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Saborear los días bajo presión de obsolescencia.

14 maneras de destruir la humanidad

14 maneras de destruir la humanidad

Daniel Arbós y Màrius Belles

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Título original: 14 maneres de destruir la humanitat

Publicado originalmente en catalán por © Angle Editorial.

© Del texto y de la traducción:
Daniel Arbós
c/o DOSPASSOS Agencia Literaria
Màrius Belles

© Next Door Publishers

Primera edición: marzo 2020

ISBN: 978-84-120685-5-9
ISBN eBook: 978-84-120685-6-6

Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea mecánico, electrónico, por fotocopia, por registro u otros medios, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

Next Door Publishers S.L.
c/ Emilio Arrieta, 5, entlo. dcha., 31002 Pamplona
Tel: 948 206 200
E-mail: info@nextdooreditores.com
www.nextdoorpublishers.com

Impreso por Gráficas Rey
Impreso en España
Diseño de colección: Ex. Estudi
Autora del sciku: Laura Morrón
Dirección de la colección: Laura Morrón
Corrección y composición: NEMO Edición y Comunicación

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Índice

Reflexiones previas al fin del mundo

Adiós al sol

Supernovas y agujeros negros

Apocalipsis zombi

Supervolcanes y cambios geológicos

Pandemia global

La resistencia a los antibióticos

Impacto de un asteroide

Cambio climático

La rebelión de las máquinas

Holocausto nuclear

Contaminación

La extinción de las abejas

Invasión alienígena

El progreso científico

Epílogo: problemas de supervivencia

Reflexiones previas al fin del mundo

Sería difícil explicar las razones que nos han llevado a escribir un libro sobre un tema tan alegre como la aniquilación de la humanidad. Nuestra formación científica nos hace sospechar que esta pasión por el apocalipsis tiene una raíz biológica, innata; seguramente, que nos inquiete la desaparición de toda la especie humana proviene de nuestro instinto de supervivencia, individual y colectivo. Por ello, la mayoría de las culturas y religiones han plasmado con relatos mitológicos esta preocupación, desde el Ragnarök nórdico hasta el Apocalipsis de San Juan. Todas ellas son historias épicas, con tal violencia descontrolada y juicios exterminadores que harían las delicias de cualquier aficionado al cine de acción e incluso al gore extremo.

Esta inquietud por nuestro final también ha existido entre los científicos. Isaac Newton, por ejemplo, que intentaba hallar los argumentos esenciales del mundo, no pudo resistirse al intento de calcular, a partir de referencias bíblicas, la fecha del fin del mundo.

Resulta obvio deducir que aquellos libros que profetizaban estos apocalípticos finales, orquestados por divinidades, lo que realmente pretendían era infundir temor ante los caprichos de los dioses, para así aceptar el destino con la cabeza gacha y sin rechistar. No es el caso del libro que tienes entre las manos: ni vamos a pronosticar una fecha para irnos todos juntos al hoyo ni es nuestra intención que seas presa de temores infundados. Queremos, simplemente, analizar, desde el punto de vista científico, cuáles son los posibles finales de nuestra civilización, además de explorar algunos escenarios instalados en nuestra cultura popular, aunque sean posibilidades remotas o directamente imposibles: ¿Qué pasaría si el Sol se «apagara»? ¿Me hago un seguro que cubra el impacto de un asteroide como el de los dinosaurios o doy por hecho que va a ser difícil cobrar la indemnización? ¿Los robots, dirigidos por mi Roomba, se rebelarán y pondrán fin al reinado de los humanos? ¿Qué nos llevará antes al exterminio: un virus letal descontrolado, la esterilidad que nos provoque la contaminación o un ejército de zombis bailando «Thriller»? Algunas de estas situaciones puede que te infundan cierto miedito en el cuerpo, pero, para compensar, hemos añadido otras que podrás descartar para siempre. De nada.

Como ya hemos apuntado, no queremos provocar una oleada de pánico. Por eso, entre estos catorce finales posibles, también queremos mostrarte los avances científicos que aportan alguna solución o posibilidad que, a diferencia de los relatos mitológicos, nos permita cambiar nuestro destino. La ciencia, más allá de analizar y hacer predicciones de estos escenarios catastróficos, intenta encontrar las formas de prevenirlos y, llegado el caso, las posibles soluciones. Siempre hay un resquicio de esperanza y, por costosa o improbable que sea, la ciencia es la herramienta que nos permitirá mantenerla.

