Miguel de Unamuno

Niebla (Nivola)

Publicado por Good Press, 2022
goodpress@okpublishing.info
EAN 4057664189844

Índice


PRÓLOGO
POST-PRÓLOGO
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
XXIII
XXIV
XXV
XXVI
XXVII
XXVIII
XXIX
XXX
XXXI
XXXII
XXXIII
POR MODO DE EPÍLOGO

PRÓLOGO

Índice

Se empeña don Miguel de Unamuno en que ponga yo un prólogo a este su libro en que se relata la tan lamentable historia de mi buen amigo Augusto Pérez y su misteriosa muerte, y yo no puedo menos sino escribirlo, porque los deseos del señor Unamuno son para mí mandatos, en la más genuina acepción de este vocablo. Sin haber yo llegado al extremo de escepticismo hamletiano de mi pobre amigo Pérez, que llegó hasta a dudar de su propia existencia, estoy por lo menos firmemente persuadido de que carezco de eso que los psicólogos llaman libre albedrío, aunque para mi consuelo creo también que tampoco goza don Miguel de él.

Parecerá acaso extraño a alguno de nuestros lectores que sea yo, un perfecto desconocido en la república de las letras españolas, quien prologue un libro de don Miguel que es ya ventajosamente conocido en ella, cuando la costumbre es que sean los escritores más conocidos los que hagan en los prólogos la presentación de aquellos otros que lo sean menos. Pero es que nos hemos puesto de acuerdo don Miguel y yo para alterar esta perniciosa costumbre, invirtiendo los términos, y que sea el desconocido el que al conocido presente. Porque en rigor los libros más se compran por el cuerpo del texto que no por el prólogo, y es natural por lo tanto que cuando un joven principiante como yo, desee darse a conocer, en vez de pedir a un veterano de las letras que le escriba un prólogo de presentación, debe rogarle que le permita ponérselo a una de sus obras. Y esto es a la vez resolver uno de los problemas de ese eterno pleito de los jóvenes y los viejos.

Únenme, además, no pocos lazos con don Miguel de Unamuno. Aparte de que este señor saca a relucir en este libro, sea novela o nivola (véase pág. 158)—y conste que esto de la nivola es invención mía—, no pocos dichos y conversaciones que con el malogrado Augusto Pérez tuve, y que narra también en ella la historia del nacimiento de mi tardío hijo Victorcito, parece que tengo algún lejano parentesco con don Miguel, ya que mi apellido es el de uno de sus antepasados, según doctísimas investigaciones genealógicas de mi amigo Antolín S. Paparrigópulos, tan conocido en el mundo de la erudición.

Yo no puedo prever ni la acojida que esta nivola obtendrá de parte del público que lee a don Miguel, ni cómo se la tomarán a éste. Hace algún tiempo que vengo siguiendo con alguna atención la lucha que don Miguel ha entablado con la ingenuidad pública y estoy verdaderamente asombrado de lo profunda y cándida que es ésta. Con ocasión de sus artículos en el Mundo Gráfico y en alguna otra publicación análoga, ha recibido don Miguel algunas cartas y recortes de periódicos de provincias que ponen de manifiesto los tesoros de candidez ingenua y de simplicidad palomina que todavía se conservan en nuestro pueblo. Una vez comentan aquella su frase de que el Sr. Cervantes (don Miguel) no carecía de algún ingenio y parece se escandalizan de la irreverencia; otra se enternecen por esas sus melancólicas reflexiones sobre la caída de las hojas; ya se entusiasman por su grito ¡guerra a la guerra! que le arrancó el dolor de ver que los hombres se mueren aunque no los maten; ya reproducen aquel puñado de verdades no paradójicas que publicó después de haberlas recojido por todos los cafés, círculos y cotarrillos, donde andaban podridas de puro manoseadas y hediendo a ramplonería ambiente, por lo que las reconocieron como suyas los que las reprodujeron, y hasta ha habido palomilla sin hiel que se ha indignado de que este logómaco de don Miguel escriba algunas veces Kultura con K mayúscula y después de atribuirse habilidad para inventar amenidades reconozca ser incapaz de producir colmos y juegos de palabras, pues sabido es que para este público ingenuo el ingenio y la amenidad se reducen a eso: a los colmos y los juegos de palabras.

