Mente fría
corazón caliente

Mente fría
corazón caliente
El manejo del estrés para el alto rendimiento

Tomás de Vedia

Vedia, Tomás de

Mente fría, corazón caliente : el manejo del estrés para el alto rendimiento / Tomás de Vedia. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Club House Publishers, 2019.

Archivo Digital: descarga
ISBN 978-987-47332-2-1

1. Deporte. 2. Alto Rendimiento. 3. Liderazgo. I. Título.

CDD 796.3332

CLUB HOUSE Publishers

Una editorial de Grupo Deldragón

Emilio Mitre 71 – 7º B (1424 ) Buenos Aires

República Argentina

MENTE FRÍA CORAZÓN CALIENTE

© 2019, Tomás de Vedia

Dirección editorial: Ricardo J. Sabanes

Diseño de interior: Laura Restelli

Diseño de cubierta: Rodrigo Broner

Derechos de edición en castellano reservados para todo el mundo:

© 2019, Club House Publishers

Primera edición: Octubre 2019

edicionesdeldragon@gmail.com

www.edicionesdeldragon.com.ar

Primera edición en formato digital: noviembre de 2019

Digitalización: Proyecto451

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

Inscripción ley 11.723 en trámite

ISBN edición digital (ePub): 978-987-47332-2-1

Agradecimientos:

Quiero agradecer con todo mi corazón a Virginia, mujer de diez millones de nacimientos y muertes, mi fiel compañera, por potenciar mi aprendizaje, por fomentar la libertad y también por darme devoluciones amorosas y con sentido del humor de varios de estos textos.

A Male y Lu, maestras del amor y la sabiduría femenina, centennials comprometidas con la vida, el amor y la libertad.

A Malú y Tacho, mis padres, que a su manera siempre me acompañaron para ser quien yo quería y me enseñaron el valor de soñar y trabajar por lo que a uno le gusta.

A Fran y Facu, amigos, hermanos y compañeros de parkour; de fútbol-tenis; de la música, la literatura y el cine, ambos genios en lo suyo y fuente de inspiración de ideas y carcajadas.

Gracias también a todos mis entrenadores (a Laguitos, una mención especial) por su tiempo invertido apasionadamente. Destaco a mi querido Luciano “John Hart” Monti por permitirme la fantasía de festejar los tries como Christian Cullen. Para Fran Vanoni y Feli Ries Centeno: ¡¡arigato shimasta!!

Santi Llach, gran maestro formador de escritores, merece también una mención especial por haber leído los primeros textos y haberme ayudado a organizar el camino con su habitual precisión.

Gracias a mis compañeros de ESPN, de quienes aprendo el hermoso oficio de comunicar.

A todos los poetas a quienes les tomé prestados versos en este libro. Versos que me hicieron pensar y repetí miles de veces en las pedaleadas inspiradoras en bicicleta.

Al poeta William Webb Ellis, quien en un acto de rebeldía durante un partido de fútbol, tomó la pelota con su manos, corrió con ella, e inventó un deporte hermoso.

Propósito de este libro

Explicar qué es el estrés.

Descubrir cómo el exceso de estrés complica la cognición, genera tensiones en el cuerpo y limita la capacidad de conexión.

Aprender a desarrollar la calma y la concentración para generar las condiciones para el aprendizaje.

Trabajar las capacidades de aprendizaje, manejo de estrés, inteligencia emocional y comunicación.

Transformarnos en observadores (metacognición) del proceso de la mente y la interrelación CEREBRO-CUERPO-MENTE/CORAZÓN para aprender a aprender.

Reconocer los hábitos automáticos (mapas neuronales o condicionamientos) para reeducar la mente.

Programa de manejo del estrés para el alto rendimiento

Es un entrenamiento basado en tres pilares.





¿DE DÓNDE VENGO?
¿A DÓNDE QUIERO IR?

