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Sobre Laura Espíndola Campbell

Laura Espíndola Campbell nació en Neuquén, Argentina, en enero de 1978, dentro de un seno familiar de artistas plásticos, actores, músicos, y una abuela apasionada por la escritura.
Se recibió de Contadora Pública en la Universidad Nacional del Comahue, ejerciendo hasta los cuarenta años.
Asistió a diversos talleres de escritura, perfeccionándose en cuentos y relatos.
El valle del olvido es el fruto de mucha dedicación personal, pero sobre todo, es el nacimiento de su nueva faceta como escritora profesional. Una pasión heredada de generación en generación.

Dedicatoria

A Fabio, el Bostero de mi Vida, mi amor, mi compañero.

A Roma y Simón, que son milagro y amor. Lo mejor que hice en la vida.

A mi mamá Kuky, por su amor e incondicionalidad.

A mis hermanas Silvina, Julieta y Ailén, a quienes amo y admiro. Mis pilares más importantes, mis cómplices, mis compañeras.

A la Nanín, mi abuela, mi musa inspiradora.

A Sabina, Renato, Eliseo, Nicolás, Tobías, Martina, Lautaro, Benjamín, Martín, Camila, Josefina y Lucía, mis sobrinas y sobrinos, que llenan de juventud e infancia mi rutina.

A mis amigas, mis compañeras de ruta, las mejores sin duda.

A Julián, el hermano varón que me regaló la vida.

A mis primas Laura y Paula y sus hermosas familias, por las alegrías y tristezas vividas, por la contención y la entrega de amor sin límites.

A Pablo, mi gran amigo.

A mi suegra, cuñadas y cuñados, comadres y compadres, por regalarme una familia hermosa.

A mi madrina y padrino, por acompañarme siempre.

A Silvia, la mejor coequiper del mundo, por su amor infinito.

A Paloma y Olivia, mis hermosas ahijadas.

A los que no están acá, pero están siempre conmigo: mi papá Horacio, mi abuela Adelaida y mi abuelo “el hijo”.

A ellos se los dedico y aprovecho para decirles ¡GRACIAS!

Primera parte

Capítulo 2. La Florida

A mediados de la década de los 30 el clima social y político en España era tenso. Los grupos de izquierda, anarquistas y nacionalistas estaban en permanente conflicto. Con el golpe de mediados de julio de 1936, el ejército tomó el poder derrocando a la Segunda República Española. Pero el golpe de estado fue parcial y España quedó dividida entre falangistas y republicanos, dando comienzo a la Guerra Civil Española.

La situación se agravaba día a día. María y Manuel creyeron conveniente que Eusebio y Adelaida huyesen de inmediato para América. Ellos, en principio, permanecerían en Bilbao. Emperatriz y su hermano coincidieron. Se irían con la tía, como adulta responsable. Lo harían por Francia.

Antes de partir, realizaron una sencilla ceremonia de matrimonio para agilizar los permisos migratorios y obedecer a los mandatos cristianos. A pesar de las formalidades, los jóvenes se juraron amor auténtico. No hubo celebración ni festejo.

Finalizada la ceremonia empezaron con los preparativos del viaje. No podían perder tiempo. Pusieron en una valija dos o tres prendas de cada uno. Debía ser pequeña y liviana para movilizarse con agilidad. Además de la ropa, Eusebio escogió un par de libros para leer en el barco y una bolsa con una suculenta suma de dinero que el sastre le entregó en secreto y que les serviría para sobrevivir varios meses. Eran todos sus ahorros. Adelaida guardó una foto de su madre con ella sentada en el regazo y la medallita del bautismo, sus únicos recuerdos. También, una de María y Manuel. De su padre, no había un solo retrato; llevaría la imagen de su rostro en la memoria. Emperatriz tomó el cuaderno con sus cuentos y varias hojas en blanco. Les servirían para escribir las bitácoras del viaje. Sacó de abajo del colchón una cajita de chapa y la metió entre las prendas. Contenía papel y tabaco para armar cigarros.

La despedida fue breve pero emotiva. María y Manuel se unieron en un abrazo profundo con Eusebio; su niño, su tesoro. Solo Dios y el destino sabían cuándo volverían a encontrarse. La tía Emperatriz besó a su hermano en la mejilla y le suplicó que se cuidase. Adelaida y su padre se miraron a los ojos. Sin mediar palabras el sastre le transmitió cuánto la amaba y le pidió perdón por su indiferencia. Hacía varios años que Adelaida lo había perdonado, entendiendo que ese hombre hizo lo que pudo cuando la enfermedad le arrebató lo que más amaba, endureciendo su corazón y llenándolo de resentimiento. Sintió compasión por él; la vida, ensañada, una vez más lo alejaba de sus afectos. Primero sus padres, luego su gran amor, ahora su hija y su hermana. La soledad sería, a partir de entonces, su única compañera. Lo abrazó llorando. Muy pocas veces la joven había tocado el cuerpo de su padre. Atesoraría para siempre ese instante de amor y el olor que emanaba de su piel. No tenía perfume pero una fragancia amaderada le resultó exquisita. Ambos sabían que nunca más volverían a verse.

