AGRADECIMIENTOS

Este libro no existiría, desde luego no de esta manera, sin la inestimable ayuda de nuestro excelente equipo. Primero y ante todo, queremos elogiar la labor de Timothy Bella, un periodista extraordinario que ya nos acompañó en The System y que asumió un rol similar en esta nueva aventura. Tim pasó incontables horas revisando papeleo administrativo para buscar y obtener documentos públicos de gobiernos municipales, agencias estatales y federales, juzgados y departamentos de policía. Realizó varias entrevistas muy valiosas. Y le apodamos «el localizador» por su peculiar habilidad para encontrar personas en redes sociales y otras bases de datos, a veces a los pocos minutos de darle el nombre. También leyó y comentó más de trescientas transcripciones de ruedas de prensa de Tiger Woods.

Los abogados Bruce Lay, en Florida, y Michael McCann, en Vermont, localizaron registros inmobiliarios, documentos financieros, registros judiciales e informes policiales. El investigador jurídico Ron Fuller, en Washington D. C., analizó expedientes judiciales y ayudó a generar cientos de páginas de procesos relacionados con Tiger Woods, su empresa, Nike, Titleist y otras personas y entidades. Y Eliza Rothstein obtuvo cifras de ventas de los libros publicados por Tiger Woods y Earl Woods. Dan Riemer, de Revelations, Inc., en Plantation, Florida, llevó a cabo varias y valiosas tareas secundarias.

El Stanford Daily nos proporcionó copias de todos sus artículos en los que se mencionaba a Tiger Woods. Al mismo tiempo, un bibliotecario investigador de Sports Illustrated nos envió cajas con copias impresas de más de mil artículos sobre Tiger Woods de periódicos, revistas, diarios y otras publicaciones periódicas. Las ayudantes de investigación de Jeff Benedict, Brittany Weisler y Mette Laurence, ordenaron por fecha todos los artículos y nos ayudaron a elaborar una cronología detallada de la vida de Tiger, una tarea que tardó más de seis meses en completarse.

La editora Carolyn Lumsden nos facilitó todos los artículos del Hartford Courant relacionados con las diversas causas contra John Merchant en Connecticut.

El teniente coronel Ben Garrett, jefe de prensa del ejército de los EE. UU., nos ayudó a obtener los expedientes militares de Earl Woods. Y David Martin, el corresponsal desde hace tiempo de CBS News en el Pentágono, nos echó una mano a la hora de interpretar y entender dichos expedientes.

Jon Parton, jefe de redacción del Kansas State Collegian, le hizo la entrevista inicial a Mike Mohler, sepulturero del Sunset Cemetery, y desenterró vídeos e información de los días de Earl Woods en la universidad estatal de Kansas.

Los periodistas Jaime Diaz, Alan Shipnuck, John Strege, John Feinstein, Jimmy Roberts y Wright Thompson tuvieron la amabilidad de compartir con nosotros sus valiosos puntos de vista. La gente de CBS Sports y NBC Sports nos ayudaron muchísimo proporcionándonos vídeos e información contextual.

También queremos darles las gracias a: Paul Mason, exresponsable de producción de ABC News y el hombre detrás de Tiger’s Tale, el primer perfil sobre Woods y su familia para la televisión en abierto, que se emitió en Primetime Live el 15 de julio de 1993; Lance Barrow, veterano coordinador de producción del golf del PGA Tour en CBS Sports, por su hospitalidad tejana y por el acceso a una selección de eventos del circuito; Rick Schloss, el director de medios durante treinta años del Buick Invitational y el Farmers Insurance Open del Torrey Pines; Dave Cordero, director de comunicaciones del Salón de la Fama del Golf Mundial y su museo, por el enlace al discurso de aceptación de Mark O’Meara en 2015; Tom Clearwater, por facilitarnos al contacto con algunos asiduos de Las Vegas; Norm Clarke, Mr. Las Vegas y creador de NORM!, su diario de la ciudad; Rick Ryan, presidente del Brooklawn Country Club; Barclay Douglas Jr. y otros miembros del Newport Country Club; Ed Mauro; Tom Graham, del Country Club of Fairfield, y al Dr. Gary Gray, fisioterapeuta, director del Gray Institute y practicante y padre fundador de la Ciencia Funcional Aplicada.

Antes de hacer una lista con los periodistas y analistas deportivos y de golf a los que queremos darles las gracias, pedimos disculpas a todos aquellos de los que nos hayamos olvidado sin quererlo. Las crónicas de la carrera de Tiger han sido escritas por algunos de los mejores de la profesión. Pasamos a mencionarlos en orden alfabético y junto al empleo que tenían durante su trato con Woods: Karen Allen, USA Today; Nancy Armour, USA Today; Michael Bamberger, Sports Illustrated; Thomas Bonk, Los Angeles Times; Nick Canepa, San Diego Union-Tribune; Mark Cannizzaro, New York Post; Brandel Chamblee, Golf Channel; Tim Crothers, Sports Illustrated; Karen Crouse, New York Times; Tom Cunneff, People; Steve DiMeglio, USA Today; Larry Dorman, New York Times; Tim Elfrink, Miami New Times; Doug Ferguson, Associated Press; Gus Garcia-Roberts, Newsday; Shav Glick, Los Angeles Times; Hank Gola, New York Daily News; Bob Harig, ESPN.com; Mickey Herskowitz, Houston Chronicle; Tod Leonard, San Diego Union-Tribune; Robert Lusetich, Fox Sports.com; Jonathan Mahler, New York Times; Cameron Morfit, Sports Illustrated; Ian O’Connor, ESPN.com; Bill Pennington, New York Times; Bill Plaschke, Los Angeles Times; Rick Reilly, Sports Illustrated; Howard Richman, Kansas City Star; Mark Seal, Vanity Fair; Ed Sherman, Chicago Tribune; Alan Shipnuck, Sports Illustrated; Ron Sirak, Associated Press y Ronsirak.com; Gary Smith, Sports Illustrated; Howard Sounes, autor; Gary Van Sickle, Sports Illustrated; Dan Wetzel, Yahoo Sports; y Michael Wilbon, Washington Post.


