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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

 

© 1999 Jennifer Taylor

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Por fin en casa, n.º 1147 - febrero 2020

Título original: Home at Last

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-078-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

PASABAN cinco minutos de la medianoche cuando sonó el teléfono. Sam O’Neill rezongó al encender la luz de la mesilla. Había tenido la esperanza de una noche tranquila, pero parecía estar condenado al desengaño.

–O’Neill –contestó secamente.

–Soy Harvey Walsh de Yewthwaite Farm, doctor O’Neill. Siento molestarlo pero es por Helen, ha tenido un pequeño accidente.

–¿Qué le ha pasado, Harvey? –la consternación de Sam desapareció inmediatamente. Como la mayoría de los granjeros de la zona, Harvey Walsh nunca hubiera soñado en llamarlo si no hubiera creído que era urgente.

–Helen se ha quemado un brazo con la estufa, dice que se resbaló, aunque no tengo ni idea de con qué –Harvey respiró hondo, pero Sam pudo percibir la ansiedad en su voz– De todas maneras, me parece que tiene mal aspecto. ¿Puede venir y echarle una ojeada, doctor?

–Desde luego. Estaré allí lo antes que pueda. Mientras tanto, intenta que Helen esté lo más cómoda posible. Si lleva alguna joya, como sortijas, reloj o una pulsera quítaselas por si acaso se empezara a hinchar el brazo.

–¿Le pongo algo en la quemadura? Le metí el brazo en un cacharro de agua fría inmediatamente, pero mi madre decía que poner mantequilla en las quemaduras era bueno.

–¡No! –le cortó Sam con rapidez–, es un viejo remedio que hará más mal que bien. No hagas nada más hasta que yo llegue, veré si está o no muy mal y decidiré qué es lo que hay que hacer después de verla.

Sam no perdió el tiempo después de colgar, había dejado la ropa en el respaldo de una silla y solo le llevó unos minutos ponerse los chinos azul marino y la camisa de cuadros azules y pasarse los dedos por el despeinado cabello negro. La noche era cálida, así que no se molestó en buscar una americana y salió de la casa para tomar el coche.

El verano había sido maravilloso aquel año, largos y calurosos días seguidos de noches templadas, y aquella no era una excepción. El cielo tenía un tono azul oscuro sobre las montañas que rodeaban la pequeña ciudad de Yewdale, en Cumbria, donde había estado trabajando como médico suplente desde hacía un año.

Sonreía al dejar atrás la ciudad y dirigirse a campo abierto. No acababa de creerse cómo se podía haber encariñado tanto con aquel lugar. Cuando aceptó el trabajo lo había hecho simplemente como algo eventual, para ocupar el tiempo y ganar experiencia antes de hacer lo que él realmente quería.

Su ambición siempre había sido trabajar en el extranjero una vez que hubiera aprendido lo bastante, en África, donde se necesitaban desesperadamente buenos médicos. El hecho de que hubiera disfrutado tanto de su temporada en Cumbria había sido una sorpresa, aunque no le había hecho cambiar de idea con respecto a lo que quería hacer. En cuanto llegara octubre se iría a Mozambique. Sintió un rebullir de excitación al pensar en los retos que tenía por delante, pero tuvo que admitir que iba a echar de menos aquella ciudad y todos los amigos que allí había hecho…

Su línea de pensamiento se interrumpió bruscamente al volver una curva y ver surgir una figura. Pisó el freno y los neumáticos chirriaron. El corazón le latía fuertemente al salir del coche, había estado a punto de atropellar a la chica ¿Es que no se le ocurría otra cosa que ir vagabundeando por la carretera a aquellas horas de la noche?

–¿Qué demonios estás haciendo? –le preguntó, luego se calló al verla bien por primera vez. Sin dar crédito a sus ojos miró su maraña de rizos castaños, la camiseta roja sin forma y los vaqueros anchos, para detenerse en la cargada mochila que parecía estar a punto de vencerla por su peso– ¿Holly? –dijo con incredulidad–, ¿eres tú, verdad?

