Agradecimientos

Comusicación es producto de la colaboración masiva y generosa de muchos. Entre ellos, reconozco especialmente el apoyo, el respeto y el cariño de mis socios en LLYC (Llorente & Cuenca). De una y cien formas, me han enseñado lo que significa profesional y humanamente una auténtica asociación. José Antonio Llorente, Alejandro Romero, Luisa García, Enrique González, Arturo Pinedo, María Cura, Joan Navarro, Amalio Moratalla, José Luis di Girolamo, Javier Rosado, Goyo Panadero, María Esteve, Erich de la Fuente, Luis Miguel Peña, Iván Pino, Tiago Vidal, Óscar Iniesta, Juan Carlos Gozzer y Cleber Martins constituyen un equipo excepcional junto al que he crecido, luchado y disfrutado. De su mano y bajo su atenta mirada, he podido probar la validez de las relaciones que para mí existían entre dos ámbitos tan íntimamente ligados como la comunicación y la música. Y por eso, y por haberme impulsado a materializarlas en este libro, parafraseando al maestro Rosendo, les digo: «Prometo estaros agradecido».

Junto a ellos, un grupo de profesionales increíble ha contribuido al ofrecerme el armazón teórico y práctico que necesitaban las historias y anécdotas que relato. Sin David G. Natal, Luis González, Juan Cardona o Ana Folgueira simplemente no habrías podido disfrutar de los momentos más lúcidos que he plasmado negro sobre blanco. Al hacerlo, los homenajeaba a ellos y, a través de ellos, a mis colegas de profesión, con los que he tenido la oportunidad de trabajar codo con codo desde Santiago de Chile hasta Nueva York, de Barcelona a Panamá, pasando por la Ciudad de México, Santo Domingo, Lisboa, Buenos Aires, Quito, Bogotá, Miami, Río de Janeiro o mi queridísimo São Paulo.

Además, en el proceso de escribir, corregir y editar he descubierto el valor de los detalles. La buena mano de Daniel Fernández Trejo, la de Carmen Gómez, la de Bárbara Ruiz, la de Juan Carlos Burgos, la de Miguel Lucas, la de José Luis Rodríguez y la de Juan Pablo Ocaña han terminado de redondear la forma de un proyecto tan precioso para mí.

Y mientras le daba vueltas a la idea de recoger las lecciones de estos dieciocho genios de la música, dos compañeras se ganaron a pulso un espacio relevante en esta nómina imperfecta. La paciencia infinita y la curiosidad de Irati Isturitz y de Giulia Pelucchi les otorgaron la presencia de ánimo necesaria para soportar las decenas de charlas que necesité para lograr hilvanar mejor las historias con los conceptos técnicos.

Recurro en este caso a las palabras de James Taylor para recordarles a todos que «solo tenéis que llamarme. Ya sabéis, allá donde me encuentre, voy a ir corriendo a veros sea invierno, primavera, verano u otoño. Todo lo que tenéis que hacer es llamar y estaré allí, (sí, sí, sí). Aquí tenéis un amigo».

Bibliografía

Documentales

1. Sam Phillips: el propósito es la esencia del liderazgo

Miles de libros, artículos, informes y estudios se han publicado acerca del concepto de «liderazgo». La bibliografía es abrumadora. Yo destaco Mentes líderes, de Howard Gardner, Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales en 2015, y lo hago por su anatomía de lo que supone ser un líder, por los ejemplos que escoge y descompone de forma didáctica y biográfica (Margaret Mead, Eleanor Roosevelt, Martin Luther King o Jean Monnet, entre otros) y porque fue un regalo maravilloso de mi tía Rosa (una auténtica líder: emocionalmente inteligente, siempre detallista y luchadora).

Sin embargo, en esa prolífica producción no se suele destacar a una persona que cambió radicalmente el siglo xx y cuya influencia llega hasta nuestros días. El caso de Sam Phillips no sería distinto al de la mayoría de los empresarios si no fuera por un aspecto revelador: su propósito.

