hc3908.jpg

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

La mujer de cristal

Título original: The Glass Woman

Publicado originalmente por Penguin Books Ltd, London

© 2019, Caroline Lea

© 2019, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

© De la traducción del inglés, Victoria Horrillo Ledesma

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: CalderónStudio

Imágenes de cubierta: Dreamstime y Shutterstock

 

ISBN: 978-84-9139-377-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Primera parte

Rósa

Segunda parte

Rósa

Tercera parte

Jón

Rósa

Jón

Rósa

Jón

Cuarta parte

Rósa

Jón

Rósa

Jón

Quinta parte

Rósa

Jón

Rósa

Jón

Rósa

Sexta parte

Rósa

Jón

Rósa

Jón

Séptima parte

Rósa

Una semana antes

Jón

Glosario de palabras islandesas

Agradecimientos

Nota de la autora

Prólogo

 

 

 

 

 

Stykkishólmur, Islandia, noviembre de 1686

 

El día que tiembla la tierra, un cuerpo emerge de la panza del mar cubierto por una costra de hielo. Los dedos blancos se agitan como si estuvieran vivos.

Los hombres y mujeres de Stykkishólmur salen a trompicones al aire frío, lanzan maldiciones mientras los temblores arrojan terrones de turba sobre sus cabezas. Pero al ver el brazo haciéndoles señas desde el agua helada se paran en seco, boquiabiertos, dejando a medias las palabras.

Los hombres se lanzan adelante, gatean por los rugosos montículos de agua solidificada. Es un trabajo arduo. Él se afana entre los demás, la mano apoyada en la herida palpitante del costado. Cada sacudido de sus botas de piel de foca sobre el hielo le desgarra el aliento.

Detrás de él, la gente mira, a salvo sobre la nieve y la tierra helada. Nota cómo sopesan cada uno de sus pasos confiando en que el hielo ceda.

Recuerda cómo llevó el pesado cuerpo en la sábana enrollada, lastrado con piedras; recuerda cómo le dolía la herida mientras escarbaban entre la nieve y rompían el hielo con largas varas antes de arrojar el cuerpo dentro. El mar se lo tragó enseguida: un destello blanco esfumándose en la oscuridad. Pero el recuerdo del cuerpo pervivió, como las escenas salpicadas de sangre del final de las sagas: esos relatos ancestrales y ardorosos que se cuentan a los niños desde la cuna y que inculcan a todo islandés la comprensión de la violencia.

Seis días atrás, masculló una oración sobre el agua negra y luego regresaron afanosamente a la casa. Cuando menguó la luna, una costra de hielo había cubierto el agujero y, cuando la pálida penumbra del sol invernal tiñó el cielo, la nieve lo tapó por completo. Los elementos esconden un sinfín de pecados.

Pero en Islandia la tierra nunca está quieta. Los temblores quejumbrosos o la succión de las aguas debían de haber desalojado las piedras y el cuerpo ha aflorado, meciéndose, y se ha abierto paso entre las grietas del hielo. Y aquí está. Saludando.

Resbala y cae pesadamente, gruñe cuando el golpe contra el hielo le atraviesa, punzante, el costado. Pero debe seguir adelante. Se endereza con esfuerzo, gime de dolor. El hielo se rompe bajo sus botas. Debajo de él, el agua negra traga, infinita y hambrienta. Él avanza con cuidado.

«Despacio. Despacio».

La tierra se estremece otra vez. No es más que la sacudida de un perro mojado, pero basta para hacerlo caer de rodillas. El mundo se reduce a planchas de hielo rasposas, en constante movimiento. Yace boca abajo, jadeando, a la espera del crujido que resonará como un hueso al romperse. Será el último ruido que oiga antes de que el mar se lo trague.

El hielo se queda inmóvil. El mundo deja de temblar. Se hace el silencio.

Se pone de rodillas y los dos hombres que van a su lado hacen lo mismo.

Intercambian una mirada y él asiente. El hielo se queja. Debajo, la negra corriente se filtra como un secreto.

—¡Aprisa o se os llevará otro temblor! —grita alguien en la orilla.

Suspira y se restriega el pelo con las manos.

—Sería mejor dejarlo —dice uno de los hombres, alto y de ojos negros, como si estuviera hecho de la misma roca volcánica y cambiante que la tierra.

El otro, de piel clara y cabello rojo como un celta, asiente.

—Hasta la primavera. Con más luz, se derretirá el hielo.

Él se rasca la barba; luego menea la cabeza.

—Tenemos que sacarlo ahora… Tengo que sacarlo.

El más alto frunce el ceño, sus ojos oscuros se ennegrecen más aún.

—Volved —dice él—. No os arriesguéis.

 

 

Pero los otros hombres también menean la cabeza.

—Nos quedamos —dice el más alto quedamente.

La gente de la orilla sigue mirándolos: son diez personas, pero su nerviosismo y sus murmullos hacen que parezcan más. Se apiñan en grupos y mascullan, las bocas ocultas tras las manos cubiertas con mitones. Sus palabras forman grises vaharadas de sonido en el aire helado: el veneno circula como un miasma.

Ahora están más cerca del agua. El hielo se resquebraja bajo sus botas. Él levanta una mano. Se detienen.

Se tumba boca abajo y avanza despacio. Menos de un palmo por debajo de él, ve el abismo negro del mar. Delante de él, la figura envuelta en un sudario blanco se mece en el agua. Los dedos helados lo llaman, invitándolo a acercarse.

El hielo rechina los dientes.

Tantea con la guadaña y siente, con un arrebato de exaltación, que se traba en la ropa. Tira. El cadáver se acerca flotando; la mano pálida, tendida hacia su cara, oscila. Él se retira. Luego, la tela se rompe y se suelta de la guadaña. El cadáver se aleja.

—Déjalo —gruñe el hombre de cabello moreno.

Él vuelve a estirarse, tiende la guadaña. Sus músculos fríos protestan a gritos y su brazo se estremece sacudido por el esfuerzo. De un envión, la punta metálica traspasa la sábana. Él hace una mueca, como si el frío metal hubiera traspasado su propia piel; luego cierra los ojos, respira hondo y vuelve a empujar. La hoja se hunde en la carne.

Los otros dos hombres lo sujetan cuando empieza a tirar del cuerpo para sacarlo del agua. Una silueta oscura emerge despacio y cae salpicando sobre el hielo.

—Lo siento —dice con voz ronca.

Acarrean el pesado fardo por la banquisa, de vuelta a tierra.

Procura no mirar la mano muerta, que va rozando el hielo y la nieve medio derretida, como un niño recogiendo nieve para hacer con ella una bola. El humo de las hogueras de los predios cercanos dibuja garabatos negros en el aire gélido: oscuros signos rúnicos que se superponen al aliento blanco y nervioso de los aldeanos.

Al acercarse los hombres a la orilla, los aldeanos se adelantan, se agitan como ansiosas aves carroñeras, pugnando por ser los primeros en cebarse con este inesperado festín.

Primera parte

 

 

Largas son las pruebas que ha de soportar un hombre.

Proverbio islandés, de la Saga de Grettir el Fuerte