Por último, está el equipo editorial, empezando por nuestro agente, Richard Pine, inteligente, creativo, siempre dispuesto a apoyarnos y, sobre todo, un gran amigo. Estuvo a nuestro lado a lo largo de todo el proyecto, desde la idea hasta la publicación. Dorothea Halliday nos dio valiosísimas opiniones y guía en lo referente a la narrativa. Kelvin Bias fue nuestro sagaz verificador de información. Nuestro redactor, Jofie Ferrari-Adler, nos guio inteligente y perspicazmente y nos ayudó a transformar la narrativa. Y fue un lujo trabajar con nuestro editor, Jon Karp, y también con el responsable de corrección, Jonathan Evans, y con todo el equipo de Simon & Schuster, incluidos Julianna Haubner, editora asociada; Richard Rhorer, asistente editorial; Larry Hughes, subdirector de publicidad; Dana Trocker, subdirectora de marketing; Kristen Lemire, editora en jefe; Lisa Erwin, directora de producción; Samantha Hoback, editora de producción; Ben Holmes, corrector; Laura Ogar, confeccionadora del índice; Jackie Seow, diseñadora de la portada; y Carly Loman, que le ha dado a las páginas de este libro ese aspecto limpio y fresco.

CAPÍTULO UNO EL FINAL

Descalzo y aturdido, el deportista más poderoso del planeta se había encerrado en un cuarto de baño. Durante años, como un escapista, había sido capaz de ocultar las huellas de su vida privada. Aquella vez no. Finalmente, su mujer le había descubierto. Pero había muchas cosas que no sabía, muchas cosas que nadie sabía. Eran cerca de las dos de la madrugada del viernes 27 de noviembre de 2009, el día después de Acción de Gracias. Con la mente probablemente embotada por efecto de los medicamentos recetados, era imposible que aquel hombre tan obsesionado con la privacidad previera que su próximo movimiento iba a destrozar su imagen perfecta y le iba a hacer caer en la desgracia más profunda de la historia del deporte moderno. Tiger Woods abrió la puerta y huyó.


Dos días antes, el National Enquirer, que le había estado siguiendo de cerca durante meses, había publicado una bomba —«El escándalo de infidelidad de Tiger Woods»— con fotografías de una despampanante azafata de treinta y cuatro años de un club nocturno de Nueva York llamada Rachel Uchitel. El tabloide acusaba a Tiger Woods de haber mantenido un tórrido encuentro con Uchitel la semana anterior en Melbourne, durante el Australian Masters. Woods, que insistía en que se trataba de otra mentira, llegó incluso a poner a su mujer al teléfono con Uchitel, pero, después de treinta intensos minutos, Elin seguía sin creerse la historia de su marido. Tal vez fuera rubia y guapa, pero de tonta no tenía un pelo. La tarde de Acción de Gracias, cuando Tiger volvió a casa después de jugar a las cartas con algunos chicos en el club de su urbanización privada de Isleworth, a las afueras de Orlando, Elin esperó a que se tomara un Ambien y se quedara dormido. Bastante después de medianoche, cogió el móvil de Tiger y empezó a investigar. Bastó un mensaje de su marido a un misterioso destinatario para que su corazón se partiera en dos: «Eres la única persona a la que he amado».

Elin se quedó mirando aquellas palabras y, entonces, desde el móvil de Tiger, envió un mensaje a la persona desconocida. «Te echo de menos —escribió—. ¿Cuándo volvemos a vernos?»

A los pocos segundos, llegó una respuesta que manifestaba sorpresa de que Tiger siguiera despierto.

Elin marcó el número. Le respondió la misma voz ronca de mujer que el día anterior le había declarado su inocencia. ¡Uchitel!

—Lo sabía —gritó Elin—. ¡Es que lo sabía!

—Mierda —dijo Uchitel.

Los gritos de Elin no tardaron en despertar a Woods. A trompicones por el aturdimiento, salió de la cama, cogió su móvil y se metió en el cuarto de baño. «Lo sabe», le escribió a Uchitel.

Pero a quien Woods temía de verdad no era a la mujer que había al otro lado de la puerta. La había estado engañando durante años con decenas de mujeres, alimentando un apetito sexual insaciable que había desembocado en una adicción incontrolable. No. La única mujer a la que en realidad había temido era la que se encontraba durmiendo en una habitación de invitados en otra parte de la mansión: su madre, que había venido de visita para celebrar Acción de Gracias. Kultida Woods, viuda desde hacía más de tres años, había tenido que tragarse un matrimonio en ocasiones humillante en el que había habido agresiones verbales, desatención y adulterio. Tiger idolatraba a su padre, pero no podía soportar que hubiera roto el corazón de su madre. Kultida nunca se divorció de Earl por Tiger. Prefirió preservar el nombre de la familia y dedicar su vida a criar a su único hijo para que llegara a ser un campeón. La reputación y Tiger: a Kultida no le importaba nada más.

Cuando Tiger era pequeño, su madre dictó una ley: «Nunca jamás arruinarás mi reputación como madre —le dijo—, o te atizaré».

De niño, el miedo a su represalia había mantenido a Tiger a raya. Ahora que era un hombre, nada le aterraba más que la idea de que su madre descubriera que había seguido los pasos de su padre. No podría mirarla a la cara.


