ha ido muy bien hasta ahora, así que no creo que tengamos problemas. —Sus palabras me han sentado un poco mal.

—Ya. El orgullo precede a la caída, tenlo en cuenta.

No le contesto, es una conversación que no va a llevarnos a ninguna parte. Jamás vamos a ponernos de acuerdo en esto. Al ver que Tom alza la cabeza y me pregunta con la mirada si estoy bien, yo contesto con un breve asentimiento de cabeza, y a partir de ahí nos centramos en el trabajo.

El combate de los lunes por la mañana (así llamamos en broma a esta reunión semanal) es la oportunidad perfecta para que cada uno mantenga informados a los otros dos sobre los casos en los que está trabajando. Leonard es muy meticuloso en lo que al trabajo se refiere, y para él esta reunión es un elemento crucial para que estemos bien organizados. Así, si alguno de los tres está fuera, los otros dos pueden hacerse cargo de sus casos. Y también es una forma muy agradable de empezar la semana laboral y de mantener el ambiente familiar que impera en el bufete, que es algo que los tres valoramos muchísimo.

 

 

Una vez que el combate ha terminado y que concluye mi cita de la mañana, voy a ver si Tom está disponible. Su secretaria, que está tecleando a toda velocidad, alza la mirada y me lanza una breve sonrisa, pero prosigue con su trabajo. Tom tiene la puerta abierta, lo que indica que no está ocupado. Ninguno de los tres somos tan pretenciosos como para exigir que se nos anuncie.

—¡Toc, toc! —le digo al entrar—, ¿te apetece un café? —Alzo las dos tazas que traigo.

—¡Mis palabras preferidas! —contesta él.

Tom y yo fuimos juntos a la universidad y nos graduamos a la vez. Tuvimos una breve relación durante nuestra época de estudiantes, pero una vez que terminamos la carrera decidimos que era mejor dejar dicha relación tras las puertas de Oxford, ya que los dos éramos ambiciosos y queríamos forjarnos una carrera profesional; aun así, tras separarnos seguimos estando en contacto y fui yo quien, un año después de entrar a trabajar en el bufete, le avisó de que había una vacante. A ambos se nos ofreció al mismo tiempo la oportunidad de convertirnos en socios.

Cierro la puerta con el talón del pie, le acerco la taza de café y se la dejo encima del escritorio.

—Bueno, ahora que estamos solos, ¿quieres contarme lo que pasó realmente ayer? —le digo, mientras me siento en la silla que tiene enfrente.

—Eso es lo que me gusta de ti, nada de preámbulos. No te andas con rodeos hasta llegar al motivo real de tu visita, vas directa a la yugular.

—Si me anduviese con rodeos, tú me pedirías que fuera al grano.

—En eso tienes razón. En fin, no hay nada que contar. Isabella se puso en plan arpía celosa cuando se dio cuenta de que yo iba a llevar a Lottie a tu casa. Ya sabes, lo de siempre.

—Es bastante patético que siga comportándose así —comento, ceñuda—. ¿Cuánto tiempo lleváis divorciados?, ¿tres años?

—Ya la conoces.

Lamentablemente, así es. En confianza, Tom siempre dice que la culpa de que su exmujer sea tan temperamental y celosa la tiene el hecho de que tenga sangre italiana; yo, por mi parte, doy gracias porque Luke se toma con mucha más filosofía lo de mi pasado con Tom.

—Bueno, ya basta de hablar de mí. ¿Cómo estás tú? —me pregunta él.

Me tomo un momento para decidir si debería hacerme la tonta y fingir que no sé a qué se refiere, pero descarto la idea. Tom es más que consciente de la importancia que tiene la fecha que se atisba como un amenazante nubarrón negro en el horizonte. Suelto un suspiro antes de admitir:

—Es una semana difícil y el ánimo de mamá va a peor con cada día que pasa. Yo esperaba que se animara un poco al juntarnos todos este fin de semana y la verdad es que la pobre lo intentó, pero me di cuenta de que en realidad estaba fingiendo. Leonard la trató genial, pasó gran parte de la tarde pendiente de ella y me dio la impresión de que ella lo agradeció.

—Te he preguntado por ti. Ya sé cómo es tu madre, para ella no hay alivio alguno. —Toma un poco de café antes de añadir—: Quiero saber cómo estás tú, Clare. ¿Duermes bien? Se te ve bastante cansada.

Suelto una carcajada llena de ironía al oír sus palabras.

—¿Es esa tu forma de decirme que tengo un aspecto horrible?

—Eso lo has dicho tú, no yo.

—Para tu información, la verdad es que últimamente no duermo demasiado bien. Esta época del año siempre me desestabiliza, nunca sé cómo me siento ni cómo debería sentirme. No sé si estoy triste por mamá, por Alice o por mí. Anoche estuve planteándome si la echo de menos o si el que no esté se ha convertido en algo normal, se fue hace tanto tiempo que su ausencia forma parte de mi vida. —Miro por la ventana y hago una pequeña pausa—. Como ya sabes, a principios de año contratamos a otra agencia de detectives para intentar localizarla, pero, como siempre, no se ha encontrado ni rastro de ella.

—Es increíble que resulte tan difícil localizar a alguien hoy en día, no es como cuando nosotros estábamos buscándola.

—Supongo que podría tener otro apellido. Tiene veintipocos años, puede que hasta se haya casado. Quién sabe, a lo mejor no quiere que la encuentren.

—Sí, es verdad. ¿Le has planteado esa posibilidad a tu madre?

—Se ha mencionado alguna que otra vez. Mi madre no es tonta, pero no se siente capaz de seguir adelante hasta que sepa la verdad, sea cual sea. Lo que pasa es que me resulta muy difícil lidiar con este torbellino de emociones exacerbadas que se crea en esta época del año y me da miedo, no sé cómo canalizarlo.

El teléfono de Tom empieza a sonar, es una llamada interna.

—Hola, Nina. Sí, aquí está. —Me mira mientras escucha a la recepcionista, se pone serio—. Vale, gracias… Hola, Luke, soy Tom. Ya te la paso. —Me ofrece el teléfono.

Luke no me llama nunca al trabajo, tenemos acordado que tan solo lo haga en caso de emergencia, así que me apresuro a agarrar el teléfono.

—¿Qué pasa?, ¿les ha pasado algo a las niñas?

—No, ellas están bien. —A pesar de sus palabras detecto cierta tensión en su voz, así que me preparo para recibir una mala noticia, pero él se anticipa a la pregunta que estoy a punto de hacerle—. Y tu madre también. No ha pasado nada malo…

—Entonces, ¿qué es lo que pasa?

—Tu madre ha recibido un sobresalto, tienes que venir a casa.

—¿Cómo que un sobresalto?, ¿qué quieres decir?

Miro a Tom como si él pudiera ser de alguna ayuda, y me indica el teléfono con un gesto.

—¿Quieres que hable yo con él?

Le digo que no con la cabeza, Luke está hablándome.

—Clare, cielo, tu madre ha recibido una carta. —Mi marido se interrumpe y me lo imagino moviéndose nervioso, percibo la tensión a través de la línea telefónica—. Una carta de… de Alice.

Sus palabras me dejan sin aliento, trago una bocanada de aire.

—¿De Alice?

—Pues sí.

—¿De mi hermana Alice?

—Eso parece.

—¡Mierda! —Ya estoy poniéndome en pie. Me flaquean las piernas y apoyo una mano en el respaldo de la silla para sostenerme—. ¡Voy para allá!