Segunda Parte  

Despertares y consecuencias


26

Pensó que debía haberle llamado por teléfono aunque sólo fuera para oír su voz. Una cita concertada diez días antes siempre era suceptible de un cambio. No un olvido, de eso estaba segura, pero sí un cambio producido por un factor inesperado. ¿Y si estuviese enfermo? ¿Y si un trabajo extra le hubiese retenido en cualquier parte?

Venció sus dudas y comprobó la hora por enésima vez en el último minuto, exactamente el tiempo que llevaba allí. El tráfico era denso y pesado. La gente parecía volcarse en la calle, invadida por el fulgor de la primavera, que ya cumplía todo un mes de vida. Incluso estaba convencida de que veía más sonrisas que nunca. Dejó de otear la calle en la dirección en la que, supuestamente, debía aparecer él, y examinó su aspecto en el cristal del escaparate de la tienda situada a su espalda. Era perfecto, y se le notaba hasta el liviano kilo perdido montando a caballo o yendo de un lado para otro a lo largo y ancho de las vacaciones.

Las odiosas y por una vez excesivamente largas vacaciones de Semana Santa.

Buscó la cabina telefónica más próxima con una mirada de inquietud, por si fuese necesario llamarle. Estaba ocupada y había al menos dos personas más haciendo cola, esperando su turno con impaciencia. Pasaban cinco minutos de la hora y se sintió incómoda, nerviosa.

Entonces escuchó su voz:

—¡Beatriz!

La sintió por encima del bullicio y del ruido. Procedía del otro lado de la calle. Joma estaba allí, esperando a que el semáforo cambiara de color. Vio la rosa en sus manos casi al mismo tiempo que la ansiedad que le encendía el rostro. Luego, el semáforo cambió, los coches y las motos se detuvieron y el rio humano empezó a moverse para atravesar el cauce de la calzada.

Joma lo hizo en primer lugar, corriendo.

Se encontraron en el mismo bordillo y se abrazaron bajo la indiferencia de unos y la mirada curiosa de otros. El paquete que llevaba ella casi cayó al suelo. Bastó un beso para calmar la ansiedad, pero continuaron abrazados, sintiéndose el uno al otro para recuperar el tiempo perdido.

—Te he echado de menos —dijo uno de los dos.

—Y yo a ti —respondió el otro.

Se apartaron del bordillo cuando de nuevo el semáforo cambió y el espacio volvió a llenarse de peatones a la espera de su oportunidad. Pero apenas si caminaron unos pasos, todavía abrazados. Hallaron refugio unos metros más abajo, junto a la entrada del cine Rex. Joma la contempló con verdadero éxtasis.

—Estás radiante —ponderó.

—No diré que no. La verdad es que me siento maravillosa.

—¿Qué tal Londres?

—¡Uf! Esta vez me ha parecido un coñazo. Nunca imaginé que llegase a odiar tanto unas vacaciones.

—A mi se me ha hecho interminable.

—¿Recibiste la carta y la postal?

—La postal sí, ¡ayer! Carta ninguna.

—Pues ya no va a tener gracia cuando la recibas.

—¡Claro que sí!

—No, es muy sentimental y todo eso.

—Tonta.

Volvió a besarla, y tras ello le dio la rosa. Beatriz se mordió el labio inferior.

—Yo también te he traído un regalo, aunque no es tan bonito —confesó.

Le entregó el paquete que llevaba y esperó a que él lo abriera. En cualquier otra ocasión le habría parecido incómodo que lo hiciera así, en mitad de la calle. Pero en aquella no. En el último mes había empezado a perder algunas de sus costumbres pretéritas. La naturalidad era fantástica.

Joma admiró las dos camisas una vez retirada la envoltura final.

—¿Te gustan? —quiso saber Beatriz, dudando. Te aseguro que son la última moda allí, el no—va—más.

—Me gustan.

—¿En serio?

—¿No ibas a cambiarme el estilo? Estoy en tus manos. ¡Lo que voy a fardar con ropa inglesa!

—¿Qué has hecho estos días?

—Nada importante, trabajar y dibujar —dijo él mientras envolvía de nuevo las camisas.

—¿Seguro?

—¡Eh, vamos! —gritó Joma pasándole un brazo por encima de los hombros.

