1. HUIR DE LA MULTITUD PETRARCA

¿Qué visión más plácida puede haber, tras un largo viaje entre carreteras y caminos, que la de la silueta errante de un solitario que a lo lejos, en medio de la naturaleza, perdido en sus pensamientos y sueños, parece recrearse en todo cuanto lo rodea? ¿Cómo no envidiar a ese ser que, de manera tan perfecta, sin necesidad de intermediarios, parece conversar a la sombra de una colina con las flores, los árboles y el cielo y, sobre todo —esto lo adivinamos apenas lo vemos— consigo mismo?

Quizá fuese esta la imagen idílica de la felicidad que Petrarca, hace más de seis siglos, ofrecía a quienes se acercaban a visitarle a la modesta vivienda de Vaucluse donde se había retirado, cerca de la fuente del río Sorgue. Al poeta le gustaba pensar que sus amigos lo encontrarían así, recogido y sereno, entregado a la meditación en medio de la naturaleza, a él que tanto le alegraba y embelesaba la soledad y que tan a menudo les encarecía sus muchas virtudes. De ese modo, en todo caso, se describe a sí mismo en una carta, adoptando el punto de vista de quienes invitaba a venir a visitarlo a su casa apartada del mundo:

«Solo le veréis y errante, del alba a la noche, por prados y montañas, de fuente en fuente, huésped de la fronda, huésped de los campos; toda huella del humano evitando, en busca de andurriales.»

Semejante placer, por no decir nada del orgullo por el simple hecho de vivir alejado de la civilización urbana, en medio de un bosque, fue algo que siempre acompañó a Petrarca. En una de sus cartas tardías, escrita cuando contaba sesenta y cinco años, seguía retratándose como un «hombre de los bosques», un «solitario dedicado, entre hayas centenarias, a farfullar quién sabe qué insensateces…».12 Sus mejores momentos, decía, fueron los vividos en medio de la naturaleza acogedora, lejos de los hombres. Los numerosos cargos políticos que ocupó a lo largo de su vida y que le obligaron a vivir en las ciudades (entre otros, Petrarca fue secretario de un cardenal en la corte de los papas de Aviñón) no pudieron nunca obrar ese mismo encanto ni procurarle la misma satisfacción. Al contrario, siempre buscó vivir lejos de los fastos palaciegos y de la agitación de los centros urbanos.


Porque su más gran anhelo era huir del mundo —«evitar toda huella del humano»—, porque su huida fue concebida no como cierre, sino como apertura, y porque dedicó numerosas páginas al deseo de vivir retirado: por estas tres razones, Petrarca es el primero en guiarnos por la maraña de motivos que dan cuenta y razón de esta extraña manía. Petrarca es un escritor que logra la síntesis de varias tradiciones al conciliar el legado de la Antigüedad y el cristianismo. Su visión de la huida bebe principalmente de estas dos fuentes.


Para Petrarca, huir del mundo es, para empezar, huir de los lugares poblados, esos espacios para el ahogo. Nada más desagradable para este poeta, en efecto, que las ciudades, de las que dice que en ellas siente que deja de ser dueño de su vida. En las aglomeraciones urbanas, la primera impresión reconfortante de ser uno mismo se ve rápidamente sustituida por la inquietante sensación de vivir a la deriva. ¿A qué puede deberse esta sensación de desposesión individual?

La primera razón tiene que ver con la abundancia: en las ciudades hay demasiada gente. Siempre hay alguien dispuesto a salir a nuestro encuentro. Caminar por sus calles es exponerse a ser observado como una bestia curiosa. Están los que nos abordan sin razón, porque sí, y los otros, los que salen a ofrecernos algún negocio sin el menor interés. Por lo general, abundan los parlanchines que lo único que saben hacer es distraernos de lo que realmente nos importa. En otras palabras, las ciudades son lugares donde con toda seguridad acabaremos perdiendo nuestro tiempo.