Un lugar mágico

Nunca he sido un fetichista. No colecciono merchandising ni tampoco entradas o pósteres, y ni siquiera vinilos. Cuando he visitado algunos lugares especiales para la historia de la música, lo he hecho de forma casual y me ha servido para saber en qué se habían convertido con el paso de los años. Por lo general, la experiencia resultó interesante, pero mentiría si dijera que me conmovió.

No obstante, para las reglas se hicieron las excepciones, y la mía se produjo sorpresivamente en nuestra estancia en Memphis. Acabábamos de alucinar con una versión en vivo, en mitad de un parque, del «Proud Mary» a cargo de una banda con una edad media de setenta y cinco años o más. De ahí nos dirigimos a la antigua sede de Sun Records, que, desde finales de la década de los ochenta, funciona como museo durante el día y como casual espacio de grabación por las noches.

Contemplamos la sala sencilla, desnuda, en la que Sam Phillips había reunido tantas veces a un elenco de genios irrepetible y avanzamos en la visita para llegar a una habitación del primer piso en la que se mostraba una colección de objetos tras una vitrina. Nada fuera de lo normal. Entonces, de golpe, el corazón se nos encogió. Había comenzado a sonar la toma del primitivo «Rocket 88» y nos sentimos transportados a unos instantes mágicos del mes de marzo de 1951.

La historia cobraba una nueva vida para nosotros. De pronto nos vimos asistiendo a la entrada en los estudios de unos novatos Ike Turner, Jackie Brenston, Raymond Hill y Willie Kizart. Llevaban sus instrumentos consigo y un amplificador dañado que, a pesar de su sonido distorsionado, se empeñaron en utilizar en la grabación. El ruido se fundió con el boogie del piano de Turner y con la interpretación urgente de Brenston a la voz y el saxo y, bajo la producción de Phillips, generó una mezcla revolucionaria e irresistible.

Esa receta explosiva nació en uno de los epicentros de la segregación racial y sobrepasó con mucho las diferencias entre colores de piel, etnias y culturas. Aquel pequeño edificio desangelado sirvió de puente para unir y mezclar dos continentes enteros que, hasta su fundación, habían coexistido sin convivir y, al hacerlo, demostró el sinsentido de esa barbarie. Y nosotros tuvimos el privilegio de comprenderlo mecidos por el rock ‘n‘ roll en estado puro.

Dos transformaciones

El final de la Segunda Guerra Mundial supuso una inesperada revolución tecnológica en la ingeniería de sonido. Alemanes y norteamericanos habían avanzado por distintos caminos en la mejora de los equipos de grabación y reproducción. Con la caída de Berlín, el Ejército requisó la maquinaria que encontró y, al recibirla en los Estados Unidos, varios inventores aprovecharon los avances de los germanos para dar un salto de gigante en las posibilidades que ofrecerían a radios y sellos discográficos.

Al mismo tiempo que se producía esta transformación cobraba forma otra de carácter cultural. Algunos historiadores y antropólogos, grabadora primitiva en mano, estaban recorriendo los campos de algodón de la cuenca del Misisipi. En las plantaciones de Clarksdale, Indianola o Greenville recogían artesanalmente la tradición sonora de raíces africanas de Charlie Patton, Leadbelly, Blind Joe Jefferson o las de un jovencísimo y desconocido Muddy Waters. Se trataba de las primeras investigaciones antropológicas interesadas en las comunidades que habían surgido de siglos de esclavismo.

El propósito de Sam Phillips

Por aquel tiempo, Sam trabajaba como DJ en una radio de Muscle Shoals, en Alabama, donde fue testigo de la disrupción tecnológica. Se enfocó en aprender a trabajar con los nuevos aparatos que les llegaban y pasó a convertirse en un avezado ingeniero de sonido. Al mismo tiempo, supo de la riqueza descubierta por las primeras exploraciones sonoras.

Esas joyas en bruto captaron su atención, pues le recordaron las melodías y letras que una persona muy especial solía cantar para él. Su padre había ofrecido trabajo a un ciego de color que había perdido su trabajo a causa de la crisis del 29. Desde el principio, lo habían admitido como a un miembro más de la familia. Phillips creció acostumbrado a convivir con él y aprendió de sus padres a tratarlo como a un igual y a aceptar sus raíces con respeto y cariño.