Corazón caliente

El primer sentido que desarrollamos los humanos es el oído. En el vientre materno, nos guiamos a partir de los sonidos. Cuando nacemos, la vista todavía no está del todo desarrollada. Los primeros momentos en este mundo, nos vamos guiando a través de los sonidos, a los que no les ponemos nombre. Son solo sonidos y es siempre momento presente. No hay sonidos que nos disparan pensamientos. Reaccionamos a ellos de manera espontánea. Cuando la vista se desarrolla, entonces empezamos a aprender de otra manera. Copiamos. Copiamos a nuestros padres principalmente.

Quincy Jones es uno de los músicos más talentosos del siglo XX. Compuso música para artistas muy diversos, desde Frank Sinatra a Michael Jackson, y para muchas películas de los años sesenta y setenta. En el documental sobre su vida, le cuenta al productor Dr. Dre que nació en uno de los barrios más pobres de Chicago y a los siete años andaba con un cuchillo en la mano, queriendo ser un gánster. “¿Por qué querías ser un gánster?”, le pregunta Dr. Dre. “Porque cuando uno es chico quiere ser lo que ve y yo no conocía otra cosa”, responde Quincy Jones. En el relato, continúa diciendo que una noche, cuando escapaba de una pandilla, entró en una armería. En una habitación, había un viejo piano vertical, se acercó para mirarlo, tocó las teclas durante un rato y escuchó el sonido. “Esto es. Es lo que quiero ser”. A partir de ese momento, tocó y escuchó música la mayor parte del tiempo. Esa conexión con el sentido del oído fue su reeducación: el contacto esencial con la realidad objetiva le permitió desarmar su idea del mundo para construir desde el aprendizaje constante y la creatividad. Dejó de conectar con la vida desde el miedo para hacerlo desde la investigación, preguntándose y observando las cosas sin tener prejuicios sobre ellas para sacar sus propias conclusiones.

Yo quería ser jugador de los All Blacks, el equipo más maravilloso que existió siempre en el rugby. Esa camiseta era la ropa que más usaba. Me sacaba el uniforme del colegio, me ponía la negra y levantaba el cuello blanco como la usaba John Kirwan. También quería ser jugador de la primera del San Isidro Club, donde jugaba mi papá. Antes de dormirme, él me contaba historias que improvisaba donde había equipos de rugby que después de jugar se dedicaban a ayudar gente en peligro. Una especie de Brigada A en la que había un personaje con mi nombre.

Cuando tenía siete años, ya salía a correr con mi padre. Lo acompañaba por varias razones: quería estar siempre con él, y me encantaba correr, moverme, sentirme ágil. Ni pensaba en cómo se vería mi cuerpo. Hay muchas formas de aprender, una de ellas es mirar hacia afuera y hacia adentro. Quizá yo era uno de sus entrenadores. Vamos, vamos le decía, mientras le sostenía los pies cuando hacía abdominales. Creía que se trataba de ser invencible. Después, él me tenía los pies a mí para que hiciera unas cuantas series. Poder comprender el porqué de cada acción propia es aprender a conocerse. Hoy comprendo que la fortaleza es ser un observador justo y poder, sobre todo, percibir con amor los propios puntos vulnerables. Pero en ese entonces estaba forjando mi espíritu. Con mi padre no tenía grandes charlas. Más bien era un entrenamiento como el de Rocky: a tiempo completo, rústico y duro. De pronto, él tenía premoniciones, mensajes que me largaba. “Vos vas a viajar mucho”, me decía. “Nunca vas a tener problemas de plata”. Esos mensajes se meten en el inconsciente como el agua en una grieta. No sé si él sabía que esto pasa, es decir que lo que uno le dice a un chico, que tiene la mente como una esponja, es absorbido. El inconsciente lo toma como una misión. Jamás me exigió algo ni me quiso imponer una carrera, una forma de ser. Nos decía a mí y a mis hermanos: “Ustedes hagan lo que quieran en la vida y yo los voy a apoyar”. La confianza se construye o se colabora para exista.

