A los que se aman

a través de la palabra escrita.

Contenido

Portada

Dedicatoria

 

Libro primero: Las páginas arrancadas

1. El arrebato del amor

2. Las palabras escondidas

3. Los Monteagudo

4. La idea luminosa

5. La segunda página

6. El mensajero del amor

7. La costurera tras la ventana

8. La tercera página

9. Justo a tiempo

10. Noche en la mansión de la Colina Dorada

11. La visita del doctor

12. La declaración

13. El último domingo

Libro segundo: La decisión de Eliseo

14. La partida de Elena

15. La petición

16. El año de los libros

17. La presencia inesperada

18. El mensaje de Elena

19. Historia de un segundo

20. En la mansión Monteagudo

21. El reencuentro

22. Prisionero

23. Candela de Sanchidrián

24. Conversaciones de padres

25. El acuerdo

Créditos

LIBRO PRIMERO

LAS PÁGINAS ARRANCADAS

1 El arrebato del amor

 

EN EL PRECISO INSTANTE EN QUE LA VIO, quedó prendado de ella.

Lo más hermoso, lo más singular, fue que la muchacha también le vio a él en ese preciso momento.

Y sus ojos fueron un reflejo de los suyos.

Era morena, de cabello muy negro, azabache. Lo adornaba con unas cintas de colores que caían sobre sus hombros, perdidas entre rizos de modo que su ligero tocado semejaba flotar, navegar en aquel mar armónico.

Su rostro era puro, de tez pálida en la que los ojos parecían dos perlas incrustadas por una mano divina, y los labios una pincelada rosada que ponía el toque de color más dulce.

Vestía un hermoso traje estival, igualmente blanco, con la falda rozando el suelo y una docena de brocados como único adorno. Sus manos sostenían un libro de cubiertas rojas que apretaba contra su pecho al andar.

Dos o tres pasos por delante, iban sus padres. Bueno, Eliseo dedujo que lo eran. Sin duda, gentes de noble cuna.

Tanto el hombre como la mujer vestían de forma impecable. Muchas de las personas que acudían al pueblo en verano, para descansar y disfrutar de sus aguas medicinales, descuidaban su apariencia, incluso en domingo, como era el caso. Un toque aquí, una permisiva dejadez allá, un descuido...

Ellos, no.

El hombre llevaba una levita que, aunque de paño ligero y apropiado, confería a su aspecto una nobleza peculiar. Sin duda, en la capital era alguien importante.

La mujer lucía con encanto y donaire un vestido igualmente oportuno, de moderado escote, talle ceñido y larga y acampanada falda que rozaba el suelo. Portaba una sombrilla con la que se protegía del inclemente sol en aquel cielo sin nubes, tan azul como debían de serlo los mares de los que hablaban los viejos del lugar, los que un día fueron a la guerra en grandes barcos y sobrevivieron a ella.

El rostro del hombre denotaba rigor, gravedad, la seguridad de los fuertes y de los que nunca han recibido una orden porque siempre las han dado todas. El de la mujer reflejaba dulzura. Bien mirado, recordaba el de su hija. Quizás se casase con solo unos pocos años más que ella, joven y hermosa.

Junto a la muchacha, caminaba una institutriz de rostro severo, perfectamente uniformada. Su vestido era negro, con un delantal y una cofia blancos. Parecía un perro de mejillas flácidas y caídas, las cejas formando un sesgo oscuro por encima de los ojos, la nariz prominente.

Eliseo ya no iba a olvidar jamás aquel segundo.

Aquella mirada.

La suya.

La de la muchacha.

Nunca hubiera imaginado que, en un abrir y cerrar de ojos, la vida pudiera cambiar tanto.

Se olvidó de todo: de su mandado, de la hora, del día y del año.

Solo fue consciente de que su corazón latía más rápido. Nada más. Que sus piernas cambiaran de rumbo, que su mente se adentrara en un espacio blanco suspendido del tiempo, que perdiera toda razón, fue ajeno a su voluntad.

Los siguió.

Por la calle, por la plaza, en dirección a la iglesia.

Porque en un domingo por la mañana, las gentes de buena cuna acudían al templo para escuchar la palabra de Dios y renunciar por unos minutos a su nobleza. Allí todos eran iguales.

O eso creían.

Unos minutos no hacían daño a ninguna cabeza coronada.

Eliseo no apartó los ojos de la muchacha.

Calculó su edad.

Su corazón se paralizó cuando ella volvió la cabeza la primera vez. La segunda, se aceleró, y estalló en su pecho la tercera.

Porque fue la de su sonrisa.

Dulce, evanescente, igual que un suspiro de la naturaleza.

Estaban ya en la plaza, a unos pocos pasos de la escalinata del templo. Los padres caminaban despacio, confiriendo a su porte todavía más prestancia. Inclinaban la cabeza aquí y allá cuando los saludaban.

Se detuvieron en la puerta de la iglesia, para hablar unos segundos con otro matrimonio de no menos relieve social. Intercambiaron palabras, gestos, sonrisas, y luego presentaron a sus hijos. Por un lado, la muchacha; por el otro, dos gemelos, de unos nueve o diez años, acompañados también por su institutriz.

Eliseo estaba a unos pocos pasos.

Pero no podía escuchar la voz de su rayo de sol.

Otras dos miradas.

La segunda sonrisa, tímida, arrebolando sus mejillas de porcelana.

Luego entraron todos en el templo.

