A mis padres,

ellos me enseñaron a respetar a todos

y a querer a los más débiles.

 

INTRODUCCIÓN

A LA ESCUCHA DEL ESPÍRITU EN LA HISTORIA.
EL CAMINO DE LA DIGNIDAD HUMANA
(DE LOS POBRES)

 

«Escuchar al Espíritu en la historia cotidiana» es una expresión bastante común y de significado inicial sencillo para los cristianos. Quizá no es tan fácil hacérsela entender a quienes no participan de esa fe. Pero no es su dificultad teórica lo que me interesa en este momento. Por el contrario, será la historia, la historia cotidiana que es «ya sí historia de la salvación», «todavía no en plenitud» –¡ni mucho menos!–, la que habrá de interpelarnos como ámbito y experiencia de la entrada de Dios en nuestras vidas. Confío en no estar equivocado si digo que nunca prestaremos demasiada atención a la historia en la teología y la evangelización, y otro tanto pienso sobre la atención a la dignidad humana, especialmente igual desde los más débiles y olvidados, para atisbar, siquiera tenuemente, el «corazón» de Dios y de la Vida1. La historia, y en particular la historia cotidiana de la gente más sencilla y pobre, es la atalaya de Dios. Podría ser el título de este ensayo.

Realmente me gustaría aportar algo que se sumara a las mil palabras que sobre Dios, el Dios de Jesucristo, resuenan hoy en el cristianismo. Y me gustaría que tuviera que ver con ser cristianos en medio del mundo, asumiendo el mundo como lo que es, algo propio, constitutivo del ser humano, que cada cristiano es, realidad ineludible del ser personal, social y eclesial en que nuestras vidas son e interactúan. En consecuencia, y como espero mostrar a lo largo de los distintos apartados de esta reflexión, es en la historia humana integral, en la comunidad de vida de todo lo creado, y especialmente en la vida de los más pobres, donde se nos da la oportunidad de ser instrumentos de la gracia. Y, por tanto, los otros y el mundo, pero sobre todo los otros más pobres y olvidados, no solo son destinatarios de la evangelización, sino interlocutores, y el mundo o la historia no solo es el escenario de la salvación de Dios en Cristo, sino parte sustantiva de la obra de redención: Dios trajina su salvación con los ingredientes humanos e históricos que nos son cotidianos, y, por tanto, ¿cómo acogerlos en su carácter secular y discernirlos cristianamente sin vaciarlos de su realidad ni ofender a los «pequeños»? Porque queremos evangelizar, y, a sabiendas de que la gloria de Dios es que el hombre viva, debemos hacerlo sin acomodarnos amablemente a la realidad o mundo, y a la vez sin usurpar su autonomía ni traicionar a los «sin derechos»; o, lo que es su consecuencia, sin pensarnos dueños o servidores privilegiados de un saber revelado que no tiene que pasar por el mundo y la historia para conocer la voluntad de Dios. Craso error religioso e ideología social negativa donde las haya.

Por tanto, las reflexiones de este ensayo comparten un supuesto irrenunciable para el pensamiento social cristiano. Los contextos estructurales de la vida social en todas sus manifestaciones forman parte de una perspectiva que la teología moral y la doctrina social de la Iglesia (DSI) han aprendido a considerar sin ambages o dudas. Por supuesto, también la reflexión moral laica y buena parte de las lecturas «científicas» de la realidad social participan del mismo presupuesto hermenéutico: la vida de las personas y de los pueblos acontece en escenarios estructurales que nos condicionan según modos y resultados diversos, pero en todos los casos y siempre de forma decisiva. Cabe decir, por tanto, que los escenarios estructurales de la vida personal y colectiva no son un espacio externo a la representación del juego de libertades de la historia, sino, además, un vector que conforma nuestra sociabilidad y «politicidad»2. ¡Política en sentido amplio, «lo social»! En otros términos, el respeto a la dignidad y los derechos fundamentales de las personas se facilita, dificulta o impide en la configuración histórica de los escenarios estructurales de la libertad y la justicia (la técnica y la economía, la política y la sociedad, la ciencia y la cultura…). Cada vez que nos resistimos a esta perspectiva, por la razón que sea, a mi juicio se malogra la posibilidad de dar en serio con una vida personal buena o santa –que decimos entre nosotros3– y, para los más débiles o pobres, un desastre.