Se apartaron del cine y echaron a andar Gran Vía abajo.

27

Probablemente ella lo esperase. Diez días eran toda una eternidad para reflexionar y meditar, dejar que los sentimientos se serenaran, igual que las aguas de un estanque después de recibir el impacto de una piedra.

Aun así, se envaró al oírle decir:

—Esta Semana Santa he estado pensando en muchas cosas, en nosotros...

—Toquemos madera —bromeó.

—En serio —Joma jugó con la pajilla de su refresco—. Jamás había sido tan feliz, y sin embargo tampoco había sentido tantas contradicciones.

—¿Contradicciones?

—Frustración, impotencia, ansiedad —reveló él.

—¿De qué hablas?

—Es como si antes fuera por la vida de otro modo, sin un rumbo fijo. Ahora estás tú, y has hecho que me dé cuenta de muchas cosas.

—Nos queremos, es lo único diferente —dijo Beatriz.

—Nos queremos —aseguró Joma—, pero eso es precisamente lo que hace que todo sea diferente.

La muchacha se revistió de gravedad y se inclinó sobre la mesa, apartando su vaso ya vacío.

—¿Qué te pasa? ¿No estarás... arrepentido?

—¡No! —Joma también se inclinó sobre la mesa y le cogió las manos—. Te quiero, y porque te quiero deseo que seas feliz no ahora, o mañana, o dentro de un mes o un año, sino siempre. Por eso estoy preocupado.

—Sigo sin entenderte —vaciló ella.

—Mira..., nos conocimos y pasó lo que pasó, así —chasqueó los dedos—. Nos enamoramos a la primera, hemos estado saliendo juntos, y sin darnos cuenta nos hemos aislado o, mejor dicho, te he aislado. Yo sólo tenía a Pepe, pero tú tenías una pandilla, amigos y amigas, y siento como si te hubiera apartado de ellos. Ni siquiera conozco a Ivana.

—¿Quieres conocerla?

—No es eso. En el fondo lo que pasa es que seguimos teniendo miedo.

—No es cierto.

—Sí lo es, reconócelo. No es malo afrontar la verdad.

—Yo diría que no hemos tenido tiempo, y no hay que darle más vueltas.

—Puede que no te des cuenta, o puede que sí —la voz de Joma se hizo más triste—. Si no les ves es por mí, y porque yo no encajo con tus amigos y amigas.

—Claro que encajas, aunque de todas formas y si he de serte sincera, pienso que no te gustarían.

—Luego es por mí.

Beatriz no rehuyó el resbaladizo terreno en que se estaban metiendo, muy al contrario. Empezaba a ver la clase de circunloquios mentales que invadían a su compañero.

—Oye, si quieres que te presente a mi pandilla, en serio que... —comentó desenfadada.

—Sé que se reirían de ti —afirmó Joma mirándola con fijeza a los ojos.

—De mí aún no se ha reído nadie, y además, ¿por qué iban a hacerlo? ¡Por Dios, Joma, no me digas que le tomas en serio lo de creerte inferior a alguien! ¿Quién habla ahora de clases?

Le acarició el dorso de la mano. Le gustaba hacerlo. La piel de Beatriz era suave, rosada. Los dedos de ella eran largos y terminaban en unas uñas bien cuidadas, femeninas. Le gustaban aquellas manos, posiblemente el más vivo reflejo de la personalidad de su compañera.

—Beatriz —volvió a decir pausadamente, escapando a su mirada—, hay cosas que no te he contado todavía.

—¡Tienes un hijo secreto!

—En serio, por favor...

No quería oírle hablar en serio. Su padre decía que la vida era demasiado seria para hablar en serio. Y él sabía lo que se decía. En el mundo de los negocios se hacían extraños compañeros de viaje, y todo parecía tan importante que a veces la única forma de relajarse era soltando un despropósito en la situación más trascendental. Las palabras de Joma, sin embargo, buscaban algo más. Surgían de lo profundo de su ser y ella tuvo que rendirse a esa evidencia.

—¿Qué te sucede? —le invitó de corazón.

—Mi padre nos abandonó a mi madre y a mí cuando yo era muy pequeño —comenzó a decir Joma envolviéndose en un suspiro liberador—. Ni siquiera sé lo que pasó exactamente, porque mi madre es incapaz de hablar mal de nadie. Me gustaría que la conocieras.