Y menos mal que ese ingenuo público no parece haberse dado cuenta de alguna otra de las diabluras de don Miguel, a quien a menudo le pasa lo de pasarse de listo, como es aquello de escribir un artículo y luego subrayar al azar unas palabras cualesquiera de él, invirtiendo las cuartillas para no poder fijarse en cuáles lo hacía. Cuando me lo contó le pregunté por qué había hecho eso y me dijo: «¡Qué sé yo... por buen humor! ¡Por hacer una pirueta! Y además porque me encocoran y ponen de mal humor los subrayados y las palabras en bastardilla. Eso es insultar al lector, es llamarle torpe, es decirle: ¡fíjate, hombre, fíjate, que aquí hay intención! Y por eso le recomendaba yo a un señor que escribiese sus artículos todo en bastardilla para que el público se diese cuenta de que eran intencionadísimos desde la primera palabra a la última. Eso no es más que la pantomima de los escritos; querer sustituir en ellos con el gesto lo que no se expresa con el acento y entonación. Y fíjate, amigo Víctor, en los periódicos de la extrema derecha, de eso que llamamos integrismo, y verás cómo abusan de la bastardilla, de la versalita, de las mayúsculas, de las admiraciones y de todos los recursos tipográficos. ¡Pantomima, pantomima, pantomima! Tal es la simplicidad de sus medios de expresión, o más bien tal es la conciencia que tienen de la ingenua simplicidad de sus lectores. Y hay que acabar con esta ingenuidad.»

Otras veces le he oído sostener a don Miguel que eso que se llama por ahí humorismo, el legítimo, ni ha prendido en España apenas, ni es fácil que en ella prenda en mucho tiempo. Los que aquí se llaman humoristas, dice, son satíricos unas veces y otras irónicos, cuando no puramente festivos. Llamar humorista a Taboada, verbigracia, es abusar del término. Y no hay nada menos humorístico que la sátira áspera, pero clara y transparente de Quevedo, en la que se ve el sermón enseguida. Como humorista no hemos tenido más que Cervantes, y si éste levantara cabeza, ¡cómo había de reírse—me decía don Miguel—de los que se indignaron de que yo le reconociese algún ingenio, y, sobre todo, cómo se reiría de los ingenuos que han tomado en serio alguna de sus más sutiles tomaduras de pelo! Porque es indudable que entraba en la burla—burla muy en serio—que de los libros de caballerías hacía el remedar el estilo de éstos, y aquello de «no bien el rubicundo Febo, etc.» que como modelo de estilo presentan algunos ingenuos cervantistas no pasa de ser una graciosa caricatura del barroquismo literario. Y no digamos nada de aquello de tomar por un modismo lo de «la del alba sería» con que empieza un capítulo cuando el anterior acaba con la palabra hora.

Nuestro público, como todo público poco culto, es naturalmente receloso, lo mismo que lo es nuestro pueblo. Aquí nadie quiere que le tomen el pelo, ni hacer el primo, ni que se queden con él, y así en cuanto alguien le habla quiere saber desde luego a qué atenerse y si lo hace en broma o en serio. Dudo que en otro pueblo alguno moleste tanto el que se mezclen las burlas con las veras, y en cuanto a eso de que no se sepa bien si una cosa va o no en serio, ¿quién de nosotros lo soporta? Y es mucho más difícil que un receloso español de término medio se dé cuenta de que una cosa está dicha en serio y en broma a la vez, de veras y de burlas, y bajo el mismo respecto.

Don Miguel tiene la preocupación del bufo trágico y me ha dicho más de una vez que no quisiera morirse sin haber escrito una bufonada trágica o una tragedia bufa, pero no en que lo bufo o grotesco y lo trágico estén mezclados o yuxtapuestos, sino fundidos y confundidos en uno. Y como yo le hiciese observar que eso no es sino el más desenfrenado romanticismo, me contestó: «no lo niego, pero con poner motes a las cosas no se resuelve nada. A pesar de mis más de veinte años de profesar la enseñanza de los clásicos, el clasicismo que se opone al romanticismo no me ha entrado. Dicen que lo helénico es distinguir, definir, separar; pues lo mío es indefinir, confundir».