En las ciudades, además, nada es seguro. Los hombres que viven en ellas están sometidos a la inconstancia. Observadlos bien, dice Petrarca. No hay cosa que emprendan en la que no avancen tanto como reculan. Son incapaces de tomar una decisión y atenerse a ella y, como cada dos por tres cambian de parecer, acaban no sabiendo qué pensar de las cosas más nimias. Su vida transcurre en la más perfecta confusión. ¡Pobres hombres, perdidos en el corazón de las ciudades! Son el reino de la contradicción, no se divisa en ellas el más remoto rastro de coherencia. Con solución de continuidad, sus habitantes pasan del reflejo gregario, que los hace imitarse unos a otros (es el reino de la moda), a enzarzarse en interminables disputas que solo sirven de abono a un estado de conflicto permanente. Y, sin embargo, al verlos agitarse de un lado a otro, se tiene a veces la impresión de que viven entregados a altísimas ocupaciones. ¡Quia! Basta con inquirir por las razones profundas que explicarían su agitación para comprender que ignoran por completo la finalidad de la existencia. Para Petrarca, los habitantes de las ciudades son individuos ociosos que han renunciado a hacerse las preguntas fundamentales. Viven sin convicciones, sin «nada sólido» a lo que amarrar sus vidas.

Una palabra basta para señalar en qué consiste el mal urbano: la palabra «multitud». Ciudad y multitud, para Petrarca, son una sola y misma cosa. Pues bien, la multitud somete a dura prueba a cada individuo que aspira a ser dueño de sí mismo y a vivir con sensatez y moderación. Petrarca revisa uno a uno todos sus vicios. La multitud es apasionada. Se deja llevar sin esfuerzo. Siente fascinación por el destello de las apariencias, nunca por el fulgor de la verdad. Acude atraída siempre por lo que brilla. Es gregaria, conformista, borreguil, tiene el juicio en los talones. Es tan dócil que se deja vencer fácilmente por la mentira. En las ciudades, la influencia que la multitud ejerce sobre las ideas hace que los ciudadanos no puedan nunca tomar decisiones por su cuenta, sino siempre atendiendo al más «bello aspecto», es decir, sometiéndose a quien dispone del fácil voto de las mayorías. Siglos antes que Gustave Le Bon y su estudio sobre «la era de las masas» (La psicología de las masas, 1895), Petrarca ya analizaba la tiranía que la multitud ejerce sobre la libertad individual.

El clima moral que impera en las ciudades también es responsable de la pésima conducta de sus habitantes, sometidos cotidianamente al imperio de unas pasiones que los esclavizan y agotan sus fuerzas. Desde que despunta el día, se abandonan a las más dudosas empresas. Este que veis aquí está tramando la mejor manera de engañar a su socio, aquel otro, cómo seducir a la mujer de su vecino. Incontables comerciantes atestan las calles con el único objeto de vender su género al primer incauto, así hayan de mentirle. En suma, las ciudades son emporios del exceso, y quien en ellas vive no sabe nada de virtudes ni conducirse con moderación. «A veces les arrebata la cólera, a ratos arden en deseos, cuando no los paraliza el desaliento.»13 Se despiertan en mitad de la noche, atormentados por las preocupaciones y la angustia, invadidos por una repentina y dolorosa sensación de precariedad. Sospechan de sus compinches, tienen miedo de enfermar, temen cualquier incidencia sobrevenida en sus negocios… Todo parece fuera de orden, desquiciado.

En su Vida solitaria, Petrarca dedica página tras página a levantar la imagen de la ciudad como ámbito de la hostilidad suprema. Vivir en ellas es entregarse a la versatilidad de las propias emociones —alegría, tristeza, puerilidad…— y ser incapaz de temperarlas, dejar de pertenecerse y renunciar a conocerse. Es vivir ignorándose. Quien no vive de acuerdo consigo mismo, apunta Petrarca, es propenso a no estarlo con nadie.