—Eso es fácil.

—Salvo que vive con un hombre asqueroso que la pega y se emborracha a cada momento, y a quien no quiero que conozcas es a él, ni que él sepa de ti.

—En todas las casas hay problemas.

—No es todo, Beatriz —ahora sí levantó los ojos para enfrentarse a ella de nuevo—. Mi padre está en la cárcel de Carabanchel, y aunque no le he visto desde que se marchó, lo sé, y no puedo escapar de ello ni de lo que eso representa.

Ella se levantó, rodeó la mesa y se sentó a su lado, más cerca. Con una mano aproximó el rostro de Joma al suyo y le besó en los labios.

—Te quiero, y no me importan esas cosas —reveló con firmeza.

—Pero cuentan. Y pesan. Yo lo sé. ¿Cómo crees que tu familia se tomará que...?

Un nuevo beso selló sus labios impidiendo que continuara hablando. Fue largo y denso. Al separarse, él la cubrió con una mirada de esperanza bañada en ternura.

—Esto ha sucedido muy rápido —dijo Joma.

—Nunca es lo bastante rápido cuando te das cuenta de la diferencia que hay con el pasado —susurró ella.

—¿Por qué al oírte hablar todo parece más fácil?

—Tal vez lo sea —convino Beatriz.

Él sabía que no, pero ya no se lo dijo. Cerró los ojos y ambos se encontraron de nuevo inmersos en un beso que les apartó del mundo. El mejor de los refugios temporales.

28

En el bar, repleto de humo, no quedaban una mesa ni una silla disponibles. A pesar de ello tuvieron suerte y consiguieron acodarse en la barra, junto al espacio destinado a la carga y descarga de los camareros. Allí, de pie, Florencio Esparza levantó una mano y se hizo escuchar:

—Uno de tortilla, uno de chorizo y dos cervezas.

Joma le observó. Solían desayunar juntos cada mañana, en la media hora de que disponían para hacerlo. Florencio era un tipo hablador, volcánico, de los que sentencian a cada momento, pero también resultaba simpático, buen compañero de trabajo, abierto y cordial.

Aquel día le notaba excitado, y sabía el motivo. Él también estaba triste.

—Mira lo que te digo y cuándo te lo digo, ¿eh? Antes del verano. Y si no, al tiempo. Que ya sé yo de qué va la cosa.

Era la cuarta vez que Florencio se lo decía desde que salieron del local.

—Puede que cambien las cosas —apuntó Joma.

—Claro que sí, ¡a peor! —abundó su compañero—. ¿No ves que no hay pasta? Todo se resume en eso: no—hay—pas—ta. Ya pueden hacer milagros. Y lo bueno es que la revista vale la pena, ¡joder! Pero aquí hacen falta dos buenos pares de pelotas, que es lo que no hay en la dirección. Prieto es un santo y Martínez una buena persona, o sea que nanay.

—¿Y lo de la subvención?

—¡Anda ya! Pero vamos a ver, ¿tú en qué mundo vives? Aún resultara que eres un lila. ¿Qué subvención ni qué niño muerto? ¿A quién le interesa que una revista como esa se sostenga? ¡A nadie! El poder da pelas a quien puede exigirle algo a cambio. Tú hazme caso y vete buscando algo, chico, porque este verano estaremos otra vez en el paro. No tienen más remedio que cerrar antes de que sea peor, ¡que en julio y agosto no se venden revistas, y eso lo sabe hasta el más burro!

—Espero que te equivoques —se resistió Joma—. Es el primer trabajo de mi vida que me gusta.

—¡El trabajo es un asco! ¿Qué pasa, que porque dibujas y hueles a imprenta ya te sientes realizado? ¡Eso es como trabajar en un banco y porque cuentas billetes ya te crees rico, no te joroba! Si quieres dibujar y abrirte camino en ese tinglado, tu futuro no está aquí. Yo sé lo que me digo. Tienes que moverte en otra dirección y empezar a dar la lata por todas partes.

—Eres increíble —resopló Joma.

—Ya, increíble. Tú espera a que llueva maná del cielo y ya me contarás. Si no mueves el culo, se te va a caer.