Estoy seguro de que no es necesaria, aquí y ahora, una justificación detallada sobre la intrínseca dimensión social de la existencia individual y, a la postre, el significado teologal (experiencia creyente) y teológico (reflexión crítica) que la fe es capaz de hallar en esa alteridad política. Más aún, no me referiré a la responsabilidad social como a una simple «dimensión» o «consecuencia» de la praxis creyente, sino como momento interior y constitutivo de una existencia cristiana cabal. Razones antropológicas (la estructura social del ser humano), éticas (constituidos en sujetos morales en la interpelación del otro en cuanto igual y diferente) y teológicas (Dios en Cristo asume la historia y la constituye en la única historia de salvación universal) nos lo exigen4. Esta triple aproximación teórica a nuestra constitutiva sociabilidad política me parece siempre imprescindible. Entiendo que el cristianismo, como experiencia religiosa y vital «sana», juega sus cartas fundamentalmente en el quicio histórico y social de la antropología, la ética y la teología5.

En cuanto al primero, la antropología, una y otra vez renovamos nuestra atención en torno a la calidad óntica del ser humano, es decir, su condición personal, y en torno a la calidad ética, es decir, su dignidad incondicional. Es sabido que decimos de todos y en todos, pero recuerdo que, para los más débiles, es más sagrada si cabe, porque para ellos es su único capital: la condición indisponible de personas es lo único que les queda cuando son desapropiados de tanto por tantos. He aquí por dónde un asunto ontológico aparece y es absolutamente práctico y político6.

En el segundo camino, la perspectiva ética, reclamo todo el valor de una atención centrada en la constitutiva alteridad del sujeto humano como sujeto moral. Me emociona saber que la ética (ética común de la hospitalidad) indaga para fundamentarse en caminos que nos llevan de bruces al encuentro con el otro, el otro igual y diferente, el otro como un tú respetado en su alteridad de otro, la que hace posible entender la mía, la del yo como sujeto moral: ¿qué exijo para mí y por qué? ¿Qué espero de ti? ¿Me respetarás absolutamente y siempre? ¿Por qué ellos sufren tanto y tan injustamente? En palabras sagradas: «¿Qué es de tu hermano?». Lo dice Adela Cortina, con la clarividencia que le caracteriza, en términos análogos a estos: «Los seres humanos tenemos la capacidad –actual o virtual– para reconocer qué es un derecho y para apreciar que ese derecho forma parte de una vida digna. Si los demás no nos lo reconocen, tenemos conciencia de ser injustamente tratados y nos indigna con razón». Y si lo hacemos contra otros, igual. Me gusta decir que nadie puede esperar que le respeten si no tiene razones absolutas para hacerlo con los otros7.

El lector sabe bien de qué estoy hablando. Se trata de ese universalismo concreto que reconoce, frente al abstracto, el derecho propio de los otros, iguales y distintos a la vez, que no excluye al diferente, expulsándolo o uniformándolo; el universalismo concreto que hace memoria del punto de vista de las víctimas pasadas y presentes para ganar la dignidad de todos sin exclusiones8 y, por tanto, que sabe del precio social que tiene una humanidad real. Hablo del universalismo liberador e integral, solidario, frente al economicista de la globalización neoliberalmente gestionada, el solitario.

Por fin, en el tercer supuesto –la perspectiva teológica–, apelo a una experiencia religiosa y a una reflexión crítica sobre la fe que obedezcan a las pautas de la soteriología cristiana, es decir, que se tomen en serio la condición salvífica de esta historia, su dimensión como «ya sí» de la salvación ofrecida y acogida. La teología fundamental, la dogmática y la teología práctica, toda la teología, vivida y reflexionada, se arraiga en la convicción de la historia humana como posibilidad de liberación y salvación (liberación integral). La pérdida de la dimensión utópica, mística y escatológica de la fe, y de su propuesta práctica, es la perversión de lo mejor en lo peor, la ideología «religiosa» que encubre, oculta y mistifica. Si nadie espera nada del día a día de la vida humana, aquí y ahora, y todo lo espera del cielo y en el cielo, el nihilismo ha hecho mella definitiva en su alma, ahora con el velo de una ideología religiosa, pero nihilismo al cabo.

Si apelo a todo esto en la introducción se debe a mi sospecha, por desgracia bien fundada, de que la pérdida de la dimensión escatológica de la fe y de la vida cristiana es uno de los descartes más perniciosos, política y teologalmente, para el cristianismo. Y es que, en serio y de verdad, ¿quién vive en la expectativa de lo nuevo, de lo liberadoramente nuevo, como tarea histórica y don escatológico en su cotidiano cristianismo? Y si se pierde esta esperanza, ¿quién formulará y perseguirá en el cristianismo –hablo de nosotros– proyectos de sociedad alternativos?, ¿quién y por qué irá más allá de lo debido a la correlación de fuerzas de cada momento, si la fe es un asunto privado por mor no del Estado laico, sino de su realidad «intrínseca»? Esta es la perspectiva del problema que me interesa, siquiera por contrapesar todo lo que se subraya en su contraria.

