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© Pedro Pérez

Carlos Skliar

es educador y escritor. Investigador principal del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas de la Argentina (CONICET) y del Área de Educación de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO, sede Argentina). Ha publicado los libros de poemas: Hilos después (Buenos Aires, 2007), Voz apenas (Buenos Aires, 2009) y Éste no es un libro de poemas (Río de Janeiro, 2011, en portugués); los libros de aforismos, micro-relatos y greguerías: No tienen prisa las palabras (Barcelona, 2012) y Hablar con desconocidos (Barcelona, 2014); y entre sus últimos libros de ensayo se destacan: Lo dicho, lo escrito, lo ignorado (Buenos Aires, 2012), Desobedecer el lenguaje (Buenos Aires, 2015), Pedagogías de las diferencias (Buenos Aires, 2017), y Escribir, tan solos (Madrid, 2017).

Coordina, junto a Violeta Serrano García, el posgrado internacional Escrituras: creatividad humana y comunicación (FLACSO, Argentina) y forma parte de la actual comisión directiva del PEN (Poetas, ensayistas, narradores) de Argentina.

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Primera edición: abril, 2019

© Vaso Roto Ediciones, 2019

vasoroto@vasoroto.com

Dibujo de cubierta: Víctor Ramírez

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

eISBN: 978-84-121910-2-8

BIC: DNF

Carlos Skliar

Como un tren sobre el abismo

o contra toda esta prisa

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Unos van por un sendero recto.
Otros caminan en círculo,
Añoran el regreso a la casa paterna
Y esperan a la amiga de otros tiempos.
Mi camino, en cambio, no es ni recto, ni curvo,
Llevo conmigo el infortunio.
Voy hacia nunca, hacia ninguna parte,
Como un tren sobre un abismo
.

ANNA AJMÁTOVA, El instante maravilloso.

Índice

Todo lo que acontece se desborda

Contra toda esta prisa

Aún no es demasiado tarde

Los sueños de otra vida

Lejana patria perdida

Desobedecer el lenguaje

Final – ¿Preferir no hacerlo?

I

Todo lo que acontece se desborda

Pero el ansia de repetirnos
instaura las verdades.
Toda verdad repite lo inefable,
toda idea desmiente lo-que-ocurre.
Pero las construimos
por miedo a contemplar la enorme trama
de aquello que acontece en cada instante:
todo lo que acontece se desborda
y no estamos seguros del refugio
.

CHANTAL MAILLARD, Matar a Platón.

La escena se repite, es constante y vertiginosa, se ha vuelto habitual y no por ello menos extraña y angustiante: la prisa con la que el mundo convoca a los individuos para una existencia en apariencia dichosa, la celeridad y la docilidad con que parece acatarse tal invocación, la velocidad con que los principios enunciados mutan o desaparecen, y el tendal de abandonados y sin refugio que ven pasar sus vidas como si se tratara de un mal sueño, acechados por una persistente hostilidad contra todo desfallecimiento.

No es la única escena que define estos tiempos, es cierto, y podrían elegirse muchas otras, incluso del todo contestatarias, o más amables y civilizadas, pero es, quizá –en su descripción completa o en algunos fragmentos dispersos– la más decisiva para la mayoría de los individuos: el sentirse abrumados por la rapidez de la novedad, la necesidad de adecuarse a una sucesión repetida de imperativos construidos por burdos refinamientos del lenguaje y de la acción, el desprecio por la memoria del pasado y el ritual celebratorio del futuro, los cuerpos tambaleantes en el filo del agotamiento, y ni un instante –ni siquiera alguna comprensión o alguna compasión– para el dolce far niente.

Bajo las luces de neón de tiendas siempre abiertas, entre los apresurados caminantes destituidos del paseo, al borde de una alucinación mediática que asfixia las 24 horas, en un estado de sopor por la falta de descanso, frente a la tentación de un ideal determinado por el crédito y las finanzas, en medio de todas las capas superpuestas de signos que descreen del sentido trascendente hay, todavía, una larga pregunta en torno de lo humano que merece ser enunciada: ¿Qué se ha hecho de la vida en este mundo? ¿Hay vida más allá de la escena tecnocrática y lucrativa que tuerce y retuerce la mirada de la gente? ¿Acaso un mundo obsesionado por el éxito individual, a costa de verse sólo la punta de los pies y apurar la muerte, hace vidas mejores? O, inversamente: ¿Hay vidas desprendidas de ese relato que harían un mundo mejor? ¿Vidas capaces de distanciarse del mundo hostil, de simplemente negarse a él, o bien desatenderlo, vidas detenidas o lentas, rebeldes, amantes de la filosofía del instante, de la soledad, de la lectura e incluso perezosas?

Confrontar el mundo con la vida pareciera ser apenas un mero ejercicio de abstracción o de vana filosofía; y separarlos, distinguirlos, alejarlos, esto es, sugerir la idea de hacer otra vida y protegerla de ese mundo tortuoso y penoso o ni siquiera dar cuenta de él, quizá resulte una quimera, una tarea improbable o casi imposible.

Cuando el mundo es hosco, cuando se destruye a sí mismo, apresurado hasta tal punto que la niñez pierde su infancia, ya asume y se asemeja a la vida adulta, y se masacra así el tiempo de la vida, se afecta su experiencia, su aprendizaje y su narración, el resquemor resultante puede ser acallado de una buena vez por la complicidad del silencio adaptativo, pero también puede ser audible de muchos modos diferentes, incluso en su provisional mudez.