Para el escritor, esta «sombra de vida» no es vivir. Las ciudades (y esto también es válido para las nuestras) están habitadas por «sombras» de humanos, no por humanos reales. ¡Pocas veces habremos leído juicio tan severo! ¿Qué digo severo? Implacable, pesimista, sin remisión. Si esto es así, no cuesta pensar que la huida pueda ser concebida como el único recurso. Para quien puede huir, permanecer en el recinto de la ciudad es una estupidez, una locura. Lo que hay que hacer es huir de esa comedia, dejar atrás las caras de preocupación, apartarse de esos seres obsesionados con pacotillas, dejar de perder el tiempo, recobrar el control de nuestros impulsos.

Petrarca hace suyo el consejo de Séneca a Lucilio:

«Huye de la multitud, huye de los pocos, huye hasta de uno solo».

Huir. De acuerdo. Pero ¿dónde? Petrarca aconseja buscar un lugar retirado. Compara al «hombre activo» con el «hombre solitario». Uno vive en la ciudad, en medio de la multitud, el otro ha decidido vivir en el campo, lejos de la agitación. De un lado, la presión y las prisas persiguen a todas horas del día y de la noche al hombre activo; del otro, la quietud y la serenidad arropan al hombre solitario. El primero es reo de sus propios deseos, que lo azuzan y confunden. Quien vive retirado nada sabe de ese vértigo, y en el silencio de su refugio vive en paz consigo. Ningún deseo intempestivo turba su estado de ánimo.

«En vez de agitación, sosiego, en vez de ruido, silencio, en lugar de multitudes, su mismo ser.»14

Al contrario que el hombre activo, que, en cuanto sale de la cama, corre a ocupar su mente y su cuerpo en mil empresas, el solitario se levanta antes de que amanezca para asistir, con la cabeza todavía en la luna, al glorioso despertar del universo. El solitario es un hombre que se toma su tiempo. Contempla la naturaleza, y esa contemplación le inspira dichas simples y efusiones de amor divino. Contemplar el mundo y rendirle espontáneo homenaje, acceder al fin a la sublime visión que desaparece en cuanto se deja distraer por las interminables complicaciones y nimias contrariedades que constituyen la vida en la ciudad. Lejos de la agitación de esas gentes atareadas, el mundo parece más puro. Y es una pureza que opera cambios profundos en quien se expone a ella. ¡Adiós a la «hoguera de pasiones malsanas» que enciende las multitudes! La vida solitaria es la condición necesaria de los corazones puros. Para el habitante de las ciudades, el primer paso en la reconquista de su propio ser.


Se comprende mejor ahora el encanto que la huida ofrecía a un sabio como Petrarca. No se trataba de huir para alejarse del mundo, sino para acercarse a él. Petrarca huye para aproximarse. Su ideal podría resumirse como una huida del «falso mundo», lo que supone alejarse lo más posible de sus espejismos para acceder al «mundo verdadero». Pero ¿en qué consiste ese «mundo verdadero»? Su acceso permanece vedado a las almas inconscientes que dilapidan el tiempo viviendo en las ciudades, porque es un mundo sometido a un único monarca: el espíritu. Para Petrarca, «sin duda no puede haber más riqueza ni más segura que la poseída por el espíritu».15 Ser uno mismo es tener la posibilidad de cultivarse, disponer de tiempo y capacidades para ello. El principal beneficio de la huida ensalzada por Petrarca no es otro que la cultura. Como señala Karlheinz Stierle en el prefacio a su edición francesa de Séjour à Vaucluse, la vida solitaria que defiende Petrarca ha dejado de ser la del eremita cristiano: es la del intelectual y el poeta.16 La «vida verdadera» es la dedicada a la búsqueda «del conocimiento y la ciencia».17

«La soledad sin cultura es un exilio sin paliativos, una cárcel, un instrumento de tortura; con ella, se transforma en patria, libertad, placer.»

