Que no se entere la Cibeles

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MAR DE LOS RÍOS

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Que no se entere la Cibeles

 

ISBN: 978-84-120504-8-6

 

© Mar de los Ríos, 2019

© Ediciones Casiopea, 2019

 

Diseño cubierta: Anuska Romero y Karen Behr

Maquetación ebook: Carlos Venegas

 

Impreso en España - Printed in Spain

Reservados todos los derechos


Índice

NOTA DE LA AUTORA

La trama propuesta es totalmente ficticia, resultado de reciclar los residuos de todas aquellas leyendas, biografías y noticias que se cruzaron con esta pluma y despertaron su interés narrativo. El que aparezcan nombres de personajes históricos identificables no tiene más misión que añadir una sonrisa a la situación que se describe.

Juro sobre todos los libros sagrados y demoniacos que ellos y ellas nunca pisaron el Palacio Morgana, simplemente porque ese sitio solo existe en esta novela.

 

Pero, que no se entere la Cibeles, ella no lo entendería.

Una mujer a los quince años tiene que saber todo lo que está de moda; dónde tiene el diablo la cola, lo que está bien y lo que está mal. Debe saber las picardías que enamoran a los amantes, fingir la risa, fingir el llanto e inventarse bellas excusas.

W. A. Mozart

Así hacen todas (Così fan tutte)

Lorenzo da Ponte (Libreto)

Tengo cada vez más fuerza, estoy creciendo, ahora sí, voy a ser una mujer.

Elena Poniatowska

Hasta no verte Jesús mío

Lo sé desde siempre, no lo digas. La certeza sirve para muy poco, tan solo para no dejarnos dormir. Callar y mirar al infinito, como la diosa que contemplamos desde este Palacio. Esa será nuestra penitencia.

CAPÍTULO I:

Luna Nueva

México DF, 2007.

 

¿Por qué me cuesta tanto recordarlo? El presidente del Gobierno de España es don… Oiga, señorita, ¿verdad que al presidente de España se le llama Zapata? ¿Ah, no? Okey, José Luis Rodríguez Zapatero, pero lo conocen como Zapatero. Es lo mismitito que en México, pues, que a Felipe Calderón se le llama Calderón y ya. Gracias.

Y, sin embargo, hay otras cosas que no se las puede sacar de la cabeza, andan pegadas como un chicle al cabello. Por ejemplo, lo último de Julieta Venegas, la banda sonora de su vida. Y parece que hubiese venido con su guitarra a despedirla al aeropuerto.

Tengo que confesar que a veces,
no me gusta tu forma de ser…

Ah, respira profundo, Luna, respira…

—¡No le dé pena, mi hija, ándele, hoy comienza su otra vida! —Eso es lo que le diría desde el más allá. Pero puede que lo que empiece sea el infierno o puede que el cielo—. Pues dele, nomás. Definitivamente será una mezcla de todo, como un taco bien armado. Ya sabe que siempre dije que si la experiencia de la vida se pudiese vender en nuestra tortillería, seríamos ricas pues y tendríamos una fila diciendo: póngame dos libras bien fresquitas de mundología, pero con mucho chile, ¿eh?

Y tenía razón, las arrugas con sonrisa siempre tienen razón… La palabra de abuela va en mayúsculas.

Respira otra vez profundo. Cree que justo antes ha soltado una carcajada seca. Su abuela era muy chistosa, mucho más que su mamá. Sí, ha tenido que ser por eso que la señora de delante ha sacado media cara por el respaldo de su asiento al escucharla. En cualquier caso, lo más seguro es que a partir de hoy su existencia sea distinta y ya. Pero de eso se trataba, ¿no? Y de volver a verlo.

Se abrocha el cinturón nerviosa. Le dice a la azafata que es la primera vez que sube en un avión… sola. Le ha dado pena comentar que ni sola ni acompañada, que es la primera vez de todo a partir de que salió de su pueblo hace doce horas.

Yo te quiero con limón y sal,
yo te quiero tal y como estás
no hace falta cambiarte nada.

Parece que fue ayer. Estuvo en uno de sus primeros conciertos cuando apenas eran adolescentes. Las dos. En realidad ella y todos sus cuates, aunque a quien iban a escuchar era al archifamoso Amador Fernández, del que todas las muchachas de México andaban enamoradas y al que todos los muchachos querían parecerse. Ella no era una excepción. Estuvo ahorrando con la cría de huevos, lo menos un año. Guardaba cada día dos huevos a escondidas de su mamá para aquel concierto, para cuando El Potro de México cantase cerca de su pueblo y se escapasen a verlo. Y cuál fue su sorpresa al encontrarse en aquella su primera salida del universo de su calle, a una muchacha, telonera del gran Amador, que cantaba cosas del amor de una manera totalmente nueva. No se la sentía sufriendo, no se arrastraba por el piso llorando de decepción por nadie. Todo lo más se encogía de hombros y con su acordeón a cuestas, sus botas charras y su falda corta, les decía a las chamacas que se pegaran la vuelta y buscasen en otro lado, así, sin más. Sin jalar del pelo a nadie, ni rajarse la cara con ningún cuchillo, ni gritar siquiera al viento el dolor del desengaño. El desengaño… También esa noche del concierto fue cuando conoció a Gabriel. ¿No era eso a lo que hay que emplearse cuando a una le viene el periodo, a buscarse un chavo nomás? ¿No era eso lo que hicieron todas las de su calle, pasar de jugar a muñecas a encerrarse en su casa porque ya las había elegido su peor es nada?