Woods salió de la casa. En la calle, la temperatura era de cinco grados y él llevaba solo un pantalón corto y una camiseta. Según se cuenta, Elin lo persiguió con un palo de golf en la mano. Tratando de escapar, Tiger subió rápidamente a su Cadillac Escalade y lo sacó del aparcamiento a toda prisa. Inmediatamente después, saltó un bordillo de hormigón y se metió en una mediana encespedada. Giró bruscamente hacia la izquierda, atravesó Deacon Circle, saltó otro bordillo, pasó rozando una hilera de setos, volvió a cruzar la calle con otro viraje brusco y chocó con una boca de incendios justo antes de estamparse contra un árbol del jardín de los vecinos de al lado. Elin hizo añicos las ventanas de los asientos de detrás del conductor y el copiloto con el palo.

Kimberly Harris se despertó con el sonido producido por las explosiones del motor. Al asomarse a la ventana, vio un todoterreno al final de su entrada. La parte frontal estaba aplastada contra un árbol, y el único faro indemne alumbraba la casa. Preocupada, despertó a su hermano de veintisiete años, Jarius Adams. «No sé quién hay ahí fuera —le dijo—, pero será mejor que salgas a ver qué pasa.»

Adams salió con precaución por la puerta delantera, intentando procesar lo que estaba viendo. Woods estaba tirado boca arriba en la acera. No llevaba zapatos, había perdido el conocimiento y le sangraba la boca. Había cristales rotos esparcidos por la entrada y un palo de golf torcido junto al vehículo. Elin daba vueltas alrededor de su marido y gimoteaba.

—Tiger —susurró, sacudiéndole suavemente los hombros—. ¿Estás bien, Tiger?

Adams se agachó y vio que Tiger estaba dormido, roncando. Tenía el labio roto. Sus dientes estaban manchados de sangre.

—Ayúdame, por favor —dijo Elin—. No llevo el móvil. ¿Puedes llamar a alguien?

Adams corrió hacia su casa y le gritó a su hermana que cogiera mantas y almohadas. «Tiger está inconsciente», le explicó.

Luego volvió a salir corriendo y llamó a urgencias.

TELEFONISTA: Servicio de emergencias. ¿Qué ha pasado?

ADAMS: Necesito una ambulancia urgente. Delante de mi casa hay una persona inconsciente.

TELEFONISTA: ¿Se trata de un accidente de coche, señor?

ADAMS: Sí.

TELEFONISTA: De acuerdo. ¿Hay alguien atrapado en el interior del vehículo?

ADAMS: No, está en el suelo.

TELEFONISTA: Señor, el servicio médico está a la escucha, ¿de acuerdo?

ADAMS: Tengo un vecino… ha chocado contra un árbol. Hemos salido solo para ver qué pasaba. Le estoy viendo y está tirado en el suelo.

TELEFONISTA: ¿Puede ver si respira?

ADAMS: No, ahora mismo no sabría decirle.

De repente, Kultida Woods salió de la casa de Tiger y corrió hacia la escena del accidente.

—¿Qué ha pasado? —gritó.

—Eso intentamos averiguar —le explicó Adams—. Ahora mismo estoy hablando con la policía.

Kultida se volvió hacia Elin con lágrimas en los ojos. Poco después, oyeron una sirena y vieron aproximarse unas luces azules. Un coche del Departamento de Policía de Windermere se detuvo, seguido de una ambulancia, un sheriff y un agente de tráfico de Florida. Los paramédicos midieron las constantes vitales de Tiger y comprobaron que no hubiera sufrido una parálisis, intentando generar movimiento mediante la estimulación de su pie izquierdo. Tiger abrió los ojos entre gemidos, pero enseguida se le pusieron en blanco al movérsele las pupilas hacia arriba con los párpados todavía abiertos.

Cuando los paramédicos alzaron la camilla de Tiger para meterla en la ambulancia y se marcharon a toda velocidad, la pregunta de Kultida quedó en el aire: «¿Qué ha pasado?». ¿Por qué había huido Tiger Woods de su casa en mitad de la noche? Y ¿cómo había acabado el deportista más célebre de nuestro tiempo tirado en la acera medio muerto? En cuestión de días, el mundo entero haría preguntas mucho más inquietantes. Las respuestas, al igual que el personaje, resultaron ser complejas. Cuando uno sigue un rastro sobre un camino muy sinuoso, lo mejor es empezar por el principio.

CAPÍTULO DOS ASUNTOS FAMILIARES

El 14 de septiembre de 1981, a los cinco años, Tiger Woods entró en un aula de parvulario de la Cerritos Elementary School que había sido cuidadosamente decorada para que los niños se sintieran cómodos. Era el primer día de clase. En un par de pizarras de corcho había colgadas fotografías de animales y plantas. En una pared había también dibujos coloreados a mano: uno con nubes blancas y esponjosas sobre un cielo azul y otro con un sol amarillo y radiante que emitía sus rayos. Encima de la pizarra había números y las letras del abecedario. Pero nada de todo eso disminuía la sensación de Tiger de sentirse diferente al resto de los niños. Completamente diferente. En lugar de sus juguetes, su posesión más preciada era un juego de palos de golf hechos a medida. Dejando de lado a sus padres, su mejor amigo era su entrenador de golf, un hombre bigotudo de treinta y dos años llamado Rudy. Tiger ya había hecho algunas apariciones en la televisión nacional, había jugado delante de millones de personas y se había codeado con Bob Hope, Jimmy Stewart y Frank Tarkenton. Su swing era tan suave que parecía un profesional en un cuerpo en miniatura. Había llegado a firmar autógrafos, escribiendo «TIGER» en mayúsculas, puesto que todavía no había aprendido a escribir en letra ligada. También era un genio con los números. Su madre le había enseñado a sumar y restar cuando tenía dos años. A los tres, le enseñó las tablas de multiplicar. Practicaba cada día, una y otra vez. Cuanto más le machacaba su madre, más afición cogía por los números. Su nivel en matemáticas era el de un niño de tercer curso. Sin embargo, nadie en su clase de la guardería sabía nada de todo eso. Ni siquiera su profesora.

