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Índice

Cubierta

Índice

Portada

Este libro (y esta colección)

Dedicatoria

Agradecimientos

Antes de leer este libro

Dos rayitas

Episodio I. Cita a ciegas

1 | La semillita de papá

En sus marcas...

Listos...

¡Ya!

2 | 18 centímetros con obstáculos

Primer obstáculo: ¡Qué acidez!

Segundo obstáculo: Otra que el laberinto de Creta

Tercer obstáculo: Un ejército de glóbulos blancos

3 | El huevito de mamá

A la espera

La liberación femenina

4 | La recta final

Todo bajo control

Los infalibles de la abuela. Cinco mitos (¿o no?) acerca de la fecundación

Episodio II. Nueve meses es mucho tiempo

5 | Un detalle antes de empezar

Primer trimestre (semanas 1 a 13)

6 | Semanas 1 a 4. Embriogénesis

En el principio sólo fue el cigoto

Manual de instrucciones para un futuro bebé

El órgano efímero

Momento de sacarse la duda

¿En qué se parecen Beethoven y un test de embarazo?

Los infalibles de la abuela. Ocho experimentos caseros para saber si estás (o no) embarazada

7 | Semanas 5 a 10. Período embrionario

En construcción

Supo ser un embrión

El top ten de molestias y achaques durante el primer trimestre

Los infalibles de la abuela. Cinco respuestas de manual para mandar a la vecina a freír churros

8 | Semanas 11 a 13. Comienzo del período fetal

De higo a limón

Sin novedades en el frente

Segundo trimestre. (semanas 14 a 27)

9 | Semanas 14 a 20. A mitad de camino

Cuestión de piel

Los infalibles de la abuela. Diez maneras de predecir el sexo (del bebé)

10 | Semanas 21 a 27. Segunda mitad, allá vamos

Cinco molestias de la segunda mitad del embarazo

Tercer trimestre (semanas 28 a… vaya una a saber)

11 | Semanas 28 y más allá. Tiempo de descuento

Los cinco mandamientos del tercer trimestre

Los infalibles de la abuela. Cinco maneras de apurar el nacimiento

Episodio III. El último esfuerzo

12 | Es la hora, es la hora, es la horar de parir

Welcome to the parto

Se larga

Pródromos del parto

¿Y?

Ábrete, sésamo

¡Acatá!

Lo que queda

Cambia, todo cambia

Lecherísima S. A.

Los infalibles de la abuela. Siete respuestas mordaces a frases hirientes sobre la lactancia

13 | ¿Lo haríamos otra vez?

Se me olvidó todo al verte

Lecturas para mantenerse al día

Bibliografía comentada

Valeria Edelsztein

EL EMBARAZO

Todo lo que la ciencia tiene para decirte sobre estos nueve meses y que te va a interesar saber

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Edelsztein, Valeria

© 2017, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

Este libro (y esta colección)

Ay hijo, sabes, sabes de dónde vienes?

Pablo Neruda, “El hijo”

Durante nueve lunas crecerá tu cintura

José Pedroni, “Maternidad”

Hace ya unos cuantos años estábamos frente al ginecólogo temblando de emoción por la llegada del primer hijo. Científico al fin, no pude evitar pedirle material, papers, libros sobre todo lo que nos (¿nos?) estaba por suceder en las próximas 40 semanas (que a esa altura debían ser unas 37 o 38). Subido al pedestal, con su colección de títulos y congresos de fondo y una sonrisa de satisfacción, las palabras del médico fueron más o menos las siguientes: “Bueno… primero tendrías que cursar la facultad de Medicina, después una residencia en ginecología, quizá una especialización en obstetricia, unos años de médico de planta… y después hablamos”. De más está decir que a partir de ese preciso instante dejó de ser nuestro (¿nuestro?) ginecólogo.

Claro, en esa época no tenía entre mis manos este libro que viene a dar respuesta, exactamente, a las preguntas que me hice hace ya esos cuantos años. A lo largo de los meses por venir los interrogantes se multiplicarían. ¿Cómo es que una celulita –más bien celulota– sabe que se tiene que ir dividiendo y formando un cuerpo de bebé, y no de mariposa o de ornitorrinco? ¿Cómo se defiende ese feto de posibles infecciones? ¿Y por qué el cuerpo de la mamá no lo rechaza, si al fin y al cabo es un alien que está creciendo allí adentro? ¿Por qué nos (¿nos?) vienen los vómitos y las náuseas? ¿Y por qué en cierto momento el bebé decide salir? ¿Es cierto que los gordos –ellos– tienen más probabilidades de tener hijos que hijas? Y junto con las preguntas, vendrían las respuestas infalibles (e infaltables) de madres, abuelas, tías, doulas, taxistas y verduleras/os.

