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Poesía y Filosofía de la Grecia Arcaica




Traducción de

Ricardo Sánchez Ortiz de Urbina

Ant Machado Libros

www.machadolibros.com

Hermann Fränkel

Poesía y Filosofía de la
Grecia Arcaica


Una historia de la épica, la lírica y la prosa griegas
hasta la mitad del siglo quinto

La balsa de la Medusa

La balsa de la Medusa, 63


Colección dirigida por

Valeriano Bozal





Título original: Dichtung und Philosophie des frühen Griechentums. Eine Geschichte der griechischen Epik, Lyrik und Prosa bis zur Mitte des fünften Jahrhunderts.

© C.H. Beck’sche Verlagsbuchhandlung (Oscar Bech) München, 1962

© De la traducción, Ricardo Sánchez Ortiz de Urbina

© de la presente edición, Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)
editorial@machadolibros.com


ISBN: 978-84-9114-324-6

Índice

Prólogo de la primera edición

Prólogo de la segunda edición

I. La literatura griega arcaica: su conservación y su aparente origen

1. La literatura griega arcaica: su conservación y su aparente origen


II. Homero

1. Los cantores y sus epopeyas

2. Lenguaje, verso y estilo

3. El material

4. Dioses y Poderes

5. Dioses y hombres

6. El hombre homérico

7. El nuevo tono de la Odisea y el final de la épica


III. Hesíodo

1. El poeta

2. Teogonía

3. Las «Eeas» y el poema post-hesiódico del «Escudo»

4. Trabajos y días


IV. La lírica antigua

1. El fundador: Arquíloco

2. La elegía bélica y la elegía política: Calino y Tirteo

3. Alcmán, el lírico coral

4. La lírica de Lesbos

5. La burguesía jonia

6. Solón de Atenas


V. Período de crisis. Literatura religiosa y filosofía

1. La crisis de la literatura. Los siete sabios. Aristeas y Ferécides

2. Los himnos homéricos

3. La filosofía pura: Tales, Anaximandro, Anaxímenes y Pitágoras


VI. La nueva lírica

1. Íbico (y Estesícoro en retrospectiva)

2. Anacreonte

3. Simónides (ver también VIII.3)


VII. Filosofía y ciencia empírica al final del período arcaico

1. Jenófanes

2. Los comienzos de las ciencias empíricas: medicina, geografía e historia

3. Parménides

4. Heráclito)


VIII. El final de la lírica arcaica

1. La poesía del período de transición

2. Teognis

3. Píndaro y Baquílides


IX. Retrospectiva y Prospectiva

Prólogo de la primera edición

Este libro tiene como destinatarios tanto a los especialistas como a los que no son filólogos. Pretende exponer, en forma legible, la historia de la literatura griega desde Homero hasta Píndaro, incluyendo algunos nuevos descubrimientos y perspectivas. Sólo han quedado al margen algunos autores poco importantes y otros muy poco conocidos. Por otras razones, ha quedado excluido el drama de Epicarmo, Frínico y Esquilo, porque un tratamiento adecuado de su obra desbordaría el marco previsto para el libro.

Numerosos textos originales han sido traducidos y analizados detalladamente. Nos hemos propuesto estudiar su contenido y su trasfondo ideológico, su forma artística y la función de las obras a que pertenecen, en la vida, y, además, intentamos utilizar esos textos como documentos de su tiempo. El objetivo principal del autor ha sido captar, en sus rasgos esenciales, el modo específico del pensamiento de la época, y perseguir su desarrollo histórico. A ello se corresponde el método adoptado. Pues las ideas empleadas, más bien generales y abstractas, no acabarán resolviéndose tan fácilmente en una vaga ambigüedad si se las contrapone al material concreto del que, ante los ojos mismos del lector, se han extraído, y al que, de nuevo, en el vaivén de la interpretación, iluminarán significativamente. De este modo, debería ser posible comprender, con cierta precisión, esta primera e importante fase de nuestra cultura occidental en, y a partir de, sus textos.

Sobre el método histórico empleado en esta obra, algo se dice al principio y al final del libro. Su finalidad no radica en examinar el período arcaico de Grecia con los ojos del que tiene ya en su mente la época clásica, y espera llegar a ella desde estadios más primitivos. Desde tal perspectiva (que podría justificarse en un marco distinto), aparecería el griego arcaico como un hombre que todavía no sabe muy bien lo que es y debe ser, pero que colabora dócilmente con los altos fines de la historia. Pero lo cierto es que los hombres de esa época, tal como los vemos representados por sus poetas y filósofos, tenían ideas extraordinariamente claras acerca de su situación y una voluntad decidida de trasladar esas ideas a la vida real. Por eso, buscamos entender esa época en su conjunto y en sus manifestaciones concretas a lo largo de su cambiante desarrollo, ante todo, tal como sus protagonistas la percibieron, y buscar sus valores donde ellos los pusieron, independientemente de que los sucesores los siguiesen cultivando o los arrojasen a la basura. Con este enfoque, es seguro que la imagen cambiante de la historia tendrá menos armonía, pero sí mayor contenido y un realismo más acerbo.

Entre otras cosas, se mostrará cómo, tras la época «épica», la «arcaica» se presenta en oposición violenta y programática frente a su antecesora, y cómo, por su parte, la época clásica no constituye un desarrollo lógico de las premisas arcaicas, sino que surge por obra de reformadores que presentan sus protestas.

La historia de los géneros literarios, cuya autonomía se sobreestima a veces, queda aquí subordinada a la historia cultural general. Por ejemplo, queda claro que Simónides y Jenófanes, contemporáneos, tomaron direcciones semejantes, aunque emplearon medios literarios diferentes, o que el filósofo Heráclito fundó, de nuevo, teóricamente, con su doctrina de los opuestos, un modo de pensar y sentir que jugó un papel dominante en varias generaciones de poetas.