Precisamente, esta lucha entre el miedo y la esperanza es el juego que, como habrás observado, siguen utilizando para atraparnos la mayoría de las obras de ciencia ficción que hablan sobre futuros apocalípticos, y de las que hemos obtenido gran parte de las ideas de los posibles escenarios para el fin de la especie humana.

La realidad es que muchas de estas obras, como Armageddon, de Michael Bay, o El núcleo, de Jon Amiel, se pasan los principios científicos por el arco de triunfo. Incluso podríamos afirmar que pasarse la ciencia por el forro de las gónadas es una práctica habitual en el mundo del cine: es complicado encontrar en el género un largometraje absolutamente riguroso con el contenido científico.

Sin embargo, es precisamente el análisis científico lo que ha permitido desarrollar, predecir o alertar de posibles nuevos escenarios. Un ejemplo de ello es la película El día de mañana, de Roland Emmerich; aunque podemos asegurar, sin miedo a equivocarnos, que no pasará a los anales de la historia del cine, ni por su calidad ni por su rigor, en ella se plantean los efectos del cambio climático y sus consecuencias en las corrientes oceánicas, lo que acababa generando un Nueva York ideal para la versión «on ice» de los espectáculos musicales de Broadway. Pero el interés del film, el poco que tiene, radica en proponer una situación nueva en el cine de catástrofes, que tiene como trasfondo el estudio científico y las evidencias de un cambio climático antropogénico. A pesar de que un cambio tan drástico como el que se plantea en la película no es más que una licencia cinematográfica, la ciencia nos ha planteado un nuevo marco para el desastre global.

Si, a pesar de lo que te hemos explicado, lo que te angustia es leer un libro en el que se describe cómo podemos morir todos a una y de una manera espantosa, déjanos quitarle a esta posibilidad algo de trascendencia. Desaparecer tampoco nos haría demasiado especiales. Toda especie tiene un riesgo de extinción, y no somos ni seremos la única que habrá desaparecido de la faz de la Tierra. La lista de nominados y expulsados de la casa es y ha sido interminable. En primer lugar, hay que tener en cuenta que ya ha habido importantes extinciones, como la que se cepilló a los grandes saurios tras el impacto de un asteroide. Es la más conocida, pero no la más grave. Este honor corresponde a la que sufrió la vida terrestre al final del período Pérmico, hace unos doscientos cincuenta millones de años, en la que fueron hacia la luz el 96 % de todas las especies. Su origen no está claro, aunque se especula con algunas de las opciones que proponemos en el libro: un aumento repentino del vulcanismo, una supernova o el impacto de un asteroide.

Además, no creemos que se nos echara mucho en falta. Ahora mismo, los Homo sapiens, nosotros, somos el príncipe de las tinieblas para muchas otras especies. Los estudios presentan unas conclusiones desastrosas: estamos viviendo la sexta gran extinción, llamada también «extinción masiva del Holoceno», que abarca los últimos diez mil años. Y no está ocasionada por los grandes cataclismos que se han producido en la historia de la Tierra, sino que es obra y gracia de la actividad humana. Hay una larga lista de animales de cuya desaparición es responsable, parcial o totalmente, la humanidad: el tigre de Tasmania, el mamut, el caballo tarpán o los moas neozelandeses son algunos ejemplos. Para cortar de raíz este problema, quizá no sea necesario recurrir al autoexterminio, como propone la organización Movimiento por la Extinción Humana Voluntaria, fundada en 1991, pero hay que ser conscientes de que nuestra desaparición sería celebrada en muchos ambientes.

Y si todavía te queda un ápice de este sentimiento (que nuestra extinción, por ser la de un homínido con inteligencia, sería algo especial), recuerda el caso de los neandertales, con los que convivimos (incluso tenemos restos en el ADN) y que desaparecieron hace unos treinta mil años; o los hombres de Flores, algo así como unos hobbits, que se extinguieron hace cincuenta mil años. ¿Cómo sería actualmente tener otra especie de homínido con la que convivir? ¿Te imaginas presenciar tu desaparición frente a este otro tipo de «humano»? Es difícil imaginar la inquietud de entrever, como los neandertales, que tu especie va desapareciendo. Seguramente, fue un proceso gradual y no llegaron a ser conscientes plenamente de ello; pero el hecho de que cada vez hubiera menos neandertales debía de provocar una sensación angustiosa, más que la que tienes cuando en la playa descubres que eres de los pocos humanos sin tatuajes, y te huele a que el mundo te está avisando que ya empieza a no contar contigo.