Eliseo no supo qué hacer. Iba descalzo: hasta unos meses antes, nunca había tenido zapatos, y no tanto por viejos como por incómodos; prefería caminar sin ellos, sobre todo cuando iba con prisa y había que correr. Pero más allá de la desnudez en la parte de su cuerpo que tocaba la tierra, estaban sus ropas: los pantalones desgastados y sujetos a la cintura con una simple cuerda, la camisa raída, el pelo revuelto.

Su única luz era su rostro.

Eliseo desafió a su suerte y penetró en el templo.

Después de todo, era la casa de Dios.

Su casa.

La de todos.

Caminó por el lateral, oculto por la penumbra de la zona más oscura. Los gruesos muros, las columnas impedían casi que la luz llegara hasta allá abajo. El tono de recogimiento era absoluto, y el silencio, un grito superior al de las vendedoras en el mercado. Cada paso sobre las frías losas, a veces por encima de tumbas selladas hacía decenas o cientos de años, le hacía estremecer. Pero nadie reparó en él.

Los localizó nada menos que en la segunda fila. La primera era para las autoridades locales. La segunda y la tercera, para los feligreses más destacados. Quizás en el cielo también hubiese categorías, ¿cómo saberlo? No le importó el detalle, salvo por el hecho de que tenía que acercarse más al altar, quedar casi al descubierto.

Estaban sentados por orden. Primero, el cabeza de familia, junto al pasillo central. A continuación, su esposa. Luego, ella. La institutriz debía de haberse quedado más atrás.

La muchacha ya no sostenía su libro de cubiertas rojas, sino uno de tapas negras. Un misal o una Biblia. Todos los bancos tenían cuatro de ellos situados en un cajetín frontal, debajo del apoyabrazos.

Ella sabía que él estaba allí.

Le buscó.

De manera comedida, discreta, sin apenas mover la cabeza. Primero por la derecha, después por la izquierda. Al verle asomado detrás de una columna, sonrió más abiertamente.

Eliseo se ocultó.

No era un juego, era...

Se asomó de nuevo.

Cuanto más la miraba, más deseaba verla. Cuanto más la sentía, más gozaba del dolor de aquella herida. Cuanto más recibía aquellas sonrisas, más desnudo percibía su cuerpo, y su mente se deshacía como un azucarillo.

Le costaba respirar.

Entonces salió el sacerdote y dio comienzo la misa.

Durante los siguientes minutos, quizás media hora, quizás solo unos segundos, porque el tiempo dejó de correr, los dos mantuvieron aquel juego de miradas y roces en la distancia, ajenos al mundo, al margen de todo lo que no fuera su nueva realidad. Siguiendo el rito de la misa, se arrodillaron, se incorporaron, rezaron, se santiguaron, volvieron a arrodillarse, volvieron a incorporarse, volvieron a rezar...

Hasta que el oficiante anunció:

Ite missa est.

Eliseo echó a correr para llegar de los primeros a la puerta de la iglesia. La cruzó raudo y llegó al pie de la escalinata, donde se sentó a esperar. Por primera vez sentía sus piernas agotadas, incapaces de sostenerle, como si el amor pesara.

Extraña palabra.

Nunca antes había pensado en ella.

La muchacha y sus padres, además de la institutriz, salieron de los últimos. Se detuvieron en la explanada superior para intercambiar algunas palabras con otras parejas. Cada vez eran más las personas que acudían al pueblo para tomar las aguas, y llegarían todavía muchas más, de otras clases y condiciones, cuando se inaugurara el balneario que estaban construyendo junto al río. Aquel sería un buen verano, sin duda alguna.

Prosperidad para todos.

Con la escalinata de por medio, aquella fue la mirada más larga de cuantas se hubieran dirigido.

Abierta.

Radiante y viva.

Hasta que la muchacha abrió su libro de tapas rojas, extrajo un lápiz de la parte dura de su cubierta y pareció escribir algo en una de sus páginas.

Segundo a segundo.

Cerró el libro casi un minuto después. Sus padres no se habían dado cuenta de nada. La institutriz permanecía a un metro de distancia. Solo Eliseo vio cómo ella arrancaba la hoja en la que había estado escribiendo.

La dobló en cuatro partes.

La ocultó en su mano.

Cuando los padres dieron por terminada la conversación, iniciaron el descenso por la escalinata ocupando la misma posición que a su llegada; es decir, ellos delante, y su hija y la institutriz, detrás. Eliseo se puso en pie.

Podía seguirlos.

Arriesgarse.

Ver...

Los cuatro cruzaron la plaza. La muchacha volvió la cabeza por última vez, solo para asegurarse de que él seguía pendiente de sus pasos.

Entonces se detuvo y se agachó.

Fingió atarse un zapato.

Y depositó la página arrancada al libro bajo una piedra, antes de incorporarse y alcanzar a su institutriz.

La sangre de Eliseo recorría su cuerpo a toda velocidad. Una carrera desbocada que le provocó sudores, le dejó la garganta seca y le azuzó las sienes hasta el punto de que su cabeza amenazó con estallarle si antes no lo hacía su corazón.

Echó a correr hacia la piedra.

Se agachó, miró a su alrededor y recogió la página del libro.

Ni siquiera la miró. La guardó en el bolsillo izquierdo de su pantalón, porque el otro tenía un roto, y al enderezarse vio cómo el padre, la madre, ella y la institutriz subían al carruaje que los esperaba en una de las esquinas más alejadas de la plaza.

La última mirada fue fugaz.

Luego, el carruaje se alejó y Eliseo se quedó solo.

Lleno.

Vivo.