No se ha pretendido ni una igualdad estricta en el tratamiento de las diversas cuestiones, ni ninguna especie de exhaustividad. Más bien, he querido ofrecer en cada autor lo que parecía más necesario y útil, según las circunstancias. Así, se citan pocos textos de Homero, porque todo el mundo puede fácilmente leer y valorar la Ilíada y la Odisea; por el contrario, se han traducido muchos, y complejos, poemas de Píndaro, que han sido analizados con detalle. Las traducciones han de servir sólo de apoyo; es evidente que su calidad es desigual1. He preferido, ante todo, en la medida de lo posible, verter su sentido literal. Cuando no ha sido posible una traducción versificada, he utilizado la prosa. Palabras importantes que no tienen equivalente en idiomas modernos han sido ocasionalmente sustituidas por un circunloquio apropiado. No se ha evitado la dureza de la expresión cuando, por buscar una versión más suave, se hubiera falseado el contenido con un anacronismo. Pero, cuando concepciones extrañas o pensamientos filosóficos difíciles debían ser explicados, resultó, a veces, imposible evitar fórmulas anacrónicas, y, en tal sentido, me he permitido ligeras modernizaciones. Cuando me he atrevido a hacer tal cosa, las expresiones y explicaciones utilizadas, no del todo verdaderas, deben servir sólo como una primera orientación para el lector, que deberá olvidar cuando aborde los viejos pensamientos en su forma original, contemporánea.

El libro contiene además muchas afirmaciones que, por su generalidad, sólo con ciertas restricciones podrían darse por verdaderas, sin tener que explicitar tales prevenciones con expresiones tales como «en general», o «con las excepciones que impone la naturaleza del asunto». Es, por otra parte, evidente que toda exposición histórica tiene que operar con simplificaciones. El trabajo preparatorio más importante para el historiador es, quizá, junto con la comprobación de los hechos, el rechazo de lo relativamente irrelevante.

En la forma en la que se presenta, el libro es resultado de repetidas podas, en temas concretos y en el conjunto, pues importaba, sobre todo, la máxima claridad. Por eso, muchas cosas están más indicadas que explicadas, y se ha hecho uso abundante de la mera ordenación y agrupamiento de cuestiones, que funcionan como tesis silenciosas. Como los textos han sido continuamente trabajados a fondo, creo haber ofrecido nuevas interpretaciones en algunas cuestiones, sin haber aportado siempre la fundamentación correspondiente. Espero que el lector podrá suplir lo que subyace en la interpretación, y no atribuirme un error cuando se extrañe de lo que lee.

Se citan mis propias publicaciones sin el hombre del autor. Se ha evitado, casi por completo, la polémica. He aprovechado la literatura científica en mayor medida de lo que dejan suponer las referencias explícitas que sólo, de manera ecléctica, nombran algunos de los escritos de los que soy deudor. Normalmente, no se puede catalogar y etiquetar estrictamente las ideas. Pero, seguramente, he dejado pasar muchos trabajos que podrían haber enriquecido la obra. La literatura especializada existente es mucho más amplia de lo que puede abarcar el lapso de mi vida. Con todo, soy consciente de lo mucho que el libro debe al trabajo de otros, y de cuánto he aprendido en conversaciones con especialistas y colegas. De los errores, que seguramente no faltan, soy el único responsable, y agradeceré cuantas rectificaciones y críticas se me hagan en forma pública o privada...

La preparación de esta obra me ha ocupado, con interrupciones, largos años. En el otoño de 1931, empecé en Göttingen con el primer esbozo, y, en el verano de 1948, llevé a cabo, en California, la última revisión. Mis amigos de Stanford y Berkeley crearon la atmósfera en la que pude llevar a término la elaboración de este libro, para mí entrañable. Su publicación se debe a la generosidad de la Asociación Americana de Filología (American Philological Association), que aportó sus recursos y la colaboración desinteresada de sus miembros directivos. Además, estoy especialmente agradecido a la Asociación por la amplitud del espíritu demostrada al dejar que la obra se publicase en el idioma en que había sido concebida y redactada. Dos expertos anónimos de la Asociación leyeron el manuscrito y aportaron valiosas mejoras. El profesor John L. Heller ha cuidado, con gran competencia y entrega, de la publicación y leído las pruebas con ayuda del Dr. Arnold D. Mendel. La Eden Publishing House ha realizado de modo experto la difícil impresión.


* * *


Fue decisivo para mi dedicación a la filología el modelo inimitable de mi maestro en Göttingen, fallecido ya hace treinta años, Herman Oldenberg, profesor de indoeuropeo. Reunía de manera ideal la capacidad técnica en el detalle, la penetración espiritual en lo grande y la claridad y elegancia en la exposición. Fue capaz de hacer alternar, en cambio pulsante, la intuición empática y la distancia objetiva, y, como verdadero historiador de la cultura, comprendió el drama de la lucha, la victoria y la muerte de los pensamientos y sentimientos que conducen nuestra vida. Cuando, en una ocasión, me ofreció colaborar en un trabajo sobre el Rigveda, le desengañé con mi decisión de dedicarme a la filología clásica. Pero siempre he intentado, a distancia, trabajar en su espíritu.

A la memoria de Hermann Oldenberg, dedico este libro.


Stanford University, octubre de 1950.

Notas al pie

1 En la traducción de los textos griegos al español, se han seguido los criterios utilizados por Fränkel en su versión al alemán, sorteando los escollos de la pedestre fidelidad filológica y de la expansiva actualización poética. Se ha tratado de reproducir la poesía y el pensamiento originales, profundizando en la literalidad textual, plegándose al mecanismo de su autorreferencialidad misma. (N. del T.)

Prólogo de la segunda edición

Este libro apareció primero, en el año 1951, en Nueva York, en alemán; seis años después, estaba agotado. Gracias a la iniciativa de la Editorial C. H. Beck, sale una nueva edición.