—Señorita, ¿falta mucho para que despeguemos? Necesito ir al aseo.

La azafata la mira con compasión. Dice que hasta que no se coja altura hay que permanecer en los asientos y con el cinturón; que aún no se ha despegado y que siente que no pueda levantarse nadie todavía. Entonces, Luna saca de la mochila un papel donde se ha entretenido en apuntar en los últimos meses palabras de traducción más corrientes del español al mexicano. No quiere hacer el ridículo en Madrid nomás poner un pie en la madre patria. Así se distrae y va pensando menos en su vejiga. Leyendo seguro que se le pone cara de interesante y deja de sentirse estúpida, como siempre.

Palabras de español a mexicano

Altavoces: bocinas.

Beber: pistear, tomar.

Billetes: boletos (de avión, de tren, de metro, de cualquier tipo de transporte).

Bocadillo/bocata: Una torta de algo.

Bolígrafo/boli: pluma. (Si pides una pluma no te entienden).

Bombilla: foco.

Bragas: chones.

Bus: autobús, camión. (Si dices camión nadie te entenderá).

Coche: carro.

Cacahuetes: cacahuates. (No sé por qué apunté esta).

Cachondo: chistoso. (Alguien cachondo es alguien gracioso).

Caña: vaso de cerveza.

Cascos: audífonos.

Pechos: chiches/chichis.

Chuches: cualquier tipo de gomitas de dulce.

Coger: agarrar/cargar/tomar y muchos etc. (Nadie usa cargar al bebé o agarrar el bus, dices algo así y no te entienden).

Coño: pañocha, pepa, raja, la cosita.

Cruasán: cuernitos.

Donuts: donas.

Ducha: regadera.

Dormir: jetear.

Flipar: alucinar, desvariar, etc. (Flipo en colores se utiliza cuando alguna noticia o acontecimiento es demasiado impactante).

Follar: coger, chingar.

Frigorífico: refrigerador.

Gafas: lentes de sol o lentes para ver, ambos son gafas.

Grifo: llave del agua.

Gripe: gripa.

Guay: padre, chido, etc. (Qué guay, igual a qué padre; está guay, está padre)

Imperdibles: seguritos. (Los que usamos para enganchar en la ropa).

Melocotón: durazno.

Michelines: lonjas-lonjitas (Las que tengo yo).

Supermercado/mercado: miscelánea (tienda de comida de barrio).

Móvil: celular.

Nata: crema para cocinar.

Ordenador: computadora.

Palmeras: orejitas (galletas/pan dulce, me pierden).

Parking: estacionamiento.

Pasta: dinero, lana.

Pastas: panecitos dulces.

Patatas: papas.

Pena: lástima. (Si dices me da pena, entenderán que algo te da cosa).

Pene: Pito, pájaro, el cara de haba.

Piso: departamento. (Si utilizas piso como sinónimo de suelo, no te entenderán. Para suelo es suelo).

Secador de pelo: Ni se te ocurra decir pistola de pelo, nadie entiende eso y te meterás en un buen lío.

Verdad: neta.

Tomates: jitomates. (Recuerda que lo de jitomates suena a chiste en España, es muy importante quitarle la ji).

Maíz: elote.

Ajo: poro.

Habichuela: frijol.

Pavo: guajolote.

Callos madrileños: pancita mexicana.

No sabe si ha conseguido memorizarlo todo… ¡Ay, santa Virgen de mis Remedios de Cholula, que ya nos vamos, que esto toma velocidad; que mira tú en el ovillo que te has metido, Luna, Lunera! ¡Quién te manda salir de México buscando a tu hijo mayor! ¿Dónde diablos estás, Julieta, cuando se te precisa?

No dices nada romántico,
cuando llega el atardeceeeeer.
Te pones de un humor extraño
con cada luna llena al mes.

La Venegas la lleva de la mano otra vez a aquella noche del concierto. Una noche como el día de hoy, de encrucijada. Fue la primera de muchas cosas, de todas las que lleva a cuestas en los últimos ocho años pegadas en al alma, que cambió su infancia por su edad adulta, así, de un plumazo. Casi lo mismo que cuando la escuchó a ella y dejó de importarle a partir de esa noche lo que cantase o no el gran Amador. Fue la primera y la última que saliera sola de casa, arregladita y oliendo a agua de romero buscando el amor sin ella proponérselo de veras, pero así ocurrió… Dios mío, le parecía que aquellos años de finales de los 90 estaban mucho más lejos que tan solo ocho primaveras… El calendario decía que la separaba de aquella muchacha cándida e ilusionada ocho añitos nomás, pero en según qué cosas le costaba reconocerse.