Aterrizaron los bocadillos y las cervezas en un visto y no visto tan fulgurante como instantáneo. Su presencia les hizo olvidar los problemas y se dedicaron a matar el más acuciante. Aun así, en mitad del tercer bocado, Florencio Esparza se dejó arrastrar de nuevo por su vehemencia.

—Porque, vamos a ver, ¿no ibas a pensar cuando llegaste que esto tenía futuro y que ascenderías y todo eso? Es que si me dices que sí te pego un capón, por tonto del culo. ¿Sabes lo único bueno de este trabajo? —puso el bocadillo delante de sus narices—. ¡Esta tortilla! Te lo digo en serio. ¡Cómo la voy a echar de menos! Lo demás puede irse a tomar por el saco, tío, ¡pero esta tortilla...!

Joma tomó un largo trago de cerveza.

El futuro aún le parecía lejano, muy lejano.

29

La mesa estaba primorosamente dispuesta, como siempre que tenían un invitado, aunque este fuese el inevitable Ricardo, sentado junto a la cada vez más embobada Sonia. Beatriz estaba frente a ellos, y a ambos lados tenía a su padre y su madre. En momentos como aquel, de fuerte contenido familiar, era cuando más echaba en falta la presencia de Andrés.

Ricardo aún mostraba su enfado. Lo expresaba con airada petulancia.

—Así que le he dicho: «Si me tocas el coche, te aseguro que llamo a un guardia». Y no me lo ha tocado, claro, pero el muy animal entonces ha empezado a gritar y a decir estupideces como que me lo confiara, que ojalá me diera un trompazo.

—Ya no se puede ir por la calle —le apoyó Ana del Campo, señora de Salvatierra.

—Es que son desagradables —dijo Sonia—, y unos impertinentes. Se creen con derecho a exigirte algo sólo por el hecho de que tú tengas unos medios y ellos no. Te atacan por el lado de la conciencia. A mí, cuando me dicen eso de: «Mire usted, es que si no hemos de robar», me hierve la sangre. ¡Es un chantaje moral!

—¡Menuda gente! —Ricardo dejó el tenedor y el cuchillo en el plato, llevado por su énfasis—. ¡Y lo malo es que Madrid está lleno de ellos! Hay tres o cuatro en cada cruce, en cada semáforo. ¡Para mí que hasta son los que regulan los semáforos!

—Antes sólo era limpiarte el parabrisas y venderte pañuelitos de papel, pero es que ahora... —Sonia hizo un gesto terriblemente afectado—. ¡El otro día una gitana se empeñó en venderme rosarios, imágenes de la Virgen y qué sé yo cuántas cosas más! ¡Y decía que así me ganaba el cielo! ¿Tú crees?

Alargó la última «e» de una forma tan ostentible que Beatriz le lanzó una mirada alucinada, como si no la conociera pese a ser su hermana. Luego miró a su padre, que parecía comer ajeno a la discusión familiar.

—Muy buena esta carne, señora —dijo Ricardo.

—Felicitaremos a la vaca en tu nombre —espetó Beatriz sin pensárselo dos veces.

La mirada de disgusto le llegó entonces de Sonia.

—Deberían hacer algo con toda esa gente que chupa sin dar golpe, señor Salvatierra —Ricardo reemprendió el camino de la arenga—. Y el INEM, por supuesto, mostrarse más inflexible, porque hay mucho caradura.

Beatriz ya no pudo más.

—Lo que falta son oportunidades —dijo—. Si hay paro es porque algo no funciona, no porque haya caraduras como tú dices.

—El que quiere trabaja, de lo que sea —sentenció el novio de Sonia.

—Eso no es cierto, pero aunque fuese así, ¿es justo? Imagínate a ti mismo, con tu carrera de Económicas y tu título, trabajando de picapedrero.

El ejemplo fue demasiado demoledor, irreal, pero aun así se estremeció.

—Mira, Beatriz, el que vale, vale —quiso concluir Ricardo.

—Ya, y el que no, para político.

—El problema es que Madrid está lleno de gente que cree que esto es Hollywood, y se nos ha llenado la ciudad de muertos de hambre. Deberían cerrarse todas esas ciudades dormitorios —dijo Sonia—. Hacer limpieza.