A esta segunda edición, se han incorporado textos recientemente encontrados, y se da cuenta de nuevos planteamientos. El libro entero ha sido revisado y se han corregido los errores apreciados, en parte gracias a las recensiones de su primer edición. La exposición se ha retocado en algunos lugares. Pero la gran mayoría del texto permanece igual.

Se ha reelaborado completamente el índice analítico A. Ha sido estructurado en forma de texto legible, con la esperanza de que ese escueto resumen pueda figurar junto al libro como un suplemento autónomo. Muchas cuestiones, que en la exposición quedan aisladas y dispersas, quedan recogidas en el índice, bajo rúbricas objetivas, sometidas a una ordenación sistemáticas. En esta nueva perspectiva, algunas tesis cobran un nuevo aspecto. Es evidente que la acentuación de la estructura simplifica los hechos.

Más frecuentemente de lo que hubiera deseado, hay referencias a mi libro Wege und Formen frühgriechieschen Denkens, Caminos y formas del pensamiento greigo arcaico (2.ª ed., Munich, 1960; abreviado como: Frühgriech. Denken). Los artículos reunidos en este libro han servido ampliamente de trabajo preparatorio para el libro que el lector tiene en las manos, y, por tanto, en él está la fundamentación y explicación de muchas cuestiones que ahora sólo están esbozadas.

Para terminar, una observación relativa al método del libro. De modo más claro de lo que lo hice en la primera introducción, quisiera confesar que, en algunos casos, he procedido de modo anacrónico, tratando de antiguas especulaciones con ayuda de formulaciones posteriores, con menoscabo de la distancia existente entre el texto original y nuestra interpretación. Este procedimiento, empleado varias veces en el libro, me parece, si las circunstancias lo requieren, algo no sólo permitido, sino necesario. Por ejemplo, la pareja conceptual «potencia y acto» sólo con Aristóteles ha sido fijada terminológicamente, y el uso de tales términos quedaba fuera del horizonte de un pensador tan primitivo como Hesíodo; pero eso no quiere decir que la cuestión que tales términos conceptualizan fuese ajena a Hesíodo. Objetivamente esa pareja conceptual está en la base de la afirmación de la Ilíada (24, 527-33), según la cual, «en el suelo del palacio de Zeus hay dos tipos de vasijas que almacenan los dones que el dios destina a los hombres; en unas están los males, y en otras los placeres...». Sin duda, podemos hablar de bienes y males «potenciales» que la distribución divina «actualiza» a los hombres en el curso de una vida concreta. Si no fuera así, no habría tenido el poeta la idea de las vasijas de almacenamiento, sino que habría dicho: «Zeus produce (algo así como τι´θησι) dolores y placeres para este o aquel hombre». Del mismo modo, podemos, sin reparos, aceptar la interpretación de la leyenda de Hesíodo (pp. 123 s.) en la que Pandora, por mandato de Zeus, abrió y luego cerró la vasija, en el supuesto de que la interpretación sea clarificadora. En tal interpretación, Hesíodo amplía lógicamente el sentido de la situación descrita en la Ilíada, apoyándose en sus propias y diferentes instituciones acerca del poder creador del hombre en su medio. Lo mismo podría decirse al reproche de anacronismo al aplicar en nuestra interpretación de la imagen del mundo de Hesíodo los pares conceptuales «ser y no ser», «positivo y negativo» (pp. 110-14). Pues sólo de ese modo podemos caracterizar acertadamente determinadas orientaciones que de hecho son decisivas en el pensamiento de Hesíodo. Esto se confirma si atendemos, en primer lugar, a la naturaleza de los pensamientos mismos y al modo como Hesíodo los expresa, y, en segundo lugar, por el desarrollo de estas concepciones en el curso subsiguiente de la historia de la filosofía griega (ver, p. e., p. 339, nota 30).

Agradezco la colaboración de Heinrich Stiebeling, de Lübeck, en la corrección de pruebas y confección de índices. La editora C. H. Beck ha prestado al libro la máxima atención, por lo que estoy especialmente agradecido al Dr. Hans Rihtscheid por su amable solicitud y su paciencia ante tantas cuestiones planteadas en una amplia correspondencia mantenida entre Baviera y la ultima Hesperia.


Palo Alto (California), mayo de 1962.






I

La literatura griega arcaica: su conservación y su aparente origen

1. LA LITERATURA GRIEGA ARCAICA: SU CONSERVACIÓN Y SU APARENTE ORIGEN

La literatura griega comienza para nosotros con la Ilíada y la Odisea homéricas. ¿Por qué, a diferencia de la literatura de otros pueblos comienza con creaciones tan maduras y brillantes? ¿Por qué no progresa paulatinamente, adquiriendo forma segura y clara configuración ante nuestros ojos, desde la profundidad del amanecer? ¿Por qué los preliminares toscos e imprecisos que tuvo que haber en Grecia como en otras partes no se han conservado? ¿Cómo es la literatura griega primitiva que ha llegado hasta nosotros?

De los escritos de tiempos antiguos poseemos hoy algunos que nunca se perdieron y otros que permanecieron olvidados y escondidos y han sido recobrados. Nuestro conocimiento de la literatura babilónica antigua, del antiguo Egipto y del alto alemán antiguo se basa exclusivamente en documentos de esa segunda categoría. En tal caso, es el ciego azar el que determina lo que se pierde y lo que llega a nuestras manos. No cuenta el valor intrínseco de la obra. Con la literatura griega es diferente. La tradición griega nunca se ha roto en nuestro mundo occidental, siempre han tenido lectores sus libros, de forma ininterrumpida, y en consecuencia siempre ha habido copistas e impresores hasta nuestros días. Nuestra posesión de tales escritos no se debe al azar de su conservación física o a la suerte de los investigadores, sino más bien al interés que tales libros han suscitado en la larga sucesión de generaciones desde que fueron publicados hasta ahora. Solamente las obras valiosas se conservan de tal modo. De la literatura de la que nos ocupamos, han llegado hasta nosotros así, sólo la Ilíada y la Odisea de Homero (veinticuatro libros cada una, en secciones en torno a los mil versos), tres libros de Hesíodo, un libro de Himnos homéricos, dos libros de Teognis y cuatro libros con cantos de Píndaro. Todo lo demás se ha perdido porque en algún momento de la Antigüedad o de la Edad Media el interés se desvaneció. Lo que llegó al Renacimiento se ha salvado.