–No estés tan sorprendido, no he podido cambiar tanto –ella se rio, pero eso solo sirvió para acentuar el cansancio de su cara–. Hola, Sam. Siento haberte dado un susto, la verdad es que no oí el coche. Debo estar más cansada de lo que creía.

Ella miró hacia atrás, tambaleándose un poco al volverse otra vez a mirarlo.

–El conductor del autobús me dejó en la gasolinera de la autopista para que no tuviera que hacer todo el camino hasta Kendal, pero no me di cuenta de lo lejos que estaba.

Sam respiró hondo pero aun así su voz sonó irritada.

–¿Me estás diciendo que has venido andando desde allí? Deben de ser diez kilómetros por lo menos. ¿En qué demonios estabas pensando para hacer esa locura?

–¿Y cómo querías que fuera a casa? No hay autobús a estas horas de la noche y no tengo dinero para un taxi. Me gasté el último penique que tenía en el billete de autobús desde Londres –se encogió de hombros, pero él vio un leve enrojecimiento en sus mejillas a pesar de su aparente despreocupación–. De todas maneras, Sam, no soy una niña. Puedo cuidarme sola. ¡He estado en sitios peores que este el año pasado, créeme!

–No lo dudo –las palabras contenían un aguijonazo que hizo que el color de sus mejillas subiera un poco más. Sam, sin embargo, no estaba seguro de por qué estaba tan enfadado. Después de todo, a él qué más le daba lo que hiciera ella.

Holly Ross era la hija de David Ross, uno de los tres médicos de la consulta. Sam la había visto alguna vez cuando empezó a trabajar en Yewdale. Holly había vuelto a casa de la universidad para ver a su madre, que estaba muy enferma.

Después de la muerte de su madre, Holly había dejado la carrera de medicina y se había marchado con la mochila al hombro a recorrer el mundo. Aunque David había dicho poca cosa, Sam sabía que estaba preocupado por su hija mayor. Y no le extrañaba, mirándola ahora no podía decir que pareciera que el viaje le había ido bien.

Sus ojos castaño oscuro volvieron a estudiarla con rapidez. Parecía como si hiciera siglos que no tomaba una comida decente, la ancha camiseta no disimulaba el hecho de que estaba tremendamente delgada. Sus ojos verdes parecían enormes en medio de su cara en forma de corazón, y las enormes ojeras le daban un aire de niña abandonada que le encogió el corazón.

Sintió la loca necesidad de rodearla con sus brazos y decirle que todo estaba bien, porque él iba a cuidar de ella. Eso le hizo sentir una sacudida, si había algo que él había rehuido de forma categórica había sido cualquier clase de compromiso.

–¿Sabe David que hoy vuelves a casa? –le preguntó con brusquedad, sorprendido por su reacción hacia ella.

–No –ella alzó sus enormes ojos verdes y él pudo ver en ellos la incertidumbre antes de que ella apartara la mirada– Yo… pensé que le daría una sorpresa.

–¡Puedes estar segura de ello! –se rio con brusquedad, decidido a que ella no notara el efecto que le había causado.

Estaba indeciso entre la necesidad de llegar a la granja Yewthwaite lo antes posible y la resistencia íntima a dejarla allí. No tenía nada que ver en absoluto con la aberración mental que acababa de padecer, eso estaba claro, era simple sentido común. Había unos seis kilómetros a Yewdale, no podía marcharse y dejarla allí. Le podía pasar cualquier cosa a aquellas horas de la noche y no estaba dispuesto a tener eso en su conciencia.

–Ven aquí –la tomó por el codo y la llevó hacia el coche.

–¡No tienes por qué llevarme a casa! –Holly intentó soltarse, intento vano desde el punto de vista de él, dado que parecía como si cualquier soplo de aire pudiera tirarla por tierra. Alzó las cejas diciéndole en un tono de burla que la hizo enrojecer de nuevo.

–No voy a hacerlo.

–Entonces, ¿qué? Quiero decir… ¿adónde me llevas? –ella estaba perpleja por la respuesta de él, se le notaba en la mirada. Sam sintió que su corazón dejaba de latir por un segundo al mirar aquella luminosa profundidad.