Y el fondo de esto no es más que una concepción, o mejor aún que concepción un sentimiento de la vida que no me atrevo a llamar pesimista porque sé que esta palabra no le gusta a don Miguel. Es su idea fija, monomaníaca, de que si su alma no es inmortal y no lo son las almas de los demás hombres y aun de todas las cosas, e inmortales en el sentido mismo en que las creían ser los ingenuos católicos de la Edad Media, entonces, si no es así, nada vale nada ni hay esfuerzo que merezca la pena. Y de aquí la doctrina del tedio de Leopardi después que pereció su engaño extremo,

ch’io eterno mi credea

de creerse eterno. Y esto explica que tres de los autores más favoritos de don Miguel sean Sénancour, Quental y Leopardi.

Pero este adusto y áspero humorismo confusionista, además de herir la recelosidad de nuestras gentes, que quieren saber desde que uno se dirige a ellas a qué atenerse, molesta a no pocos. Quieren reírse, pero es para hacer mejor la digestión y para distraer las penas, no para devolver lo que indebidamente se hubiesen tragado y que puede indigestárseles, ni mucho menos para digerir las penas. Y don Miguel se empeña en que si se ha de hacer reír a las gentes debe ser no para que con las contracciones del diafragma ayuden a la digestión, sino para que vomiten lo que hubieren engullido, pues se ve más claro el sentido de la vida y del universo con el estómago vacío de golosinas y excesivos manjares. Y no admite eso de la ironía sin hiel ni del humorismo discreto, pues dice que donde no hay alguna hiel no hay ironía y que la discreción está reñida con el humorismo, o como él se complace en llamarle: malhumorismo.

Todo lo cual le lleva a una tarea muy desagradable y poco agradecida, de la que dice que no es sino un masaje de la ingenuidad pública, a ver si el ingenio colectivo de nuestro pueblo se va agilizando y sutilizando poco a poco. Porque le saca de sus casillas el que digan que nuestro pueblo, sobre todo el meridional, es ingenioso. «Pueblo que se recrea en las corridas de toros y halla variedad y amenidad en ese espectáculo sencillísimo, está juzgado en cuanto a mentalidad», dice. Y agrega que no puede haber mentalidad más simple y más córnea que la de un aficionado. ¡Vaya usted con paradojas más o menos humorísticas al que acaba de entusiasmarse con una estocada de Vicente Pastor! Y abomina del género festivo de los revisteros de toros, sacerdotes del juego de vocablos y de toda la bazofia del ingenio de puchero.

Si a esto se añade los juegos de conceptos metafísicos en que se complace, se comprenderá que haya muchas gentes que se aparten con disgusto de su lectura, los unos porque tales cosas les levantan dolor de cabeza, y los otros porque, atentos a lo de que sancta sancte tractanda sunt, lo santo ha de tratarse santamente, estiman que esos conceptos no deben dar materia para burlas y jugueteos. Mas él dice a esto que no sabe por qué han de pretender que se trate en serio ciertas cosas los hijos espirituales de quienes se burlaron de las más santas, es decir, de las más consoladoras creencias y esperanzas de sus hermanos. Si ha habido quien se ha burlado de Dios, ¿por qué no hemos de burlarnos de la Razón, de la Ciencia y hasta de la Verdad? Y si nos han arrebatado nuestra más cara y más íntima esperanza vital, ¿por qué no hemos de confundirlo todo para matar el tiempo y la eternidad y para vengarnos?

Fácil es también que salga diciendo alguno que hay en este libro pasajes escabrosos, o si se quiere, pornográficos; pero ya don Miguel ha tenido buen cuidado de hacerme decir a mí algo al respecto en el curso de esta nivola. Y está dispuesto a protestar de esa imputación y a sostener que las crudezas que aquí puedan hallarse ni llevan intención de halagar apetitos de la carne pecadora, ni tienen otro objeto que ser punto de arranque imaginativo para otras consideraciones.

Su repulsión a toda forma de pornografía es bien conocida de cuantos le conocen. Y no sólo por las corrientes razones morales, sino porque estima que la preocupación libidinosa es lo que más estraga la inteligencia. Los escritores pornográficos, o simplemente eróticos, le parecen los menos inteligentes, los más pobres de ingenio, los más tontos, en fin. Le he oído decir que de los tres vicios de la clásica terna de ellos: las mujeres, el juego y el vino, los dos primeros estropean más la mente que el tercero. Y conste que don Miguel no bebe más que agua. «A un borracho se le puede hablar—me decía una vez—y hasta dice cosas, pero ¿quién resiste la conversación de un jugador o un mujeriego? No hay por debajo de ella sino la de un aficionado a toros, colmo y copete de la estupidez.»