En fin, si quieres una razón práctica para leer este libro, mejor ten en cuenta una posibilidad mucho más pragmática: en caso de que llegue el fin de la humanidad, probablemente estés avisado; el cambio climático, la propagación de un virus mortal o el avistamiento de un meteorito, seguramente, nos dejarán algún tiempo de margen para esperar la catástrofe total. Si un tema como «el procés» ya ha colapsado conversaciones de cenas familiares o encuentros con amigos, imagínate el fin de la humanidad. Este es el propósito real del libro: ser un «cuñao» del apocalipsis, tener las claves para reivindicarte como un experto del fin del mundo y poder decir un gran «yo ya lo sabía». Y si, además, te contagias de nuestro humor y lo utilizas en la «última cena» o en la orgía de despedida, hay otra ventaja: puede que el resto de los comensales lleguen a la conclusión de que prefieren morir de inmediato a seguir oyendo tus bromitas y así acepten mejor el final. No se nos ocurre manera más altruista de terminar con todo.

P. D.: Como las catorce amenazas no tienen la misma probabilidad de suceder ni implican un peligro inminente, nos hemos permitido asignar un «nivel de riesgo de aniquilación» con unas bonitas calaveras antes de cada capítulo. No pretende ser una escala precisa ni rigurosa, simplemente es un indicativo de qué escenarios son más preocupantes o implican riesgos en un futuro inmediato. Va desde las cero calaveras, para los casos que, directamente, no son posibles, hasta las cinco calaveras, que vendría a ser: «No es necesario que te preocupes demasiado por hacerte un plan de jubilación».

Adiós al sol

Winter is coming

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«Eres un romántico. Otra cosa no, pero un romántico...». Te lo vas repitiendo con orgullo mientras señalas en el firmamento el lugar que ocupan las osas, el cinturón de Orión, Venus... Realmente, no tienes ni idea de constelaciones, pero, con la excusa de ir al baño, has echado mano de la aplicación del móvil que permite identificarlas, y aquí estás: en este chiringuito de playa, señalando el firmamento como si fueras un experto. Te sientes Carl Sagan, pero con menos cejas. Poco a poco, sin embargo, tu capacidad memorística está llegando a su límite y empiezas a improvisar... Acabas de confundir un avión con una estrella fugaz, y aseguras que se puede ver un poquitín la Cruz del Sur. De repente, estás inventando nombres para un sinfín de estrellas y galaxias: la Estrella del Diablo, la Estrella Morente, Tatooine, la galaxia Candemorl, La Star Porcasa, Raticulín... Necesitas una salida. Estás dispuesto a forzar la máquina del romanticismo, a jugártela. Tras un suspiro grotescamente ruidoso, tiras la bomba definitiva: «Ojalá esta noche no se acabara nunca».

Hasta te ha dolido escucharte. Incluso a ti, un romántico convencido, tener que recurrir a este tipo de arsenal clásico te hace sentir un poco sucio. Aparte de ser una patada en las ingles de la poesía, deberías saber que es totalmente absurdo y, sobre todo, inconsciente. Una noche eterna…

La ausencia de luz solar (o un simple decrecimiento) podemos asegurarte que es uno de los espectáculos que no querrás presenciar nunca (de hecho, gran parte de los escenarios apocalípticos de los que podrás disfrutar en este libro van acompañados del bloqueo de los rayos solares). Desear una noche eterna no es solo un atentado al romanticismo, sino una llamada con línea directa a la muerte. La solar es nuestra principal fuente de energía, y que no nos llegue no solo implica una disminución de la temperatura del planeta, sino una catástrofe a escala global para los seres vivos. Por ello, la mayoría de los cataclismos, si todavía dejan alguna posibilidad de supervivencia, van acompañados de un winter is coming que acaba de hacer limpieza; se habla de la posibilidad de un «invierno volcánico», de un «invierno nuclear» o de un invierno provocado por el impacto de un meteorito, lo que vendría a ser la guinda del pastel de un funeral masivo.

Por ello, incluso después de ese día de agosto en el que el ardiente asfalto te ha deshecho una chancleta, el capó del coche permite cocinar unos huevos fritos y solo tienes para beber la docena de litronas a punto de ebullición que llevas en el maletero, no te olvides de estar agradecido de poder decir: «Amanece, que no es poco».

Una relación estable

Las relaciones tienen subidas y bajadas. No sabes cómo, de repente, aquella persona que hace dos días te aseguraba que eras «la luz de su vida» acaba de pronunciar un enigmático y cobarde «no eres tú, soy yo», que en realidad no tiene nada de enigmático: ya puedes ir haciendo las maletas.