Sentía que entonces fue luna llena, pero duró poco. Pasó a ser menguante durante esos años hasta desaparecerse y ser luna negra. Dicen que a esa se le llama nueva. Y es lo que había venido a buscar a España, una luna nueva. Pero con la verdad por delante, con la realidad de su familia de Madrid a la que casi… casi ya ni conocía. Pero la realidad era lo que había venido a afrontar.

Su mamá no quería que se marcharse, le puso mil pegas, le dijo que ella no era buena para nada fuera de la tortillería y la cría de huevos; qué dónde iba una ignorante de Cholula a la capital de España… Su padre en cambio, en contra de todo pronóstico, le dijo mientras se servía un tequila la noche que puso el boleto del vuelo sobre la mesa:

—Ándele, Luna. Tome ese avión. Se merece algo mejor que esta calle llena de borrachos. Busque en otra parte y traiga noticias de la vida de nuestro Gabrielito.

Luna Hernández, la hija menor de los ocho hermanos, la pequeña loca que dispensaba hasta anteayer tortillas en la calle Cumbia con su madre, y antes también con la abuela, estuvo siempre bailando con lo prohibido, con la idea de buscar más allá de sus montañas, del volcán y… desaparecerse, pero solo en su cabeza. Luego era incapaz de salir de su losa del piso de la cocina o levantar la voz para expresarse. Y en estos últimos tiempos incluso llegó a visualizarse tirándose al cráter. Existían muchas leyendas en su pueblo de mujeres desaparecidas que decían que sentían que las llamaba el volcán y que después de salir de sus vidas nadie las buscaba, se volatilizaron nomás… Olió tantas veces aquel azufre insoportable del demonio rondándola que bien podría ser el perfume de su infancia o el de su noviazgo con Gabriel, aquel muchacho del concierto.

Suspira mientras cierra los ojos muy fuerte cuando el avión empieza a notarse ya en el aire. Agarra la correa del cinturón del asiento con todas sus fuerzas. Le dijeron que este es el momento más peligroso del viaje. Que este camión enorme con alas resulte que flote entre las nubes ya le parece un chiste, pero que tome altura es lo más delicado. Ándele, póngase derechito, cuatro latas, que tenemos que llegar a ver a mi Gabrielito a Madrid.

Es inútil. Le pasa siempre, hasta que no duerma un poco no podrá dejar de escuchar a Julieta susurrando en su cabeza. Su nuevo disco es lo último que ha sentido en el aeropuerto de Ciudad de México antes de embarcar, en aquella televisión de la sala de espera de los vuelos internacionales. El presentador del noticiero decía que este año de 2007 será el que encumbrará a la artista mexicana, nacida en Estados Unidos, a la cima de la fama mundial. Limón y Sal está resultando toda una explosión de éxito en el mundo entero. ¡Qué padrísimo!

A ver si va a ser eso, que yo te he querido siempre macerado, con limón y sal y dos litros de tequila entre pecho y espalda y nunca he sido capaz de decirte que sí, que te cambiaría algunas cosas. O que no, que no cambies nada, que ya busco yo en otro lado.

No, no va a llorar, ni ahora ni nunca. En realidad, no tiene práctica.

No sirve para nada que no sea desmadejarse en un sillón o mojar un cojín. Pero abandonar en su pueblito a su madre con sus dos mellizos de tres años, para viajar a Madrid en busca de su otro hijo de ocho años, tiene que reconocer que ha sido lo más difícil a lo que haya tenido que enfrentarse en sus veintiséis años. No es la primera ni la última mujer que conoce que se marcha a hacer las Españas, que persigue el sueño de sacar lana de algún agujero que nadie haya visto antes en la madre patria y que le dé la oportunidad de volver en diez años, como máximo, a su Cholula natal con un collar de perlas y unos zarcillos a juego, mientras se arrodilla para que sus hijos abracen a la heroína nacional, la que sale en todos los noticieros: ¡Luna Hernández ha triunfado, ha vuelto! Algo así como una Julieta en versión de Puebla, lo que viene siendo una copia algo más rural, pero igualmente mexicana.