Pero, empecemos por el principio. Si están por acá, seguramente tuvieron suerte.[1] En algún momento aparecieron las famosas dos rayitas azules en el test que, como aprenderemos, no es sino la continuidad de los múltiples usos de la orina a lo largo de la historia para determinar si una mujer está embarazada. Sí, como veremos, se comprobó (o no) la habilidad del pis para hacer germinar semillas, para convertir sapos en príncipes (o en sapas embarazadas), para oxidar agujas o para enturbiar el vino. Un poco de ciencia ahí, por favor.

Tuvieron suerte, decíamos. Las probabilidades de embarazo por tener relaciones sexuales en un día cualquiera son, en promedio, del 3%, y suben a alrededor del 10% antes de la ovulación. El sistema es muy preciso: luego de tener relaciones unos días antes de la ovulación, el tracto reproductivo femenino puede “guardar” los espermatozoides y activarlos justo cuando el óvulo se asoma al mundo. Y luego viene la famosa carrera “espermatazóidica”, mientras el óvulo se empolva la nariz y espera al nadador de sus sueños. Qué carrera, amigos. Y la meta final es… el principio. Al llegar comienza una vida completamente diferente, en la que el tiempo se mide en semanas –o, peor aún, en trimestres– y esa célula va cambiando de forma, de tamaño… de todo. Mientras pensamos el nombre del hijo por venir, ya podemos ir usando los apodos cariñosos que nos brinda la ciencia: “porotito”, “bodoquito”, “mórula”, “gástrula”, “néurula”.[2] Y cambia, todo cambia… y crece. Pasa de célula a embrión, de embrión a feto, de feto a bebé y algún día nos preguntaremos cómo pasó, de pronto, a ese coso peludo que contesta con monosílabos y da portazos, pero que de vez en cuando nos sigue pidiendo abrazos y mimos.

Si a los treintaipico podemos considerar que es tiempo de que “los porotitos” se vayan de casa, para el cuerpo las famosas 40 semanas son una señal parecida. Si hasta entonces el feto se las arregló para disfrazarse y no ser un parásito (que en el fondo lo es, aunque el sistema inmune de la mamá hace la vista gorda), ya es hora de salir. Y de pronto… el bebé no llega. Ya van 40 semanas y 5 días… 6 días… ¿Se olvidó de salir? ¡Calma! Como bien dicen las parteras, “Por ahora ninguno se quedó adentro”. De nuevo, hay ciencia aquí metida, y mucha está en estas páginas.

Otro de los misterios es cómo nos convertimos en madres y padres: de no tener idea sobre qué hacer a que el cerebro haga los cambios suficientes como para ocuparse de esa cosita que necesita atención y cuidado, esa transición de un mundo centrado en uno mismo a otro que sólo tiene sentido alrededor de esas manitos y piecitos. El cerebro maternal tiene otras capacidades de concentración, empatía y conciencia. Hasta hay evidencias de que ese cerebro responde al llamado del bebé como si fuera una recompensa… casi como si fuera adictivo. Y algo de eso hay.

Valeria Edelsztein (científica, divulgadora, mamá y muchos títulos más) ha escrito un libro para todos nosotros. Mamás, papás, futuras mamás y papás, hijos… y todo el resto. Porque conocer de dónde venimos es una de las aventuras más maravillosas y hasta milagrosas (dicho con todo rigor científico) que existen. Como corresponde a todo libro de esta autora,[3] las abuelas son aquí protagonistas de lujo, y cada capítulo tiene su sección “Los infalibles de la abuela”, con esos consejos dignos de la mejor psicodelia para todo el proceso del embarazo: cómo “quedar” (no, nena, vos tenés que ir arriba, y después subir las piernas un par de horas), cómo saber si “estás” (con los trucos del pis, entre otros), cómo saber el sexo del bebé (¡esa panza con forma de merenguito es de mellizas!) y hasta cómo apurar el parto (a comer mucha papaya).[4] Pero Valeria nos da todos los argumentos de la ciencia –a veces a favor, otras en contra y muchas en “vaya uno a saber”– para contestar a abuelas y terceros en discordia. También tranquiliza a las mamás explicando todo lo que pasa “ahí afuera del bebé” –o sea, en los cuerpos maternos–, incluyendo el top ten de molestias y achaques del primer trimestre, los cambios en la piel, el pelo, el ánimo o las uñas, y tantos otros detalles para los que no alcanzan ni nueve meses. Por si fuera poco, nos da un poco la razón a nosotros –los papás– para que sigamos hablando en primera persona del plural de ese embarazo que nos invade, explicando el famoso síndrome de couvade (del francés, “incubar”) que nos da sueño, antojos, vómitos y, claro, un poquito de sobrepeso.