Como Séneca, Petrarca no concibe otra forma de ocio que el dedicado al estudio. No es casual que cite a Séneca tan a menudo, sobre todo en lo que respecta a la soledad sin cultura, tan parecida a la muerte.18 En este contexto, los libros adquieren la virtud de transformar el apartamiento del mundo en experiencia de apertura al mundo. Petrarca era un gran lector, los libros se convirtieron para él en un refugio donde se reencontraba con quienes cariñosamente llamaba sus «amigos»: los filósofos, historiadores y poetas del pasado. ¿Quiere esto decir que prefería la compañía de los libros a la del prójimo? Es lo que sugiere Nicholas Mann al recordar la relación casi «filial» que mantenía con su admirado Cicerón.19 De hecho, a ratos se dirige a sus libros, los interpela como si fuesen personas. Para Petrarca, su biblioteca era un salón donde, junto a cada volumen, aguardaba un compañero de vigilia, elocuente y prestigioso.

Petrarca huyó de su época en los libros de los antiguos. La Antigüedad ofrecía una ocasión evidente de evasión, apunta Nicholas Mann. Petrarca se había equivocado de siglo. Consciente de la distancia entre sus aspiraciones literarias y la trivial realidad de su época, imitó a los antiguos no solo por deseo de emulación, sino también con el propósito de prolongar sus obras. Petrarca fue un humanista antes de tiempo. Cada vez que se retiraba a leer, lo que hacía era integrarse en una comunidad, pequeña por el número de sus miembros, pero grande por su ambición: la comunidad de sabios y letrados que, de siglo en siglo, departe incesantemente sobre el destino de la humanidad. Una comunidad como esa, acostumbrada a la reflexión, el debate informado, el intercambio de conocimientos, forzosamente ocupa un espacio-tiempo diferente de las ciudades. Pierre Maréchaux, en su prefacio a La Vie solitaire, invoca la noción de «fuera de lugar» para referirse al retiro solitario de Petrarca. Nada más acertado. Mediante el estudio, el letrado se aparta de la vida ordinaria para introducirse en un ámbito en el que las fronteras del tiempo parecen haber sido abolidas. No vemos pasar las horas al leer, incluso podemos olvidar que el tiempo existe. Los libros nos permiten tener trato con autores muertos hace siglos, pero que, sin embargo, parecen hoy más vivos que nunca. Quizá sea esta la mayor recompensa de la huida del mundo: la posibilidad casi increíble de salir del presente para acceder a una especie de pequeña eternidad. La eternidad de los libros, del saber universal, única forma de eternidad que podemos aspirar a alcanzar en vida. La magia de la huida consiste en introducirnos en un tiempo utópico, donde cada segundo resuena en la eternidad. La huida, pues, vendría a ser una vía privilegiada para entrar en un mundo eterno. Gracias a ella, podemos encontrarnos rodeados de sabios de todas las épocas, del más remoto pasado a nuestro presente, y también en compañía de Dios, claro está. Porque este es uno de los fines que perseguía Petrarca, para quien los letrados eran mensajeros entre Dios y el mundo profano, intermediarios que poseían la paciencia y el arte de descifrar el mensaje divino y que atendían, desde sus altos baluartes, al coro de los ángeles. En otras palabras, unos elegidos. En soledad, «el alma humana se acostumbra a las cosas celestes, y el trato asiduo le autoriza una saludable confianza: así, de huésped de paso, se vuelve familiar de Dios». La huida del mundo, así entendida, también permite reactivar una de sus más antiguas funciones: entrar en contacto con el absoluto.


Sin duda es muy seductor el elogio de la huida y la vida solitaria que hace Petrarca. Sus críticas, sin embargo, pueden parecer excesivamente sistemáticas. Por ejemplo, su aversión a las ciudades, tal como aparece plasmada en su tratado de la vida solitaria. ¿Tan imposible es, como pretende, hallar en ellas un rincón propio y tiempo para disfrutar en él de la soledad? Es posible vivir en una ciudad y, llegado el momento, refugiarse en un lugar solitario de nuestro agrado en el que cultivarnos sin sacrificar nuestra intimidad. Por otro lado, aunque los lugares apartados parecen más propicios a la meditación, las ciudades también ofrecen inestimables atalayas desde las que observar el mundo. En El pintor de la vida moderna, Baudelaire señala que en medio de la multitud es posible sentirse también en el centro del mundo. La multitud hace don al individuo del anonimato que protege de la mirada del curioso, y le ofrece una situación privilegiada desde la cual contemplar el mundo.