Pero, a diferencia de Julieta, ella no sabe hacer nada hermoso. Como no encuentre ese cofre lleno de monedas en algún callejón de Madrid, no sabe cómo podrá subsistir. Ha quedado con Gabriel, el padre de su hijo; se verán en la dirección donde viven, en un edificio junto con otros tantos compatriotas en un piso de un barrio que, por su nombre, es lo único que le inspira confianza: La Latina. No tiene pérdida para los taxistas, es una calle cerca de la plaza de la Cebada, muy conocida. Calle Mediodía Grande, número 3, es el edificio encima de la espartería de Juan Sánchez. Segundo izquierda. Le gustan estos nombres de cosas que puede comprender, tocar. Cebada, esparto, la luz del mediodía, que debe de ser hermosa en todos sitios como para que le dediquen una calle. No son apelativos de revolucionarios españoles, ni de conquistadores, ni hay fechas de por medio que para ella no signifiquen nada, que le restrieguen por su cara de mestiza que es una sudaca en el Madrid del siglo XXI, ese que seguramente la escupirá en dos masticadas.

Vuelve a sacar su trozo de papel arrancado de una libreta infantil. Detrás de las palabras traducidas va la dirección. La Latina es lo que más le gusta de aquellas señas. Será por eso que en ese barrio viven muchos migrantes de su tierra y le pusieron ese nombre, ¿no? La Latina tuvo que ser alguna madre que llegase como ella, la primera nomás a Madrid. Si les pasó a los españoles cuando se subieron en tres cáscaras de nuez cruzando un mar lleno de peligros y se encontraron con todo un continente, ¿por qué demonios no iba a ser ella otra de los suertudos de este mundo?

Luna lleva como aquellos medio navegantes, medio guerreros, medio sabios que estudiaron en la escuela, las ganas de comerse el mundo, el miedo de ser engullida por dragones y las lágrimas de pena y de emoción que no terminan de salir de sus ojos. La tristeza de separarse de su dos hijos de tres años hasta sabe Dios cuándo, y la emoción de volver a abrazar a su primer vástago, hacen que su corazón partido no se decida a decantarse por cómo se llama el sentimiento que le tiene el estómago encogido y que la obliga ya a levantarse para ir al baño.

Así pues, Luna, respire profundo, los chamacos estarán bien con la familia. Sus hermanas han prometido echarle una mano a su mamá. Ahora debe concentrarse en ese abrazo que no siente desde hace otros cuatro años, que soñaba, que tocaba cada noche cuando cargaba su almohada intentando no olvidar su carita. Los brazos de Gabriel, el chico, los sueña inertes a ambos lados de su cuerpo. Estar separados tanto tiempo no es plato de gusto de ninguna pareja. Tener tres hijos en común en ocho años y haberse visto en ese tiempo dos veces tampoco es que ayude mucho. Pero eso se ha acabado, Madrid la espera al otro lado del charco, su vida va a cambiar para bien o para explotar en mil pedazos, pero va a cambiar.

Qué gusto, santa Virgen, soltar la orina de un tirón aunque sea al viento y sobre mi México todavía, a través de este agujero que ruge cuando le das al botón de evacuar: adiós pipisito. Se lava las manos, se suena los mocos, se rehace la coleta tirante en el espejo del baño. Vuelve a su asiento. Cierra los ojos.

No, no voy a llorar, pero salga de mí ahora, Julieta, por la Virgen de mis Remedios. Necesito dormir y dejar de ser una mujer zurcida en todos sus orificios por el dolor, al menos por unas horas. Quiero despertar en el país de las maravillas. Chupe el limón, trague el tequila y lama la sal. Ándele. O lo que es lo mismo en español universal: “me voy, qué lástima, pero adiós”.

CAPÍTULO II:

Me voy

Ha sido fácil llegar a Madrid, mucho más de lo que nunca hubiese imaginado. Cualquier viaje en camión que haya realizado en su vida fue un trayecto más pesado que este vuelecito nomás. Lo difícil fue juntar el valor y la lana. Y por ese orden. Ahora toca seguir el consejo que se ha preocupado de recabar entre los vecinos, sobre qué hacer una vez se llega a la capital de la hispanidad.

—Usted siga a la gente. Y si en el vuelo puede hacerse cuate de algún compatriota, pues padrísimo. Una vez en tierra, si le pregunta al personal del aeropuerto, todos la ayudarán, no se debe de apurar.

Ya agarra su maleta. Cuando averigua lo que vale un taxi hasta La Latina piensa que esta vez sí está en la boca del volcán a punto de caer. No puede gastarse ese dineral que no alcanza ni a calcular en pesos. Tendrá que tomar el metro o un camión, o sea, un bus, autobús, ya hay que ir utilizando palabras de Madrid. Respire otra vez, Lunita. No es usted la primera ni la última mexicana que tiene estos problemas que en realidad no lo son. Chingadas son otras cosas, mi hija. Ya estás muy cerca de Gabrielito y eso es lo que importa.

Después de arrastrar la maleta por media ciudad bajándose y subiéndose en trenes de metro, después de rechazar la sospechosa ayuda de varios rateros a lo largo del día, ha tenido que agarrar el maldito taxi antes de ponerse a gritar en medio de una calle cuando ya estaba a punto de vomitar:

—A la calle Mediodía Grande, número 3, cerca de la plaza de la Cebada en el barrio de La Latina, por favor. Sí, llevo veinte euros para dárselos, Señor, mire. Pero primero haga usted su trabajo. Apúrese.