Veamos entonces de una manera muy sencilla y general algunas claves de la cuestión que formulaba así: «Dios trajina su salvación con los ingredientes humanos e históricos que nos son cotidianos», y, por tanto, ¿cómo acogerlos en su carácter secular, discernirlos cristianamente, sin vaciarlos de su realidad, e impulsarlos en su potencial para humanizarnos en común, sin dejar en el camino a los silenciados y más débiles? Me interesa eso que llamamos «lo social», la «caridad social o política», mas no porque lo cristiano tenga en ello su particularidad más precisa –¡ya lo sé y lo reconozco de mil modos!–, sino porque es una condición de la vida humana y cristiana en cuanto tales, cuyo descuido lo malogra todo en la evangelización y liberación humana.

A tal fin voy a comenzar por lo que llamo sospechas, logros y tareas pendientes que caracterizan la reconciliación de la Iglesia con la sociedad moderna, bajo la pauta de este propósito: en el mundo como hermana. Es obvio que nadie está pensando en un hermanamiento acrítico e ingenuo de la Iglesia con el mundo, a la luz de la fe y de la ética. Y para el mundo a la luz de la ética. Hoy, sin embargo, hay que hacer un esfuerzo mutuo para no encasillar las cuestiones que planteo en un «estar de vuelta» en cuanto a la confianza de los unos con los otros, y para no obcecarse en caminos sin salida donde la fe casi no tiene historia ni mundo, y el mundo no tiene más fe que las próximas vacaciones de verano. Perdón, el mundo que trabaja y consume; los otros mundos, ¿qué pensarán?

Tratándose de un ensayo, lejos de una obra sistemática y de investigación, trataré diversos aspectos concernientes a esa caridad social o condicionamiento «político» de nuestras vidas de fe. Su conexión es clara, y algunas ideas transversales, quizá demasiado repetidas, lo objetivarán. Por el índice pueden verse los temas a los que me refiero. Detrás de ellos no pocas veces hay materiales e ideas que he venido trabajando en los últimos años; no será fácil evitar alguna repetición. Tanto más cuanto que, por mi manera de reflexionar y contar, subrayo las ideas principales con celo de maestro de escuela. Mil disculpas. Los textos son breves, unos más que otros, introductorios casi siempre, densos alguna vez. Pero sigue siendo un ensayo, solo eso.

Y nada más. Agradezco al lector que me acompañe en este recorrido. Y agradezco, igual o más, a quienes en el mundo cristiano, y en el mundo sin más, están perseverando en la lucha por la justicia, especialmente la de los pobres, ¡no hay otra sin ellos!, y en el amor, que hace de ella «su primera vía», «su medida mínima», parte integrante de ese amor que es «con obras y según la verdad» (Caritas in veritate 6). «La caridad –continúa esta encíclica– exige la justicia», y la trasciende y «completa, siguiendo la lógica de la entrega y el perdón…», de la gratuidad, la misericordia y el don. En teología decimos que la caridad es «amor que brota del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo». Para el ser humano, «amor recibido», y por este ser humano «amor ofrecido» a todos los demás, y especialmente a los más pobres y olvidados. «El amor derramado en vuestros corazones por el Espíritu Santo» (Rom 5,5) es gracia para difundir la caridad y para tejer redes humanas por ella animadas (Caritas in veritate 5).

Esta teología de la caridad, con toda su fuerza espiritual y social, la percibo éticamente pensada en E. Lévinas o en P. Ricoeur9, y me alegra sobremanera saber que el reconocimiento de la justicia para con otro más pobre y débil que yo es el principio de su dignidad y de la mía. ¿Hay algo más íntimo que esto al don de Dios en Jesús?

Espero que ahora esté más claro el inicio de esta introducción: «Escuchad al Espíritu en la historia. El camino de la dignidad humana». El pudor me hace poner entre paréntesis «de los pobres». Pero sin la suya no hay dignidad de nadie. Y espero que también ahora el título del libro aparezca pleno de sentido: «Los olvidos “sociales” del cristianismo». Y la «caridad social» desde los más débiles como su oportunidad. De ahí el subtítulo: «La dignidad humana desde los más pobres». Sí, es verdad, el silencio más agobiante en religión es el que procede de su vaciamiento social e histórico. El olvido de la caridad social, de la justicia para con la dignidad de los más pobres y débiles, vicia de raíz la identidad cristiana de la fe. Ya no es de Jesús; y, si no es de él, ¿qué otra ortodoxia o dogmática lo salvará de la idolatría?