Esta integración suponía una extravagancia sin precedentes en Florence, Alabama, donde vivían. Sam y sus hermanos se enfrentaron al acoso constante de los que vejaban a aquel que ellos consideraban su tío adoptivo. Sus vecinos y compañeros de colegio no podían entender que dejaran a un negro sentarse a su mesa. La tensión constante cultivó en Sam un profundo sentido de la justicia social y una visión adelantada a su tiempo: la de un mundo en el que desapareciera la «absurda» segregación racial.

Sun records

Phillips supo conectar su causa con su conocimiento profesional y decidió mudarse a Memphis, el centro urbano que presidía los algodonales en los que se habían dado la mano los cánticos de los esclavos, el góspel y el blues. Allí abrió su estudio de grabación en una vieja tienda de los suburbios.

Sin necesidad de conocer al gurú de la gestión, Peter Drucker, su negocio nació con un potente y auténtico propósito, una ambición por encima del éxito económico: reivindicar la igualdad entre los ciudadanos blancos y los de color, ponerla en evidencia. Creyó que la música serviría de poderosa palanca y que él sería capaz de activarla.

Negros y blancos

Poco a poco, entre 1949 y 1952, logró situar ante los micros a artistas de color como B. B. King, Howlin’ Wolf o Ike Turner. Captó de la mejor forma posible, con la mejor tecnología y con el mayor mimo, su revisión del sonido clásico del delta, pero también del nuevo que bullía en Beale Street, el corazón nocturno de la ciudad. Sus vecinos blancos alucinaban: ¿por qué ese joven apuesto y resolutivo se interesaba en los «negros»? Soportó todo tipo de críticas y bregó con los depredadores de la industria que explotaban un creciente negocio: con los hermanos Bihari y con Leonard Chess, propietarios de los sellos (Modern Records y Chess Records, respectivamente) que distribuían aquellas primeras grabaciones. Estos simplemente disfrutaban del mercado que nacía por la evolución económica de la población segregada y nunca hicieron nada por subvertir ese orden que a ellos les producía beneficios considerables.

Decenas de músicos de color comenzaron a acudir al estudio llamados por el boca a boca, que se extendía por los pueblos al sur de Memphis, y Sam perfeccionó con ellos las técnicas de grabación. A mediados de los cincuenta el negocio no iba bien, pero un número creciente de DJ locales pinchaba habitualmente la música que el estudio producía y que en ese momento comercializaba directamente la distribuidora que había lanzado y que denominó Sun Records.

Y de repente…

Un joven blanco entró en el estudio y grabó una canción como un regalo para su madre. Sam estaba de viaje y hasta unos días más tardes no escuchó el resultado. Algo en esa voz lo cautivó y se movió para localizarlo.

El descubrimiento de Elvis Presley lo aceleró todo. Fue el catalizador. Phillips nunca habría imaginado que el camino para superar las barreras llegara precisamente marcado por registrar a jóvenes blancos que querían sonar como los artistas negros. Las emisoras más tradicionales, que se habían negado a difundir la música etiquetada como «de color», se rindieron ante el rey del rock ‘n’ roll y, después de él, ante Jerry Lee Lewis, Carl Perkins, Roy Orbison o Johnny Cash. De repente, ya no tuvo sentido separar las canciones en las radios, separar las audiencias en los conciertos, separar a los clientes en los bares en los que la música en directo atraía a parroquianos y turistas y, poco a poco, también dejó de tener sentido separar a los ciudadanos que convivían en las calles de Jackson, Chicago o Detroit en función de cuál fuera su raza.