Tiger tomó asiento en silencio junto con otros treinta párvulos. Solo tres cosas lo diferenciaban del resto: su piel era algo más oscura, era increíblemente tímido y tenía un nombre muy peculiar: Eldrick. No obstante, cuando la profesora de parvulario, Maureen Decker, puso una canción para ayudar a los niños a presentarse el primer día de clase, él dijo que se llamaba Tiger. Se pasó el resto de la clase resistiéndose a los amables intentos de Decker de hacerlo hablar. No fue hasta que terminó el horario lectivo que se acercó cautelosamente a su profesora y le dio un tirón para llamar su atención.

—No me llames Eldrick —dijo tartamudeando—. Llámame Tiger.

Kultida Woods le dio esas mismas instrucciones: debía dirigirse a su hijo por su apodo, no por su nombre.


Tiger vivía a ciento cincuenta metros de la escuela. Su madre le acompañaba cada mañana y lo iba a recoger todas las tardes. Luego le llevaba a un campo de golf cercano, en el que practicaba. Decker no tardó en darse cuenta de que Tiger tenía una rutina inusualmente estructurada que le dejaba poco o ningún tiempo para interactuar con el resto de los niños fuera de la escuela. Académicamente estaba muy por delante de sus compañeros de clase, especialmente en todo lo que tuviera que ver con números. Para tener cinco años, también era insólitamente disciplinado. Pero apenas hablaba y en el patio parecía perdido, como con miedo de jugar con los demás.

Cuando creció, Tiger recordó su infancia y el hecho de haberla dedicado exclusivamente al golf. En unos DVD que salieron en 2004 con el título The Authorized DVD Collection, Tiger admitió que de niño disfrutaba corriendo y jugando al béisbol y al baloncesto, pero que eran actividades que tampoco le entusiasmaban. «El golf fue decisión mía», dijo. Pero sus profesores de preescolar recuerdan otra cosa. En la primera reunión de padres y profesores, Decker manifestó diplomáticamente su preocupación y sugirió apuntar a Tiger a alguna actividad extraescolar. Earl descartó la idea inmediatamente, dejando bien claro que, después de las clases, Tiger iba a jugar al golf. Cuando Decker intentó explicarle las ventajas de dejar que su hijo hiciera amigos de su misma edad, Earl la interrumpió. Él sabía qué era lo mejor para su hijo. Kultida permaneció en silencio y la reunión terminó de manera algo incómoda.

Decker decidió no volver a sacar el tema. Un día, sin embargo, Tiger se le acercó durante el recreo. «Pregúntale a mi madre si puedo ir a jugar a fútbol», dijo en voz muy baja. Decker habló con Kultida en privado. Las dos habían entablado una relación de amistad y Kultida coincidió en que a Tiger le iría bien jugar al fútbol con los demás niños. Le rogó a la profesora de su hijo que siguiera insistiéndole a Earl para que permitiera que Tiger participara en actividades extraescolares. Y eso hizo: en la siguiente reunión de padres y profesores, Decker sacó de nuevo el tema. En esa ocasión, Earl se alteró. Mientras se le llenaba la boca asegurando saber qué era lo que más le convenía a su hijo, Kultida volvió a guardar silencio. En definitiva, que nada de fútbol. Era golf y no se hable más.

«Me supo mal por el pequeño, que quería relacionarse con los demás», dijo Decker.

En una época en la que pocos padres de la escuela Cerritos asistían a las reuniones con los profesores, Earl Woods se presentaba siempre. En ocasiones, incluso iba sin Kultida. Los responsables del centro se acostumbraron a verlo más a él que a ningún otro padre. Iba incluso a las exposiciones orales. Ann Burger, la profesora de Tiger en primer curso, dijo que nunca olvidaría el día en que presenció la presentación oral más inusual de sus treinta años como docente: Earl entró con una bolsa con palos de golf en miniatura, y Burger acabó haciendo salir a toda la clase para que Tiger hiciera una demostración durante la cual lanzó pelotas de golf por todo el patio.

«Era bueno —recordó Burger—. Tenía unos palos especiales. Eran pequeños, pero eran sus palos.»

Tiger iba golpeando mientras Earl explicaba que si su hijo había llegado a ser tan bueno había sido gracias al esfuerzo y la práctica. Los niños de seis años se quedaron boquiabiertos, pero esa exhibición fue solo una más de las muchas situaciones que despertaron preguntas en la mente de los profesores: ¿Qué clase de cosas tendrá que soportar ese crío? ¿Qué pasará en su casa? ¿Cuál es la dinámica de esa familia?


Parte del árbol genealógico de la familia de Tiger Woods proviene de Manhattan, en el estado de Kansas, una ciudad azotada por la miseria y el viento donde, al nacer Earl Woods el 5 de marzo de 1932, imperaba la segregación racial. Su padre, Miles Woods, un albañil de cincuenta y ocho años que cuando nació Earl ya no pasaba por su mejor momento de salud, fue cariñosamente descrito por sus hijos como un «viejo quisquilloso y tozudo». A pesar de ser un baptista devoto que evitaba el alcohol y el tabaco, su gusto por el lenguaje soez era legendario. «Mi padre me enseñaba disciplina y palabrotas —dijo Earl más tarde—. Podía blasfemar durante treinta minutos seguidos sin repetirse.»