Todo el día perdida en las entrañas de Madrid intentando entender esos mapas diabólicos del metro ha sido espantoso. Parece ser pues que había aterrizado en la otra punta de su destino. Lo único bien chido de patear la ciudad durante horas ha sido cruzarse con la auténtica Cibeles de cerca, la original en su plaza así como quien dice. Conoce la copia de Ciudad de México desde que era jovencita y soñaba con contemplar a su hermana mayor en Madrid desde que supo que se marchaba. Cuando el carro ha pasado a su lado rodeándola, no ha podido evitar un grito de emoción. Es hermoso tener a dos diosas igualitas a ambos lados del charco. La diosa de la vida, pues. Esta tiene lo menos doscientos años más que la nuestra, es de piedra como blanca y la nuestra es de bronce, una india, otra europea, pero son hermanas, eso sin duda.

Cuando llega al portal donde se supone que vive su familia, deben de ser ya como las cinco de la tarde del miércoles 31 de mayo. ¡Dios santo, llevo dando vueltas por la ciudad lo menos cinco horas! Entonces cae en la cuenta que no ha comido nada en todo el día, a pesar de llevar unos tacos envueltos en papel de plata. No pasa nada. Estoy medio muerta de todo: de miedo, de hambre, de ganas de ir al baño… Respire otra vez, Lunita, y piense que ya no hay vuelta atrás, que debe intentar subir y afrontar lo que ha venido a buscar: el abrazo de su hijo y la mirada de aprobación de su padre, feliz del reencuentro, aunque no sepa todavía lo que representan en su vida. Ya tendrá tiempo de averiguarlo, todo el que no tuvo años atrás lo tiene ahora por delante. En cualquier caso, es el hombre que está criando a esa primera personita que salió de sus entrañas cuando era una chamaca de dieciocho años.

Presiona el botón del llamador eléctrico del segundo izquierda y después de un rato que le parece eterno, sale la voz de una mujer:

—¿Qué se le ofrece?

—Señora, buenas tardes. ¿Es la casa donde vive Gabriel López con su hijo Gabrielito?

—Sí, dígame el recado, ahora no se encuentra.

—Ah, bueno, qué pena, ¿no? Verá, señora, yo soy Luna Hernández, la mamá de Gabrielito. He venido desde México y quería ver a mi hijo, señora. Hace cuatro años que no lo veo y…

Se abre la puerta sin más… Sube por las escaleras. No hay elevador y le tiemblan las piernas. Ahora le parece que la maleta pesa media vida y tarda no sabe el tiempo en llegar al segundo. Suda como burro por cuesta de romería. En el descansillo, la espera una mejicana chaparrita con lentes, pelo corto y un vestido a cuadros con mandil encima. Del departamento sale un olor a mole que tumba. Es aquí.

La cara de esta, quienquieraquesea, es como de máscara de una diosa azteca del inframundo, algo así como la señora de Mictlán; no se le escapa un gesto mientras intento recomponerme de todo lo que se abre bajo mis pies. Me dice que adelante, que me estaba esperando. Le pido por caridad, antes de nada, un vaso de agua si es tan amable. Me lo da y me lleva hasta la sala del departamento a través de un pasillo perfumado con una mezcla entre comida de la tierra y lejía.

—Gabriel padre me dijo que venía usted entre hoy y mañana, que no sabía muy bien la hora.

—¿Y dónde están el niño y el padre, pues?

—El padre está trabajando. No llega hasta la noche. El niño sale de la escuela a las seis y en quince minutos tengo que ir a buscarlo. Pero, siéntese. Gabriel padre me ha encargado que la reciba.

—Me va disculpar, señora, pero aún no sé su nombre…

—Alondra María.

—Alondra María… muy bello. Bueno, señora Alondra, verá: he hecho un viaje muy largo y estoy agotada. Usted se hace cargo. Pero antes de nada, lo primero que necesito es asegurarme de que estamos hablando de Gabriel López y de su hijo de ocho años, nuestro chamaco. Estos son. —Le enseña un retrato.

—Los mismos, Luna.

—Bueno, por un momento he temido que me hubiese confundido de departamento y de Gabrieles, estoy muy agitada todavía y he leído en su cara, no sé, algo malo… —Se le quiebra la voz y le ofrece otro vaso de agua—. Me va a disculpar por ello, ¿sí?