No podía recordar haber visto nunca unos ojos de aquel tono de verde ni unas pestañas tan negras y espesas, que dibujaban unas sombras delicadas en sus mejillas. Por lo que él podía ver, ella no llevaba nada de maquillaje, pero su piel tenía una suavidad de terciopelo a la luz de los faros del coche que le hizo sentir escozor en los dedos de ganas de acariciarla. Fue al sentir su temblor de cansancio cuando se dio cuenta de que estaba perdiendo más tiempo del que se podía permitir estando allí.

–Tengo que acudir a una llamada en este momento. Helen Walsh de la granja Yewthwaite ha tenido un accidente y se ha quemado el brazo –mientras hablaba abría la puerta del coche y le intentó quitar la mochila de la espalda–. Te dejaré en casa después de que la vea.

–Ya veo. Pero no tienes por qué tomarte todas esas molestias –se agarró con terquedad a los tirantes de la mochila–, me las puedo apañar perfectamente.

–Estoy seguro de que puedes –sonrió con tirantez, sin saber por qué estaba tan irritado por su negativa a aceptar su ayuda. Si a la maldita chica le importaba tanto su independencia, ¿para qué discutir? Pero sabía que no iba a tener un momento de paz, pensando en ella vagando sola por la noche–. Sin embargo, si te sucediera algo, David me echaría a mí la culpa por haberte dejado aquí sola. Francamente, prefiero pasar de esos problemas, así que hazme el favor…

Él la miró a la cara, observando la rápida sucesión de emociones que la cruzaban. Era evidente que ella estaba dudando entre el deseo de mantenerse en sus trece, sobre todo ahora que él le había explicado sus razones para ayudarla, y la reticencia a montar una escena.

Él echó una mirada significativa al reloj y oyó cómo ella suspiraba, se quitaba la mochila y entraba en el coche. Se sentó en el asiento de delante sin decir una palabra, dejándole que metiera la mochila en el maletero.

Fueron en silencio durante tres o cuatro kilómetros, Holly tenía la cara vuelta hacia el otro lado e iba mirando por la ventanilla. Era evidente que no agradecía haberse visto obligada a hacer lo que él quería, pero Sam no podía evitarlo. Era por su propio bien y le evitaría el pasarse toda la noche preguntándose si habría llegado a casa sana y salva, aunque no quiso profundizar en el porqué de que lo preocupara tanto.

–¿Y como está papá?

Se sobresaltó cuando Holly rompió el silencio y, cuando se volvió a mirarla, sintió una oleada de calor fluyendo por sus venas. El brillo del salpicadero suavizaba la delgadez de su rostro y la hacía parecer conmovedoramente joven y hermosa. Sintió que su cuerpo se agitaba con una rapidez que lo sorprendió.

¡Era la hija de David, por Dios!, se reprendió.

–¿Sam?

Había una inseguridad en su voz que le recordó que no había contestado su pregunta.

–Está bien. Trabajando mucho, como siempre, pero no hacía falta que te lo dijera, me imagino.

–¿Y Mike y Emily? –su tono se suavizó al mencionar el nombre de sus hermanos–, apuesto a que Emily ha crecido un montón mientras he estado fuera.

–Sí. Mike también, te van a sorprender cuando los veas –frunció el ceño al recordar de repente una cosa–. ¿Sabías que Emily estuvo enferma?

–¿Enferma?, no. ¿Qué ha tenido?

Percibió el pánico en su voz y se maldijo a si mismo por no haberse dado cuenta de que podía asustarla.

–Nada, ahora está bien. Tuvo meningitis, pero afortunadamente se le diagnosticó muy pronto y se ha recuperado completamente

–¡Meningitis! –repitió horrorizada–. ¡Pero eso es terrible! No sabía nada…

–¿Y como ibas a saberlo? –alargó la mano para apretar la de ella, deseando ofrecerle algún consuelo–. Como ya te dije, ahora está bien. Está muy ilusionada con la idea de ser dama de honor en la boda de Elizabeth, el mes que viene –añadió para darle más seguridad.