Iba al club que quedaba a diez cuadras de mi casa trotando y saltando zanjas. Teníamos un entrenador que se llamaba José Lagos. Laguitos, mi primer entrenador de rugby era igual a Don Quijote. José Lagos, el buda de los suburbios, montaba su rocinante por Victoria y San Isidro, y tenía alguna que otra batalla contra molinos de viento a los que veía como monstruos, como todos los que tenemos en la mente. Pero a diferencia del hidalgo, su única Dulcinea era el bar de ese mismo nombre que está en la avenida Perón, en Victoria. Sin embargo, a Laguitos, el buda de la bicicleta y camiseta de rugby azul, lo que realmente lo conmovía era que todo aquel que jugara rugby pudiera conectar con algo más grande que sí mismo. Nuestra división tenía muchos jugadores, pero él se negaba a decir que había un equipo mejor que otro, a organizarnos como se hace en rugby juvenil separando en categorías A, B y C, donde A es la mejor. A veces organizábamos partidos de fútbol entre nosotros, y los padres de Fer Díaz Valdez lo llamaban para que hiciera de referí. En un partido de fútbol, Laguitos quizá cobraba con el reglamento de rugby, por ejemplo, si discutías un fallo o simulabas una falta, le daba al otro equipo el tiro libre diez metros más adelante. Era sumamente importante quedarse siempre en el tercer tiempo, que en el rugby es el momento en que se comparte una hamburguesa y una gaseosa con el rival. A los que no podían jugar por lesión o lo que fuera, les pedía que no dejaran de ir el fin de semana así no se perdían el tercer tiempo para hacer amigos, sentirse así importantes en el equipo. Era un verdadero coach porque no te hacía sentir la necesidad de demostrar algo o ser bueno. Te conectaba con una parte muy alegre de vos mismo. Lo más poético de Laguitos era su único mantra, que nos repetía antes de los partidos: “Mis pollos, nunca se olviden de jugar con la mente fría y el corazón caliente”. No tengo un recuerdo de Laguitos en el que nos haya enseñado algo concreto del juego. Ni el pase, ni evasión, ni tackle… Así y todo, sus entrenamientos eran maravillosos. No tuve otro entrenador con el que sintiera tanta libertad.

En aquel entonces vivíamos al lado de una quinta donde había muchos árboles y caballos. Durante un tiempo, fue una extensión de nuestro jardín, y nos metíamos a correr y trepar árboles con mis hermanos y amigos. En nuestra casa, había dos jardines, uno adelante en la entrada y otro atrás. El de adelante era el paraíso prohibido. Era el que tenía las plantas lindas que Malú, mi mamá, plantaba con orden y dedicación zen. Estaba en cuclillas durante horas armando canteros, regando, cortando el cerco. Mi madre tenía mucha fuerza. Podía estar subida a una escalera de obra de madera descalza, con una tijera de podar sacando ramas y ramas, que amontonaba sobre una lona que, cuando estaba bien cargada, la llevaba envuelta a la esquina donde había un baldío. “Este es otro entrenamiento”, me decía. Y me lo dijo muchas veces hasta que vio mi pasión por entrenar. Me decía, “A vos que te gusta entrenar, ¿por qué no podás todo el cerco?”. Todo el cerco incluía el de cañas, que lindaba con la quinta, y el del frente, que tenía ramas muy gruesas. En invierno le gustaba que quedara pelado para que creciera mejor en primavera. Tres días me llevaba la tarea, cuando me vio con fuerza suficiente para hacer el trabajo, cortar y sacar todas las ramas. Quizá sus palabras penetraban con fuerza dentro de mí, que tenía la idea de ser como los All Blacks, esa Brigada A que jugaba rugby y además hacía tareas comunitarias, y las tomaba como un entrenamiento físico y mental. Era el desafío que me proponían mi madre y la naturaleza.

En el jardín de atrás, era muy difícil cultivar plantas porque nos pasábamos todo el tiempo jugando al fútbol, al rugby y combinaciones de ambos que íbamos inventando con nuestras propias reglas.