No me extraña a mí, por otra parte, este consorcio de lo erótico con lo metafísico, pues creo saber que nuestros pueblos empezaron siendo, como sus literaturas nos lo muestran, guerreros y religiosos para pasar más tarde a eróticos y metafísicos. El culto a la mujer coincidió con el culto a las sutilezas conceptistas. En el albor espiritual de nuestros pueblos, en efecto, en la Edad Media, la sociedad bárbara sentía la exaltación religiosa y aun mística y la guerrera—la espada lleva cruz en el puño—; pero la mujer ocupaba muy poco y muy secundario lugar en su imaginación y las ideas estrictamente filosóficas dormitaban, envueltas en teología, en los claustros conventuales. Lo erótico y lo metafísico se desarrollan a la par. La religión es guerrera; la metafísica es erótica o voluptuosa.

Es la religiosidad lo que le hace al hombre ser belicoso o combativo, o bien es la combatividad la que le hace religioso, y por otro lado es el instinto metafísico, la curiosidad de saber lo que no nos importa, el pecado original, en fin, lo que le hace sensual al hombre, o bien es la sensualidad la que, como a Eva, le despierta el instinto metafísico, el ansia de conocer la ciencia del bien y del mal. Y luego hay la mística, una metafísica de la religión que nace de la sensualidad de la combatividad.

Bien sabía esto aquella cortesana ateniense Teodota, de que Jenofonte nos cuenta en sus Recuerdos la conversación que con Sócrates tuvo, y que proponía al filósofo, encantada de su modo de investigar, o más de partear la verdad, que se convirtiera en celestino de ella y le ayudase a cazar amigos. (Synthérates, con-cazador, dice el texto, según don Miguel, profesor de griego, que es a quien debo esta interesantísima y tan reveladora noticia.) Y en toda aquella interesantísima conversación entre Teodota, la cortesana, y Sócrates, el filósofo partero, se ve bien claro el íntimo parentesco que hay entre ambos oficios, y cómo la filosofía es en grande y buena parte lenocinio y el lenocinio es también filosofía.

Y si todo esto no es así como digo, no se me negará al menos que es ingenioso, y basta.

No se me oculta, por otra parte, que no estará conforme con esa mi distinción entre religión y belicosidad de un lado y filosofía y erótica de otro mi querido maestro don Fulgencio Entrambosmares del Aquilón, de quien don Miguel ha dado tan circunstanciada noticia en su novela o nivola Amor y Pedagogía. Presumo que el ilustre autor del Ars magna combinatoria establecerá: una religión guerrera y una religión erótica, una metafísica guerrera y otra erótica, un erotismo religioso y un erotismo metafísico, un belicosismo metafísico y otro religioso, y, por otra parte, una religión metafísica y una metafísica religiosa, un erotismo guerrero y un belicosismo erótico; todo esto aparte de la religión religiosa, la metafísica metafísica, el erotismo erótico y el belicosismo belicoso. Lo que hace diez y seis combinaciones binarias. ¡Y no digo nada las ternarias del género, verbigracia, de una religión metafísico-erótica o de una metafísica guerrero-religiosa! Pero yo no tengo ni el inagotable ingenio combinatorio de don Fulgencio, ni menos el ímpetu confusionista e indefinicionista de don Miguel.

Mucho se me ocurre atañedero al inesperado final de este relato y a la versión que en él da don Miguel de la muerte de mi desgraciado amigo Augusto, versión que estimo errónea, pero no es cosa de que me ponga yo ahora aquí a discutir en este prólogo con mi prologado. Pero debo hacer constar en descargo de mi conciencia que estoy profundamente convencido de que Augusto Pérez, cumpliendo el propósito de suicidarse que me comunicó en la última entrevista que con él tuve, se suicidó realmente y de hecho, y no sólo idealmente y de deseo. Creo tener pruebas fehacientes en apoyo de mi opinión; tantas y tales pruebas, que deja de ser opinión para llegar a conocimiento.

Y con esto acabo.

Víctor Goti.