–¿Se casa Elizabeth? ¿De verdad? ¿Con quién?

–Con James Sinclair, el nuevo médico de la consulta.

–¿El nuevo médico? No tenía ni idea de que hubiera un médico nuevo.

–¿No? –Sam volvió a fruncir el ceño, sorprendido de que no se hubiera enterado–. ¿Sabías que el padre de Elizabeth tuvo un ataque de corazón las navidades pasadas y decidió retirarse? –le preguntó, y siguió hablando al ver que asentía con la cabeza–. Bueno, pues Elizabeth y tu padre decidieron poner un anuncio para buscar un nuevo socio cuando fue evidente que la consulta estaba desbordada. Contrataron a James en abril –él se rio al recordar–. Fue muy divertido al principio, porque Elizabeth estaba completamente en contra de James, lo que no es muy propio de ella, como ya sabes. Sin embargo, las cosas salieron mucho mejor de lo que podíamos esperar y se van a casar a finales de septiembre.

–¡Pero esa es una noticia estupenda! Aunque es una sorpresa –Holly suspiró con tristeza–. Ha sido difícil mantener el contacto últimamente. Al principio no estaba tan mal, porque yo telefoneaba a casa con frecuencia, pero cuando empecé a quedarme sin dinero tuve que andarme con cuidado y solo mandaba una postal de vez en cuando para que supieran que estaba bien. Tuve un par de cartas de papá mientras estaba en Río, encontré un trabajo en un hotel. Pero luego me moví mucho y hace siglos que no tengo noticias.

–Ya veo –Sam volvió a poner la mano en el volante al llegar al camino de la granja porque el coche empezó a saltar en los baches. Nada más llegar a la casa se abrió la puerta y apareció Harvey Walsh. Saludó a Sam con la mano y luego vio a Holly.

Era evidente que había un montón de cosas que ella no sabía y de pronto él no estuvo seguro de cómo debía manejar la situación. ¿Era aquel el momento de decirle lo que había sucedido en las últimas semanas? ¿O, mejor, debía dejar que se lo explicase David? ¿Cómo iba a reaccionar al enterarse de que su padre se había vuelto a casar?

–Me parece que me he perdido un montón de cosas mientras estaba fuera –Holly, sin saberlo, se había hecho eco de sus pensamientos. Miró hacia la granja y suspiró al ver a Harvey en el umbral–. Date prisa, no es el momento de ponerse al tanto de lo que ha pasado. Tendré que esperar. No quiero estorbar, Sam, así que te esperaré en el coche si te parece bien.

–Muy bien. No tardaré mucho, de todas maneras. Solo quiero ver cómo tiene Helen el brazo y si es necesario o no que vaya al hospital –recogió su maletín, aliviado de no tener que tomar una decisión con respecto a lo que debía decirle o no. Se había convertido en un adicto a no verse envuelto en enredos emocionales y la idea de complicarse en aquella situación le parecía muy peligrosa. Pero le resultaba difícil irse sin decirle algo tranquilizador–. ¿Estás segura de que quieres quedarte aquí sola?

–Estaré bien –sonrió mirando las colinas– Es bueno estar de vuelta, Sam. Voy a quedarme aquí sentada a dejar que repose la idea de que estoy en casa por fin.

Sam cerró la puerta del coche y respiró hondo, pero eso no disipó la tensión que anudaba su estómago de repente. No podía explicarlo, pero sentía que algo había cambiado, ¿por qué?

Avanzó hacia la casa y entonces se detuvo a mirar hacia atrás, frunciendo el ceño al ver a la chica dentro del coche. Todo lo que había sucedido era que Holly Ross había vuelto a casa y ¿cómo podía aquello afectar a su vida? Él sabía adónde iba y lo que quería, todo había sido planeado, hasta el mínimo detalle, hacía mucho tiempo. La llegada de Holly no alteraría un ápice sus planes…

 

 

–Muy bien, Helen, esto te hará sentir mejor, espero.