No tuvimos auto hasta que yo tuve ocho o nueve años y nos movíamos todos en bicicleta. Recuerdo ir en fila detrás de mis padres, ellos con sus viejas bicicletas inglesas, Fran mi hermano tres años mayor y yo en dos minibicicletas pedaleando más rápido para no alejarnos. Hacíamos las compras, íbamos a lo de mis abuelos, al club, a donde fuera en bicicleta y en hilera como una familia de patos. No tener auto no era un problema. Las distancias tampoco. Probablemente, esa capacidad de desplazarnos en bicicleta o a pie a todos lados hizo que tuviera mucha predisposición al movimiento. De hecho, creo que cuando tuvimos auto y más cosas nos fuimos aburguesando un poco, y lo que antes era normal después pasó a ser imposible por comodidad.

Entrar a mi casa era como entrar en un museo homenaje a mi padre. Cuadros de rugby, tapas de revistas de rugby y afiches de giras de equipos de rugby enmarcados. El cuadro con la tapa de la revista Test Match que decía “¡Histórico empate!”, la del día en que el San Isidro Club, el equipo casi invencible donde él jugaba, igualó en 22 al seleccionado de Australia, estaba colgado en la pared a la entrada. La tapa inmortalizada de El Gráfico del año 1984, con personajes como Carlos Salvador Bilardo, el Beto Mársico, Santos Laciar, Tacho de Vedia y otros tantos, estaba en lo alto sobre el ventanal junto a otras similares. Unos metros a la derecha, pasando el cuadro del plantel que viajó a Sudáfrica en el 84, que podía recordar de memoria y del que podía nombrar jugador por jugador con solo mirar las caras, estaba el Olimpia de Plata 1984. Era una estatua parecida a un Oscar, ubicada en el centro de la chimenea. La obra cumbre. Todos los que entraban miraban esa imponente estatuilla. Si podían, la levantaban y estimaban su peso.

Crecí viendo cada día de mi infancia esa estatuilla medio andrógina con la antorcha de fuego en su mano. ¿No era esa una forma de condicionamiento? De alguna manera, eso es lo que mi mente copió. Entendí que el mundo se trataba de salir en tapas de revistas deportivas, ganar campeonatos en equipos invencibles, ser fuerte, ser campeón. El rugby y el triunfo, la aventura de un campeonato, los entrenamientos de noche, el sufrir profundamente por las derrotas eran lo más importante de la vida. Lo más importante de la vida por delante de cualquier otra cosa.

[…]

Tengo miedo del encuentro
con el pasado que vuelve
a enfrentarse con mi vida.

Tengo miedo de las noches
que pobladas de recuerdos
encadenan mi sonar.

[…]

Volver, Carlos Gardel

En el año 2007, tuve una epifanía. Se acercaba el Mundial de Rugby en Francia y estaba dentro de una lista de cuarenta y un jugadores de los cuales treinta iban a integrar el plantel de Los Pumas. Desde muy chico, cuando iba a ver todos los partidos de la primera del SIC, yo creía que aquel equipo que prácticamente nunca perdía, donde jugaba mi padre, iba a ser mi futuro.

La mente humana siempre intenta reproducir el mundo que ya conoce. Construimos nuestra vida, por ignorancia y automatismo, a partir de lo que ya conocemos.

Lo conocido para mí era jugar muchos años al rugby y ser jugador de Los Pumas al menos diez años. Además, creía que esa era la única posibilidad de ser alguien, de ser algo. Jamás me gustó el estudio formal. En el colegio peleaba siempre el descenso y vivía más ocupado en hacer payasadas. El rugby para mí era el lugar de reafirmación, donde realmente me había esforzado. Había dejado pasar los veranos de la adolescencia y sus borracheras en playas soleadas, a cambio de tardes calurosas en el seco anexo de mi club. Ahí me preparaba con la vista en los tries que haría en la temporada y en el objetivo de la gloria rugbística, llámese también necesidad de valoración.