Con el Sol no hay estos sobresaltos. La radiación que emite es nuestro principal abastecimiento de calor. No solo eso, es también la responsable indirecta de la mayoría de nuestras fuentes de energía: los combustibles fósiles han acumulado energía gracias a la fotosíntesis, y la energía hidráulica necesita la evaporación del agua, que luego caerá en forma de lluvia, acumularemos en embalses y nos permitirá obtener electricidad. No hay duda: la del Sol es la luz de nuestra vida.

Además, la nuestra es una relación muy sólida: es una estrella estable que nos envía un flujo de radiación muy constante. Tiene sus altibajos, como variaciones cíclicas ligadas a las manchas solares, pero son variaciones muy pequeñas cuyos efectos son insignificantes a escala global y no duran lo suficiente como para causar un cambio climático. Incluso cuando esta baja actividad (asociada a la ausencia de estas manchas) fue responsable, en parte, de la Pequeña Edad de Hielo, entre los siglos XV y XVII, en el hemisferio norte, tampoco implicó unos efectos devastadores a escala planetaria.

Pero no todo el monte es orégano. El Sol tiene sus cosillas, sus peligros. Nos envía partículas (protones y electrones) a gran velocidad, lo que llamamos «viento solar». También nos envía radiaciones electromagnéticas ionizantes o rayos ultravioletas. Pero se lo perdonamos porque la Tierra tiene dos escudos: la magnetosfera para el viento solar y la atmósfera para las radiaciones ionizantes o los ultravioletas, con la famosa capa de ozono. Por suerte, no estamos en Marte, que no tiene ni lo uno ni lo otro. Y si bien, como veremos más adelante, estos escudos a veces no son suficiente, es de justicia, ante todo, recordar la deuda que tenemos con el astro rey.

¿Jugamos al «cuarto oscuro»?

No valoramos lo suficiente algo hasta que lo perdemos. Para darle el valor que se merece, imaginemos que el Sol se apagara de repente. O que desapareciera de golpe y saliéramos despedidos, sin el vínculo gravitatorio, con una velocidad tangente a nuestra órbita, como un guijarro saliendo de una honda. Supongamos que tenemos «la suerte» de no impactar contra Saturno y nos salvamos, de momento.

¿Qué sucedería? Una cosa parece clara: aquella frase que tanto dice tu abuela de «yo no creo que esto lo llegue a ver» será más cierta que nunca. Ni ella ni nadie. Y aunque tu abuela estuviera, no se vería una mierda. Si simplemente se apagase, nos daríamos cuenta transcurridos unos ocho minutos y veinte segundos, que es lo que tarda la luz en llegar desde el Sol. Pero, a partir de ese momento, viviríamos en una oscuridad total para siempre. Una noche eterna, pero sin Luna, ya que también la veríamos desaparecer, y poco a poco, perderíamos de vista también los planetas del firmamento, porque su destello es solo un reflejo de la luz solar. Si te está emocionando la posibilidad de ir desnudo por el mundo como en «El amor es ciego» (aquel cuento de Boris Vian en el que una niebla espesa no permite la visión y lleva a los ciudadanos a una orgía continua), nos sabe mal cortarte el rollo. Ir desnudo no sería buena idea, por la sencilla razón de que lo que ahora vendría sería EL FRÍO. Sí, en mayúsculas; no un frío de rebequita, no. Sería the fríest, un frío de rebecota y pezones que podrían rayar diamante, y un winter que no estaría coming, sino para quedarse. La temperatura media de la Tierra, que es de entre 15 y 16 °C, pasaría a 0 °C en pocos días sin radiación solar. Y bajando. En poco más de un año, llegaría a unos extremos –240 °C, temperatura que se mantendría en la superficie gracias al calor que emite el interior del núcleo.

Si de todo esto lo que te preocupa es que no recibir los rayos del sol impediría la producción de vitamina D y te provocaría daños en los huesos, es que no has entendido el alcance del problema. Sin la llegada de la luz solar, las plantas morirían pronto por no poder hacer la fotosíntesis, y los árboles, que aguantarían un poco más, al cabo de unos meses estarían más tiesos que la madera de los armarios del IKEA (lo que se conoce como «descansar en PAX»). Después del mundo vegetal, irían al hoyo todos los animales, que no tendrían con qué alimentarse. Los carroñeros sobrevivirían un poquito más, gracias a las sobras de los primeros muertos, pero en breve, a la cola del paro eterno. Y en el mar, más de lo mismo. Los océanos, congelados; el fitoplancton, que también realiza la fotosíntesis, desaparecería, y esto ocasionaría un efecto dominó: el zooplancton, por alimentarse de él, y el resto de los animales irían detrás. La Tierra quedaría como un solar desolador, mira tú qué cosas.