—¿Y dejar el paraíso para tos afortunados como tú, por ejemplo?

—¿Qué te pasa? —Sonia la desafió—. ¿Es que tienes cargos de conciencia? Porque si es así, ya sabes, en Greenpeace y en Amnistía Internacional falta gente, y de paso te apuntas a todas las manifestaciones con las que nos fastidian constantemente. A lo mejor es tu vocación.

—¿Has olvidado que papá estuvo en cosas así en los sesenta y que su familia era trabajadora?

Carlos Salvatierra hizo oír su voz, frenando la respuesta de Sonia.

—¡Ya basta! Estamos en la mesa, y no es el momento apropiado para un mitin o una discusión política.

—No, claro —dijo Beatriz—. Ni en la mesa ni en ninguna parte. Mucha lucha y ahora que estáis apoltronados, encaramados al dólar, como tú, que a nadie se le ocurra protestar. Pues mira —señaló a Ricardo y a Sonia con las manos abiertas en forma de bandeja—, éstos son vuestros éxitos, la señora perfecta y su prometido modelo. No importa que haya gente que...

—¡Beatriz!

No la detuvo el padre, sino su madre. La mujer la contemplaba estupefacta, avergonzada, respirando casi con violencia. Beatriz, sin embargo, apenas si deslizó una fugaz mirada en su dirección. Clavó los ojos en el cabeza de familia.

Y durante unos segundos, en medio del silencio, fue suficiente para el uno y para la otra.

30

Se detuvieron, como siempre, al llegar a la apacible esquina de su calle. Desde allí se divisaba el edificio en que ella vivía, surgiendo noble entre los árboles y los jardines. No quería irse, nunca quería regresar a casa si podía estar con él. Ese día la necesidad de compartir lo bueno y lo malo se acentuaba por el contenido triste de sus problemas. La necesidad creaba su propia dependencia.

—Todo se arreglará, ya lo verás —quiso animarle Beatriz—. Si encontraste uno, podrás encontrar otro.

—Eres muy optimista.

—¿Y ese amigo tuyo, Vicente? Seguro que conoce a más gente.

—Es un gran tipo, pero a veces me doy cuenta de que su tiempo ha pasado, y eso es muy amargo para un combatiente como él. No puedo forzarle a hacer algo que sirva para que se dé cuenta de ello.

—Entonces, ¿vas a rendirte?

—No; ¿cómo voy a rendirme? Lo que pasa es que la evidencia es la evidencia, y hay que ser realista con ella. Esparza ya me previno, me dijo que no llegaríamos al verano, y a este paso...

Se besaron con delicadeza, una vez y otra. Acabaron apoyando sus respectivas frentes, inmersos en un leve silencio que se quebró con el nuevo susurro de la muchacha.

—¿Y si hablara con mi padre?

—¿Y qué le dirías: «Papá, mi novio es un muerto de hambre y si no le enchufas en alguna parte vamos a tenerlo crudo»?

—Bah, no te burles.

—Dejemos de hablar de esto, ¿quieres? No hemos hecho otra cosa en la última hora. ¿Qué hay de lo del sábado?

—Es verdad, casi me había olvidado —asintió Beatriz—. Anoche Ivana me confirmó lo de su fiesta de cumpleaños. Le dije que no sabía si...

—Es tu mejor amiga —la detuvo él—. Iremos. Será una presentación en sociedad.

—¿Por qué no le haces un dibujo como este? —sugirió ella volviendo a mirar el retrato que Joma le había regalado.

—¿Y para qué va a querer Ivana mi autorretrato? —bromeó el muchacho.

—Tonto, he dicho un dibujo.

Era tan real que parecía una fotografía. Beatriz sabía ya muy bien dónde lo colgaría. Adiós a los posters de sus cantantes favoritos. Desde aquel día sólo Joma presidiría su habitación. De pronto tuvo una idea.

—¿Por qué no subes a casa? —preguntó invadida de misterio y ternura.

—¿Estás loca? —se sorprendió él.

Beatriz sostuvo su mirada. Pensó que los latidos de su corazón podían oírse de uno a otro extremo de Madrid.

—No hay nadie, ni siquiera Lucrecia. Me gustaría que vieras mi habitación. Quiero recordarla contigo en ella, y a ti formando parte del conjunto.