La madre de Earl, Maude, una mujer mestiza de ascendencia africana, europea, china y nativa americana, había obtenido un título universitario en Economía Doméstica en la Kansas State University. Enseñó a Earl a leer y escribir en una casa de ciento veinte metros cuadrados que se les quedaba pequeña. La familia no tenía coche ni televisor, y Earl pasaba mucho tiempo fuera con su padre. Juntos construyeron un muro de piedra entre el domicilio familiar y la calle. «Me enseñó a hacer la mezcla del mortero —dijo Earl—. Tenía su propio truco. Decía: “Tienes que meterle la cantidad justa de saliva”, escupía en el cubo y seguía: “Sí, más o menos así está bien”.»

Earl también pasó mucho tiempo con su padre en Griffith Park, el nuevo estadio de béisbol para ligas menores de la ciudad, donde Miles hacía de anotador. Miles era capaz de decir de memoria los nombres, el promedio de bateo y las estadísticas de lanzamiento de todos los futuros jugadores de las Grandes Ligas que pasaban por Manhattan. En agosto de 1943 llevó la cuenta de su último partido; horas después del último lanzamiento, falleció a causa de un derrame cerebral a los setenta años. Earl tenía entonces once y recordaba ver a su desconsolada madre sentada en la mecedora canturreando sin parar el himno góspel «What Are They Doing in Heaven». Cuatro años después, Maude también murió de un derrame. A solo unos meses de cumplir dieciséis años, Earl de repente se había quedado huérfano y bajo el cuidado de una hermana mayor que llevaba la casa como «una pequeña dictadora».

El padre de Earl murió con una obsesión: quería que su hijo se convirtiera en jugador de béisbol profesional. Nada le habría enorgullecido más. Consciente de ello, Earl puso todo su empeño en llegar a jugar en las Grandes Ligas. Era un sueño que recibió un empujón en 1947, cuando Jackie Robinson rompió la barrera de color y fichó por los Brooklyn Dodgers. Aquel verano, Earl estaba trabajando como encargado de material en Griffith Park, y muchos de los mejores jugadores de las Ligas Negras estaban de gira por el Medio Oeste. Earl conoció a Roy Campanella, Josh Gibson y Monte Irvin. También dijo que una tarde, durante una práctica de bateo, consiguió coger una pelota del legendario lanzador Satchel Paige, cuya bola rápida se creía que alcanzaba los ciento sesenta kilómetros por hora.

Al terminar el instituto en 1949, Earl se matriculó en la Kansas State University y se unió al equipo de béisbol como receptor. También jugó de lanzador y en primera base. Al tercer año ya era uno de los mejores jugadores de un equipo pésimo. De mayor, Earl publicó unas exitosísimas memorias en las que afirmó que había conseguido una beca de béisbol y había roto la barrera de color al ser el primer deportista negro en la Conferencia de los 7 (más tarde 8 y actualmente 12) Grandes. Ambas declaraciones fueron exageradas.

«Yo no le concedí ninguna beca —le explicó Ray Wauthier, el exentrenador de béisbol de la universidad, al periodista Howard Sounes en 2003—. Supongo que lo añadió a la historia para que le quedara más bonita.»

Tampoco es cierto que Earl fuera el primer deportista negro de la Conferencia de los 7; antes que él estuvieron Harold Robinson y Veryl Switzer, el segundo de los cuales jugó más adelante con los Green Bay Packers. Sin embargo, Woods sí fue el primer jugador negro del equipo de Kansas de la Legión Americana, y eso llevó a Wauthier a ofrecerle un puesto en la alineación de la universidad, por lo que Earl consiguió romper la barrera de color de la Conferencia de los 7 en béisbol.

La carrera de Woods como jugador de béisbol nunca pasó de la universidad, pero su visión sobre la raza se vio fuertemente influenciada por su experiencia como único jugador negro de la alineación. Una vez, cuando el equipo se fue de viaje a Misisipi durante los entrenamientos de primavera, el entrenador de un equipo rival vio a Woods calentando y le dijo a Wauthier que su receptor tendría que quedarse en el bus sin jugar. La respuesta de Wauthier fue ordenar a todos sus jugadores que volvieran al autobús. El equipo se fue sin jugar. En otra ocasión, en Oklahoma, el gerente de un motel le hizo saber a Wauthier que no permitiría que su único jugador negro se alojara allí, sugiriendo que Woods debía pasar la noche en otro motel a cinco kilómetros. Wauthier canceló la reserva de todo el equipo.

Esas no fueron ni por asomo las primeras experiencias de índole racista de Earl. Cuando estudiaba en el instituto Manhattan High School le echó el ojo a una chica blanca guapísima. Siempre había querido bailar con ella, pero nunca se atrevió a pedírselo (en Kansas, a finales de los años cuarenta, que pudiera tener una relación con una chica blanca era impensable). En lugar de ello, se lo guardó para sí y almacenó en su mente todo el inventario de mofas, rechazos y trabas personales que se interponían en su camino por culpa de su color de piel.

Durante su tercer año de universidad, Earl se unió al Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales de Reserva. La primera vez que se enfundó el uniforme militar tuvo una sensación de orgullo y de autoestima poco familiar. El motivo era que no había superado del todo el hecho de no ser lo suficientemente bueno para convertirse en el jugador de béisbol profesional que su padre había deseado.

