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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Jennifer Taylor

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Sentimientos a prueba, n.º 1185 - julio 2019

Título original: Tender Loving Care

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-404-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Y CON estos hacen ciento veintinueve! –dijo la enfermera Sarah Harris cuando entró en la enfermería. Se acercó a la pizarra y escribió la cifra junto a su nombre–. La señora Peters ha tenido gemelos –explicó.

–¡Debía habérmelo imaginado! –dijo Irene Prentice, la comadrona con más antigüedad de la unidad–. ¿Qué haces con las madres, Sarah? ¿Las sobornas? El año pasado fuiste la que más partos asistió, y parece que este año también vas a ganar la competición.

–Mira quién habla. Una de tus madres tuvo trillizos la semana pasada, así que no te puedes quejar –Sarah se rio y se sirvió una taza de café. Se sentó en una silla, se quitó los zapatos y suspiró–. Qué bien se está así. Creo que estoy tan agotada como la señora Peters. Ella lo ha hecho muy bien, hacía todo lo que le decíamos, pero su marido estaba aterrorizado. Pobre hombre. Al final le hemos dado una bocanada de oxígeno para tranquilizarlo.

Irene rio y se puso en pie.

–A muchos padres les pasa eso. Espera a ver tantos desmayados como yo. De todos modos, lo importante es que él ha estado allí –sonrió y lavó su taza–. Cuando comencé a trabajar de comadrona los padres no podían estar en el parto. Recuerdo que la matrona del primer hospital en el que trabajé se quejaba porque un pobre hombre se había atrevido a preguntarle si podía estar con su esposa. Las cosas han cambiado mucho, ¡afortunadamente!

–Es cierto. Ahora es extraño que un padre no esté presente –Sarah le dio un sorbo al café–. ¿Todavía piensas retirarte, Irene? ¿Estás segura de que no te arrepentirás? No imagino dejar todo esto. ¡Me gusta tanto este trabajo!

–Ya lo sé. Y por eso lo haces tan bien. Una buena comadrona tiene que ser paciente y estable, y tú eres las dos cosas. Todas tus mamás dicen lo mismo, que no saben qué habrían hecho sin ti –Irene sonrió–. Antes yo pensaba lo mismo que tú, Sarah, pero ahora que Jack ha dejado de trabajar, me apetece tener más tiempo libre para poder hacer todo lo que habíamos planeado.

–Lo comprendo. Es una lástima que te vayas tan poco tiempo después de que se retirase el doctor Henderson –suspiró Sarah–. Las cosas ya no van a ser lo mismo.

–No, lo más probable es que no. Aunque por lo que dicen, Niall Gillespie , el que va a ocupar el puesto, es muy bueno. Pero claro, tendrá sus propias ideas acerca de cómo hay que hacer las cosas. Además, después de que sanidad haya decidido cerrar el área de maternidad del Royal y convertir Dalverston General en un centro especializado en obstetricia, las cosas tienen que cambiar.

–Lo sé. No me malinterpretes, es maravilloso que por fin nos den todo el equipo que necesitamos. La prensa ha hablado mucho acerca del cierre, pero tiene sentido que estando tan próximos los dos hospitales se intente aprovechar al máximo los recursos.

–¿Y? Tengo la sensación de que a pesar de lo que has dicho, hay algo que no te gusta.

–Supongo que en cierto modo sí. Es solo que no quiero que este sitio acabe como una de esas grandes unidades de maternidad, con mucha tecnología y poco espíritu. Dar a luz debe ser una experiencia maravillosa para una mujer. Hay que permitir que tengan a sus hijos como ellas quieran, no como convenga al equipo médico.

–¿Y qué te hace pensar que eso puede suceder aquí? –Irene frunció el ceño–. Espero que no ocurra.

–Lo más seguro es que solo sean tonterías mías –Sarah se levantó para fregar su taza–. He disfrutado mucho trabajando aquí y no puedo soportar la idea de que las cosas cambien. Solo espero que el nuevo no intente imponer su autoridad. He oído que tiene fama de ser muy estricto. Espero que su forma de hacer las cosas coincida con la nuestra.

