BIBLIOGRAFÍA

1 UNA PUNZADA EN EL CORAZÓN DEL TIEMPO

Todo se arregla caminando (2016) o Un andar solitario entre la gente (2018) son las reivindicaciones del paseante, del flâneur, del transeúnte, con las que César Antonio Molina y Antonio Muñoz Molina nos han obsequiado en los últimos años. Dos «Antonios» y dos «Molinas» que se suman un siglo más tarde a El Paseo de Robert Walser (1917) y a la Calle de dirección única de Walter Benjamin (1918). Como es sabido, el errante pensador alemán caminaba por los bulevares y los pasajes de las calles de París buscándose a sí mismo en forma de otro Baudelaire. «Pasear por París es avanzar hacia mí», decía Julio Cortázar, convencido de que París es un corazón que late todo el tiempo. Así, el flâneur parisino adquirió la categoría de personaje literario universal y observador histórico cuya pupila asombrada era capaz de recoger lo que la realidad ofrecía en su comprometido camino.

El paseante tranquilo es un residuo de la modernidad, casi un despojo inservible para un futuro encarnado en el habitante compulsivo de caminar convulso cuya observación se centra en una pantalla y su escucha en unos altavoces personalizados. En arquitectura, el término deambulatorio alude al espacio transitable de los templos ubicado detrás del presbiterio que da ingreso a otras capillas situadas en el ábside. Deambular permite ingresar y regresar, salir y entrar, ir y volver como si se tratase cada vez de un emplazamiento diferente porque el verdadero espacio tiene la extensión de una pisada. Y quien así se conduce construye y reconstruye su extensión, entre otras razones porque conoce, o al menos es consciente, de la relación con lo que hay fuera de él. Cuando el caminante inicia su itinerario se aleja de la indolencia con el objetivo de constituirse en vanguardia de sí mismo.

«¿Quién ha punzado el corazón del tiempo?», se pregunta Antonio Machado, convencido de que solo la memoria, el lenguaje, el latido de la palabra nos hace transitar por encima de la trampa del tiempo. Para el poeta hay dos modos de conciencia:

Una es luz, y otra, paciencia. Una estriba en alumbrar un poquito el hondo mar; otra, en hacer penitencia con caña o red, y esperar el pez, como pescador. Dime tú: ¿Cuál es mejor? ¿Conciencia de visionario que mira en el hondo acuario peces vivos, fugitivos, que no se pueden pescar, o esa maldita faena de ir arrojando a la arena, muertos, los peces del mar?

En este aspecto el paseante es un revolucionario, como Walter Benjamin,1 quien tomaba el ejemplo de los navegantes sabiendo que lo fundamental es el modo en que se colocan las velas con el objeto de aprovechar el viento, ya sea el del mar, el de la ciudad o el de la historia. A pesar de la pobreza de recursos de que dispone el navegante de ciudad, solo con un cuaderno como vela es capaz de emplear el viento que corre por las calles percibiendo la eternidad en su presente, precisamente porque este contiene el pasado y gravita hacia el futuro. Si para Borges el río más grande del mundo cabe en la palabra Nilo, para Walter Benjamin la historia cabe en un pasaje porque ese espacio contiene la memoria, el pensamiento, los sueños y la imaginación. Es el territorio en el que se conforma el surco del tiempo y la profundidad del silencio, por eso el apresurado turista contemporáneo representa la antítesis del caminante.

En efecto, el paseo se constituye tanto en alegoría del lugar en que se vive como en la existencia de la memoria en que se habita. La similitud entre pasear por las calles y pasear por la historia se manifiesta en cada paso que va construyendo sobre la palabra una intangible posibilidad de inmortalidad. Ella hace latir la vida en el corazón del tiempo, por muchas punzadas que haya recibido, cuando es capaz de capturar un rostro, una escena cotidiana o un instante cuya perpetuidad requiere solo una mirada. Es el mismo contenido de la pregunta que Martin, el personaje de Paul Auster en su novela La vida interior de Martin Frost, se hace: «Si un árbol se derrumba en el bosque y nadie lo oye, ¿hace ruido o no?». A lo que Claire, la chica a la que acaba de conocer le responde: «Digamos, más bien: ¿hay verdaderamente un árbol? Berkeley es quien dijo que la materia no existe. Que todo está en nuestra cabeza».

En 1921 Walter Benjamin compró un cuadro de Paul Klee titulado Ángelus Novus que llevaría con él de un sitio para otro a lo largo de su vida llena de mudanzas y desarraigo. Poco antes de suicidarse en un pequeño hotel de Portbou en septiembre de 1940, lugar al que había llegado huyendo del terror nazi, Benjamin describe ese cuadro identificando el aspecto del ángel pintado por Klee con el mismo que debería tener un supuesto Ángel de la Historia, quien al volver la cara hacia el pasado sería capaz de ver la ruina que el ser humano va dejando tras de sí donde este solo es capaz de ver cifras y datos. Una tempestad procedente del Paraíso, que impide al ángel mover las alas, le empuja hacia el futuro mientras a su espalda las ruinas van creciendo hasta el cielo. Para un Walter Benjamin a punto de finalizar su trayecto lo que llamamos progreso es, exactamente, esa tempestad.