Y si esto sucediera, ¿qué sería de nosotros? Supongamos que ahora ya empiezas a valorar la importancia de nuestra estrella, pero sigues aferrándote mentalmente a la posibilidad de sobrevivir en este escenario tenebroso. ¿Qué deberíamos hacer los humanos para intentar no estar en la lista de fiambres? De momento, olvidarnos de nuestro bronceado perfecto y acostumbrarnos a nuestro look «Iniesta-Extreme», con aquella piel de papiro, para siempre. Después habría que actuar rápidamente. A pesar de haberse destruido casi todo el ciclo orgánico, no deberíamos preocuparnos por el oxígeno en muchos años, porque la atmósfera lo tiene en grandes cantidades, lo cual sería una situación «Mies van der Rohe»: una vez finiquitada la mayoría de los seres que lo necesitan, más para repartir. Un «menos es más» de libro. No todo iban a ser malas noticias. Quien no se consuela es porque no quiere.

Así, habría que hacer frente a las temperaturas extremas y su caída vertiginosa. En cuatro meses, llegaríamos a temperaturas de –200 °C de media. El que no hubiera buscado refugio en una zona volcánica activa o bajo el agua, poco a poco habría pasado de tener un «frigodedo» a ser un «frigocuerpoentero».

Por lo tanto, como cantaba el cangrejo Sebastián, la salvación seguramente estaría «Bajo del mar». Porque, si bien el hielo lo cubriría todo y se congelarían los océanos, estos lo harían de esa manera tan suya como lo hace el agua: el hielo es menos denso que el agua líquida, de manera que se forma una capa superior congelada aislante que permite que el agua se mantenga líquida debajo. Es lo que ha provocado la persistencia de la vida en las épocas glaciares de la Tierra. Como el hielo, decíamos, es un gran aislante térmico, los cambios de temperatura en el agua serían también más graduales.

Por lo tanto, si la humanidad quisiera subsistir, por lo menos cierto tiempo, solo quedaría una esperanza: ¡hacer una civilización sub-marina! Una película de submarinos eterna, pero sin Sean Connery ni nadie gritando «¡lancen las contramedidas!».

Sin embargo, aunque a los atlantes, las sirenas, los snorkels y Bob Esponja no les ha ido tan mal, quedaría un «pequeño» problema: fallecidos todos los organismos de la zona fótica, el tema de la comida no sería fácil de resolver. Harían falta cultivos hidropónicos (sin tierra) y con luz artificial. No nos vamos a engañar, todo indica que, más temprano que tarde, el último humano, cansado de comer una plantucha hidropónica y restos de los cadáveres de sus compañeros, pondría punto final a esta agonía y abriría una grieta en su submarino-vivienda al grito de «¡A tomar por culo todoooo!».

Si hay fumarola, hay esperanza

Sin la energía solar parece, pues, que la humanidad no vería la luz, ni al principio ni al final del túnel. Pero no debemos sufrir tanto por el fin de la vida en la Tierra. Precisamente, como ya hemos apuntado, la posibilidad de vivir bajo el agua o cerca de zonas volcánicas sabemos que es una vía de supervivencia porque ha sido la salvación de la vida terrestre en épocas de glaciación global. En aquel entonces, no es que desapareciera el Sol, evidentemente; para que se produzca un cambio de este tipo en el clima global, como una glaciación, basta con una bajada, por ejemplo, de la concentración de CO2 en la atmósfera (al contrario de lo que nos está pasando). Si, encima, una superficie helada tiene más albedo (refleja más luz solar), se puede entrar en un círculo vicioso fatal. Todo indica que, hace entre seiscientos cincuenta y ochocientos millones de años, hubo varias etapas en las que se produjeron episodios de este tipo de glaciación. Es la teoría llamada Tierra bola de nieve, un nombre que deja poco margen de duda sobre cómo estaban las cosas. El sueño de los esquiadores de fondo. Aunque todavía genere controversia y haya estudios que la contradigan, el problema de la persistencia de la vida no es ningún escollo. En los años setenta, se descubrió la existencia de vida en las fumarolas (chimeneas submarinas de donde brota agua a 400 °C) de las dorsales oceánicas. Y allí, en aquellas aguas termales, hay vida microbiana y extremófilos viviendo felizmente sin depender del Sol para subsistir. Un spa microbiano. Es más: en 2013, científicos del University College de Londres detectaron restos de vida microbiana en fumarolas formadas hace tres mil ochocientos millones de años; este estudio, publicado en Nature, proponía este tipo de géiser oceánico como uno de los candidatos al premio «Posible primer escenario donde surgió la vida». O sea, mientras haya fumarolas, habrá vida y esperanza.