Aunque lo creía, no era distinto de mis amigos, que ya se estaban recibiendo y tenían la vida planeada hasta la jubilación y más allá. Mi universo mental era una maqueta de la vida que habían vivido mis padres, una versión 2.0, sin los años setenta y con más comodidades. Esa es la historia de la humanidad. Vamos repitiendo el pasado de los que vinieron antes con algunos cambios de escenario y actores. Hasta que nos vamos dando cuenta, y ese es el recurso que nos distingue de las otras especies. Podemos ser conscientes de los pensamientos, sensaciones, emociones y acciones. Ese proceso se llama metacognición y es la tecnología más nueva de nuestro cerebro, que tiene, según los científicos, algo así como cien mil años. Darse cuenta es difícil. Tenemos hábitos arraigados con raíces profundas como las de los árboles. Para darse cuenta hay que querer y estar realmente atento con toda la energía. Esos hábitos no son ni buenos ni malos, simplemente algunos son copiados y aprendidos y nos alejan mucho de quienes somos en realidad.

Esa concentración en julio de 2007, fue después de un viaje con el plantel al Athletes Performance Center de Pensacola, Estados Unidos. A la ida, creía que estaba cumpliendo lo que tenía que hacer en esta vida. A la vuelta, no sabía si haber estado ahí me hacía tan feliz, pero no escuché demasiado esa voz interna, que siempre te habla, pero, en general, la silenciás. Los más grandes del plantel querían imponer respeto a los más chicos, y sobre todo a los nuevos. Esa forma de imponer respeto era ignorándolos, o poniéndolos a prueba en su forma de hablar y cosas tan absurdas como las que haría una banda de adolescentes en la escuela.

Una noche estábamos tomando unos tragos cuando se me acercó uno de los líderes del plantel. Me rodeó con el brazo y me dijo: “Yo creí que eras un boludo, pero me caés bien”. Gracias por tu aprobación, pensé. Pero la verdad es que estando ahí en un punto también necesitás que eso pase, que te aprueben, querés ser parte del equipo, no un raro que anda solo. Nunca me gustó demasiado tener que agradar a los demás, pero sentía cuando estaba ahí que era prácticamente una regla implícita.

Y eso fue algo que me pasó durante mucho tiempo en el círculo donde crecí, en San Isidro, una pequeña isla dentro del territorio de Argentina. Hice la escuela primaria en un colegio católico, al que había ido toda la familia de mi padre. San Isidro es como un pueblo donde todos creen conocerse, se llaman por nombre y apellido y es normal que alguien tenga campos. Hay modos y formas de convivencia del gueto donde crecí que quedaron congeladas en 1910. Las vacaciones eran en Miramar o Punta del Este. El hijo de tal se casa con la hija de tal. El lenguaje es distinto, supongo como en cada pequeña tribu. Sin embargo, en San Isidro hay palabras que no se usan. Decir rojo es grasa, decir escuela es grasa, decir buen provecho es grasa. Y el que no es de San Isidro es grasa. En el subconsciente de un sanisidrense, alguien de Vicente López, por ejemplo, ya es un grasa. Zafan los de Recoleta, que en 1910 consideraban al de San Isidro un pueblerino. No es bueno o malo que eso pase, sino que es como nos vamos formateando según ideas que tenemos de cómo tiene que ser el mundo, condicionados por el pasado, por nuestro núcleo familiar, por experiencias y creencias. A los humanos nos gusta sentirnos únicos, diferenciarnos de aquel de más allá. Seguro les pasaba lo mismo a las tribus antiguamente. En el pasado, el que era diferente en la tribu corría riesgo de ser expulsado. Y ser expulsado implicaba tener que salir a cazar la propia comida, algo difícil porque los humanos cazaban en grupo. Eso significabas la muerte.