Nos sería imposible trazar un cuadro aproximado de la literatura griega arcaica si no dispusiéramos de fragmentos de las obras perdidas. Muchos autores de la antigüedad cuyos libros tenemos citan más o menos literalmente fragmentos de los viejos textos, haciéndonos saber en ocasiones el contexto de la cita. Muchas veces estos fragmentos son breves, pero la literatura arcaica es tan compacta y está su forma en tan estrecha armonía con su pensamiento que de pocas palabras podemos sacar mucho. La elección de los fragmentos la determina el interés personal del autor que cita. El voluminoso libro de Ateneo El banquete de los doctos trata de las costumbres en la mesa en los siglos primitivos y así ocurre que poseemos muchos fragmentos relacionados con la comida y la bebida. Un libro del gramático Apolonio Díscolo se ocupa de los pronombres en idiomas y dialectos antiguos y cita versos en los cuales aparecen tales formas gramaticales. Citas y referencias sistemáticas de obras perdidas que nos dan cuenta fielmente de su contenido se encuentran sólo en los escritos filosóficos de ese período. En la escuela de Aristóteles se extractaron sistemáticamente obras de antiguos filósofos, pero sólo desde el punto de vista de su relación con los problemas aristotélicos. Todo este material disperso y fragmentario ha sido cuidadosamente recopilado en tiempos modernos y no hay que esperar un incremento de nuevo material en este sentido.

Sin embargo, desde hace un siglo, se ha abierto un nuevo yacimiento de la tradición griega. Excavaciones practicadas en Egipto han aportado papiros griegos1 en tal abundancia que los eruditos no dan abasto. La mayoría de esos textos no son literarios, son escritos jurídicos, comerciales y cartas, pero una parte de los papiros transcribe manuscritos y algunos de ellos contienen textos griegos arcaicos. Entre otros, conocemos por los papiros numerosos fragmentos de Safo y Alceo, un amplio texto de Alcman, peanes de Píndaro, y numerosos poemas de Baquílides. Como el papiro es un material frágil, los poemas completos conservados por tal medio son la excepción; la mayoría contienen sólo pequeños fragmentos y líneas, de manera que la tarea de interpretarlos, completarlos e identificarlos es extremadamente laboriosa. Los resultados son, en cambio, inestimables y podemos confiar en un enriquecimiento de nuestro conocimiento en el futuro con nuevos materiales que ampliarán nuestro horizonte y perspectiva.

Los papiros griegos encontrados en Egipto fueron escritos, como más pronto, hacia el final del siglo cuarto a. C., pues en tal fecha comenzó la helenización de Egipto. Por ello, toda la literatura anterior no conservada hasta esa fecha por los griegos mismos se ha perdido definitivamente. Fueron los griegos los que ejercieron la primera selección de lo que había de sobrevivir. Esta selección tuvo una orientación diferente de la realizada en otras culturas. Otros pueblos han preservado literalmente de la sombría antigüedad libros sagrados porque creían que esos textos contenían una revelación que no debía ser alterada; o bien conservaron preces, oraciones, fórmulas mágicas o legales en su formulación precisa porque creían que el cambio en la forma rompería la magia o invalidaría la regla. Pero los griegos no tenían creencias, ritos ni jurisprudencia con un tenor literal. Siempre y en todos los campos buscaban la expresión apropiada y nueva, conservando el sentido deseado. Por eso entre ellos todo era fluido, y por eso ya en el temprano período del que nos ocupamos se asignó el valor no al estilo individual de un artista determinado, sino a la calidad de la obra, no habiendo así ocasión de preservar textos inalterados, a no ser excepcionalmente, cuando, por ejemplo, una forma artística determinada se aproximaba al fin de su ciclo. Sólo cuando no se podía esperar más que una progresiva degeneración tuvo sentido detener el cambio histórico y transmitir obras literarias en su actual configuración a las generaciones siguientes. Así ocurrió que los griegos no preservaron lo antiguo y primitivo; por ejemplo, perdieron su lírica arcaica. En su lugar, hicieron comenzar su literatura nacional cuando su primer género literario más influyente, la épica, había ya alcanzado sus máximas y últimas cumbres e iniciaba el descenso.

Esta es la razón por la que Homero figura en solitario para la posteridad al comienzo de la literatura griega. En lo que abarca retrospectivamente la mirada humana buscando una ordenación teleológica en lo que ve, los griegos mismos construyeron una teoría según la cual toda la literatura griega, la educación griega y la civilización en su conjunto tuvo en Homero y sólo en él su origen, y la moderna investigación acepta igualmente tal veredicto. La gran influencia de Homero sobre todas las subsiguientes generaciones de griegos está fuera de duda, pero es falso creer en una línea evolutiva que vaya de Homero a la época clásica a través de la Grecia primitiva.

Un cuadro semejante no tiene base histórica. Un desarrollo lineal puede a lo más tener lugar en áreas muy definidas de la actividad humana, pero nunca en totalidad históricas. Ninguna generación se comenta con entregar meramente un trabajo preparatorio a sus descendentes, dejándoles que lo apliquen a los fines que deseen. En la medida en que una época pretende la permanencia, desea perpetuar sus tendencias, y, si éstas prevalecen, su destino se confirma con la victoria. Ahora bien, en principio toda época busca su propia perfección y sistema. Tal sistema ha de ser demolido por los sucesores para construir el propio, pues todo cambio esencial exige sus propias consecuencias. Lo que estos sucesores valoran no lo aplican en la dirección de sus progenitores, sino que fuerzan la herencia adaptándola a sus propios fines. Por ello el historiador no debe considerar una época como preparación de la venidera. Son cosas muy diferentes el cómo una época ejerce su influjo en las siguientes y el cómo ella misma se constituye y comprende.