Valeria va paso a paso por toda la historia –nuestra historia– en una aventura en tres actos: “Cita a ciegas” (ese encuentro casual entre dos células), “Nueve meses es mucho tiempo” (todo lo que pasa en esas 40 semanas) y “El último esfuerzo” (es hora de parir). ¿Cómo se llama la obra? La vida misma.

Esta colección de divulgación científica está escrita por científicos que creen que ya es hora de asomar la cabeza por fuera del laboratorio y contar las maravillas, grandezas y miserias de la profesión. Porque de eso se trata: de contar, de compartir un saber que, si sigue encerrado, puede volverse inútil.

Ciencia que ladra… no muerde, sólo da señales de que cabalga.

Diego Golombek

[1] Y si están en la búsqueda, ¿qué mejor que consultar el libro ¡Auxilio, el bebé no llega!, de Silvia Jadur y Viviana Wainstein, en este misma colección?

[2] Si a partir de la lectura de este libro se viene una epidemia de niñas llamadas “Néurula”, no nos hacemos responsables.

[3] Sobre todo, en Los remedios de la abuela 1 y 2.

[4] Todas ellas técnicas verdaderamente antiguas, como las que proponían que los hombres se ataran un hilo a la altura del testículo izquierdo, ya que de allí vendrían los espermatozoides que creaban hombrecitos, o las que determinaban el sexo del bebé según quién iniciara la relación sexual: si era la mujer, se venían las nenas; si era el hombre, los varoncitos.

Para Juli, compañero en esta locura de ser papá y mamá.

Para Tomi y Sofi, protagonistas exclusivos de la aventura de ser hijos.

Si somos felices…

Agradecimientos

Escribí este libro con muchos recuerdos al hombro y pensando en todo lo que me hubiera gustado saber mientras estaba embarazada. Espero que futuros papás y mamás encuentren algunas respuestas o, al menos, se rían un poco de las calamidades compartidas. Y espero, también, que quienes no sean futuros papás o mamás lo lean por curiosidad e interés. Por eso, gracias a todos los que de una u otra manera ayudaron a que este libro se hiciera realidad y, en especial…

Gracias a Carlos y a Diego por seguir adelante con esta maravillosa colección y, a través de ellos, a todo Siglo XXI.

Gracias a Maia por la lectura preguntona, divertida y aguda (que no resultó ser tan grave).

Gracias a mi mamá y mi papá, por ser ellos. En especial a mi mamá, que aportó mucho a la sección de “consejos no pedidos” (¡shhhh!). Te quiero, ma.

Antes de leer este libro

Queridos/as futuro/as papases

y mamases, tíos/as, vecinos/as,

curiosos/as:

Me encantaría que leyeran este libro todas las personas del mundo, sin distinción alguna. También me gustaría que el lenguaje español fuera más neutro e inclusivo. Y adoraría tener un unicornio en el jardín de mi casa... Lamentablemente, algunas cuestiones son más difíciles que otras. Ni siquiera tengo jardín.

Por eso, al momento de escribir estas páginas tuve que tomar una decisión. Como verán apenas se zambullan en el texto, la decisión fue que estuviera dirigido a las mujeres embarazadas. En parte porque quise compartirlo desde mi mirada y mi experiencia; en parte porque estar buscando vocabulario neutro o poniendo “a/o” todo el tiempo para indicar universalidad era un verdadero incordio. Tendrán que entender, entonces, el uso extensivo del femenino así como yo entiendo (aunque no comparto) que desde siempre el masculino incluya a todas las personas.

Por otro lado, no me resulta fácil encontrar la manera de expresarme inclusivamente teniendo en cuenta cuestiones referidas a sexo biológico, expresión e identidad de género. Por eso, con el propósito de facilitar la lectura, voy a usar ciertos términos (como “varón”, “hombre”, “mujer”) de la manera en que estamos acostumbrados a usarlos, aunque no sea la mejor opción.