Yo le escribí a Gabriel contándole de mi llegada y estuvo de acuerdo. En realidad, le he estado escribiendo estos cuatro años y hablado por teléfono los domingos, él por el celular y yo desde el locutorio que hay enfrente de la tortillería de mi familia. Yo no tengo celular y desde que él se lo compró hace dos años más o menos, pues he podido escucharlos los domingos… Algunos, no todos. Y de esos tampoco es que me pusiese al chamaco siempre, solo de vez en cuando. Claro, que si el muchachito tiene que hacer deberes o juega al fútbol como me cuenta, yo lo comprendo, no me pesa tanto, pero ya ve, llega un momento en el que una esposa y madre tiene que dar el paso de hacer algo más que esperar a que la economía mejore para volver a hacer vida familiar. Y aquí estoy. Supongo que Gabriel le ha contado nuestra vida, pues, ¿no es así?

—En general.

—Pues fíjese que yo no recordaba su nombre, Alondra María. Ni siquiera me lo mentó cuando nos vimos en su último viaje a México hace cuatro años y concebimos a los mellizos, ya ve qué detalle más tonto. Y los chamaquitos tienen ya tres añitos. Se han quedado allá con mi familia.

Alondra María ni canta, ni abre el pico, ni aletea. Mira como ausente las losas del piso. Ante tal inexpresividad, por una extraña razón, Luna se compadece de ella, aunque está completamente segura de que debería ser al revés. Debe de parecerle ahora mismo un pez fuera del agua, moviendo la boca para poder respirar sin conseguirlo del todo. Continua una palabrería inconexa e incómoda, como pidiendo permiso por existir.

—Bueno, pero para mí lo importante ahora es retomar el contacto con mi Gabrielito y establecerme en España. Quiero trabajar un tiempo y juntar lana para cambiar de vida, como hizo Gabriel, como hacen tantos compatriotas, ¿no le parece? Dicen que este presidente de España, este Zapatero está trayendo mucha riqueza y que es muy fácil encontrar trabajo.

—Ya no tanto, no se crea. Hace cinco años, en una mañana se paseaba por varias calles de Madrid y se podían hacer dos o tres entrevistas de trabajo y seguro que te empleaban en alguna. Ahora la cosa ha bajado mucho. Pero, bueno, ese será su problema a partir de hoy mismo, Luna. No creo que sea adecuado que venga conmigo ahora a la escuela. Gabrielito todavía no sabe que usted llegaba hoy, no le hemos dicho nada. Podía ser que surgiese algo y para qué marearlo con historias. Y deberá empezar a buscarse la vida desde ya, Luna. Gabrielito es un niño muy muy feliz y está muy muy bien educado. Pero eso ya lo comprobará y espero que no pretenda cambiarlo todo de golpe. Y me decía que tiene dos chamacos más, mellizos ¿de qué edades?

—Los mellizos tienen tres años, ya le dije. Se llaman Julián y José Duarte. Julián por mi cantante favorita, ¿conoce a Julieta Venegas? Y José Duarte por mi papá.

—Híjole, qué interesante. La neta, no sabía. Y fíjese que creo que tendremos mucho de qué platicar con Gabriel padre a la hora de la cena. No sé si con su viaje va a cambiar algo, Luna, pero seguro que platicar, platicaremos de sobra y de corrido, ya lo verá. Bien, los niños no esperan y ya me tengo que marchar a la escuela si quiero ser puntual. Si le parece, aséese un poco, le muestro dónde está la regadera. Tome una toalla limpia. Deje la maleta en el salón, justo al lado de la ventana. He preparado chile con guajolote para cenar y una tortilla de papas española. Entonces tendremos lugar para ponernos al día de todo. Le dejo cacahuates en este cuenco por si quiere picar algo mientras volvemos. No será más de una hora lo que nos demoremos en estar de regreso. Ah, y pase lo que pase, bienvenida a España. Al fin y al cabo, todos queremos que le vaya bonito. A poco regresamos toda la familia.

Se cierra la puerta un poco más brusca de lo que esperaba. Hay algo, como un frío en el ambiente que no sabría decir. O será que estoy todavía agitada porque me quedo sola en el departamento de mi marido por primera vez. ¡Mi departamento familiar! Un poco seca esta hermana de Gabriel, pero bueno, tampoco es que él sea muy chistoso. Es hasta lógico que recele de mí. No me ha dado tiempo a decirle que las tareas las haremos entre las dos y que si quiere, hasta que yo tenga trabajo, las hago yo todas. Mañana le friego el piso y le lavo la ropa nomás. Lo importante ahora, Luna, me digo frente al espejo del salón, es comenzar, y eso ya lo ha hecho. Mis ocho años de amor a un fantasma están a punto de terminar.

Tome la toalla y métase en la ducha. Ducha, Luna, no regadera, recuérdelo.

Gabriel me invitó a tomar un tequila, o dos, quizás cinco, qué más da. Yo estaba tan feliz en aquel ambiente de fiesta, con la sensación de sentirme libre, guapa y mujer, que pensaba que aquel chamaco era una especie de hacendado que me estaba predestinado. Esa misma noche ya me susurró palabras al oído que componía con mi nombre y la noche. Letras de canciones del Potro de México que me dedicaba cada vez más cerca, cada vez más pegado a mí cuerpo, cada vez más alta mi falda. ¿Y por qué no iba yo a desear hacer el amor con Gabriel la misma noche que lo conociera? Eso es más humano y mucho más verdad que lo que vino después: pensar que yo significaba algo para él. Se acabó el galanteo desde el momento que le dije que estaba embarazada a los dos meses de conocernos.