El período griego arcaico, tal como lo conocemos desde los escritos de Homero hasta mediados del siglo quinto tuvo una vida propia y autosuficiente y un pensamiento igualmente propio y autónomo. Llevó a su madurez valores que con él perecieron porque la Grecia clásica no supo qué hacer con ellos. En las páginas que siguen pondremos de manifiesto esos valores espirituales y artísticos, característicos del período griego arcaico, que en ningún otro sitio encontramos con igual fuerza y pureza.

Este lapso temporal del que nos ocupamos –al que podemos llamar la era heroica de Grecia– fue a menudo tormentoso y violento. Posiciones conquistadas en dura lucha fueron pronto abandonadas porque repentinamente cambió la dirección del desarrollo. Incluso en el arco que va de Homero a Píndaro se cumple el principio según el cual la línea del progreso histórico no coincide con la distancia más corta entre el punto inicial y el final. Inmediatamente después de Homero se produce un corte tan brusco que nos vemos obligados a dividir el período primitivo griego en dos épocas, la «épica» y la «arcaica». Así, la historia de la literatura concuerda con la historia del arte, en la que también un período geométrico es seguido por un estilo «orientalizante», y con él se inaugura un nuevo período arcaico del arte plástico.

Podemos ver que la épica de Homero no ocupa una posición inicial o intermedia, sino final. En lugar de continuar la poesía homérica y sus actitudes con ligeras desviaciones, el período arcaico que siguió se rebeló y comenzó casi desde cero. Esta revolución ha sido uno de los cambios más dramáticos de la entera historia del espíritu griego. Quien ignore tal fenómeno y contemple lo griego marchando armado y seguro por el camino previamente decidido será ciego ante ese rasgo singular del valor griego, capaz de buscar y encontrar un nuevo y claro camino en medio de la oscura confusión.

La época arcaica queda despojada de su carácter propio si la equiparamos indebidamente con las épocas que la precedieron y siguieron. Pero también malentendemos la poesía homérica si derivamos de ella todo el helenismo posterior. En tal caso se convierte en el centro de las líneas que divergen de ella. Pero la épica de Homero nunca se erigió en centro de gravedad de todas las fuerzas y potencialidades del helenismo temprano. Más bien hay en el comienzo aparente de la literatura griega una poesía que expresa de modo extremado y unilateral ciertas peculiaridades del carácter griego y suprime otras con parcialidad. Por ejemplo, no hay prácticamente nada en Homero de la filosofía griega y sus comienzos, y la religión homérica sólo aporta una cara de la piedad griega, y lo hace con énfasis poderoso. A lo largo de toda su existencia nacional, los griegos padecieron tal situación. Los dioses homéricos fueron para ellos imágenes acuñadas, válidas, pero aceptadas con recelo.

Notas al pie

1 Con los tallos de la planta del papiro se fabricó papel de escribir; el clima seco de Egipto favoreció la conservación de este material; desde la fundación de Alejandría por Alejandro Magno, Egipto se helenizó ampliamente, y la antigua literatura griega fue muy leída, experimentando sus libros (es decir, los rollos de papiro), una amplia difusión.






II

Homero

1. LOS CANTORES Y SUS EPOPEYAS

De las muchas epopeyas heroicas de la Grecia primitiva sólo dos, la Ilíada y la Odisea, han llegado hasta nosotros. Pese a su gran longitud –15.000 y 12.000 hexámetros, respectivamente– ambos poemas son sólo parte de un conjunto más amplio, el ciclo troyano. El ciclo completo consistió en ocho epopeyas, conexionadas estrechamente entre sí. Cinco epopeyas, de las que la Ilíada es la segunda, contaban la guerra troyana desde su comienzo hasta la conquista de la ciudad. La sexta, Nostoi, narraba el regreso al hogar de los que fueron a Troya, con excepción de Ulises y su muerte. La Ilíada y la Odisea eran evidentemente las piezas principales de la serie. Sólo la Ilíada con sus veinticuatro libros era más amplia que las otras cuatro epopeyas de la guerra troyana juntas (veintidós libros), y la Odisea, también con veinticuatro libros, era cinco veces mayor que el poema que narraba el regreso de los otros héroes (cinco libros). Además del ciclo troyano hubo otros ciclos, sobre todo el tebano.

Según la tradición, la Ilíada y la Odisea fueron compuestas por un cantor itinerante llamado Homero que procedía del este jónico. Otras epopeyas fueron atribuidas a otros poetas, aunque a menudo las atribuciones divergen.

El nombre de Homero aparece con más frecuencia que cualquier otro, y también se usó colectivamente para designar al conjunto de poetas épicos.

Esto es todo lo que la tradición primitiva nos dice de Homero. No hay datos externos que determinen si la personalidad y la autoría de Homero son históricas. Es posible que la tradición, simplificando como acostumbraban a hacer los griegos, usase el nombre de Homero para cubrir una época literaria entera.

Ahora bien, «Homero» parece un genuino nombre personal y no un símbolo artificioso. Probablemente, un hombre llamado Homero, relacionado de algún modo con la composición de epopeyas, dio ocasión a que su nombre quedase asociado para siempre con tales obras. Sin embargo, Homero no puede ser el autor de los dos textos épicos principales, porque la Ilíada y la Odisea difiere demasiado en lenguaje, estilo y pensamiento como para poder se atribuidas a un mismo autor; en este sentido, la tradición es mera leyenda. Además, la épica homérica surgió en condiciones en las que no puede hablarse propiamente en sentido actual de autoría literaria. Cualquier cantor épico utilizaba a su deseo la obra de sus predecesores. Por ello la cuestión de la autoría de Homero se convierte en la pregunta por la parte que pudo tener en la composición de las obras. Hay abiertas dos posibilidades. O bien un cantor de tal nombre engañó en la fluida tradición con particular energía imprimiendo con tal fuerza el sello de su arte individual que poetas posteriores, en memoria de contribución, designaron y transcribieron como de Homero la obra que ellos recitaban y eventualmente escribieron. O bien, que la Ilíada y la Odisea entraron en la historia bajo el nombre de Homero porque Homero dio a uno o a ambos poemas su forma final y versión definitiva. En tal caso sigue abierta para siempre otra cuestión: ¿cambió Homero mucho o poco las epopeyas a las que dio el último toque? ¿Fue un espíritu creador, un hábil revisor, un recitador virtuoso, un copista aplicado, o quizá solamente el último editor a quien ningún sucesor privó de tal título de honor?