On-Off

¿Qué significa «que se apague el Sol»? Pues bien, tal concepto no tiene sentido, el Sol no se apagará de un día para otro, y en cualquier caso, no pasará a corto plazo. Las estrellas como el Sol nacen y mueren, eso sí. En su inicio, son grandes acumulaciones de gas, principalmente hidrógeno, que, por el colapso gravitatorio de su propia masa, se aprietan entre sí, como lo hacen los viajeros del metro en hora punta. O quizá un poco más. Se crea así una presión tan grande en el interior que provoca que los átomos de hidrógeno se fusionen entre ellos y generen helio. Esto en el metro no pasa; puedes terminar mirando el interior de una oreja ajena como si miraras un calidoscopio o tener un calor humano más íntimo que con tu pareja, pero fusionarse con alguien no, por el momento. Lo que sucede en estos procesos de fusión nuclear es que la reacción libera una cantidad ingente de energía en forma de luz y calor, lo que crea una presión hacia el exterior que evita que el gas se colapse aún más, de forma que se llega a un equilibrio; este proceso puede mantenerse miles de millones de años. A esta etapa de estabilidad de la estrella se la llama secuencia principal. En nuestro Sol comenzó hará unos cuatro mil quinientos millones de años y aún le quedan otros cinco mil millones más (año arriba, año abajo). Por lo tanto, si el agotamiento del hidrógeno como combustible nuclear no te deja conciliar el sueño, deberías relajarte y buscarte algo con lo que llenar tu tiempo pues quizá te faltan preocupaciones un poquito más inmediatas.

En cualquier caso, si eres de los que le gusta preocuparse por el sol, deberías saber que antes le sucederán otras cosas, todo lo contrario que un apagón. Esta fase, la secuencia principal, no es del todo estable. A medida que se «quema» el hidrógeno, la radiación solar va aumentando un 1 % cada cien millones de años. El «problema», que con total seguridad los humanos ni veremos, es que el aumento de la radiación solar provocará una subida de la temperatura que, a su vez, será la responsable de la evaporación de toda el agua de la Tierra, la verdadera «salsa de la vida». Lo que no está del todo claro es en qué momento sucederá exactamente esta gran evaporación. Los modelos creados por los investigadores del clima no se ponen de acuerdo. No es un problema tan fácil de resolver como la duración de un Calippo en una sauna. Entre otras cosas, porque hay que tener en cuenta que el vapor de agua es un gas de efecto invernadero y, como consecuencia, cuanta más agua se evapore, más se retiene el calor del planeta, por lo que se entra en una escalada sin control, un efecto invernadero retroalimentado. En 2013, un equipo de la Universidad Estatal de Pensilvania pronosticó que un aumento del 6 % de luz era la chispa (no de la vida exactamente) necesaria para provocar este baño de vapor descontrolado, que sucederá en unos seiscientos millones de años. Sin embargo, también afirmaron que, en aproximadamente ciento cincuenta millones de años, ya estaríamos en una olla a presión que no permitiría la vida superficial compleja (sí, eres «una persona muy sencilla», pero estás incluido). Este es el modelo más pesimista. Por su parte, el del Centro Nacional de Investigación Atmosférica de Estados Unidos afirma que este apocalipsis vaporoso, toda la vida hecha una gyoza al vapor, no sería antes de, al menos, mil quinientos millones de años. Ya ves que tampoco vendría a ser una preocupación a corto plazo.

Siempre nos quedará Neptuno

La edad no perdona a nadie. Nuestro Sol está hecho un chaval, pero dentro de unos cinco o seis mil millones de años, se habrá agotado el hidrógeno que se fusiona en el núcleo e iniciará una nueva etapa. Se unirán dos efectos: por un lado, el calor generado por todo el helio que no se fusionará, pero que se comprimirá en el núcleo, y por otro, que las capas más externas del núcleo del Sol seguirán fusionándose. Esto conllevará que la radiación de la estrella aumente y, en consecuencia, con el paso del tiempo, nuestro Sol hará un Donald Trump: se expandirá y se volverá bermellón. Precisamente el hecho de agrandarse es lo que le hará perder luminosidad, ser más rojo, porque aumentará su superficie. Pasará a ser lo que llamamos una estrella gigante roja.