Me parece ahora increíble que yo tuviese la capacidad de hacer un nido de amor con las migajas de su vida, las que me dedicaba entre borrachera y borrachera cuando salíamos a pasear casi exclusivamente por mi calle nomás. Siempre mirando el reloj, siempre con la cabeza en otro sitio. Él siguió haciendo su vida, como todos, no es nada excepcional. Y yo me limité a encerrarme después de aquel concierto a seguir con la mía de siempre, a ayudar en la tortillería y con la cría de huevos, como llevaba haciendo desde que tengo recuerdos de mí misma.

La escuela la abandoné a los catorce, aunque no se me daba nada mal; me gusta aprender y las profesoras siempre dijeron que leía y escribía de corrido. Desde los siete la compaginaba con el trabajo ayudando en mi casa por la mañana y yendo cuatro horas a la escuela vespertina de Emiliano Zapata. Gabriel tenía una historia parecida a la mía. Diez hermanos y trabajando en un taller de llantas de coches de su tío desde los siete años. Pero él prácticamente no pisó la escuela. Su casa, de la mía, estaba como a una hora de camino en camión, las dos dentro de lo que es San Pedro de Cholula, pero separadas por la pirámide. Con eso jugaba para estar siempre ocupado, que nos separaba una muralla de tiempos distintos, como si viviésemos en dos pisos de un solo edificio. Y cuando se me ocurría pedir alguna explicación de dónde se metía en días señalados de fiesta, en los que no aparecía por mi casa ni a preguntar si la criatura crecía bien en mi barriga, se limitaba a contestar:

—Tú, ver, oír y callar, Lunita. Date por mujer agraciada con que siga viniendo a ver tu carota de india nahua.

Y a mí todo me iba bien, con tal de que no desapareciera de mi historia. El caso es que mantuvimos una relación intermitente, casi a distancia durante tres años. Nació el niño y nada cambió. Si acaso que cuando Gabrielito rondaba los dos añitos, se lo llevaba a su familia los domingos sin mí. Yo apenas los había visto tres veces en toda mi vida. Y la verdad, tampoco me perdía nada. Conocí como a la mitad de los López y no me invitaron ni a un tequila. Nunca. Tampoco hubo en los primeros años señal de matrimonio. Ninguno de los dos lo comentamos. Entonces, cuando Gabrielito iba a cumplir los tres, me convenció para irse a España con él, prometiéndome todo lo que no me había prometido nunca. Y yo volví a creerlo porque me dio la gana, a pesar de que mi abuela lo sacaba trompa cuando aparecía por la tortillería, a pesar de que mis amigas decían que sabían por otras chamacas, que rondaba a toda la que pasase frente a su mostacho. Pero es que eso es lo corriente. Mi madre tampoco me platicaba nada de que aquello pudiera cambiarse, se encogía de hombros las pocas veces que me quejé en este tiempo de soledad y mala fortuna con este hombre.

—Y qué le hacemos, mi hija, es tu peor es nada. No hay remedio a eso.

Entonces yo quise ver en el viaje a España el comienzo de una nueva vida, donde por fin íbamos a ser una familia. Él se iba delante con una de sus hermanas y el niño. Comenzaría a juntar lana y yo también haría lo propio desde México y en cuanto tuviésemos para un departamento y me consiguiese un trabajito de lo que fuese, nos juntábamos todos en Madrid. Volvieron el siguiente verano al pueblo por un mes los dos y yo me comía a besos a mis dos amores. Ellos se dejaron querer, incluso se instalaron en mi recámara con un colchoncito para el niño que nos prestó una vecina.

El padre venía muy fogoso, más que nunca y rara fue la noche de aquellas tres semanas en que no me cogiera cuando se dormía el niño. Al despedirse, me prometió que iba a buscar departamento ese invierno y que ya había hablado con una compatriota para que yo entrase en una casa donde empezar a limpiar. Incluso hicimos una especie de ceremonia de casamiento en el patio de la casa de mi abuela y yo firmé un papel que se llevó para España. Decía que era para pedir mi congregación familiar o algo así por ser ya esposa, que con eso era suficiente en España si lo pasaba por el juzgado antes de irse, que tenía allí un conocido. Se marcharon.

Y volví a quedarme sola y embarazada, esta vez de los mellizos. Todo retornó al discurso del principio: ahora no es el momento de viajar a España, tendrás que esperar a dar a luz en México con tu madre… Y hasta hoy…

Busco ropa limpia, me recompongo soñando que se acabaron las esperas, que ya no hay caso que me detenga para empezar a llenar todo este vacío. Busco la pistola de secar el pelo. Suele estar en un cajón del baño, acá la agarro. Volver a ver a los dos Gabrieles después de cuatro años me sigue pareciendo un sueño y es lo que va a pasar en un rato. Que me pille bien arregladita, oliendo a gloria, nomás. ¡Viva Madrid!