El día que dieron la lista llegó antes de lo esperado. Habían anunciado que la darían un viernes, pero por presión del grupo de liderazgo del equipo se adelantó unos días. Me enteré apenas llegué al colegio Newman, donde estábamos entrenando al regreso de Pensacola. Estaba nervioso, quería certezas y no las tenía. En un principio, creía que seguro iba a ir, pero con el correr de los entrenamientos me fui dando cuenta de que no tenía ninguna chance y que el entrenador, Marcelo Loffreda, ya tenía decidido quiénes irían hacía un buen rato. A la mitad de una práctica, nos juntaron en una ronda. “Vamos a dar una lista de once jugadores que vendrán con nosotros a charlar al quincho”, fue la frase más elegante que encontraron para comunicarlo. Fue como el “Mi voto no es positivo” de Julio Cobos cuando se debatió la ley de retenciones al campo. Era una moda de la época. Nombraron a uno, a dos, a tres y yo no estaba. Tal vez sí iba a quedar, tal vez era verdad que iba a jugar en Los Pumas mucho tiempo, en varios mundiales. Cuatro, cinco, seis… Seguía adentro. Siete, ocho, nueve… Esta es mi vida. Diez, afuera. Knock out como en box. Una piña que te deja con estrellitas alrededor de la cabeza. Pero para mí fue una piña que me despertó, que me sacó de la modorra para dejar de copiar, para empezar a mirar hacia adentro. No me di cuenta totalmente ese día. Cuando el Tano Loffreda nos hablaba en el quincho, yo veía que sus labios se movían, pero sus palabras eran como si estuviera hablando debajo del agua. Entendía que intentaba dar un mensaje de consuelo y una explicación, pero el contenido eran burbujas que salían de su boca para mí. ¿Qué podía decir? Solo podían ir treinta al Mundial. Dejé de ver ese movimiento de mandíbula del Tano y al mirar para afuera vi a los otros treinta. El sol de julio hacía brillar sus botines, su pelo. Tenían dientes más brillantes cuando se reían. Las patadas de Nani Corleto eran perfectas. Los pases de Juan Hernández, más precisos que nunca. Horacio Agulla y Lucas Borges se reían con fuerza. Eran claramente más felices que todas las personas en un radio de mil kilómetros a la redonda. ¿Eran más felices que yo? ¿Era eso la felicidad?

Salimos del quincho y algunos se acercaron. Nos dijeron palabras de consuelo, nos abrazaron. Era el peor abrazo del mundo, el que nadie quería recibir. Un saludo como cuando muere un ser querido, así se sentía. Hasta creo que alguien dijo: “Estoy para lo que necesites”. “Fuerza, muchachos”, dijo otro. Y yo no quería que me trataran así. Quería irme rápido por la puerta más cercana caminando a lo de mis padres a unas cuadras de ahí. Prácticamente actué una solemne tristeza, lo que había que hacer. No vas al Mundial, tenés que estar triste. Pero yo no estaba triste, no estaba ni bien ni mal. Estaba teniendo una epifanía, una visión de cierta claridad. Caminé por el empedrado de Eliseo Reclus, esa calle que tantas veces pedaleé con Matute Rocha para ir a cualquier lugar a buscar algo para divertirnos, como una barranca en el Bajo donde mandarnos a toda velocidad y saltar de la bici para verla ir sola haciendo equilibrio. Me acordé de esa adolescencia en que no pensaba en Los Pumas ni en ir a mundiales, no había abrazos fúnebres después de listas no positivas. No voy al Mundial, no voy al Mundial, me repetía. Lo repetía y cada vez sonaba menos duro.

Ya jugaba profesionalmente en Inglaterra. Recientemente había firmado un contrato con London Irish. Mi primer año en Saracens había sido hermoso. Y como tuve una gran temporada, algunos clubes me ofrecieron contrato. Elegí London Irish porque ahí estaban dos amigos, Juan Leguizamón y Gonza Tiesi, de quienes recibí también abrazos fúnebres ese día de 2007. Lo último que quería era cruzarme con alguien, tener que explicar cosas, mostrarle el lado bueno de la situación con excusas. “Recién firmé contrato con London Irish, así que me voy a enfocar en eso”, era una de esas frases, por ejemplo. No quería tener que quedar bien ni aparentar que de todas maneras era un ganador. Quería ser lo más sincero posible conmigo mismo. Esa sensación fue parte de la epifanía. ¿Soy solamente un rol? ¿Ser jugador de Los Pumas me va a definir como persona?