Ella sonrió. Cuando se dio la vuelta se quedó helada al ver que un hombre de ojos verdes la miraba desde la puerta. Descubrir que él la estaba escuchando hizo que se quedara sin respiración.

Irene, al notar que pasaba algo extraño, miró a su alrededor y se sorprendió al ver al recién llegado. Antes de que pudieran decir nada, entró Elaine Roberts, la directora del hospital.

–Hola, enfermera Prentice, me alegro de verla. Y a usted también, enfermera Harris. Les presento al doctor Gillespie –Elaine sonrió al hombre que la acompañaba–. Irene Prentice es la enfermera jefe del área de maternidad, Niall. ¿Hace cuántos años trabajas aquí, Irene? ¿Veinte?

–Veintidós –dijo Irene y tendió la mano para saludar al doctor–. Encantada de conocerlo, doctor Gillespie.

–Lo mismo digo. No hay mucha gente que haya permanecido tanto tiempo en el mismo puesto.

Tenía la voz aguda y un suave acento escocés. Sarah se estremeció al oír su voz por primera vez. De repente, sintió cómo se le aceleraba el corazón. Se había sorprendido al verlo allí, pero eso no era razón para que se sintiera nerviosa y agitada.

–¿Y usted cuánto tiempo lleva trabajando aquí?

Sarah se sonrojó al percatarse de que se lo preguntaba a ella. Levantó la vista y vio que él la miraba fijamente. Cuando fue a contestar sintió que se le trababa la lengua.

–Tres, ca… casi tres años –balbuceó.

–Ya veo. ¿Y le gusta trabajar aquí? –cruzó los brazos y la miró de forma que Sarah percibió que la pregunta tenía dobles intenciones. Intentaba ordenar sus pensamientos, pero le resultaba muy difícil. ¿Por qué se sentía inquieta ante aquel hombre?

Lo miró de arriba abajo y trató de averiguar qué le provocaba ese nerviosismo. Era alto, llevaba un traje gris y una camisa blanca impoluta, tenía el pelo castaño y su peinado resaltaba sus pómulos y mandíbula prominente.

Sarah frunció el ceño al ver que no había nada en el físico de aquel hombre que justificara su extraña reacción. Tenía una cara agradable, incluso se podía decir que era guapo. Su piel era muy blanca, como si pasara muy poco tiempo al aire libre.

Lo mejor eran sus ojos verdes. A simple vista parecía que fueran transparentes y si se miraban con atención era imposible averiguar qué estaba pensando.

«Este hombre es de los que ocultan sus sentimientos», pensó Sarah. «De esos que no muestran nada de sí mismos». Se preguntaba qué era lo que no quería que la gente descubriera. Vio que él arqueaba las cejas y se dio cuenta de que estaba esperando su respuesta.

–Me gusta mucho, gracias, doctor Gillespie –contestó de forma apresurada–. Me encanta trabajar en Dalverston General.

–Entonces espero que le resulte fácil adaptarse a cualquier cambio que yo considere necesario –la miró con frialdad y después se dirigió a Elaine Roberts–. Dijiste que la siguiente visita sería la de la unidad de ginecología, ¿no?

–Sí –Elaine sonrió, pero parecía que estaba un poco desconcertada. Aún así, no tenía nada que ver con cómo se sentía Sarah.

–Creo que me ha dejado las cosas claras, ¿no crees? –dijo Sarah en cuanto cerraron la puerta.

–Eso parece –contestó Irene–. Espero que eso no sea la muestra de cómo serán las cosas en el futuro. Si es así, ¡me alegro de marcharme!

–No me extraña –dijo Sarah–. Me temo que, a partir de ahora, voy a tener que hablar con cuidado, ¿no?

Irene soltó una carcajada.

–¡Qué difícil! ¿Desde cuándo te planteas dos veces decir lo que piensas, Sarah Harris?