POST-PRÓLOGO

Índice

De buena gana discutiría aquí alguna de las afirmaciones de mi prologuista, Víctor Goti, pero como estoy en el secreto de su existencia—la de Goti—, prefiero dejarle la entera responsabilidad de lo que en ese su prólogo dice. Además, como fuí yo quien le rogué que me lo escribiese, comprometiéndome de antemano—o sea a priori—a aceptarlo tal y como me lo diera, no es cosa ni de que lo rechace, ni siquiera de que me ponga a corregirlo y rectificarlo ahora a posmano—o sea a posteriori. Pero otra cosa es que deje pasar ciertas apreciaciones suyas sin alguna mía.

No sé hasta qué punto sea lícito hacer uso de confidencias vertidas en el seno de la más íntima amistad y llevar al público opiniones o apreciaciones que no las destinaba a él quien las profiriera. Y Goti ha cometido en su prólogo la indiscreción de publicar juicios míos que nunca tuve intención de que se hiciesen públicos. O por lo menos nunca quise que se publicaran con la crudeza con que en privado los exponía.

Y respecto a su afirmación de que el desgraciado... Aunque, desgraciado, ¿por qué? Bien; supongamos que lo hubiese sido. Su afirmación, digo, de que el desgraciado, o lo que fuese, Augusto Pérez se suicidó y no murió como yo cuento su muerte, es decir, por mi libérrimo albedrío y decisión, es cosa que me hace sonreír. Opiniones hay, en efecto, que no merecen sino una sonrisa. Y debe de andarse mi amigo y prologuista Goti con mucho tiento en discutir así mis decisiones, porque si me fastidia mucho acabaré por hacer con él lo que con su amigo Pérez hice, y es que le dejaré morir o le mataré a guisa de médico. Los cuales ya saben mis lectores que se mueven en este dilema: o dejan morir al enfermo por miedo a matarle, o le matan por miedo de que se les muera. Y así yo soy capaz de matar a Goti si veo que se me va a morir, o de dejarle morir si temo haber de matarle.

Y no quiero prolongar más este post-prólogo, que es lo bastante para darle la alternativa a mi amigo Víctor Goti, a quien agradezco su trabajo.

M. de U.


NIEBLA

I

Índice

Al aparecer Augusto a la puerta de su casa extendió el brazo derecho, con la mano palma abajo y abierta, y dirigiendo los ojos al cielo quedóse un momento parado en esta actitud estatuaria y augusta. No era que tomaba posesión del mundo exterior, sino era que observaba si llovía. Y al recibir en el dorso de la mano el frescor del lento orvallo frunció el sobrecejo. Y no era tampoco que le molestase la llovizna, sino el tener que abrir el paraguas. ¡Estaba tan elegante, tan esbelto, plegado y dentro de su funda! Un paraguas cerrado es tan elegante como es feo un paraguas abierto.

«Es una desgracia esto de tener que servirse uno de las cosas—pensó Augusto—; tener que usarlas. El uso estropea y hasta destruye toda belleza. La función más noble de los objetos es la de ser contemplados. ¡Qué bella es una naranja antes de comida! Esto cambiará en el cielo, cuando todo nuestro oficio se reduzca, o más bien se ensanche a contemplar a Dios y todas las cosas en Él. Aquí, en esta pobre vida, no nos cuidamos sino de servirnos de Dios; pretendemos abrirlo, como a un paraguas, para que nos proteja de toda suerte de males.»

Díjose así y se agachó a recojerse los pantalones. Abrió el paraguas por fin y se quedó un momento suspenso y pensando: «y ahora, ¿hacia dónde voy? ¿tiro a la derecha o a la izquierda?» Porque Augusto no era un caminante, sino un paseante de la vida. «Esperaré a que pase un perro—se dijo—y tomaré la dirección inicial que él tome.»

En esto pasó por la calle no un perro, sino una garrida moza, y tras de sus ojos se fué, como imantado y sin darse de ello cuenta, Augusto.

Y así una calle y otra y otra.