Estaba pasando por la casa de Carlos Tévez en Reclus y se acercó un chico en bicicleta. Frenó al lado mío y me preguntó: “¿Tomi, dieron la lista?”. “Sí —le dije—. No voy al Mundial”. Tenía la mente fría, podía ver un montón de pensamientos que disparaban emociones. Los pensamientos no me dominaban, sino que los veía pasar como si estuviera de espectador en una tribuna. Uno atrás del otro, pasaban y se iban. Estaba tranquilo, pero con el corazón bien caliente.

Sueños y libertad

El campo de los sueños

Una voz llamaba a Kevin Costner: “Si lo construyes, vendrán” (lo traduzco al castellano neutro como el subtítulo de la peli). Ese mantra lo repetí gran parte de mi vida.

A los siete años, como conté, ya salía a correr. Acompañaba a mi padre que jugaba al rugby en la primera del SIC. Era como un mini Forrest Gump, que iba a todos lados corriendo. Y, si el salía a correr, no le preguntaba cuánto, sino que iba. Obviamente quería jugar en la primera también algún día, pero además había algo de héroe en ese esfuerzo con cualquier clima, al recorrer cuadras y cuadras fortaleciendo el espíritu para alguna batalla.

Mente Zen, Mente de principiante

El lunes estábamos cenando y le dije que lo que había hecho me llenaba de orgullo, y que no importaba si el videoclip y el disco eran escuchados por un millón de personas o solo por nuestra familia, lo importante era que había puesto el corazón para hacerlo. Lo hizo quemando todo hasta las cenizas. Manu sabe que quiere ser artista desde que nació. Ahora sabe que tiene un montón de recursos que potenció en la preproducción de su primer videoclip.

Manu tuvo a Vir, que la crió en la libertad de elegir lo que quería hacer. Entonces eso fue combustible para esos recursos. Pero Vir no tuvo el mismo contexto. En su casa, no reinaba precisamente el cuidado. Es cierto que los padres son los primeros que nos condicionan en nuestra manera de ver el mundo. Por algo en mi caso jugué al rugby, igual que mi viejo que vivía en el club, por ejemplo. El cerebro interpreta eso que ve los primeros años para construir su mapa del mundo. Pero también tenemos la posibilidad de ir eligiendo con qué partes quedarnos y qué partes del mapa no nos llevan a los destinos más amigables.

Vir siempre me cuenta que lo que la ayudó siempre fue su imaginación. Poder imaginar que había otra cosa en la vida, además de la realidad que vivía en su casa, era una forma de soñar para ella. Hubo algo que siempre la motivó a tomar decisiones pequeñas que tenían que ver con la libertad. A los dieciocho años, se fue a vivir sola y lejos. No avisó, ni pidió permiso. Tomó esa decisión que tenía que ver, según ella, con un impulso ligado a la libertad. Todos tenemos la posibilidad de decidir. Momento a momento vamos tomando decisiones. La suma de pequeñas decisiones conscientes son las que hacen las grandes decisiones. La libertad, dice Vir, se va construyendo en cosas chicas, por ejemplo, en cómo tenés tu casa. ¿Es un nido acogedor o un rancho olvidado? Decisiones. Entré por primera vez a su casa y era un reflejo de lo que veía de ella: colores, creatividad y frescura. “Tu casa muestra cómo te relacionás con vos mismo”, me dijo.

Algunas decisiones que tomamos tienen una gran relación con el miedo a sufrir. Ninguna idea o decisión basada en el miedo puede ser libre.

Admiro a mi esposa por esa autonomía y libertad que construyó desde chica. Una vez pasamos por una plaza con unos árboles inmensos y me dijo que ahí iba a treparse cuando tenía ocho años. Se pasaba el día de árbol en árbol practicando acrobacias. Era su campo de los sueños. Iba ahí a soñar con la libertad de moverse sin dar explicaciones, sin las interferencias de relaciones paternales catastróficas. Ella sabía que para ser libre es importante seguir el instinto y darle cabida a un impulso que todos llevamos adentro.