Con la poca información disponible, la crítica más sobria se detiene ante las cuestiones relativas a la persona de Homero y su contribución a la Ilíada y la Odisea. De ninguna línea de la épica de «Homero» podemos afirmar con seguridad que es de él. No sabemos nada de su idiosincrasia, y si usamos su nombre, no significa otra cosa que la noción de esa poesía épica que en la Ilíada y la Odisea se presenta ante nuestros ojos.

Pero ello no implica que no reconozcamos en esas epopeyas individualidad alguna. No sólo la primitiva épica griega en cuanto tal posee un carácter acusado, sino que hay dentro de las epopeyas partes que por sus peculiaridades dan pie para que podamos atribuir ciertos conjuntos (como, por ejemplo, la Telemaquia) a un poeta individualizado. No hay duda de que la poesía épica se aprovechó de la participación de numerosos individuos. Ello condujo a variadas desigualdades de ejecución, porque es imposible que una pieza nueva encaje con precisión en una vieja, y los rapsodas no estaban sometidos a una regla de estricta consecuencia que ligase su espíritu creador. Por otra parte, las incongruencias nos proporcionan perspectivas ocasionales en la complicada prehistoria de ambos poemas, y un examen atento revela señales de adiciones, omisiones y alteraciones. Sobre esta base, los eruditos han intentado explorar la prehistoria de esas epopeyas, estrato por estrato. Algunas de esas reconstrucciones – sobre todo las más instintivas, exentas de pedantería y ricas en ideas– nos ayudan a entender el género y los textos, al mostrarnos con ejemplos concretos cómo han podido tomar forma etapa a etapa, pero en ningún caso hay seguridad de que el desarrollo real coincida con el supuesto. Una probabilidad se esfuma ante una mejor conjetura, y las posibilidades equivalentes son innumerables.

Sólo ocasionalmente nos es dado hacer el seguimiento de cada una de las epopeyas, pero las miradas pueden mostrar diversidad y movimiento. Algunas partes son evidentemente más modernas y, en consecuencia, más recientes que otras. Así, la Odisea en su conjunto es decididamente más moderna que la Ilíada, tomada también en su conjunto. Los cambios chocantes de actitud entre la épica más antigua y la más nueva nos introducen en el torbellino de los cambios históricos. Aun cuando la prehistoria de las epopeyas se nos sustrae en detalle, las tensiones contradictorias interiores a los poemas nos fuerzan a considerar la amplitud de los acontecimientos históricos.

Incluso la práctica artística que impregna nuestras epopeyas está animada por un movimiento característico. Si bien la literatura se configura normalmente con vistas a una plenitud y permanencia de la forma, la poesía épica permanece fluida en la intención de sus creadores. Es un tipo de poesía que oscila, frase a frase, verso a verso, entre la tradición duradera y la improvisación momentánea. Esto le otorga un encanto especialmente fascinante que se mantiene fresco y eficaz aun en el caso en que el libro queda finalmente escrito. Para apreciar la singularidad de la épica homérica tenemos, por tanto, que hacernos una idea del tipo de arte del que surge y al que se adapta. En segundo lugar, tenemos que preguntarnos por los cambios que se producen al reducir una tradición fluida a un texto fijo. La traslación del arte a un medio distinto no puede darse sin determinadas consecuencias.

Las condiciones generales en las que surgió la antigua épica pueden ser aclaradas desde tres perspectivas. En primer lugar, las mismas epopeyas contienen cierta información sobre los cantores y los recitados épicos. En segundo lugar, la tradición griega posterior cuenta muchas cosas acerca de los antiguos poetas épicos. Y, en tercer lugar, la llamada épica popular de otros pueblos proporciona determinadas analogías. Lo que la épica homérica misma nos transmite es especialmente valioso por su autenticidad, pero ofrece muchas lagunas. Un cuadro más rico aparece en biografías tardías de Homero y en la divertida Disputa entre Homero y Hesíodo. Pero tales escritos son más novela que historia. El cuadro más completo lo proporcionan los estudios comparados del folklore, pero ignoramos la medida en que pueden aplicarse al arte homérico. En todo caso, es mejor atenernos a una sola analogía que mezclar rasgos de culturas diferentes. Para nuestro propósito, la mejor adaptada es la épica servo-croata, por su proximidad cultural, por llegar hasta nuestro presente y por haber sido investigada exhaustivamente por un erudito que era él mismo eslavo, Matias Murko1. Naturalmente, no podemos pasar por alto las grandes diferencias existentes. Tanto por el contenido como por la forma, la calidad literaria de la epopeya de los eslavos del sur dista mucho de la de los griegos. Sin embargo, restan analogías de gran valor. La confrontación con una realidad tangible proporciona un cuadro más preciso que la especulación puramente libresca.