Partieron para Francia. Los padres de Eusebio los acompañaron hasta Marsella. Con sus ahorros compraron los pasajes en La Florida, una embarcación moderna de la Société Générale de Transports Maritimes, rumbo a la Argentina. Llegarían aproximadamente en veinte días al puerto de Buenos Aires.

Durante un largo rato pudo verse la figura cada vez más pequeña de los cuerpos de María y Manuel que permanecieron inmóviles en el puerto.

El viaje fue ameno. Se alojaron en camarotes de tercera categoría que, igualmente, eran muy cómodos y luminosos. Por las noches la tía escribía la bitácora de lo sucedido. El aire de mar y el sol le sentaban estupendo. Cada día en La Florida representaba un año menos para ella. Contrariamente a lo que sucede en tiempos de guerra, Emperatriz estaba feliz. La guerra había cambiado el rumbo de su destino, hasta entonces, inalterable. Ahora era dueña de su vida y libre de hacer con ella lo que se le antojara.

A los quince días de estar en alta mar salió de su camarote renovada. Esa mañana soleada decidió despedirse para siempre del rodete apretado y tirante que fuera su peinado durante los últimos veinticinco años para dar rienda suelta a su cabellera larga hasta la cintura que ondulaba sobre su espalda. Las canas incipientes que hasta entonces le sumaban años, simulaban reflejos naturales pintados por los rayos del sol que, además, iluminaban y daban juventud a su rostro tostado. Eligió un vestido con flores en tonos claros que le había regalado su hermano con motivo del viaje. Fue la forma que encontró para exonerarla del luto impuesto. Lo lucía con elegancia, erguida; caminaba siguiendo el vaivén de las olas, con la mirada en alto y dando pasos firmes. Eusebio y Adelaida se sorprendieron al verla. No quedaban signos de la mujer antigua y avejentada que conocían. Desayunaron juntos, como lo hacían habitualmente.

Esa noche al finalizar la cena, los jóvenes se fueron a su camarote. Emperatriz subió a fumar a cubierta. El clima era cálido. El cielo estaba cerrado por las nubes; se avecinaba una tormenta. La bruma de mar salpicaba su rostro. Pensó en Bilbao y una electricidad corrió por su cuerpo. Atrás habían quedado el frío, el luto, los prejuicios y la guerra de España.

Se le acercó un hombre que con modales refinados se presentó como Antonio Morilla.

—Emperatriz Martín —le respondió, ofreciéndole un cigarro.

Antonio aceptó.

Pasaron varias horas fumando y charlando bajo la oscura noche. Ella era una mujer culta. Aprendió a leer y a escribir gracias a una inteligencia privilegiada y a su naturaleza autodidacta, ya que no había ido a la escuela. Lectora apasionada y asidua, adquirió un vocabulario amplio y rico que utilizaba como único recurso para escribir sus cuentos. Por otro lado, el flujo constante de mujeres de alcurnia, que desfilaban por la casona para encargar vestidos a su hermano, la dotó de un estilo distinguido digno de la clase acomodada de Bilbao.

Le llevaba casi una década a Antonio. Este quedó impresionado por su inteligencia y esa osadía poco habitual en las mujeres de entonces.

Uno a uno fueron bajando los pasajeros a sus camarotes, hasta que quedaron solos en cubierta.

Sorprendiendo a Emperatriz, Antonio se acercó y le dijo:

—Te deseo.

Ella apoyó la frente sobre su hombro y le respondió tímidamente que nunca había estado con un hombre.

Tomados de la mano, bajaron al camarote. Era abismal la diferencia entre uno de primera y los de tercera. Estos últimos carecían de lujos, no contaban con escritorio, ni bibliotecas, ni ese precioso juego de living en tonos ocre que combinaba a la perfección con el color pastel del acolchado.