—¿Y el conserje? Me verá.

—Es muy reservado, y además se pasa más tiempo controlando el jardín y los alrededores por la parte de atrás que la puerta principal. Supongo que cree que de noche es más fácil que un ladrón entre por detrás.

Joma miró el edificio. Pese a su vacilación, quería subir a la habitación. Deseaba verla. La habitación de una persona era como su alma.

—¿Cuál es tu ventana? —preguntó.

—La segunda del primer piso, ¿la ves? —Beatriz se la indicó—. A la derecha, la que da al lateral. Mamá se enamoró de sus terrazas porque dan al jardín y a la piscina. Cuando nos mudamos aquí éramos pequeños y pensó que nos vigilaría mejor. Ahora dice que está arrepentida por no haberse quedado el ático, aunque me da en la nariz que entonces papá aún no llegaba a tanto. ¿Vamos?

Tiró de él, y Joma se dejó llevar, vencida la resistencia final.

Tal y como predijo Beatriz, el conserje no se hallaba en su puesto, y nadie les vio subir.

31

—Pasa, Beatriz.

Le obedeció con cautela. Se daba perfecta cuenta de que algo sucedía. Ya no recordaba cuándo había sido la última vez que su padre la llamó para hablar con ella a solas, al amparo de su despacho de trabajo, que raramente utilizaba, en la casa familiar. El simple hecho de verle sentado detrás de la mesa de madera noble la impresionaba. Existia una distancia, algo que les separaba. Instintivamente pensó en Joma.

—¿Qué pasa, papá?

—Era precisamente lo que iba a preguntarte yo, hija.

—No entiendo.

Estaba de pie, no quería sentarse. Su padre tampoco se lo pidió.

—Últimamente... has cambiado —comenzó a decir él, empleando un evidente tacto.

—¿Yo?

—Tu madre y tu hermana también lo han notado.

—Soy la misma de siempre.

—Tus notas dicen lo contrario —afirmó el hombre cogiendo un papel de la mesa para deslizarle hacia ella.

Beatriz no se movió para mirarlo. No era necesario.

—¿Son las notas? —suspiró con fastidio—. Cualquiera puede tener una mala temporada.

—Hay una nota en ellas. La tutora asegura que eres potencialmente buena, cosa que por otra parte ya sé, pero que en este trimestre pasado no has dado golpe. Simplemente no estudias y tienes la cabeza en otra parte.

—Nunca he dicho que fuese una maravilla estudiando —se defendió.

—Las notas serían un hecho aislado, tal vez propio de tu edad —convino su padre—. Sin embargo, hay otros indicios. El otro día, en la comida, estuviste desconcertante.

—Vamos, papá, sabes que no aguanto al bocazas de Ricardo.

—Nunca habías hablado de según qué temas ni siquiera conmigo. No sabía que pensaras así, ni que tuvieras unas posturas tan definidas.

—¿Y eso es malo?

—No, al contrario, es bueno. Te preocupan cosas importantes, y estás sensibilizada. Me parece maravilloso, aunque no sé si a los dieciséis años...

—Papá, soy una mujer.

—Lo sé, y me temo que por esa misma razón ya no confies en mí.

Beatriz sostuvo su mirada el tiempo suficiente para darse cuenta de su sinceridad, y acabó apartado la suya al chocar de frente con su cobardía. ¿Confiar? ¿Podía hablarle realmente de Joma? ¿o del simple hecho de estar enamorada, de forma imprevista y sorprendente, antes de que cualquiera pudiera entenderlo y aceptarlo?

—No me pasa nada, papá —mintió—. Es sólo que abro los ojos y veo cosas a mi alrededor. ¿Quieres que los cierre? ¿Prefieres que me vuelva sofisticada como mamá o indiferente como Sonia? Ni siquiera sé explicártelo.

Creía que iba a criticarle su velado ataque a su madre y a su hermana. No fue así. El rostro de su padre quedó sembrado por el conjunto de sus arrugas. El cabello blanco, emergente e imparable en los últimos años, era la demostración palpable del desgaste que se experimentaba en las altas esferas económicas. El hombre pareció luchar en un mar de contradicciones.

—Eres igual que yo a tu edad —confesó él rindiéndose a la evidencia.