En tanto que los libros escritos deben buscar a sus lectores de modo individual y privado, la antigua épica griega se dirigía a amplios círculos que la seguían con apasionado y activo interés. Se configuró entre las clases sociales superiores y floreció de modo dominante, si no exclusivo, entre ellas (ver Murko, 173, 25). Era poesía de entretenimiento, arte «puro»; no cumplía función ritual alguna ni pretendía otro objetivo. Su lugar en la vida lo daba el ocio. En los banquetes, y especialmente después de los banquetes, los hombres se sentaban, con postres y bebidas, y escuchaban los recitados durante horas y a lo largo de toda la noche. Recitaba sólo una persona y la audiencia la seguía cautivada, encantada, absorta en la audición. Así lo describen los cantores de nuestra Odisea (17, 518-21)2. El canto de las sirenas que atrajo a los viajeros y los arrastró a la destrucción es un recitado épico, una narración de la guerra de Troya y de «cuanto sucede sobre la tierra fecunda» (Od., 12, 189 ss.). Tal poder tiene la canción épica sobre los corazones de los oyentes. Los modernos testigos dan el mismo informe en los recitados entre los eslavos del sur3. Predominan las palabras en un «canto» que es más bien un recitado melódico. El cantor se acompaña con un instrumento de cuerda. Todos los versos tienen la misma estructura: diez sílabas entre los eslavos, seis unidades de dos o tres sílabas en los griegos. Hay cantores profesionales, pero muchas personas están familiarizadas con tal arte. Posteriormente, se acentúa la profesionalización de los rapsodas y crecen las diferencias sociales y de otro tipo entre el cantor que vive de su arte y el público que recibe el entretenimiento. Sin embargo, en el período primitivo no había más que un círculo homogéneo que procedía a su propia diversión mediante la voz de sus miembros mejor dotados. En la Ilíada no se mencionan nunca los cantores épicos. Sólo una vez se cantan canciones heroicas, y es Aquiles quien lo hace. Canta para disipar su aburrimiento y resentimiento después de haber rehusado participar en combate. Canta para su propia diversión4 y su único oyente es su amigo y camarada Patroclo, quien toma el relevo cuando se cansa. En ningún otro lugar de la Ilíada hay cantos, pero ocasionalmente los héroes cuentan historias sobre sus propias vidas y las de sus parientes. En cierta medida constituye un estadio preliminar al canto heroico. En aquellos días los propios héroes narraban sus hazañas. De ese modo, los poetas de la Ilíada trazaban el cuadro de los antiguos tiempos, cuando su propia clase todavía no había aparecido.

Las cosas son diferentes en la Odisea, poema más nuevo y más inclinado a reflejar la vida actual más que a dibujar un pasado remoto. Mientras los hombres beben, cantantes profesionales los entretienen. Y mientras que, en la Ilíada, el viejo Nestor y el viejo Fenix hablan ocasionalmente de los antiguos tiempos, en la Odisea el héroe principal es un gran narrador y hace amplio uso de sus habilidades en la narración épica, ya sea en la corte del rey feacio, donde seduce a la nobleza, o en la humilde cabaña del amable pastor de cerdos. Cuando el cantor épico aborda tales pasajes y canta la larga narración de la Odisea, en el verso y estilo épicos, la situación representada se identifica con la presente. El autor se convierte en Ulises, cuyo papel asume y los oyentes son los feacios o los «divinos pastores de cerdos», pobres y humildes, pero nobles de ánimo. Algunos pueden incluso soñar que, como Eumeo, tuvieron un nacimiento regio, pero un lado adverso es el responsable de la pobreza y sometimiento de sus vidas.

Pero la semejanza va mucho más allá. Ulises no es sólo hábil contando historias, «famoso como cantor» (11, 368; ver también 17, 518). Viajero sin recursos, va a depender, al igual que los cantores, de la caridad de los que lo reciben. No es un milagro que los cantores de la Odisea simpatizasen especialmente con su héroe, se identificasen con él, transfiriendo a la narración elementos de su propia experiencia que no encajan en la fábula. Gracias a esto, tenemos indirectamente una visión íntima de la vida y carácter de los cantores errantes, en particular de sus aspectos más oscuros. Pues cuando los cantores describen directamente su propia clase, destacan el lado más brillante como un ideal. Se describe a Demódoco y a Femio como cantores fijos en una corte. Debe de haber sido el sueño de cualquier cantor errante llegar a asentarse de modo permanente entre los cortesanos y gozar del respeto como ellos.

Pero con seguridad la realidad era muy diferente. El cantor iba de lugar en lugar. Acudía a muchas puertas extrañas sin saber si se le abrirían5. Si era admitido, probablemente permanecería en el umbral, en el lugar de los mendigos, esperando la invitación para sentarse en el salón. Así vemos largo tiempo la mesa de sesiones en el palacio real de Itaca por los ojos de Ulises y desde la perspectiva del umbral. En gratitud por la hospitalidad, el cantor debía plegarse a cualquier indicación del amo y sus huéspedes para divertir a los comensales6.

Este trato humillante lo debieron de experimentar los cantores con acritud, pues se consideraban superiores a sus contratantes temporales tanto en educación como en maneras. Habiendo viajado mucho, como Ulises, habían aprendido «de la mente de muchos hombres» (1, 3). Cada página de la Odisea nos muestra sus sutiles distinciones. En particular tenían ocasión de estudiar y formar juicio moral acerca de la actitud de la gente con los viajeros. Este interés queda proyectado en la acción de la Odisea hasta el punto de dar lugar a contradicciones.

Según la narración de la Odisea, todos los pretendientes fueron matados sin excepción porque pretendían a la mujer cuyo marido podía estar vivo y porque forzaron la posesión de una casa ajena, gastando sus bienes como si fueran sus dueños. Ese es el sentido claro de la historia y Penélope debió entenderlo así. Pero cuando se entera de la muerte de los pretendientes y todavía no cree en la vuelta de su esposo, piensa que algún dios ha matado a los pretendientes por su arrogancia al no honrar a los viajeros que habían llegado (23, 62). También Ulises se expresa en una ocasión en el mismo sentido (22, 413). En un episodio anterior leemos: «Atenea incitó a Ulises a mendigar pan para conocer quiénes eran rectos y quiénes injustos» (17, 360); pero el poeta continúa: «aunque no se iba a librar ninguno de la muerte», indicando que la distinción entre buenos y malos pretendientes no contaba en el sentido de la historia (ver también 18, 155). Los cantores itinerantes también podían sentirse expertos examinadores de los hombres a los que conocían en su profesión. En un momento un inteligente pretendiente hace esta significativa observación sobre Ulises: «¿Quién sabe si el forastero no es un dios que recorre las ciudades disfrazado para vigilar la soberbia de los hombres o su rectitud» (17, 483)7.