Uno año después de graduarse en Sociología en la universidad estatal de Kansas, Earl se alistó en el ejército y se prometió con Barbara Ann Hart, una chica de la ciudad que conocía desde que ambos eran niños. Ella se había mudado a San Francisco para ir a la universidad, pero, por insistencia de Earl, abandonó sus estudios en el segundo año y volvió a Kansas. El 18 de marzo de 1954 se casaron en los juzgados de Abilene durante una tormenta. Ella tenía veinte años y él veintidós.

La tormenta fue un presagio de lo que se avecinaba.


Barbara Hart creía que Earl Woods era un hombre con un brillante futuro por delante. Conducía un Chevrolet de 1936 al que llamaba Jitney. Escuchaba jazz. Tenía un grado universitario. Y su primer destino militar fue Alemania, donde pronto ascendió a jefe de pelotón. El primer hijo de ambos, Earl Woods Jr., nació en un hospital del ejército cerca de la pequeña ciudad de Dos Puentes. Todo parecía idílico.

Earl y Barbara no tardaron demasiados años en tener dos hijos más: Kevin Woods, que nació el 1 de junio de 1957 en Abilene, Kansas, y Royce Woods, nacida el 6 de junio de 1958 en Nueva York. Cuando llegó Royce, Earl ya estaba apostado en el cuartel general del ejército en Fort Hamilton, Brooklyn, cerca de donde vivía la familia.

Fue entonces cuando Earl empezó a desaparecer. Con tres hijos menores de cuatro años, se matriculó en un máster en la New York University. Pasaba los días en la base y las noches en la universidad. Cuando no estaba trabajando o estudiando, estaba fuera con sus compañeros del ejército, quienes le llamaban por su apodo, Woody. Su matrimonio ya había empezado a hacer aguas cuando recibió órdenes de ir a Vietnam, en 1962. Barbara cogió a los niños, que por ese entonces tenían siete, cinco y cuatro años, y se marchó a San José, California, donde se instaló en una diminuta casa de tres dormitorios.

Con Earl en Vietnam, el rencor de Barbara hacia él aumentó. Se sentía abandonada. Cuando Earl volvió después de estar un año fuera, se sintió un extraño en su propia casa. Según su descripción de los hechos, llegó a la casa de California bien entrada la noche y se encontró la puerta cerrada con llave. Golpeó la puerta hasta que despertó a Barbara.

—¿Quién es? —dijo ella desde el otro lado.

—Soy yo —respondió él.

Hubo un prolongado momento de silencio.

—¿Y quién es yo? —continuó ella.

—¡Que abras la puerta, joder! —gritó Earl.

Poco después, su hija salió de la cama y entró en la habitación. «Mamá —dijo—, ¿quién es este señor?»

Más tarde, Earl reconoció que sus largas ausencias habían hecho sufrir a sus hijos. En sus memorias escribió: «Admito que la culpa de eso la tengo yo».

Sin embargo, su carrera militar progresaba a un ritmo vertiginoso. Al regresar del primero de sus dos periodos de servicio en Vietnam, fue destinado al Centro y Escuela John F. Kennedy de Guerra Especial del ejército, y más tarde al 6.º Grupo de Fuerzas Especiales de Fort Bragg, en Carolina del Norte. De ahí pasó a la academia de rangers, y luego a la de tropas aerotransportadas. A los treinta y dos, contra todo pronóstico, se convirtió en boina verde y se marchó a las tierras salvajes de Alaska para realizar un entrenamiento avanzado de supervivencia. Entonces, un día del verano de 1966, volvió a casa y le dijo a Barbara que había recibido órdenes de ir a Tailandia. Ella enseguida se mostró muy ilusionada con la idea de poder llevarse a la familia al extranjero, pero Earl le aclaró que le habían ordenado ir solo, lo cual significaba que debía dejar atrás a su mujer y sus hijos.

En la primavera de 1967, el teniente coronel Earl Woods llegó a una oficina del ejército de los EE. UU. en Bangkok, donde iba a realizar entrevistas a civiles para trabajar en un proyecto del ejército local que él supervisaba. Acompañado de un ayudante, Woods se acercó al mostrador de recepción. Una joven tailandesa alzó la vista y dijo en inglés: «¿En qué puedo ayudarle, señor?».

La pregunta iba dirigida al ayudante de Woods, un hombre blanco que ella asumió que debía estar al mando. Woods no se molestó en corregirla, y la chica los acompañó a un despacho privado, separado del área de recepción por una gran ventana. Earl se sentó, puso los pies sobre la mesa y empezó a dar órdenes. A través del cristal, se dio cuenta de que la secretaria había vuelto a su mostrador y le estaba mirando.

«Me atrajo desde el primer momento —escribió más tarde—. Era una mujer increíblemente atractiva.»

Woods se volvió hacia su ayudante y le dijo: «Voy a hablar con esa preciosidad».

En sus memorias, Woods describió lo que sucedió a continuación:

Me sentí muy atraído por esa imponente mujer de ojos expresivos. Me acerqué a ella y se puso coloradísima. A esas alturas ya se había dado cuenta de que yo era el coronel y no el ayudante.

Cuando empezó a disculparse, le dije: «No, no. No te preocupes». Eso propició que empezáramos a hablar a un nivel más personal. Charlamos de todo y de nada, y ella no paraba de reírse. Tenía un rostro radiante y le brillaban los ojos. Enseguida sentí que entre nosotros había algo.

Me alejé con una sonrisa de oreja a oreja. Teníamos una cita.