Probablemente, la mirada era otra cuando a finales de los años veinte desde la calma el mismo ángel podía abrir y cerrar sus alas con total libertad. En ese tiempo el ensayista alemán se ocupaba de su proyecto más ambicioso, el Libro de los pasajes, inacabado por desbordante, ya que su conjunto contenía una ciudad (París), una época (la de la sociedad capitalista e industrial) y una visión del mundo (la interpretación social, histórica y filosófica del siglo XIX). En efecto, el flâneur parisino que es Walter Benjamin comienza a andar sin rumbo por las calles de París, a la inversa, camino del siglo XIX porque su tránsito por cada pasaje es un descubrimiento del paisaje.

Pero un paisaje requiere un periodo de construcción y otro de derrumbe y uno nuevo de reconstrucción porque todo auténtico paseo es siempre un primer paseo en el que surgirán las novedosas casualidades del paisaje sin ninguna intencionalidad. El ángel del cuadro no es otra cosa que la imagen que la sociedad moderna se ha construido de sí misma. Dibujado a tinta china, tiza y acuarela, ese Ángel Nuevo contempla las ruinas del pasado mientras es empujado inexorablemente hacia el futuro a la vez que se pregunta si todo será olvidado o si alguien reparará los daños causados.

En el caso de Walter Benjamin asoma el dolor del fascismo y la rabia de no haberlo podido evitar, pero de ese pasaje se extrae otro paisaje que solo tiene existencia al concebir su posibilidad: el horizonte de la memoria y la identidad. La cuestión es cómo nos buscamos a nosotros mismos si no podemos escabullirnos de nosotros mismos, asentados sobre ilusorios conceptos como el de posverdad, esa forma de mentira inocente y emotiva que nos acomoda, contra nuestra voluntad, en el engaño.

No solo somos ciudadanos crédulos, sino que navegamos en una clase de analfabetismo ilustrado desde el que creemos saberlo todo a la vez que asumimos que no podemos cambiar nada. Anestesiada nuestra capacidad crítica, nos damos por satisfechos con colgar una bandera en el balcón o con difundir a través de mensajes una letra de un himno impregnada de cierto lirismo arcaico. Ahí se agota nuestro ímpetu reivindicativo como si la intensidad del descontento en las redes sociales reflejase la paradoja de una sociedad cada vez más ensimismada y atemorizada, menos dispuesta a escuchar lo que no le gusta.

Inmersos en lo que suponemos importante se nos esconde lo que tiene verdadera importancia. No paseamos, no deambulamos porque estamos instalados en la urgencia de saber qué dejamos y qué llevamos. Algunos como Steven Pinker,2 el representante de los denominados «nuevos optimistas», mantienen que el mundo es cada día mejor, aunque a veces no podamos explicar la sensación de que así sea. Razones tan evidentes como que tenemos treinta y siete veces menos posibilidades de que nos alcance un rayo que en el siglo pasado, menos posibilidades de morir en nuestro puesto de trabajo, que el coeficiente intelectual global suba tres puntos cada década o que tardemos diez horas menos en hacer la colada que en 1920 convierten a Pinker en un optimista leibniziano convencido de que no solo vivimos en el mejor de los mundos posibles, sino de que podemos llegar a vivir en un mundo incluso mucho mejor. Sin embargo, este optimismo presenta la mencionada grieta de la memoria y la identidad diluyéndose en el azaroso espacio de conceptos como «nosotros» o «global».

Frente a ese optimismo filosófico hay quien contempla las ruinas de la modernidad desde una perspectiva más desalentadora: el filósofo Byung-Chul Han3 cree que los nuevos tiempos discurren bajo la inconsciencia de la dominación ya que uno se explota a sí mismo y cree que está realizándose, entre otras razones porque en el nuevo contexto estamos deshabilitados para reconocer al otro. Poseídos por una angustia existencialista en la que el triunfo se identifica con hacer todo lo que se puede, la autoalienación ha sustituido a la alienación utilizando los datos como medida de todas las cosas, sobre todo de las que no son. Tras la claridad de la estadística se esconde la evidente esclavitud que provoca la paradoja de su modelo: las cifras expresan nuestro potencial a la vez que impiden alcanzarlo. En la aparente solidez de su expresión se fabrica la mentira de su contenido porque los números ya no nos pertenecen, sino que nosotros pertenecemos a los números. El algoritmo ya nos mira desde dentro.