Por el modo en que en la Odisea se nos informa acerca de los cantos y las narraciones podemos deducir cómo tenían lugar las actuaciones del cantor. Lo que leemos en la épica acerca de la relación entre narrador y oyentes podemos razonablemente trasladarlo al cantor de apopeyas y su auditorio8.

Las actuaciones del cantor no seguían un programa fijo, y, en tanto que la epopeya no se convirtió en un texto fijado, se conservó el carácter social de una conversación libre. Suponemos que no cantaba de modo continuado y sin pausa lo que corresponde a uno de los libros de la epopeya9.

Después de un fragmento10, el cantor se interrumpía, y en la pausa los oyentes escanciaban el vino (Od., 8, 89) hablando con el cantor y entre sí11. Durante esa interrupción, el cantor escuchaba palabras amables de gratitud y elogio, y quizá tomaba algo de comer, o recibía un adorno o la promesa de un regalo (ver Od., 11, 384 ss.), junto con el ruego de continuar el canto (Od., 8, 87-91)12: «Por favor, cuéntanos esto o aquello» (Od., 11, 370). O bien, los oyentes planteaban preguntas como: «Dinos, ¿cómo murió Agamenón? ¿Dónde estaba Menelao que no fue a ayudarlo?, ¿se comportó Egisto de modo innoble?, ¿no había vuelto todavía Menelao a su hogar?» (Od., 3, 247). Al comienzo de un nuevo recital el cantor podía dirigirse a sí mismo tal tipo de preguntas13 (p. e., Il., 16, 692 ss.), o bien podía dirigirse a la Musa, de quien, según la tradición, recibía el conocimiento. La narración continuaba por fases en tanto los oyentes obtenían diversión (Od., 8, 90). Si se hacía demasiado tarde, la sesión continuaba al día siguiente (ver Od., 11, 328 ss.). De esta manera, el mismo contexto podía durar semanas. Cuando Ulises fue huésped de Eolo, le contó, durante un mes, detalladamente «acerca de Troya, las naves de los argivos y el regreso de los aqueos» (10, 14). Es decir, expuso la épica troyana, en la que destaca especialmente el catálogo de los navíos (Il., 2), y también los Nostoi (del que sólo una parte debió conocer Ulises), en una palabra, el ciclo entero troyano hasta su situación en ese momento. El recital se mantuvo en su curso mediante preguntas adecuadas y fue posible materialmente por la hospitalidad concedida: «Así él (Eolo) me acogió y me preguntó acerca de cada asunto». En casa de Eumeo, Ulises contó su historia durante tres días «sin terminar de contarme sus desgracias, es decir, sin concluir su repertorio» (Od., 17, 513).

Cuando el interés de la audiencia por la narración del cantor profesional comenzaba a disminuir, debía el cantor dejar a su anfitrión y continuar su precaria existencia hasta encontrar nuevo refugio. Era pues importante que no se relajase la tensión del interés. En las pausas de su exposición o en las interrupciones vespertinas debía arreglárselas para que no se interpretase como conclusión definitiva. Por el contrario, al final de una parte debía enlazar rápida y fácilmente con el comienzo interesante de una nueva parte, y así siguiendo14. En vano buscamos una conclusión artísticamente satisfactoria al cabo de un amplio desarrollo en la epopeya o al final del conjunto. Por razones prácticas y también por voluntad deliberada de estilo, la forma artística está calculada para continuar, sin buscar una conclusión formal que detenga el movimiento.

Existe, pues, un elaborado arte del comienzo, o del comienzo después de una interrupción. Así, el recitado de una tarde comienza, después de una plegaria o himno (ver más abajo p. 238), con un proemio normalizado. De entre muchos ejemplos de ambas epopeyas, podemos extraer el esquema básico de tales introducciones. El cantor (a) comienza dirigiéndose formalmente al anfitrión y los demás presentes, (b) alaba la mesa hospitalaria y los placeres que proporciona. Incluye aquí las gracias por la hospitalidad (evitando cuidadosamente expresiones muy directas), agradecimiento expresado también en nombre de los asistentes. A partir de aquí, hay una transición hacia los objetivos propios del cantor: «(b) es hermoso sentarse ante una mesa bien provista y escuchar al cantor, (c) cuando cuenta los muchos sufrimientos y hazañas que artísticamente sabe describir, (d) que tuvieron lugar por concesión divina. (e) De entre las muchas acciones de Ulises en la guerra troyana (f ), voy a contaros aquella en la que...»15. El tema del relato (e) puede también anunciarse rogando a la Musa que cante (p. e., Il., 2, 484 ss.), dirigiéndole después una pregunta precisa (f ), mediante la cual se inicia la narración (p. e., Il., 1, 8; 2, 761 s.; 11, 218 ss.). Los proemios, tanto en la Ilíada como en la Odisea están construidos con arreglo a este plan, con la excepción de que en el texto escrito se ha omitido la referencia a los oyentes y a la mesa hospitalaria.

Este esquema contiene en su tercer elemento (c) una indicación y recomendación acerca de la belleza de la historia que va a seguir. Varían los detalles, pero tal indicación incluye siempre la idea de que la narración incluye «muchos dolores». En primer término, se da noticia de que el material será abundante; así, al comienzo de la Ilíada se habla de «millones de sufrimientos» y de «muchas almas», y la Odisea empieza hablando de un hombre «muy ajetreado», de «muchas ciudades y mentes de hombres», y de «muchos Odisea Od., Odisea Od.,