El problema es el tamaño que alcanzará. En 2008, los astrónomos Klaus-Peter Schröder y Robert Connon Smith calcularon (al contrario de lo que se pensaba hasta entonces) que las capas exteriores del Sol se expandirán unos ciento setenta millones de kilómetros y absorberán Mercurio, Venus y, efectivamente, como estamos a unos insuficientes ciento cincuenta millones de kilómetros, también la Tierra. Y aunque no lo hiciera, el viento solar, la eyección de materia que saldría del Sol y la temperatura extrema dejarían la Tierra como un Ferrero Rocher al que solo le queda la avellana central.

Como ves, estaríamos hablando de escalas de tiempo tan grandes que es imposible asumir que aún existiera el ser humano, incluso para el mismísimo Jordi Hurtado. Pero si quieres imaginar este escenario remoto y añadir la (aún más absurda) posibilidad de que aún habitásemos el planeta, es fácil imaginar que tendríamos que trasladarnos a otro lugar. Cuando comenzara la nueva fase solar, sería necesario un nuevo planeta. ¿Cuáles serían los candidatos? ¿Cuál sería el planetito ideal en Fotocasa? La vivienda, ya se sabe, está fatal, y en este caso, no habría mucho donde escoger. Lo mejor sería un planeta con vistas en las afueras; seguramente, Neptuno, Plutón o Caronte, los únicos lugares donde la temperatura de la superficie quizá permitiera la vida.

La calma antes de la tormenta

Si eres madre o padre, sabrás que solo hay una señal que indique más peligro que el griterío, el ruido y la jarana: el silencio. Unos niños en silencio algo están tramando. La calma es el preludio de la tormenta. Pues así es nuestro sol: como un «niño cabrón». En esta época de tranquilidad, no nos podemos fiar; debe preocuparnos porque puede tener unos efectos funestos de mucho más alcance de lo que nos parece. Y es que, de vez en cuando, esta tranquilidad que aparentemente gobierna el astro rey esconde pequeños ataques de ira.

Como ya hemos dicho, el Sol está constantemente lanzando partículas a gran velocidad hacia la Tierra: el viento solar. Estas partículas, al estar cargadas, son desviadas por el campo magnético de la Tierra, que nos protege. Pero, de vez en cuando, estas eyecciones son repentinas y violentas (llamaradas solares), y producen lo que se denomina tormenta geomagnética.

Nuestro escudo, la magnetosfera, a veces no es suficiente. Las partículas que penetran en la atmósfera pueden producir cosas tan maravillosas como las auroras boreales (al ser desviadas, aparecen normalmente cerca de las zonas polares), pero si son lo suficientemente intensas, también pueden afectar al sistema eléctrico.

Es lo que popularmente se denomina «supertormenta solar» (poner el prefijo súper siempre da un plus de fatalidad). Ya ha pasado algunas veces. La más tremenda de las que tenemos constancia fue el 28 de agosto de 1859, cuando se produjo lo que se denomina fulguración de Carrington, en honor a Richard Carrington, el astrónomo que la observó mientras estudiaba las manchas solares. Diecisiete horas después del esputo inicial, las partículas empezaron a llegar. Para entender la magnitud del fenómeno, basta saber que se observaron auroras boreales en La Habana, en las islas Hawái y en las Baleares.

Lo que ahora nos podría traer el caos y la destrucción, sin embargo, serían los daños en las redes de comunicaciones y el sistema eléctrico. Si en 1859 ya se vio afectada la telegrafía por la lluvia de partículas cargadas eléctricamente, no queremos ni imaginar lo que implicaría actualmente. El ejemplo más reciente es la tormenta que el 13 de marzo de 1989 dejó sin electricidad a todo Quebec. Por lo tanto, sin querer ser agoreros, un chorrazo aún más potente podría hacer que los satélites de comunicación, sin protección de ningún tipo, dejasen de funcionar, que los sistemas eléctricos se vieran afectados, y que, en consecuencia, hubiera grandes cortes de luz; incluso, en caso de ser lo bastante intensa, podría llegar a convertir cualquier aparato conectado a la red eléctrica en un trozo de chatarra inútil. De golpe y porrazo, todos a ser amish.