–¿Quieres decir que no tengo pelos en la lengua, o algo así? –preguntó riéndose a pesar del disgusto que sentía por la regañina que le había echado el doctor. Quizá lo que más le molestaba era que se lo hubiera dicho con tanta frialdad.

–Algo así –Irene se dirigió a la puerta y dijo–, voy a ver cómo está la señora Walters. Luego nos vemos. ¿Vas a ir esta noche a la fiesta de jubilación del doctor Henderson, no?

–Sí. Espero verte allí –Sarah esperó a que se marchara Irene y se puso los zapatos.

Era muy feliz desde que se había mudado a Dalverston. Quizá tendría que empezar a morderse la lengua una vez que el nuevo director de departamento había dejado claro que no aceptaba ninguna oposición. No merecía la pena arriesgar su trabajo.

Se miró en el espejo y se arregló sus rubios cabellos. La expresión de su cara era de tensión, y sus ojos color avellana reflejaban la ira contenida.

Puede que no sirviera de nada, pero si algo no le gustaba, lo diría. Para ella lo más importante era el bienestar de sus pacientes. Todo lo demás, incluido el doctor «Témpano» Gillespie, era secundario.

 

 

–Todo va muy bien, Karen. El cuello está completamente dilatado. Ya no queda mucho –Sarah secó el sudor de la frente de la mujer y sonrió.

–Creo que no va a nacer nunca… –Karen se mordió el labio al sentir otra contracción.

Sarah se inclinó hacia delante y sintió el placer que siempre sentía cuando aparecía la cabeza de un bebé. Comprobó que el cordón umbilical no estuviera enrollado en el cuello del niño y le dijo a Helen Court, una aprendiz de comadrona que estaba asistiendo el parto:

–Todo va bien. Hay que asegurarse de que el cordón no está por medio cuando el bebé saca la cabeza. Eso es lo más importante.

Helen asintió y pasó la mano con suavidad alrededor del cuello del bebé. Igual que había hecho Sarah.

–Comprendido. ¿Y luego qué?

Sarah sonrió y miró a Karen.

–¡Ahora dejamos que mamá termine el trabajo! Recuerda lo que aprendiste en las clases de preparación al parto, Karen. No empujes hasta que no sientas una contracción. Así no te agotarás.

Karen asintió con cansancio. Sonrió y miró a su marido.

–Ya no queda mucho, David.

–¡Lo estás haciendo muy bien! No puedo creer que… –se calló cuando Karen agarró su mano con fuerza al sentir otra contracción.

Sarah continuó explicándole a Helen las cosas que debía saber.

–Ves, el bebé gira la cabeza para alinearla con los hombros. Voy a bajarle un poquito la cabecita para facilitarle que saque primero ese hombro… ¡Ya sale!

Levantó al pequeño en cuanto nació. El bebé comenzó a llorar como si estuviera sorprendido por el mundo exterior y ella sonrió.

–No te gusta mucho, ¿verdad, pequeño? No te preocupes, luego todo será mejor.

Colocó al bebé sobre el vientre de su madre, y sonrió al ver la cara de felicidad de la joven pareja.

–Es una niña. Enhorabuena.

–¿Una niña? Pero… ¡pero si yo creía que iba a ser un niño! –exclamó el padre y miró con asombro a la criatura que iba a cambiar su vida.

Karen rio y lloró mientras acariciaba la cabeza del bebé.

–¡Ya te dije que no te precipitaras y no compraras las botas de fútbol!

Todos se rieron. Después Sarah continuó ayudando a Karen en la expulsión de la placenta. Comprobó que estuviera entera, para que no quedara ningún trozo dentro de la madre y corriera el riesgo de infectarse. Hizo una seña a Helen para que se retirara y dejara disfrutar unos momentos a la pareja junto a su bebé.

–Haremos todas las pruebas dentro de un momento. Hay que pesar y medir al bebé, y comprobar que no tenga las caderas abiertas. ¿Sabes lo que es el test de Apgar, verdad?

Helen asintió.