Entonces…

¿Cualquier persona puede leer este libro? Claro que sí. Ya sea para entender qué está pasando con sus vidas durante el embarazo, compartir los nueve meses de espera o por simple curiosidad. Piensen que, aunque no haya una persona embarazada en sus entornos, con la lectura de este libro no sólo contribuirán a su cultura general, sino que, de paso, comprenderán en profundidad los cambios corporales que se atraviesan a lo largo de los meses de gestación y quizás, la próxima vez, codeen a quien se hace el/la dormido/a en el transporte público para que ceda el asiento.

Valeria

Dos rayitas

A menudo los hijos se nos parecen,

así nos dan la primera satisfacción;

esos que se menean con nuestros gestos,

echando mano a cuanto hay a su alrededor.

Joan Manuel Serrat

El día que vemos esas dos rayitas, todo cambia para siempre. Por suerte, para ir haciéndonos a la idea tendremos unos nueve meses. Mejor dicho, cuarenta semanas, porque a partir de ahora y a contramano del resto del mundo, el tiempo comenzará a transcurrir en períodos de siete días en lugar de treinta, y nos volveremos expertas en el arte del pasaje de una unidad a otra.

Pero no sólo nos ejercitaremos en matemática. La biología y la química en su máximo esplendor nos mostrarán que los pies pueden hincharse de manera cuasi sobrenatural, que podemos producir una cantidad impresionante de saliva, que la piel se estira de forma inimaginable y que los cambios hormonales pueden hacernos transitar todas las emociones de los emojis en tan sólo veinte minutos. Por supuesto, también vendrá la física a señalar que nuestro centro de gravedad se ha corrido y, por eso, ahora “caminamos como embarazadas” con las piernas abiertas como si recién hubiéramos bajado de un caballo y con la cintura hacia delante. Después del nacimiento, esto volverá a la normalidad. Lo que seguirá torturándonos son los dolores de espalda, porque hasta las criaturas de 15 kilos quieren “upa”.

A medida que la panza va creciendo, la acompañan las dudas. A veces con alivio, a veces con temor, empezamos a entender un poco más a nuestros padres. Queda en cada una reflexionar sobre lo que eso significa (este no es un libro de autoayuda). Además, hay tantos mitos rodeando el embarazo que no podemos dejar de sentirnos abrumadas. ¿Serán los cabellos los causantes de la acidez? ¿Dejarán los antojos su marca de nacimiento con forma de sándwich de salame y queso? ¿Posibilitará el picante acelerar el parto? En estas páginas vamos a estrujar y exprimir todo este asunto para intentar comprender qué está pasando ahí adentro mientras nos comemos medio kilo de helado a las tres de la mañana. Todo esto y mucho más en un apasionante viaje de nueve meses que comienza cuando la semillita de papá se encuentra con el huevito de mamá…

Episodio I

Cita a ciegas

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1 | La semillita de papá

Están todos ahí, empujándose unos contra otros cual fanáticos a la entrada de un recital y a punto de ser expulsados a un territorio desconocido para continuar con la expedición que empezaron tiempo atrás, cuando se comenzaron a formar en los tubos seminíferos. Si pudieran sentir ansiedad, estarían muy ansiosos; si pudieran sentir euforia, estarían eufóricos y tratando de contener una explosión de energía, a la que darán rienda suelta en cuanto comience la carrera.

En sus marcas, listos… ¡ya! Varios millones de espermatozoides agitan sus flagelos tratando de picar en punta para ser los primeros en llegar hasta la ansiada meta. Después de varios días de maduración y espera, ahora es un ¡sálvese quien pueda!

Pero para llegar a este momento, los minúsculos atletas debieron recorrer un largo camino que comenzó allá lejos y hace tiempo, cuando el futuro padre de la criatura era sólo un embrión dentro del útero materno.

En sus marcas...

Alrededor del día 24 del desarrollo embrionario de un futuro varón[5] se empiezan a formar las espermatogonias fetales. Estas células madre redonditas, indiferenciadas, inmóviles y con el set completo de cuarenta y seis cromosomas son las que, años después, terminarán produciendo espermatozoides. Es sólo cuestión de tiempo.

Haciendo números

La cantidad normal de cromosomas en la gran mayoría de las células humanas es de cuarenta y seis, y esta cantidad se conoce como “diploide o número cromosómico 2n”. Durante la reproducción celular, en el desarrollo o reparación de tejidos, lo que ocurre es que la célula madre duplica el juego completo de los veintitrés pares de cromosomas (cuarenta y seis en total) y luego se divide la propia célula para formar dos células “hijas” idénticas desde el punto de vista genético, con cromosomas idénticos y la misma información genética. Este proceso se llama “mitosis”.