—Entonces, ¿de qué te quejas?

—Me preocupa que puedas cometer mis mismos errores. A los dieciséis años se es todavía demasiado inocente y vulnerable.

—Tú siempre dices que es mejor equivocarte por ti mismo que por culpa de los demás.

—Yo estaba solo, Beatriz —la voz de Carlos Salvatierra se hizo profunda y reflexiva—. No Tenía a nadie con quien compartir lo que sentía, y eso fue sin duda lo peor. Me gustaría que supieras que tú no lo estás, que tienes una familia, que me tienes a mí.

—Ya lo sé, papá. ¿Puedo irme? Se me hace tarde.

El hombre vaciló unos segundos. Beatriz supo que no quería perderla, pero que tampoco podía hacer nada para evitarlo. Y no se trataba de incomunicación.

Sólo de intimidad.

—Claro, claro, hija —asintió Carlos Salvatierra naufragando ante la evidencia.

Beatriz salió del despacho sin darle tiempo a más.

32

Su padre no lo entendería, estaba cada vez más segura. Que él se sintiera orgulloso de su pasado y de su lucha no significaba que el presente fuese distinto. Su abuelo había hecho la guerra para darles algo mejor. La perdió. Su padre hizo la revolución de los sesenta con el mismo propósito. Y ahora tenía una posición económica sólida y pertenecía a una clase social alta. Un cambio sustancial. Pero nunca renunciaría a ella como hija. Quería darle «lo mejor», aunque «lo mejor» en la mayoría de los casos lo era esencialmente para ellos. El perfecto ejemplo lo constituían Andrés y Sonia. Su hermano estudiaba en la poderosa América capitalista. Su hermana seguía las normas no escritas en el libro de las buenas costumbres y se prometía en la edad en que deben llegar el amor, la seriedad, no antes. Y lo más importante: con quien debía hacerlo. ¡Todos aceptaban a Ricardo! Posición, familia, el puzzle más armónico.

¿Y dónde encajaba Joma?

Se sintió perdida, y más por encontrarse allí, frente a la casa de él, sola, sin saber por qué, empujada únicamente por la curiosidad de ver su calle, el edificio, su ambiente, su mundo.

Una casa normal, llena de gente normal.

Pensó en Ivana y en Sonia.

Las gentes normales daban miedo. Eran como espejos en los que una se ve reflejada con disgusto. En su caso los espejos distorsionaban la realidad, la deformaban. Clases. Clases. Clases.

Ivana decía que el amor puro no existe, y si existe no es eterno,

¿Qué estaba haciendo allí?

Se avergonzó de la verdad y la rechazó. Se dijo que se trataba de curiosidad, no de una comprobación. Por encima de todo ella sí creía ahora en el amor. El resto no importaba.

Así que levantó una mano instintivamente y gritó:

—¡Taxi!

Un minuto después Carabanchel quedaba atrás, pero su mente continuaba en la calle que acababa de abandonar.

33

—¿Por qué no me has llevado todavía a tu casa?

—¿Para qué? —quiso saber Joma.

—Me gustaría ver tu habitación, como tú viste la mía, y conocer a tu madre.

—Ya te hablé de Fortunato, así que dejemos eso por ahora,

—¿No confías en mí?

—Claro que confío en ti, ¿a qué viene eso?

—Es que a veces me siento... excluida.

Él la abrazó con fuerza, casi con desesperación.

—No digas esas cosas ni en broma. Eres lo mejor de mi vida, ¿Cómo voy a excluirte? ¿Y cómo se te ocurren esas tonterías? Trato solamente de que las cosas fluyan por sí solas, sin forzarlas. Bastante complicado es todo.

—El amor suele serlo.

—Y que lo digas —se atrevió a bromear él guiñándole un ojo—. Antes estaba más tranquilo.

—¿De verdad no estuviste enamorado nunca?

—Si en algún momento llegué a creer que sí, ahora sé que no fue verdad. Ya te hablé de «mis novias».

—A veces todavía tengo celos. Se me hace difícil pensar en ti... y en otra.    

—No seas tonta.

—;No has vuelto a ver a Lucía?

—No.

—Viviendo en el mismo barrio...

—Hace un par de semanas me crucé con ella, pero eso no es verla.