«Pero aquel chiquillo—iba diciéndose Augusto, que más bien que pensaba hablaba consigo mismo—, ¿qué hará allí, tirado de bruces en el suelo? ¡Contemplar a alguna hormiga, de seguro! ¡La hormiga, ¡bah!, uno de los animales más hipócritas! Apenas hace sino pasearse y hacernos creer que trabaja. Es como ese gandul que va ahí, a paso de carga, codeando a todos aquellos con quienes se cruza, y no me cabe duda de que no tiene nada que hacer. ¡Qué ha de tener que hacer, hombre, qué ha de tener que hacer! Es un vago, un vago como... ¡No, yo no soy un vago! Mi imaginación no descansa. Los vagos son ellos, los que dicen que trabajan y no hacen sino aturdirse y ahogar el pensamiento. Porque, vamos a ver, ese mamarracho de chocolatero que se pone ahí, detrás de esa vidriera, a darle al rollo majadero, para que le veamos, ese exhibicionista del trabajo, ¿qué es sino un vago? Y a nosotros ¿qué nos importa que trabaje o no? ¡El trabajo! ¡El trabajo! ¡Hipocresía! Para trabajo el de ese pobre paralítico que va ahí medio arrastrándose... Pero ¿y qué sé yo? ¡Perdone, hermano!—esto se lo dijo en voz alta.—¿Hermano? ¿Hermano en qué? ¡En parálisis! Dicen que todos somos hijos de Adán. Y éste, Joaquinito, ¿es también hijo de Adán? ¡Adiós, Joaquín! ¡Vaya, ya tenemos el inevitable automóvil, ruido y polvo! ¿Y qué se adelanta con suprimir así distancias? La manía de viajar viene de topofobía y no de filotopía; el que viaja mucho va huyendo de cada lugar que deja y no buscando cada lugar a que llega. Viajar... viajar... Qué chisme más molesto es el paraguas... Calla, ¿qué es esto?»

Y se detuvo a la puerta de una casa donde había entrado la garrida moza que le llevara imantado tras de sus ojos. Y entonces se dio cuenta Augusto de que la había venido siguiendo. La portera de la casa le miraba con ojillos maliciosos, y aquella mirada le sugirió a Augusto lo que entonces debía hacer. «Esta Cerbera aguarda—se dijo—que le pregunte por el nombre y circunstancias de esta señorita a que he venido siguiendo, y, ciertamente, esto es lo que procede ahora. Otra cosa sería dejar mi seguimiento sin coronación, y eso no, las obras deben acabarse. ¡Odio lo imperfecto!» Metió la mano al bolsillo y no encontró en él sino un duro. No era cosa de ir entonces a cambiarlo; se perdería tiempo y ocasión en ello.

—Dígame, buena mujer—interpeló a la portera sin sacar el índice y el pulgar del bolsillo—, ¿podría decirme aquí, en confianza y para inter nos, el nombre de esta señorita que acaba de entrar?

—Eso no es ningún secreto ni nada malo, caballero.

—Por lo mismo.

—Pues se llama doña Eugenia Domingo del Arco.

—¿Domingo? Será Dominga...

—No, señor, Domingo; Domingo es su primer apellido.

—Pues cuando se trata de mujeres, ese apellido debía cambiarse en Dominga. Y si no, ¿dónde está la concordancia?

—No la conozco, señor.

—Y dígame... dígame...—sin sacar los dedos del bolsillo—, ¿cómo es que sale así sola? ¿Es soltera o casada? ¿Tiene padres?

—Es soltera y huérfana. Vive con unos tíos...

—¿Paternos o maternos?

—Sólo sé que son tíos.

—Basta y aun sobra.

—Se dedica a dar lecciones de piano.

—¿Y le toca bien?

—Ya tanto no sé.

—Bueno, bien, basta; y tome por la molestia.

—Gracias, señor, gracias. ¿Se le ofrece más? ¿Puedo servirle en algo? ¿Desea le lleve algún mandado?

—Tal vez... tal vez... No por ahora... ¡Adiós!

—Disponga de mí, caballero, y cuente con una absoluta discreción.

«Pues señor—iba diciéndose Augusto al separarse de la portera—, ve aquí cómo he quedado comprometido con esta buena mujer. Porque ahora no puedo dignamente dejarlo así. Qué dirá si no de mí este dechado de porteras. ¿Conque... Eugenia Dominga, digo Domingo, del Arco? Muy bien, voy a apuntarlo, no sea que se me olvide. No hay más arte mnemotécnica que llevar un libro de memorias en el bolsillo. Ya lo decía mi inolvidable don Leoncio: ¡no metáis en la cabeza lo que os quepa en el bolsillo! A lo que habría que añadir por complemento: ¡no metáis en el bolsillo lo que os quepa en la cabeza! Y la portera, ¿cómo se llama la portera?»