Sin embargo, dentro de los testículos y los ovarios, la división celular no ocurre sólo por mitosis, sino que, en algún momento del proceso, el núcleo de la célula madre sufre dos divisiones consecutivas para dar lugar a cuatro células hijas, cada una de las cuales tiene sólo veintitrés cromosomas, es decir, la mitad de los que posee la célula original. Esto se llama “meiosis”, y se dice que las células reproductoras son haploides o de número cromosómico n. De esta forma, cuando la semillita de papá se encuentra con el huevito de mamá, se restablece el número de cromosomas típico diploide de las células.

Durante su infancia, los varones no producen espermatozoides. Recién al llegar a la pubertad –esa bella época de nuestra vida tan bien identificada como “edad del pavo”–, la explosión hormonal revoluciona el cuerpo. Y una vez que arranca, no la para nadie.

En algún momento, entre los jueguitos electrónicos y la música de algún joven cantante de moda, el cerebro libera una hormona que inicia los cambios de la pubertad. Se llama “hormona liberadora de gonadotropina” (GnRH), aunque también se la conoce como “hormona liberadora de hormona luteinizante” (LHRH). Si han leído con atención sus nombres, no hará falta que mencione que tiene una función liberadora. En efecto, cuando esta hormona llega a la glándula hipófisis en la base del cráneo, estimula la liberación de otras dos hormonas al torrente sanguíneo: la luteinizante (LH) y la folículo-estimulante (FSH). En el caso de los varones, ambas viajarán por la sangre y les enviarán a los testículos la señal de que ya es hora de producir testosterona y esperma. Ha llegado el momento de la espermatogénesis.

Listos...

Para la época en que los prepúberes evitan el agua cual si fueran gremlins a la vez que arrasan con la heladera, en el interior de su cuerpo ocurre una revolución. Nunca lo imaginaríamos al verlos echados sin la más mínima intención de levantarse del sillón, pero en verdad están muy ocupados: la formación de espermatozoides tiene a su organismo trabajando a sol y a sombra.

Este proceso empieza en los tubos seminíferos, unos conductos muy pequeños que se encuentran enrollados dentro de los testículos. Allí conviven dos tipos de células: las de soporte, que crean el ambiente propicio para la producción de esperma, y las germinales, que son las precursoras de los espermatozoides y sufrirán un cambio asombroso cuando empiecen a diferenciarse, dividirse y atravesar diferentes etapas de su desarrollo. Al cabo de aproximadamente setenta días, esa célula redonda será un recuerdo y habrá adquirido la típica estructura de un espermatozoide. En sus aproximadamente 0,06 milímetros de largo contará con una cabeza, una zona media y un flagelo movedizo encargado de la propulsión. Pero eso no es todo: el pequeñín tendrá la mitad de cromosomas que la célula de la cual se originó. Este proceso se repetirá en los tubos seminíferos una y otra vez sin cesar porque, desde la pubertad y hasta el final de su vida, un varón producirá por día millones de espermatozoides.

¿Quién lo tiene más grande?

A diferencia de otras características, el tamaño de los espermatozoides no nos dice nada acerca del tamaño de su dueño. El de la gigantesca ballena jorobada, por ejemplo, mide un poco menos que el del ser humano. Pero el récord mundial lo ostenta alguien impensado: la mosquita de la fruta (Drosophila bifurca). Este insecto produce espermatozoides que miden 5,8 centímetros de largo, lo que equivale a ¡más de veinte veces su propio tamaño! Es como si un ser humano de 1,80 metros tuviera espermatozoides de más de 36 metros.

La estructura de los espermatozoides es bastante compleja. La cabeza está dividida en dos partes principales: el acrosoma, que contiene las enzimas necesarias para que el espermatozoide pueda entrar al óvulo, y el núcleo, que es donde se encuentra compactado el material genético, es decir, los veintitrés cromosomas responsables de que tengas la nariz de tu papá, su calvicie o el mismo color de ojos. La porción media es el motor: la encargada de proporcionarle toda la energía requerida para su viaje, gracias a la gran cantidad de mitocondrias[6] que allí se alojan. Finalmente, el flagelo o cola es la hélice y será lo que otorgue la movilidad; pero ¡atención!: recién se pondrá en marcha cuando los espermatozoides sean expulsados durante la eyaculación. Hasta ese momento estarán en reposo, bien quietitos, juntando fuerzas para la carrera final.