Liderazgo y empresa

Los ejecutivos que pululamos por las empresas de medio mundo deberíamos cuestionarnos si en nuestros modelos de «liderazgo» tenemos clara esta aproximación: ¿cuál es nuestro propósito? Si la respuesta se reduce al cumplimiento de nuestros objetivos de negocio o al de la creación de valor para el accionista, entonces podemos llamarnos «directivos», pero no «líderes». Si nuestra actividad no persigue cuestionar lo establecido para mejorar lo que nos rodea, no somos agentes del cambio. Es legítimo y perfectamente aceptable. Pero dejemos de lado la literatura de gestión que enmascara el cortoplacismo bajo el maquillaje de conceptos universales que nos vienen grandes.

El problema, claro, es que renunciar al auténtico liderazgo tiene sus consecuencias. La más relevante de ellas impacta en el compromiso de nuestros equipos. Formar parte de un proyecto resulta mucho más enriquecedor si el objetivo que persigue contribuye a mejorar lo que nos rodea. En la medida en la que se reduzca a la generación de valor económico para accionistas, directivos o, incluso, empleados, debilitará su atractivo.

En el otro lado de la moneda, si tenemos un horizonte que perseguimos y que redundaría en un auténtico beneficio para la sociedad en la que convivimos, aprendamos de Sam Phillips, de su aproximación genuinamente innovadora y de la de tantos otros modelos que inspiran. Conocer sus historias seguro que mejora nuestra forma de actuar e influir.

Las lecciones de phillips para gestores

El caso de Sam nos deja importantes aprendizajes en ese sentido. Los repaso a continuación:

Coda

Aquel día en Memphis, Mónica, mi mujer, y yo salimos de la visita sobrecogidos. Fuimos a cenar y, antes de pillar la ruta 61, paramos en una gasolinera. Al ir a pagar, nos encontramos con la mirada asombrada de la cajera y de un cliente. Antes de que hubiéramos podido saludar, la empleada nos dijo: «No sois de por aquí, ¿verdad?» y nosotros le preguntamos: «¿En qué lo has notado?». Sabíamos que podían ser millones los detalles que nos hubieran delatado, pero sinceramente no esperábamos su respuesta: «Llevo años trabajando aquí. —Y señaló al cliente—. Él probablemente lleva más viniendo a echar combustible. Ninguno habíamos visto antes a un blanco entrando en esta estación de servicio». Nos quedamos de piedra. «¿Es un problema?», preguntamos. «Claro que no», sentenció mientras nos sonreía.

Estábamos en 2005. No pudimos por menos que pensar cómo habría sido aquella realidad en la que dos mundos transcurrían paralelos en la época en la que Sam Phillips había abierto su estudio de grabación. Habían transcurrido cincuenta y cinco años y todavía se detectaban claramente sus vestigios.

La anécdota nos devolvió a los tres minutos del «Rocket 88». La decisión del blanco que grababa a músicos negros en una ciudad dividida por el racismo cobró, si cabe, un mayor significado para nosotros. Dejamos Memphis camino hacia Clarksdale, pero una parte de nuestros corazones sigue en aquella habitación de los Sun Studios disfrutando de su magia.

2. The Band: la importancia del legado

La película El último vals inmortalizó un punto y aparte en la historia de la música. Sus protagonistas, The Band, supieron cerrar su trayectoria con una pieza que los convirtió en un mito. Si nos fijamos en cómo lo trabajaron, podemos extraer muchas pistas para entender qué es y qué importancia tiene el legado en la gestión y en la comunicación.

Después de todo tu esfuerzo, ¿qué quedará para el recuerdo? Días, meses, años, quizá décadas, ¿para qué? Los resultados de los «Q», de los planes estratégicos, de las ventas, de las reestructuraciones…, ¿para quién?: ¿accionistas, empleados, clientes, analistas, reguladores? Son las preguntas que mi socio y amigo Goyo Panadero trajo aquella tarde sobre la mesa.

A los primeros ejecutivos, a medida que avanza su gestión y las metas a corto plazo se cumplen, comienzan a preocuparles estas cuestiones. No son producto de la vanidad ni tampoco de un manual explicado en la Harvard Business Review. Provienen de la inquietud que siempre hemos tenido los seres humanos: ¿cuál será nuestro «legado»?, ¿qué «herencia» dejaremos cuando hayamos pasado?