Volvió unos pasos atrás.

—Dígame una cosa más, buena mujer...

—Usted mande...

—Y usted, ¿cómo se llama?

—¿Yo? Margarita.

—¡Muy bien, muy bien... gracias!

—No hay de qué.

Y volvió a marcharse Augusto, encontrándose al poco rato en el paseo de la Alameda.

Había cesado la llovizna. Cerró y plegó su paraguas y lo enfundó. Acercóse a un banco, y al palparlo se encontró con que estaba húmedo. Sacó un periódico, lo colocó sobre el banco y sentóse. Luego su cartera y blandió su pluma estilográfica. «He aquí un chisme utilísimo—se dijo—; de otro modo, tendría que apuntar con lápiz el nombre de esa señorita y podría borrarse. ¿Se borrará su imagen de mi memoria? Pero ¿cómo es? ¿Cómo es la dulce Eugenia? Sólo me acuerdo de unos ojos... Tengo la sensación del toque de unos ojos... Mientras yo divagaba líricamente, unos ojos tiraban dulcemente de mi corazón. ¡Veamos! Eugenia Domingo, sí, Domingo, del Arco. ¿Domingo? No me acostumbro a eso de que se llame Domingo... No; he de hacerle cambiar el apellido y que se llame Dominga. Pero, y nuestros hijos varones, ¿habrán de llevar por segundo apellido el de Dominga? Y como han de suprimir el mío, este impertinente Pérez, dejándolo en una P., ¿se ha de llamar nuestro primogénito Augusto P. Dominga? Pero... ¿adónde me llevas, loca fantasía?» Y apuntó en su cartera: Eugenia Domingo del Arco, Avenida de la Alameda, 58. Encima de esta apuntación había estos dos endecasílabos:

De la cuna nos viene la tristeza

y también de la cuna la alegría...

«Vaya—se dijo Augusto—, esta Eugenita, la profesora de piano, me ha cortado un excelente principio de poesía lírica trascendental. Me queda interrumpida. ¿Interrumpida?... Sí, el hombre no hace sino buscar en los sucesos, en las vicisitudes de la suerte, alimento para su tristeza o su alegría nativas. Un mismo caso es triste o alegre según nuestra disposición innata. ¿Y Eugenia? Tengo que escribirle. Pero no desde aquí, sino desde casa. ¿Iré más bien al Casino? No, a casa, a casa. Estas cosas desde casa, desde el hogar. ¿Hogar? Mi casa no es hogar. Hogar... hogar... ¡Cenicero más bien! ¡Ay, mi Eugenia!»

Y se volvió Augusto a su casa.


II

Índice

Al abrirle el criado la puerta...

Augusto, que era rico y solo, pues su anciana madre había muerto no hacía sino seis meses antes de estos menudos sucedidos, vivía con un criado y una cocinera, sirvientes antiguos en la casa e hijos de otros que en ella misma habían servido. El criado y la cocinera estaban casados entre sí, pero no tenían hijos.

Al abrirle el criado la puerta le preguntó Augusto si en su ausencia había llegado alguien.

—Nadie, señorito.

Eran pregunta y respuesta sacramentales, pues apenas recibía visitas en casa Augusto.

Entró en su gabinete, tomó un sobre y escribió en él: «Señorita doña Eugenia Domingo del Arco. E. P. M.» Y enseguida, delante del blanco papel, apoyó la cabeza en ambas manos, los codos en el escritorio, y cerró los ojos. «Pensemos primero en ella»—se dijo. Y esforzóse por atrapar en la oscuridad el resplandor de aquellos otros ojos que le arrastraran al azar.

Estuvo así un rato sugiriéndose la figura de Eugenia, y como apenas si la había visto, tuvo que figurársela. Merced a esta labor de evocación fué surgiendo a su fantasía una figura vagarosa ceñida de ensueños. Y se quedó dormido. Se quedó dormido porque había pasado mala noche, de insomnio.

—¡Señorito!

—¿Eh?—exclamó despertándose.

—Está ya servido el almuerzo.

¿Fué la voz del criado, o fué el apetito, de que aquella voz no era sino un eco, lo que le despertó? ¡Misterios psicológicos! Así pensó Augusto, que se fué al comedor diciéndose: ¡oh, la psicología!