Antonio desabrochó los botones del vestido floreado. Le sacó el corpiño y tocó suavemente sus senos. Emperatriz lo observaba mientras sentía, extrañada, un flujo espeso entre las piernas. Él se aflojó el cinturón y sacó su pene. El miembro estaba duro. Metió la mano entre las piernas y el líquido viscoso y caliente ayudó a que un dedo ingresara fácilmente en su vagina. Comenzó a moverlo lentamente. La acostó con delicadeza sobre la cama y la desnudó por completo. Recorría su cuerpo con la lengua: pasaba por la vulva, se detenía y jugueteaba con el clítoris, mientras ella se arqueaba agarrando el acolchado con fuerza, y se movía, y gemía, y sentía placer. Por primera vez en su vida, Emperatriz sentía placer. Subió hasta sus senos. Dibujó círculos alrededor de los pezones y llegó a la boca. Los labios aún tenían restos de su flujo. Con cuidado apoyó el miembro erecto. Muy despacio comenzó a ingresar el pene. A ella le dolía, pero le pidió que no parara. Cuando estuvo completamente adentro de su cuerpo, comenzó a moverse. Las uñas de Emperatriz presionaron con fuerza su espalda y podía sentir el movimiento de los cuerpos de un lado al otro.

Gozaba. Sin tabúes ni prejuicios. Solo gozaba.

Esa noche no hubo bitácora. No podía describir con palabras lo que había sucedido.

Las crisis te apartan del barullo y el ruido.

El tiempo se detiene y mientras el mundo gira indiferente, uno lo mira paralizado.

Indefectiblemente, las crisis pasan.

Sobre sus huellas, hollín.

A su alrededor, silencio.

Y allí, acunado por el hastío y la desesperanza, desde la ceniza renace el Ave Fénix.

Capítulo 1. El ciervo

El humo era más intenso ese miércoles. Garabateaba desde la taza de porcelana y subía hasta esfumarse. El aroma era incitante. Patricio sacó una libretita del bolsillo interno de la campera y con letra clara anotó: “Café espumoso, profundo, oscuro, delicioso. No pedir medialunas. Probar scones, tienen buena pinta – Café El Ciervo (Nov-84)”. Era el más sabroso que había probado en los últimos meses. Patricio era un excelso catador de café.

Únicamente cuando iba a la confitería Los Gutiérrez Casa de Sabores, pedía una infusión distinta; el chocolate cremoso que se ofrecía como la exclusividad del lugar y que era varias veces más tentador, incluso, que el mejor café que haya probado.

 

Eusebio Gutiérrez y su esposa Adelaida habían llegado a la Argentina escapando de la Guerra Civil Española. Eran muy jóvenes cuando se juraron amor y respeto mutuo en una ceremonia sencilla y un tanto protocolar, sin imaginar que esa promesa la cumplirían, día tras día, hasta que los sorprendiera la muerte.

Adelaida era la hija de un sastre, hombre ermitaño y solitario que enviudó pocos años después del nacimiento de la niña. Su tía Emperatriz se encargó de criarla. Al momento de la muerte de su cuñada aparentaba estar pisando los sesenta, cuando en realidad tenía solo treinta y ocho años recién cumplidos. Con resignación había aceptado la responsabilidad que como única hija mujer le marcó el destino: cuidar y atender a sus padres y cuando ellos muriesen, encargarse de su hermano varón, cuatro años mayor. Nada podía hacer contra ello, más que cumplir con el mandato impuesto al pie de la letra. Y lo hacía con amor, aunque su cuerpo encorvado y su rostro endurecido que tanto la avejentaba reflejaran lo contrario.

Desde la muerte de su mujer, la vida del sastre quedó embargada por una profunda tristeza, solo interrumpida durante las horas que trabajaba en su atelier, entre organzas, terciopelos y las sedas más exquisitas que ingresaban a España.

Como sastre era exigente y dedicado. Sus creaciones, resultado de una mezcla perfecta entre la vanguardia parisina y esa estela lúgubre consecuencia del luto, se distinguían de las de sus colegas.

Como padre era ausente y frío. No recordaba siquiera la fecha de cumpleaños de Adelaida y había olvidado la edad de “la niña”, como la llamaba cuando se refería a ella, como si el tiempo se hubiera detenido en el momento en que la enfermedad se llevó a su esposa. La muerte marcó la niñez de Adelaida; fue un punto de inflexión entre una infancia feliz y otra opaca y silenciosa. Su casa permaneció con las persianas cerradas. En los grandes salones, los muebles añosos estaban siempre cubiertos por una fina capa de polvo. Tenían olor rancio y sus telas estaban percudidas. En el pasillo que comunicaba las tres habitaciones del antiguo caserón con el patio interno, la atmósfera era densa. Cuando Adelaida lo transitaba contenía la respiración por miedo a que sus pulmones se taparan con ese aire tan espeso como el humo del tabaco que, a escondidas, fumaba su tía Emperatriz. Cada bocanada de ese cigarro armado torpemente parecía impregnado de libertad y rebeldía. Solo cuando fumaba, el rostro de Emperatriz reflejaba signos de juventud.