Atrapado en la red que tejen sus obligaciones profesionales y sociales, hoy como ayer el individuo dispone de pocas oportunidades de reflexionar sobre sí mismo y el sentido profundo de sus actos o sobre lo que realmente querría hacer. Dejar atrás la ciudad puede convertirse en la ocasión de un encuentro consigo mismo. La sensación de no estar en el lugar correcto, la impresión de participar en algo sin creer en ello, eso que Belinda Canonne ha descrito como el «sentimiento de la impostura», es algo que podemos enfrentar y rechazar. Nadie está condenado a vivir todo el tiempo como si fuese un desconocido. Más aún, no estamos obligados a ignorar quienes somos.

La huida nos aleja de la mala influencia de nuestras pasiones, nos lleva a aceptar una vida más conforme a la verdad, es decir, más conforme a nuestras aspiraciones (y no una vida a la que nos sometemos, porque depende de la mirada de los otros). Esta es una de las enseñanzas que ofrece la lectura de Petrarca: solo quien logra alejarse de la sociedad puede aspirar a poner un poco de coherencia en su vida. El tiempo es un producto escaso. Petrarca, después de muchos otros, después de Séneca, pone el acento en la brevedad de la existencia. ¿Cuántos dejan pasar toda su vida sin hacerse una sola de las preguntas que quizá les hubiese ayudado a comprenderla mejor y a alcanzar algún equilibrio? ¿Cuántos no querrían tener tiempo y ánimo suficiente para buscar un sentido a su existencia? Para estas personas, la huida puede ser una solución.


Me retiro del mundo, pero, al hacerlo, me abro a él. El mundo que tenemos delante es como un libro abierto, de nosotros depende leerlo. La metáfora del mundo como libro es el corazón de la historia de la lectura.20 La mejor manera de leer el mundo es leer todos esos libros, escritos en épocas y países distintos, que proyectan su reflejo agrandado y luminoso sobre nuestras vidas. Huir de la multitud a los libros no significa huir de la humanidad. Petrarca pensaba que era la mejor manera de reencontrarse con ella, con una humanidad recobrada a través de los grandes personajes del pasado y sus magistrales contribuciones (y sus mejores testimonios, que se encuentran en los libros). Un mundo recuperado en lo que de más esencial puede comunicarnos. Sin escorias, y por elevación. En ellos, en los libros, el mundo se crece y alcanza las dimensiones del universo. El lector entra en lo universal al mismo tiempo que escapa a las raíces de lo local.

Un magnífico poema de Rilke, Leyendo, puede ayudarnos a comprender cómo se produce este cambio de perspectiva. Un lector levanta los ojos y mira el mundo. Comprende que lo que acaba de leer es lo que mismo que ven sus ojos ahora. Libro y mundo han dejado de oponerse, el mundo de los libros y el libro del mundo son una sola y misma cosa. Que el objeto en el que posa la mirada sea este o aquel es indiferente. Lo que está escrito en el libro aparece escrito en el mundo. Es difícil decir con más claridad que retirarse es abrirse al mundo.

Levanto ahora los ojos del libro, nada resulta extraño y todo se hace grande. Allá, fuera, se halla lo que yo aquí dentro vivo, y aquí y allá todo es ilimitado; solo para que yo penetre aún más en la urdimbre, si mi mirada se ajusta a las cosas, y a la simplicidad grave de los volúmenes, entonces crece sobre sí la tierra. Parece abarcar por entero el cielo: la primera estrella es como la última casa.21