Kultida Punsawad nació en 1944 en las afueras de Bangkok y era la menor de cuatro hijos de una familia acomodada. Su padre era arquitecto y su madre profesora. Kultida, a quien llamaban Tida, tenía cinco años cuando sus padres se divorciaron. Por si no hubiera tenido suficiente con aquello, la metieron en un internado hasta que cumplió diez. «Después de que se divorciaran lo pasé muy mal —dijo en 2013—. Durante los cinco años que estuve en el internado apenas fui a casa de ningún familiar. Me quedaba en el colegio. Cada fin de semana tenía la esperanza de que mi padre o mi madre vinieran a visitarme, o mis hermanos o hermanas mayores, pero nunca vino nadie. Me sentí abandonada.»

De mayor, Tida le confesó a una amiga que su infancia había sido «traumática» y «solitaria». Como había recibido una buena educación y sabía inglés, a los veintipocos empezó a trabajar como secretaria civil y recepcionista en una oficina del ejército de los EE. UU. de Bangkok. Cuando el teniente coronel Earl Woods se presentó allí en 1967, no tenía ni idea de que tuviera mujer e hijos. Simplemente le gustó que le prestara atención. Toda la primera cita, que tuvo lugar durante una festividad religiosa, la pasaron en la iglesia. Fue un humilde comienzo para una relación que acabaría engendrando a uno de los deportistas más grandes de la historia. Pero, seguramente, en Bangkok y en aquellos tiempos era imposible pensar que su encuentro con aquel militar estadounidense llegaría a convertirse en algo serio. Vivían a trece mil kilómetros de distancia. Ella era doce años menor que él y nunca había salido de su tierra. Él era un trotamundos experimentado y tenía una familia. Además, eran muy diferentes. Ella era budista y él baptista no practicante. Sin embargo, Earl no tardó en poner sobre la mesa la idea de que Kultida se fuera con él a Estados Unidos, no sin antes advertirla de los problemas que podría tener por culpa del racismo.

«Ya sé que eres tailandesa —le dijo—, pero en Estados Unidos solo hay dos colores: el blanco y el que no es blanco. Ten por seguro que los blancos te harán saber que tú no lo eres; podrás verlo en sus acciones y en sus reacciones. Conque ya puedes irte olvidando de llegar a ser una ciudadana estadounidense de pleno derecho.»


Cuando terminó su periodo de servicio en Tailandia, Woods fue destinado a Fort Totten, cerca del barrio de Bayside, en Queens, Nueva York. Barbara y sus hijos fueron allí con él. Earl no tardó en conseguir un trabajo a tiempo parcial en el City College of New York como profesor asistente de Ciencias Militares, donde daría clases de Guerra Psicológica a los alumnos del Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales de Reserva. Barbara sintió como si estuviera utilizando su formación en esa disciplina contra ella. Ejemplificó la manipulación verbal y emocional a la que Earl la sometía con esta conversación:

BARBARA: No lo entiendo. ¿Qué he hecho mal?

EARL: ¿No lo sabes?

BARBARA: No sé de qué me hablas.

EARL: Tú no estás bien. Necesitas ayuda.

Tras demasiadas conversaciones similares, Barbara empezó a preguntarse si sería verdad que no estaba bien. Aquella mujer, siempre tan segura de sí misma, llamó a su hermana llorando y le dijo: «Yo sé que no estoy loca». Pero los juegos psicológicos de Earl la estaban afectando. «Puede que Earl tenga razón —le contó—. Tal vez necesite ayuda.»

Poco después, el 29 de mayo de 1968, Earl se presentó en casa con su amigo Lawrence Kruteck, un prometedor abogado de Nueva York. Barbara estaba viendo la televisión en el dormitorio y Earl le pidió que fuera con ellos al salón. Ella se fijó en que Kruteck llevaba un maletín.

—Sin duda, esto es lo más duro que he tenido que hacer —le dijo el abogado.

Abrió el maletín, sacó un documento legal y empezó a leer:

—Las partes abajo firmantes exponen que actualmente son marido y mujer, habiendo contraído matrimonio el 18 de marzo de 1954 en Abilene, Kansas…

—Espera —interrumpió ella—. ¿Qué es esto?

—Woody quiere la separación judicial —respondió Kruteck.

Sorprendida, miró a Earl, que estaba sentado en una esquina del salón.

—Sí —dijo Earl sin añadir una palabra más.

Kruteck le extendió el documento a Barbara y la instó a que lo leyera.

Apenas podía centrarse, pero leyó: «Que han surgido entre ellas ciertas desavenencias desafortunadas a consecuencia de las cuales desean vivir por separado». Después de aquellas últimas dos palabras, no pudo continuar. ¿Qué significaba aquello? ¿Qué estaba pasando?

El acuerdo estipulaba que Earl y Barbara Woods vivirían separados durante el resto de sus vidas «como personas independientes y no casadas». Barbara se quedaría con la custodia de sus hijos y Earl tendría derecho de visita. Además, recibiría doscientos dólares al mes «en concepto de ayuda para ella y de ayuda y manutención para los hijos».

Desconcertada, Barbara firmó el documento sin consultar con un abogado.

Aquel verano, Earl y Barbara viajaron con sus hijos desde Nueva York hasta su pequeña casa de San José. Convirtieron aquel viaje por carretera en unas extrañas vacaciones familiares, haciendo paradas para ver, entre otras cosas, la Campana de la Libertad y el monumento a Lincoln. Pasaron una noche en Las Vegas. Earl y Barbara llegaron incluso a hacer el amor. Parecía como una segunda luna de miel, lo que llevó a Barbara a preguntarse en voz alta:

—¿Por qué tenemos que separarnos?

—Porque sí —le contestó Earl.