Los astrónomos, a partir de la información que les da, por ejemplo, la sonda SOHO (Solar and Heliospheric Observatory), intentan encontrar alguna forma de predecir estas fulguraciones, que parece que están relacionadas con los ciclos magnéticos solares y las apariciones de manchas, y avisan de una alta probabilidad a corto plazo de un evento como el suceso de Carrington. No se trata de ser aguafiestas, pero no le cojas mucho cariño a tu nuevo iPhone. Por ejemplo, hace unos años, un estudio de la NASA describió cómo en julio de 2012 nos salvamos por los pelos (por suerte, la Tierra no estaba en el punto de impacto) de una poderosa eyección solar. Y es que, como cantaba otro Tempest, Joey, eso sí que habría sido «The Final Count-down», al menos para tu móvil.

«Desear una noche eterna no es solo un atentado al romanticismo, sino una llamada con línea directa a la muerte».

Supernovas y agujeros negros

Mejor el Sol que mal acompañados

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Monotonía, hartazgo… No iba bien y te asaltaron las dudas, pero al final has decidido seguir con la relación. Has recapacitado y has tomado una decisión desde la serenidad y la cordura, y sobre todo, desde un sentimiento mucho más poderoso: el miedo. ¡Basta de coaches que te recomiendan salir de tu zona de confort! Si se llama «de confort», ¡será por algo! Si salir fuera imprescindible, se diría «zona de incomodidad», «zona de biohazard» o «zona de comer la mierda». Además, hay un principio romántico que te ha echado para atrás y que hace que muchas parejas salgan adelante: el gran «podría ser peor», que va ligado a la recomendación de la sabiduría popular: «más vale malo conocido que bueno por conocer». Ya te has convencido de que la gravedad de la situación no era suficiente para reventarlo todo.

Lo mismo sucede en el caso del Sol: debemos estar agradecidos de que su gravedad no sea enorme; es suficiente para que se lleven a cabo las fusiones de núcleos que nos dan la radiación, pero no es desmedida ni está en una etapa estelar que, por ejemplo, lo haga estallar y nos borre del mapa. Y es que, debido a que las estrellas son aglomeraciones inmensas de masa, están implicadas en los fenómenos más violentos del universo. ¿Ves? Podría ser peor.

Por si esto fuera poco, a las estrellas les debemos la vida, porque precisamente estos grandes reactores nucleares son las fábricas donde se unen protones y neutrones. Gracias a la fusión que tiene lugar en su interior, han ido creando los átomos que te conforman (seguro que ya has oído mil veces que eres polvo estelar); e incluso en el momento de reventar, en una supernova, se originan los elementos más pesados de los que nuestro mundo está compuesto.

Y ahí está la paradoja: estas grandes fábricas de átomos, las piezas de Lego que nos conforman, pueden ser al mismo tiempo nuestra amenaza. Precisamente la gravedad titánica y las fusiones violentas que entran en juego en las estrellas nos podrían dejar fuera de juego. Somos polvo de estrellas a la vez que las estrellas nos pueden reducir a un rastro de polvo. Tiene cierta gracia.

Supernova

En el star system musical hay quien, después de quemarlo todo, de fundirse todo el combustible de estupefacientes disponible, ha ido envejeciendo lentamente en los escenarios, como Keith Richards, hasta el punto de que las piernas ya no pueden ni sostenerlo. No sería de extrañar que un día se colapsara contra el suelo. Otros, como el mítico Club de los 27, han preferido una vida corta e intensa, y brillar con fuerza en el firmamento de la música. En el mundo del hip-hop, incluso, ha habido una preferencia por las muertes prematuras y violentas.

Serán cosas de las estrellas porque, como hemos dicho, en unos cinco mil millones de años nuestro solecito se convertirá en un solazo colorado, como Axl Rose, y con el tiempo, cuando haya agotado todo su combustible nuclear, nada lo sustentará, como a Keith Richards; así, como en una de esas demoliciones controladas, se colapsará gravitatoriamente hasta convertirse en una especie de bola que solo se sostendrá por la repulsión de sus electrones: una enana blanca.

Esto es debido a que el Sol es una estrella relativamente pequeña. Otras mucho más masivas (como el rapero The Notorious B.I.G.) tienen un final más violento. A medida que van realizando fusiones nucleares, crean núcleos más y más pesados (piezas de Lego más grandes), tanto como el hierro o el níquel. Estos nuevos átomos