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El flagelo de la acidez

Desde hace tiempo se conoce que el movimiento de los espermatozoides depende del pH de su fluido interno. Si es ácido, el experto nadador está inmóvil y, a medida que esa acidez disminuye, su movimiento aumenta. En 2010 se logró elucidar cómo hace el espermatozoide para que su interior se vuelva menos ácido: lo logra mediante la apertura de un canal llamado Hv1, que permite la expulsión de protones cuando es el momento de comenzar la carrera hacia el óvulo. Así como al soltar un globo inflado el aire se escapa y el globo sale disparado por la habitación, cuando los flagelos abren sus canales y dejan escapar protones, el espermatozoide se vuelve movedizo.

Una vez formados, los espermatozoides se mudan durante unas semanas al epidídimo, en donde realizan su proceso de maduración. Allí se quedarán hasta el momento de la largada disfrutando una confortable temperatura, alrededor de 2ºC menor que la del interior del cuerpo. Sí, una de las razones por las que los testículos se balancean al viento ahí afuera es que así les proporcionan a los espermatozoides –que son bastante mañosos y delicados– una temperatura óptima.

¡Ya!

Cuando hay suficiente estimulación como para que la eyaculación sea inminente, los espermatozoides son impulsados a los conductos deferentes, en donde se mezclan con el líquido seminal, un fluido blancuzco producido por las vesículas seminales y la glándula prostática. Este líquido, que representa más del 90% del volumen del semen, es fundamental para que los pequeños atletas puedan sobrevivir, porque aporta, entre muchos otros componentes, la fructosa que necesitarán como nutriente hasta que lleguen al óvulo. También contiene elementos que los protegerán del ataque de glóbulos blancos.

Después de un rato de diversión (al menos un ratito) y sin ánimo de profundizar en detalles, los músculos que rodean los órganos reproductores se contraen y empujan el semen a través del sistema de conductos y la uretra.

En una eyaculación, un varón puede llegar a expulsar hasta 5 ml de semen con más de 250 millones de espermatozoides. ¿A qué se debe semejante derroche de amor? Es apenas una cuestión de competencia. Evolutivamente, tener la mayor cantidad de espermatozoides cerca del óvulo implicaría una mayor probabilidad de que sea el propio y no el del vecino (o el sodero o el jardinero) quien lo fertilice, algo fundamental a la hora de pasar nuestros genes a la próxima generación. Además, no todos los espermatozoides serán capaces de correr la carrera. Un porcentaje muy alto directamente la empezará muerto, otro tanto no estará bien formado y muchos apenas podrán moverse.

Así de grandes

Si, desde el punto de vista evolutivo, es mejor tener muchos espermatozoides rodeando al óvulo, ¿por qué entonces los machos no tienen testículos gigantescos capaces de producir barbaridades de esperma? Más allá de las dificultades para andar en bicicleta, la evidencia indica que la cantidad no es el único factor determinante. También es importante la proximidad, el acceso a la hembra. En las sociedades de primates en que un macho alfa se aparea con todas las hembras, como es el caso de los gorilas, no es necesaria semejante superproducción. Por eso los gorilas tienen testículos muy pequeños, aunque es probable que nadie se haya animado a decirles semejante verdad. En el otro extremo se encuentran los chimpancés, una sociedad en la que machos y hembras viven juntos y la pasan muy bien todos con todos. Frente a esta promiscuidad, la cantidad de espermatozoides sí que se vuelve relevante. Por eso los chimpancés tienen los testículos más grandes entre todos los primates: quince veces más que los gorilas. ¿Los seres humanos? En el medio, quizá un resabio evolutivo de hace dos millones de años, cuando teníamos una sociedad primate más parecida a la de los chimpancés.

¡Y allí van los competidores! Luego de una larga expedición, se dirigen hacia un territorio desconocido, un recorrido lleno de peligros, riesgos y dificultades en la que será, literalmente, la carrera de sus vidas. ¿Cuál de ellos logrará superar los 18 centímetros con obstáculos?

[5] En este caso, cuando decimos “varón” nos referimos a “macho”, pero no en el sentido de “¿qué hacés, macho?”, con un golpe rudo en la espalda, sino a “macho” genéticamente hablando. Lo mismo haremos en el caso de “mujer”, para hacer referencia a la “hembra”.

[6] Las mitocondrias son las centrales energéticas de las células. Una de sus funciones principales es la producción de ATP, el combustible utilizado en la mayoría de los procesos celulares.