Cuando la familia estuvo instalada en California, Earl cogió un vuelo y volvió a Nueva York. Estuvo fuera durante meses. La siguiente vez que visitó San José, el tío de Barbara le fue a recoger al aeropuerto y se quedó perplejo cuando lo vio bajar del avión con una mujer asiática. Earl le contó al tío de Barbara que la había conocido durante el vuelo y que iba a ayudarla a encontrar trabajo en Nueva York.

Había pasado aproximadamente año y medio desde la primera cita de Earl y Kultida. Ella llegó a Estados Unidos en 1968 con veinticinco años, consiguió trabajo en un banco de Brooklyn y, según Earl, se casaron en Nueva York en 1969.

Pero Barbara Woods no tenía ni idea de su existencia. Y su tío no tuvo el valor de contarle que había otra mujer.


En la primavera de 1969, la salud le jugó una mala pasada a Barbara. Sufrió una hemorragia grave y los médicos le detectaron tumores fibroides. Le dieron hora para una histerectomía y Barbara le rogó a Earl que fuera a San José. Lo hizo, pero primero pasó por México y no llegó a California hasta cuatro días después de la operación. Aquella noche, mientras Barbara se recuperaba en su cama, ya en casa, Earl le comunicó que había conseguido el divorcio en Juárez alegando «incompatibilidad de caracteres entre los cónyuges». Barbara se quedó sin habla. Más tarde, en sus memorias, escribió que ella y Earl despertaron a sus hijos, les contaron que ya no estaban casados y luego intentaron sin éxito que dejaran de llorar. Después de eso, Earl dejó a Barbara definitivamente.

Al final resultó que en realidad Earl no había obtenido el divorcio. El 25 de agosto de 1969, dos días después de que volviera de México, el Consulado de los Estados Unidos se negó a validar los papeles estipulando lo siguiente: «El Consulado no se responsabiliza del contenido del documento adjunto y tampoco de la validez del mismo o de su aceptabilidad en ningún estado de los Estados Unidos».

En aquel momento, Barbara desconocía el parecer del Consulado y todo lo que había pasado entre su marido y Kultida. Lo único que tenía claro era que ya había tenido suficiente. El 25 de agosto de 1969 —el mismo día que el Consulado de los EE. UU. declaró nulo el divorcio juarense de Earl— inició los trámites de divorcio en San José alegando «crueldad extrema» y «sufrimiento mental grave». Más de dos años después, el 28 de febrero de 1972, el Tribunal Superior de California determinó que «las partes siguen casadas y […] ninguna de las partes puede volver a contraer matrimonio hasta que no se dicte una sentencia de disolución definitiva». Más adelante, el 2 de marzo de 1972, el tribunal dictó esa sentencia, que reconocía oficialmente el divorcio entre Earl y Barbara Woods. Para entonces, Earl y Kultida llevaban casados casi tres años y Barbara estaba un poco más al corriente de lo que había estado sucediendo a sus espaldas.

«Pongo en duda la LEGALIDAD de ese matrimonio —dijo Barbara Woods en una formulación posterior ante el tribunal—. Según las leyes de California, este hombre era BÍGAMO. Todo formó parte de un plan FRÍO y CALCULADO. Se ha perpetrado FRAUDE desde el principio.»

Como respuesta a aquellos cargos, Earl presentó una declaración jurada en la que explicó: «Obtuvimos el divorcio en México en algún momento del año 1967. Yo volví a casarme en 1969». No era cierto. Una copia certificada del juicio de divorcio de México prueba que Earl Woods lo solicitó el 23 de agosto de 1969, dos años más tarde de lo declarado. Además, el estado de California dictaminó más adelante que había estado casado legalmente con Barbara Woods hasta 1972. Pero eso a Earl no le preocupaba. «Yo no sé nada de lo de California. No vivía allí —dijo años más tarde—. No me considero bígamo.»


Earl Woods no estaba muy por la labor de tener un hijo con Kultida. Después de sus ausencias como padre durante la mayor parte de su carrera militar y del posterior abandono de su exmujer, finalmente había empezado a retomar el contacto con sus hijos. Al retirarse del ejército a los cuarenta y dos años, Earl empezó a trabajar en Long Beach, California, como procurador de materiales para la contratista de defensa McDonnell Douglas. Según los términos del divorcio, sus hijos tenían la opción de mudarse con él al terminar el instituto, y eso hicieron los dos varones. Un bebé no entraba en los planes de Earl.

Kultida satisfacía casi siempre los deseos de Earl: cocinaba para él, le cortaba el pelo, le hacía la colada y mantenía la casa en condiciones. Se había criado en una sociedad patriarcal en la que el 95 % de la población era budista y las mujeres eran consideradas inferiores a los hombres. En Tailandia se solía decir que el marido era las patas delanteras del elefante y la mujer era las traseras, las que impulsaban y apoyaban las decisiones del cabeza de familia. Al mismo tiempo, el nacimiento y la crianza de los niños eran sumamente importantes en la cultura tailandesa. Finalmente, Kultida se lo hizo entender a Earl.

«Yo habría sido feliz sin hijos —dijo Earl—. Sin embargo, en la cultura tailandesa, un matrimonio no es un matrimonio hasta que tiene uno.»

En la primavera de 1975, con treinta y un años y tras seis de casados, Kultida se quedó embarazada. A Earl ya se le había pasado la novedad de la relación y había encontrado un nuevo amor: el golf. Un compañero del ejército le inició y se enganchó de inmediato. Si el golf hubiese sido una droga, se le habría podido calificar de adicto. Le gustaba tanto que llegaba a consumirle y pasaba mucho más tiempo con sus palos que con su mujer. «Me di cuenta de lo que me había estado perdiendo toda mi vida —dijo Earl—. Decidí que, si tenía otro hijo, le enseñaría a jugar al golf desde el principio.»