CAPÍTULO III:

Viva Madrid

Tus amores perros me van a matar,
sin haberme dado un poquito de felicidad.
Tus amores perros...

Tengo un frío que me cala hasta los huesos. Es un frío de dentro afuera. Supongo que no estaremos a menos de quince grados en este primero de junio y ya debe de estar a punto de amanecer. No pienso tomar otro taxi aunque me sangren los pies. Además no sabría a dónde dirigirme, de manera que puedo parar cuando me fatigue y llorar en cualquier banco que me parezca padrísimo. Ventajas de estar a nueve mil kilómetros de mi casa sin un lugar donde caerme muerta.

Sigo bajando esta calle larga y solitaria con mi maleta rugiendo contra el pavimento. ¿Tengo miedo? No exactamente. Madrid es una ciudad muy segura. Comparada con México DF esto es un jardín de infancia. Llevo como media hora caminando y solo me he cruzado con pandillas de chamacos creciditos aunque bien educados que parecen seguir de parranda ordenadamente. En la acera de enfrente un operario limpia la calzada con una gran regadera.

No, no voy a llorar y decir
que no merezco esto,
porque es probable que
lo merezco pero no lo quiero…

Vuelvo a cantar, ahora entre dientes, mientras me limpio con el filo de mi manga algo parecido a lágrimas con mocos. Me detengo y me parece que los edificios cada vez son como más regios, ya debo de estar cerca. Veo un arco a lo lejos, al fondo de una escalera. Señor, le digo al operario, ¿por ese ojo se entra a la plaza Mayor? Me dice que sí con la cabeza, después de que se lo repita por tres veces. Bueno, Lunita, no se esperaba estar haciendo turismo a estas horas, ¿ah? Pero qué se le va a hacer, las cosas han venido así, espesas.

Están abriendo los bares de la plaza y me paro debajo de la estatua de un caballo con un príncipe a cuestas que luce en el centro. ¿Será este Zapatero nomás? Aquí ha habido muchos reyes, debería de ser alguno que hizo algo muy bueno, por lo menos de los tiempos de los Católicos o así por esa ropa antigua que lleva. Se acerca buscando un cartel: Fe-li-pe-se-gun-do.

De lo que sí está advertida, por los comentarios que vino escuchando en el avión, es de que no se le debe ocurrir tomar nada en la plaza Mayor si no quiere que la desplumen o que le roben en su cara. Es el sitio favorito para los rateros. Aunque el metro parece que le sigue muy de cerca. Pero bueno, en México andar por la calle sola a estas horas simplemente es querer morir joven, así que estoy segura de que en las calles cercanas habrá algún cafecito donde pueda sentarme a tomar algo caliente… y pensar… Pensar qué hacer con el resto de mi vida. Un volcán negro se ha abierto bajo mis zapatos a poco de llegar a Madrid.

Porque por más que quiero distraerlo de mi cabeza, es inútil, se me repiten las palabras de la Pajarraca (nunca más volveré a pensar en ella como Alondra) y de su marido, no del mío. Sí, qué ingenua se puede llegar a ser cuando no se quiere ver. ¡Ellos son los esposos! Gabriel se vino con ella hace cinco años y con el niño. Se casaron antes de salir de México. Yo soy en la familia la mamá de Gabriel, cómo no, el niño vivió conmigo los tres primeros años, pero se están esforzando para que sea una madre allí, al fondo de su vida, una voz de domingo y ya. La vida en Madrid durante estos últimos cinco años ha hecho de mi hijo un extraño. No quiere saber de mí. Muy buen trabajo, qué padrísimo. Y yo, mientras tanto creyendo lo que me decía ese bueno para nada, juntando mi lanita con la venta de huevos para venir a reunirme con extraños que desde luego no me quieren en sus vidas… Me va a estallar la cabeza… Lo único que le he acertado a tirarles a la cara no más, como una docena de huevos frescos de los de mis gallinas, es que ella no sabía de la existencia de los mellizos. ¡Chale! Andamos a mano, hermana. Cuando volvieron a México ellos dos solos, lo hicieron porque querían el papel firmado por mí donde ponía que les legaba la custodia de Gabriel, cuando yo pensaba que nos estábamos casando. Eso sí, para chingarme cada noche mientras pudo aquel mes no puso ningún reparo. Entonces me hizo los mellizos y ya. Hasta hoy. Sin mirar atrás ni dar un peso para su crianza. Y antes de ponernos las dos de muy mala copa, más que nada por los niños, agarré mi maleta y me puse a dar vueltas por Madrid en plena madrugada. Y él con su cara de yo no fui