Almorzó con fruición su almuerzo de todos los días: un par de huevos fritos, un bisteque con patatas y un trozo de queso Gruyère. Tomó luego su café y se tendió en la mecedora. Encendió un habano, se lo llevó a la boca, y diciéndose: «¡Ay, mi Eugenia!» se dispuso a pensar en ella.

«¡Mi Eugenia, sí, la mía—iba diciéndose—, ésta que me estoy forjando a solas, y no la otra, no la de carne y hueso, no la que vi cruzar por la puerta de mi casa, aparición fortuita, no la de la portera! ¿Aparición fortuita? ¿Y qué aparición no lo es? ¿Cuál es la lógica de las apariciones? La de la sucesión de estas figuras que forman las nubes de humo del cigarro. ¡El azar! el azar es el íntimo ritmo del mundo, el azar es el alma de la poesía. ¡Ah, mi azarosa Eugenia! Esta mi vida mansa, rutinaria, humilde, es una oda pindárica tejida con las mil pequeñeces de lo cotidiano. ¡Lo cotidiano! ¡El pan nuestro de cada día, dánosle hoy! Dame, Señor, las mil menudencias de cada día. Los hombres no sucumbimos a las grandes penas ni a las grandes alegrías, y es porque esas penas y esas alegrías vienen embozadas en una inmensa niebla de pequeños incidentes. Y la vida es esto, la niebla. La vida es una nebulosa. Ahora surge de ella Eugenia. ¿Y quién es Eugenia? Ah, caigo en la cuenta de que hace tiempo la andaba buscando. Y mientras yo la buscaba ella me ha salido al paso. ¿No es esto acaso encontrar algo? Cuando uno descubre una aparición que buscaba, ¿no es que la aparición, compadecida de su busca, se le viene al encuentro? ¿No salió la América a buscar a Colón? ¿No ha venido Eugenia a buscarme a mí? ¡Eugenia! ¡Eugenia! ¡Eugenia!»

Y Augusto se encontró pronunciando en voz alta el nombre de Eugenia. Al oirle llamar, el criado, que acertaba a pasar junto al comedor, entró diciendo:

—¿Llamaba, señorito?

—¡No, a ti no! Pero, calla, ¿no te llamas tú Domingo?

—Sí, señorito—respondió Domingo sin extrañeza alguna por la pregunta que se le hacía.

—¿Y por qué te llamas Domingo?

—Porque así me llaman.

«Bien, muy bien—se dijo Augusto—; nos llamamos como nos llaman. En los tiempos homéricos tenían las personas y las cosas dos nombres, el que les daban los hombres y el que les daban los dioses. ¿Cómo me llamará Dios? ¿Y por qué no he de llamarme yo de otro modo que como los demás me llaman? ¿Por qué no he de dar a Eugenia otro nombre distinto del que le dan los demás, del que le da Margarita, la portera? ¿Cómo la llamaré?»

—Puedes irte—le dijo al criado.

Se levantó de la mecedora, fué al gabinete, tomó la pluma y se puso a escribir:

«Señorita: Esta misma mañana, bajo la dulce llovizna del cielo, cruzó usted, aparición fortuita, por delante de la puerta de la casa donde aún vivo y ya no tengo hogar. Cuando desperté fuí a la puerta de la suya, donde ignoro si tiene usted hogar o no le tiene. Me habían llevado allí sus ojos, sus ojos, que son refulgentes estrellas mellizas en la nebulosa de mi mundo. Perdóneme, Eugenia, y deje que le dé familiarmente este dulce nombre; perdóneme la lírica. Yo vivo en perpetua lírica infinitesimal.

No sé qué más decirle. Sí, sí sé. Pero es tanto, tanto lo que tengo que decirle, que estimo mejor aplazarlo para cuando nos veamos y nos hablemos. Pues es lo que ahora deseo, que nos veamos, que nos hablemos, que nos escribamos, que nos conozcamos. Después... Después, ¡Dios y nuestros corazones dirán!

¿Me dará usted, pues, Eugenia, dulce aparición de mi vida cotidiana, me dará usted oídos?

Sumido en la niebla de su vida espera su respuesta.

Augusto Pérez

Y rubricó diciéndose: «Me gusta esta costumbre de la rúbrica por lo inútil».

Cerró la carta y volvió a echarse a la calle.