Esa visión de un futuro en el que los valores de la modernidad y la Ilustración son arrojados a las fauces del monstruo de la autoenajenación la refleja muy bien el novelista norteamericano Adam Johnson. En su libro de relatos George Orwell fue amigo mío narra la perplejidad de un antiguo carcelero de la RDA que, tras su jubilación, vive dedicado a mostrar la cárcel ahora convertida en museo. Inquieto ante la dificultad de conseguir que los jóvenes se interesen por el pasado, afirma señalando a los estudiantes que hay en un café: «Andan siempre mirando el móvil, ese es nuestro verdadero competidor. Durante las visitas, la mitad están actualizando sus páginas de Facebook, mandando mensajes a sus amigos, tuiteando, etc. Algunos cuelgan la visita entera en YouTube, pero no parece que vivan la experiencia. ¡Y pensar en todo lo que hacía la Stasi para espiarnos! Ni siquiera ellos fueron capaces de soñar con un mundo en el que los ciudadanos llevaran voluntariamente artilugios de seguimiento, se vigilaran e informaran sobre sí mismos, mañana, tarde y noche».4

La propuesta contenida en La ética del paseante no es un simple híbrido entre el optimismo de Pinker y las advertencias de Han. Desde la misma posición que el Ángelus Novus queremos ver las cosas con el ojo de halcón bajo una perspectiva crítica, por sostenida en el aire, oponiendo a la inconsciencia de la dominación la conciencia del dominio. No hay que cerrar los ojos ante la idea de progreso ni permitir que la idea de progreso nos cierre los ojos. Hoy la libertad es un espejismo que envuelve, precisamente, esas relaciones de dominio. En palabras del multimillonario estadounidense Warren Buffett: «La lucha de clases sigue existiendo, pero la mía va ganando», lo que significa que el neoliberalismo ha triunfado definitivamente absorbiendo el pasado y ofreciendo su futuro como único futuro.

Por eso la esperanza de la razón se construye volviendo a lo insignificante. En ese terreno no se mueven tan a gusto los autodenominados ganadores. Otros sí. Walter Benjamin comienza su Calle de dirección única afirmando que la construcción de la vida se encontraba entonces mucho más en poder de los hechos que de las convicciones. Buscaba en el paseo la forma de pensar el mundo desde el estilo vanguardista que le ofrecía el recorrido iniciado en la modernidad.

Por su parte, Robert Walser, que murió el día de Navidad del año 1956 mientras realizaba uno de sus incontables paseos, tomó el deambular como forma de vida, dialogando con el paisaje y consigo mismo con solo un lápiz como instrumento de aprehensión, concibiendo cada paso como una experiencia en la que se afirma la felicidad desde el quehacer sorprendente de lo cotidiano, ya que en un prolongado paseo surgen innumerables ideas bellas y convenientes. Quien fue capaz de ensalzar elementos aparentemente tan intranscendentes como la ceniza o el botón nos pone en el camino de insuflar aire a la modernidad moribunda de sí misma.

Como el de Walter Benjamin y Robert Walser, nuestro trayecto tiene que acometerse en zigzag porque, en cierto modo, avanzar también consiste en volver sobre los propios pasos, transitando por los hechos sin olvidar seguir buscando convicciones. Sin duda, la historia de la humanidad es la historia de una ilusión y aunque se hayan constatado muchas ilusiones peligrosas es, asimismo, la historia por una ilusión.

La idea de que el futuro es arriesgado pero es una oportunidad nos adentra en el territorio del reciente entusiasmo, en realidad un vino viejo en odres nuevos. Descartando la ingenuidad como sinónimo de optimismo, va calando una corriente de pensamiento que no solo retoma la idea de progreso como protagonista del desarrollo humano, sino que vuelve a pensar en esa idea como el paseante piensa en la ruta que acomete con la determinación que inspira lo novedoso.

El legado de la llamada modernidad es en realidad el latido insuflado por la savia silenciosa de tantas obras que fueron y continúan siendo una punzada en el corazón del tiempo. Si las damos por finiquitadas, ya sea por pereza o por cobardía (como es sabido, para Kant, las dos grandes enemigas de la Ilustración), perderemos con ellas el mapa de la memoria del paseante, el que nos conduce sin tener que pararnos a revisarlo y nos permite mirar y ver más allá de la cortedad de nuestras certidumbres. Por ello, a partir de ahora, con el término modernidad nos vamos a referir a lo previo de todo lo pos, una división fácil y arbitraria, pero absolutamente necesaria por su condición de moribunda e ignorada.

La razón sin esperanza no es posible y la esperanza sin razón tampoco. Y aunque aún resuena en nuestros oídos la inabordable pregunta que el filósofo de la Escuela de Fráncfort, Theodor Adorno, se hizo acerca de si era factible escribir poesía después de Auschwitz, los mismos supervivientes comenzaron a pasear derramando líneas repletas de escalofriantes vivencias. Primo Levi, Jean Améry, Imre Kertész, Elie Wiesel o Anna Frank nos mostraron que, en efecto, la palabra nos libera de la cárcel del tiempo y un hombre libre empieza a serlo cuando inicia el camino consciente de su finitud y de sus posibilidades. Tal vez la sabiduría sea una reflexión sobre la vida mientras paseamos por ella porque cualquier calle puede convertirse, de pronto, en un sinónimo de esperanza.