Sam terminó de vendar el brazo de Helen Walsh, aunque era una quemadura muy dolorosa, en su opinión no era necesario ir al hospital. Al haberla sumergido inmediatamente en agua fría habían evitado que se formaran muchas ampollas y confiaba en que la piel cicatrizaría por sí sola. La pomada que le había aplicado reduciría el riesgo de infección.

–Gracias, doctor, me siento como una estúpida por haber tropezado de esa manera… –Helen suspiró y miró a su marido, que estaba de pie junto a ella.

–Mientras estés bien, querida. Aunque parece que estás teniendo un montón de accidentes últimamente –Harvey palmeó el hombro de su mujer, pero tenía una expresión preocupada al mirar a Sam–. El haberse caído sobre la estufa es solo una de las muchas cosas que le han pasado últimamente, doctor. Todo empezó cuando Helen se cayó por las escaleras hace un par de meses y se hizo un esguince de tobillo.

–¡Fue solo una de esas cosas que pasan, Harvey! –intervino Helen rápidamente, obviamente molesta de que su marido lo hubiera sacado a colación– Sabes que los peldaños son muy empinados, lo raro es que no se haya caído nadie antes.

–Eso puede ser, pero ¿qué me dices de cuando te caíste la semana pasada en la ciudad cuando estabas de compras? Todavía se te nota el cardenal que te hiciste en la frente al darte contra la pared –contestó Harvey, mirando a Sam como si buscase su apoyo.

–A lo mejor es que vas siempre demasiado deprisa para hacerlo todo, Helen –dijo Sam con ligereza, pero le parecía raro que hubiera tenido tantos accidentes de repente.

Cerró el maletín y la echó una mirada de reconocimiento. Helen Walsh era una mujer de unos treinta años, guapa y capaz, que trabajaba muy duramente, ayudando a su marido a llevar la granja, que era la más grande de la zona. El hecho de que la madre de Harvey, la indomable señora Walsh, que vivía con ellos, estuviera ahora postrada en la cama tenía que haber incrementado mucho la carga de trabajo de Helen. Aun así, Sam se preguntó si el hecho de ir a todas partes con prisa era lo que estaba causando el problema o si habría algo más.

–Además de esos episodios recientes ¿qué tal te encuentras en general, Helen?

ían las casas una por una incluso a aquella distancia, a la luz plateada de una luna casi llena.

–No sabría decirte cuántas veces he soñado con esto –alargó la mano para tomar la de él, como si necesitara asirse a algo para comprobar que no estaba soñando.

Los dedos de Sam se cerraron en torno a los suyos. La alegría de ella al ver la ciudad le hizo un nudo en la garganta, sobre todo porque él nunca se había sentido de aquella manera con respecto a ningún sitio.

Ella se volvió hacia él con los ojos brillantes de placer, pero bajo su alegría yacía la necesidad de reafirmarse.

–Todo va a ir bien, ¿verdad Sam?

–Sí –él tuvo que carraspear antes de seguir. No podía explicarlo, pero sabía que tenía que convencerla de alguna manera–. Te prometo que todo va a ir estupendamente de ahora en adelante, Holly.

Ella lo miró fijamente y luego se rio.

–Bueno, esa es una promesa que te obligaré a cumplir, doctor O’Neill.

Ella se recostó de nuevo en el asiento cuando el coche comenzó a bajar de la colina. Él estaba encantado de que ella pareciera estar a gusto en silencio, porque no habría sido capaz de mantener una conversación en aquel momento.

Sujetaba el volante con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos y tenía un nudo en la boca del estómago y un sentimiento de desconcierto que se extendía por todo su cuerpo. ¿Qué demonio le había poseído para haber dicho una cosa así?

Él no era responsable de la felicidad futura de Holly Ross, no quería hacerse responsable de ella. Ni lazos, ni compromisos y, definitivamente, ni promesas que no pudiera cumplir. Esas eran las reglas con las que había vivido hasta entonces y le habían servido muy bien. ¿Porqué no seguir con ellas?

La miró de reojo y sintió que se le encogía el corazón súbitamente de pánico. ¿Qué tenía Holly que lo hacía desear romper su libro de reglas y tirarlo?