—Ah —fue la lacónica respuesta de Beatriz.

—Vamos a pasear —la animó él—. Hace una tarde estupenda. El Retiro debe de estar precioso.

—No quiero pasear —rechazó ella. Necesitaba un poco de acción, mover el esqueleto—. ¿Por qué no vamos a la discoteca? Estas últimas dos semanas...

—Allí no podemos hablar.

—Entonces vayamos al cine. Quiero ver esa peli de los Óscars que dicen que es tan buena. Lleva desde marzo en cartel y acabarán quitándola.

—No seas tonta, vamos al Retiro.

—¿Por qué? Anda, siempre hacemos lo que tú quieres —se puso mimosa, arrastrando cada palabra, a entonándolas como si de una súplica se tratara—. Hoy quería algo de marcha, bailar, o por lo menos meterme a ver una buena peli.

—No, Beatriz...

—Pues te llevaré aunque sea a rastras —empezó a bromear ella, saltando a su alrededor, haciéndole cosquillas, tirando de él—. ¡Vamos, vamos! Estás un poco muermo tú últimamente. ¡Vamos, hale—hop!

Una creciente confusión se apoderó de Joma.

—No puedo,,, por favor.

Ella no le escuchó, o no quiso escucharle. Volvió a tirarle del brazo.

—¡Vas a ver lo que es bueno! —cantó.

Y Joma estalló.

—¡No puedo! —gritó súbitamente—. ¿Es que no lo entiendes? ¡No puedo ir a la discoteca, ni al cine, ni siquiera a tomar algo!

Fue su voz la que la obligó a detenerse. Sus ojos se abrieron por el efecto de la sorpresa. Aun así no reaccionó como Joma esperaba. Lo comprendió al ver la duda reflejada en sus facciones, y el dolor que Huía de la herida abierta por aquel grito.

—Beatriz, estás conmigo, ¿recuerdas? —quiso ser natural y fracasó en el intento. La vergüenza se apoderó de su entorno. Pero no retrocedió—. ¡Maldita sea, no llevo más que trescientas pesetas encima, lo justo para volver en autobús! ¡He tenido que darle todo lo que me quedaba a mi madre! ¿Lo entiendes de una vez?

Lo entendía, aunque fuese demasiado tarde.

—Lo... siento... —musitó aturdida.

El dolor era ahora de Joma.

34

Salía del cuarto de baño, con el torso desnudo, cuando llamaron a la puerta. Vaciló entre abrirla o ir a su habitación a por la camisa. Optó por lo primero, pensando que sería su madre cargada con la bolsa de la compra, o incluso Fortunato, que solía olvidarse las llaves cuando no las perdía en una de sus borracheras.

—¡Ya va! —gritó.

Dejó un rastro de olor a jabón y a colonia de hombre a lo largo de su trayecto hasta la puerta. La abrió sin preguntar quién era. Allí nadie lo preguntaba. Se arrepintió al instante.

Lucía le miró desde el umbral envuelto en la penumbra. Sus ojos, fijos en él, bajaron casi al momento para centrarse en sus hombros, sus brazos musculosos, su pecho levemente velludo, su vientre plano. En ellos titiló una lucecita de reconocimiento y emoción.

—¿Qué haces aquí? —quiso saber él.

No la invitó a entrar, pero ella lo hizo. Pasó por su lado rozándole la piel desnuda, y Joma la siguió cerrando la puerta tras de sí. La alcanzó antes de que ella entrara en su habitación.

—Lucía, iba a salir.

Se dio cuenta de que la muchacha luchaba por continuar, por asomarse a su habitación. Comprendió su instinto. Aun así no la dejó hacerlo. La retuvo a un metro de la puerta. Ese contacto la obligó a enfrentarse a él, y fue algo más. Puso las manos en su pecho desnudo.

—Joma...

La chica se rompió como un tallo joven aplastado por la carga de sus emociones. Fue prácticamente al tocarle con las manos. El tropel de recuerdos derribó su resistencia y rompió a llorar. Apoyó la cabeza en él y Joma no tuvo más remedio que abrazarla para darle un consuelo que ya no podía ofrecerle.

—Por favor, Lucía.

—Te quiero y no puedo evitarlo —jadeó ella desde la profundidad de su abismo.

—Nunca...