–Eso creo. Es una evaluación de las condiciones físicas del bebé, ¿no?

–Así es. Se puntúa la respiración del bebé, el color de la piel, el tono muscular y su energía en general. La máxima puntuación es diez, pero está muy bien a partir de un siete. Se evalúa nada más nacer y después un poco más tarde. De todos modos, cuando ha sido un parto fácil como este, siempre dejo que los padres disfruten del bebé antes de retirárselo. Las pruebas son muy importantes, pero a muchas madres les resulta estresante que las separen del bebé nada más dar a luz.

Se abrió la puerta de repente y ella se volvió a mirar. Se sorprendió al ver entrar al doctor Gillespie. Iba vestido con una bata verde y llevaba un estetoscopio colgado del cuello. Sonrió a la pareja y después se acercó a Sarah.

–¿Todo bien por aquí, enfermera Harris?

–Muy bien, gracias –ella contestó tratando de hablar en el mismo tono que él. No era fácil hablar con la misma frialdad.

Contuvo su enfado y presentó a Helen al nuevo jefe de obstetricia, después le pidió que preparara las tarjetas de identificación que se le ponían a los bebés antes de sacarlos de la sala de partos.

El doctor Gillespie esperó a que Sarah explicara el procedimiento. Su expresión era muy fría y ella sabía que la estaba juzgando, pero intentó disimular.

Cuando terminó de hablar con Helen, se dirigió al doctor:

–¿Continúa familiarizándose con la unidad, doctor? –preguntó de forma educada.

–Creo que ya sé dónde está todo, gracias –puso una leve sonrisa y después miró a la pareja–. ¿Ya ha hecho todas las pruebas?

Era una pregunta ridícula porque era evidente que aún no había hecho ninguna. Sarah enseguida se puso a la defensiva, aunque no sabía por qué, porque no había hecho nada malo.

–Todavía no. Me gusta dejar a los padres un rato a solas con su hijo antes de separarlos.

–¿Y este es el procedimiento habitual?

Ella lo miró a los ojos y se estremeció.

–Siempre lo hago cuando ha sido un parto sin complicaciones, como este. Creo que los padres aprecian este momento más que ningún otro. Así se hacen a la idea de que al fin ha nacido su bebé.

–Un sentimiento conmovedor, enfermera. De todos modos, considero estúpido e innecesario poner en peligro a la madre y al bebé. A partir de ahora, por favor, asegúrese de que todo se hace según las normas y que a la madre y al bebé se les practican todas las pruebas necesarias para evitar complicaciones.

Él se volvió para marcharse, pero Sarah estaba tan indignada por su comportamiento que lo agarró para detenerlo.

–Le aseguro que ni la madre ni el niño corrían riesgo alguno.

–Quizá aparentemente no –puso una gélida sonrisa y miró la mano con que Sarah lo estaba sujetando.

Ella se sonrojó y la retiró. Sentía calor en las mejillas y no podía controlarlo. Siempre que se enfadaba o se alteraba por cualquier cosa, la delataba su cara. No quiso reconocer que, en ese momento, la causa de su sonrojo era Niall Gillespie.

Intentó controlar el tono de su voz para que él no se diera cuenta de que la había disgustado y le dijo:

–Creo que ya he asistido a suficientes partos, doctor, como para saber si la madre o el niño corren peligro.

Él se volvió para marcharse, pero se detuvo y preguntó:

–¿Por cierto, qué ha sido…?

–¿Qué ha sido…? –repitió ella. Le pareció que Niall Gillespie estaba más distante que nunca. Notó cierto dolor en su forma de hablar, pero su forma de comportarse no reflejaba lo mismo.

–¿Niño o niña?

–Niña –dijo y miró a la pizarra donde estaban escrito el nombre que habían elegido los padres–. Creo que la van a llamar Holly Louise.

–Felicite a los padres de mi parte –le dijo. Después se marchó y cerró la puerta.

Karen llamó a Sarah, quien se acercó a la cama y resolvió las dudas de la nueva mamá. Mientras hablaba con ellos estaba pensando en otra cosa.