Al escuchar hablar a un profesional que ha trabajado con presidentes y CEO de tres Fortune Global 500, las cosas se ordenaron en mi cabeza. Los retazos intuitivos que llevaban tiempo dando vueltas en mi particular imaginario cobraron forma. Yo también he colaborado con tres cracks que, sin expresarlo de esta manera, tenían esa idea en su hoja de ruta. José Luis Adell, Demetrio Suárez y José Antonio Llorente, mis CEO, están unidos precisamente por esa forma de mirar al largo plazo sin descuidar los detalles del día a día: definiendo con cada paso cuál será su «legado».

Una historia que ilustra este concepto

Robbie Robertson habla emocionado con Martin Scorsese. Se los ve en una sala pequeña. El director de cine pregunta al guitarrista de The Band cómo surge la idea del concierto que van a grabar. En pocas palabras, Robbie cuenta que todo sucedió de manera natural. Deciden disolver su grupo, están cansados de dos décadas en la carretera, pero piensan que deben cerrar el tiempo que han pasado juntos celebrando un último show. ¿Cómo no invitar al evento a los dos grandes que lanzaron su carrera, los maestros Ronnie Hawkins y Bob Dylan? ¿Y a Van Morrison, con el que coincidieron cuando vivían en Woodstock? ¿Y a sus compatriotas canadienses de la Costa Oeste Neil Young y Joni Mitchell? En fin, una cosa llevó a la otra, y entonces surgió la idea de proponer al propio Scorsese que filmara el encuentro.

La entrevista se produce a finales de octubre de 1976, en los días previos al 25 de noviembre, Día de Acción de Gracias, cuando se reunirían algunos de los artistas más representativos de los géneros que convirtieron los años sesenta en una de las décadas más fértiles de la historia de la música: el rock ’n’ roll, con Ronnie Hawkins; el blues, con Muddy Waters, Paul Butterfield y Eric Clapton; el brill building sound, con Neil Diamond; el country rock, con Neil Young; la british invasion, con Ringo Starr, de los Beatles, y Ronnie Wood, de los Faces y de los Stones; el sonido mestizo de Nueva Orleans, con Dr. John, y un largo etcétera. Además, se reunieron en el marco extraordinario y simbólico de la sala Winterland Ballroom, del promotor Bill Graham, uno de los hombres que más influyó en la cultura popular desde la gestión de giras y de templos como sus Fillmore East y West.

A medida que los distintos invitados fueron confirmando su participación, Robertson, Scorsese y el propio Graham se dieron cuenta de que aquello no consistía en organizar, dar o rodar un concierto. Lo que tenían entre manos era la oportunidad de retratar a una generación de músicos que había puesto la banda sonora a una transformación social sin precedentes. Así que, para completar la foto y sortear los problemas de hacer coincidir agendas y actuaciones, decidieron sumar dos guiños: uno al country, con Emmylou Harris, y otro al góspel y al soul, con The Staple Singers. Fueron conscientes de que, si conseguían crear las condiciones adecuadas, el documental podría convertirse en su auténtico «legado». Y así fue.

El 25 noviembre de 2016 se cumplió el 40 aniversario de aquel evento tan especial. En esta larga trayectoria, lejos de haber sido condenado al ostracismo por el paso de las décadas, El último vals (como se tituló el documental que recoge el concierto y el making of) ha sido elevado al estatus de icono imprescindible, tanto para músicos como para cineastas, tanto para melómanos como para cinéfilos. La mayoría lo reconoce como un testamento cargado de emotividad, pasión y nostalgia.

Lo que me impactó como comunicador

Aunque The Band se había garantizado un lugar en la historia por méritos propios, nunca fueron el «mejor grupo» de su época, de modo que su disolución habría pasado probablemente desapercibida. No obstante, ellos habían estado dentro del mundo de la música cuando esta se convirtió en un auténtico agente del cambio: a finales de los cincuenta, con Ronnie Hawkins; en los sesenta, con Dylan entre otros, y, ya a principios de los setenta, como una banda consolidada acostumbrada a compartir cartel con decenas de otros iconos.