«¿Me lo habré imaginado?», se preguntó cuando llevó a pesar al bebé, ¿o el tono de dolor que había en la voz de Niall Gillespie era real?

No estaba segura y ese era el problema. Si pudiera comprobar que había sido su imaginación, todo quedaría aclarado. Le había entrado mucha curiosidad, aunque ella dudaba de que Niall Gillespie se hubiera dado cuenta.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

SARAH… ven aquí! Te hemos guardado un sitio.

–Gracias. ¡Creía que no iba a llegar nunca! El autobús no venía, así que he tenido que volver a casa y llamar a un taxi.

Sarah se sentó junto a Irene y sonrió al resto del grupo. Había quedado con unos compañeros en el pub que había cerca del hospital y luego asistirían todos a la fiesta de jubilación del doctor Henderson, que se celebraba en un hotel cercano. Había gente de la unidad de maternidad y de otros departamentos.

–Casi no os reconozco. ¡Estáis tan guapos sin uniforme! –dijo con ironía.

Todos se rieron. Helen alzó su vaso y dijo:

–Un brindis por mi primer parto, por Holly Louise, el primer bebé de muchos que vendrán.

–¡Por Holly Louise! –gritaron a coro. Alguien le dio un vaso a Sarah.

–Toma, para que brindes por el bebé.

–Gracias, Mike –Sarah sonrió a Mike Dawson, a quien hacía poco habían hecho fijo en la unidad de cirugía. Bebió un poco de cerveza con gaseosa y le dijo–. Creía que hoy estabas de guardia.

–Lo estoy. ¿No lo ves? –Mike levantó un vaso de zumo de naranja–. He venido durante el descanso para ver que hacías mañana por la noche. ¿Te apetece ir a ver la película que estrenan en el Ritz? Dentro de un par de días te toca turno de noche y si no vamos pronto nos la perderemos.

–Vale –Sarah aceptó dándose cuenta de que a Mike le hacía mucha ilusión salir con ella al día siguiente. Él se marchó enseguida y todos le hicieron bromas acerca de que tenía que volver a trabajar mientras ellos podían salir a divertirse. Sarah lo observó marchar y se preguntó si Mike no estaba demasiado encariñado con ella.

–¿Eso que oigo en la distancia son campanas de boda? –susurró Irene y miró a Sarah.

Ella se rio.

–¡Lo dudo! Tu problema, Irene Prentice, es que eres una romántica incurable. Solo porque tú llevas treinta años felizmente casada, quieres que todo el mundo haga lo mismo.

–No lo niego –dijo Irene–, Mike es un buen chico, Sarah. Y está claro que le gustas.

–Hmm, eso puede ser. De todas maneras, hacen falta dos, Irene, o eso dicen.

–¿Quieres decir que no estás interesada? Lástima. Tu problema es que eres demasiado exigente. Así nunca encontrarás al hombre perfecto.

–Entonces tendré que pasar sin él ¿no crees? –Sarah se rio. Sabía que había algo de verdad en lo que Irene le había dicho. Era muy exigente y no se disculpaba por ello. Había salido con muchos hombres, pero no había encontrado a ninguno con el que quisiera pasar el resto de su vida, ¡eso incluía a Mike! No le preocupaba demasiado porque estaba segura de que algún día encontraría al hombre que llenaría su vida.

Dio un trago y trató de imaginárselo. ¿Sería rubio o moreno? ¿Alto o bajo?

Poco a poco, fue formándose una imagen en su cabeza y cuando ya la veía con claridad se atragantó al beber. De repente, vio unos ojos verdes como el mar, bajo unas cejas negras como el azabache…

–¿Estás lista? –Irene le dio un golpecito en el hombro para advertirle de que se iban a la fiesta. Sarah dejó de imaginarse al hombre de su vida. Miró su vaso medio vacío y lo dejó en la mesa. Esa debía de ser la razón por la que había imaginado a Niall Gillespie, el doctor Témpano, como el hombre perfecto.