Sin embargo, El último vals, una película reportaje que retrata a todos los miembros de la banda y que recoge el buen rollo que se respira en el escenario, con el resto de cracks, aprovecha esa dilatada historia para construir un relato cercano y humano y constituye por ello una pieza de comunicación con un valor universal. El documental los catapultó, pues, más allá de su función musical, se erigieron como los cuentacuentos de una época única.

Este fue su legado: Encapsularon para la posteridad la atmósfera vibrante con la que una generación transformó el mundo. Conscientes de que este salto sociocultural necesitaba un testamento, este brand film, además, sentó las bases del storytelling de parte, ese que se escribe e interpreta por el interés de una marca (en este caso, el grupo) y que conecta con un amplio abanico de comunidades sin las que el proyecto, la iniciativa o el cambio no habrían tenido sentido.

Hasta aquel momento, A Hard Day’s Night, de los Beatles, y Woodstock habían establecido el patrón de las películas y los documentales sobre la música, pero ninguna de ellas tuvo la profundidad ni el alcance de la de The Band. Posteriormente, los ejemplos han abundado. Y, aun así, ninguno ha resultado tan redondo como esta obra maestra de Scorsese, Robbie Robertson, Bill Graham y un puñado de artistas comprometidos con la música y con su esencia comunitaria. Todos demuestran formar una gran familia que comparte valores, creencias, intereses y muchos símbolos de su sentido de pertenencia.

Aprendizajes para la empresa y sus primeros ejecutivos

Martin Scorsese decidió comenzar la película con una frase excepcional: «Reproduzca esta película con el volumen a tope», pero también escogió como primera canción la coda del concierto, de modo que invirtió el orden de los factores para empezar con el final. Aquella noche de Acción de Gracias, al acabar el bolo, después de una jam en la que participaron todas las figuras, los miembros de The Band regresaron vestidos de civiles (se habían cambiado) para tocar una última canción. Seleccionaron su versión del clásico «Baby, Don’t You Do It», de The “5” Royales. El director inicia el show con ese bis y parece lanzar un mensaje al grupo y a toda la generación de músicos retratados en El último vals: «No lo hagáis, no os disolváis, no desaparezcáis». El tiempo pasa, todos pasamos; sin embargo, la fotografía de aquel instante, el documental que recoge el legado, esa historia universal, permanecerá.

Coda

He escrito las líneas de este capítulo como siempre he vivido, acompañado. Casi desde que tengo memoria, una persona muy especial ha tenido el cariño y la delicadeza de dejarme notar que se encontraba a mi lado. Se trata de mi hermano, Jorge. Con una saber estar que asombra, ha sido capaz de hacerme sentir querido a través de una infinidad de gestos y detalles, uno de los cuales fue, precisamente, El Último Vals.

En las Navidades de 2002, Jorge tuvo que quedarse por trabajo en Edimburgo y Mónica y yo decidimos viajar para hacerle compañía y, de paso, conocer la ciudad. Por aquel entonces, no había forma de hacerse con el documental de Martin Scorsese en España, así que puedes imaginar mi asombro cuando me lo encontré al abrir los regalos del Papa Noel escocés. Acertó de pleno.

Unos días más tarde, regresamos a Madrid, entramos en casa y me dirigí directamente al reproductor de DVD. Esa noche nos quedamos pegados a la pantalla. Escena a escena, la película nos conquistó y la complicidad entre sus protagonistas pasó a representar para mí la que me ha demostrado mi hermano desde que éramos niños.

Preparando el capítulo, he aprovechado para volver a emocionarme con el pique a la guitarra de Clapton y Robertson, con la inmensa sonrisa de Ronnie Hawkins atacando el Who Do You Love, con el final apoteósico de Van Morrison desapareciendo del escenario, con el monumental ascenso de The Band en su The Night They Drove Old Dixie Down, con el brutal cambio de ritmo de Dylan en el medley de Forever Young y Baby Let Me Follow You Down, y a cada instante me he sabido afortunado, comprendido y eternamente acompañado.

Gracias tron.