Escena: el mundo voraz. Situación: la vida inquieta. O bien: el mundo urgente y sin destino; la vida fuera, en los márgenes. O más aún: el mundo utilitario; la vida como la celebración de las inutilidades.

Una escena es un paisaje que tiende a describirse desde la lejanía, como si se tratara de la crónica de un espectador no implicado aunque quizá atribulado, sí, pero cómodamente acodado en su poltrona o desde lo alto de un páramo; allí se habla de la condición del mundo, de la sociedad, de sus avatares, de sus complejidades, de sus laberintos; se suceden los diagnósticos por doquier, se aguzan las conciencias delante de problemas tan lamentables como irresolubles, el lenguaje informativo y las opiniones especializadas agitan y calman las aguas a la vez.

Una situación, en cambio, conlleva pura afección, no hay exterioridad ni horizonte lejano, todo está aquí a ras del suelo, no hay excepción o todo es excepción, los cuerpos aún respiran y la narración –tanto posible como casi ya imposible– anhela ser una conversación sobre todo aquello que aún late en la vida.

La vida, así, como la interioridad y/o como la comunidad no gobernada totalmente por el mundo, o distante de él anidada en sus refugios de silencio, soledad, pensamiento, conmoción y rebelión.

La escritura –pero también la mirada, la escucha, la voz, la lectura– puede confundir la escena con la situación y confundirse ella misma, pues los diagnósticos sobre el mundo procuran ser idénticos a aquellos que se atribuyen a los individuos, como si se tratara de simples y dóciles cuerpos-receptores de órdenes supra-vitales.

Se espera o se insta a que de un mundo de vorágine se produzcan sin más vidas apresuradas; que un mundo tumultuoso provoque vidas tambaleantes, de pura zozobra; que un mundo únicamente centrado en la acumulación provechosa de bienes, determine sólo individuos insaciables o, al menos, desesperados por poder llegar a serlo.

La descripción de una escena tiende a asimilarse a una toma de posición: aquello que se ve, que se escucha, que se lee, redunda en una escritura de alejamiento rayana en la separación y la indiferencia; la distancia entre el mundo y la vida se vuelve abstracta y a la vez determinista: el mundo es el gran hacedor de la vida, nos hace y deshace, y no hay modo alguno de sustraerse a él y de no parecérsele aunque sea a regañadientes.

Miseria y miserables, felicidad y felices, prisa y apresurados convierten un tema complejo en subjetividades simplificadas y no hay lugar ni para los híbridos inclasificables ni para la ambigüedad caótica, ni siquiera para el desborde: el experimento social es eficaz o deja de serlo en la medida que los individuos rebalsen con sus vidas las concepciones escenográficas del conocimiento disciplinar; así, no podría haber vida que no refleje al mundo, tanto por sus exigencias de sobre-adaptación como por sus modos permanentes de conflicto des-adaptativos.

Cuando se describe la escena y se nombra a «ellos, ellas» hay una designación que se arroga omisiones y encubre puntos de vista; el «nosotros» ha sido un instrumento amenazante incluso de colonialismo; el «yo» suele ser un arma de guerra. De ese modo, las escenas puestas en su propia perspectiva tiñen sus miradas de arrogancia, sucumben delante de la palabra ahogada y exánime o, sencillamente, hablan de otras cosas, alejadas de la oposición entre mundo y vida.

El lenguaje de la situación, en cambio, se embebe de una forma de exposición y no de toma de posición: cada vida singular, parafraseando el conocido aforismo de Pessoa, es una excepción a una regla que no existe. Si consideramos por un momento que regla es mundo y excepción es vida se percibe, entonces, la infinita tensión entre ambos términos, su posible resquebrajamiento y hasta la inversión del asunto en cuestión: son las excepciones, y no las reglas, las que hacen, crean y reinventan el mundo.

Sostengamos, todavía, la tensión precedente: en cada época hay un susurro, un secreto, un murmullo, un grito y/o un aullido que narra la experiencia singular de los individuos con su tiempo, con el tiempo que pasa y con el tiempo que les pasa; experimentos cronológicos del tiempo con los cuerpos y experiencias subjetivas de intensidad de los cuerpos con el tiempo.

Cada época sugiere nombres o metáforas para ser contada, modos orales, escritos y leídos que versan sobre las alegrías o los latigazos en la espalda donde se tallan los padecimientos y las bienaventuranzas individuales; formas puntuales de conversación, de comunicación y de pensamiento; y también figuras extremas de silenciamiento, de presidios, de liberación y de rebelión, de diferencia o de indiferencia.

En cada época hay, como escribió Herta Müller, personas que permanecen o resultan intactas, dañadas y rotas;1 individuos anónimos o cuerpos expuestos a las redenciones, las masacres o las salvaguardas; modos peculiares, plurales o aislados de vociferar o de callarse, de congregarse o de aislarse, de hacer humor, de hacer amor, de perdurar, de pasear, de envejecer y morir, de decirse y desdecirse.

Las épocas pueden no ser más, al fin y al cabo, que esfuerzos desmesurados por percibir los límites de la relación con el mundo y los modos de vivir en él como se pueda o como se quiera –según la buena o mala suerte que se nos asigne o de la que se presuma– en la experiencia de una duración del tiempo que siempre resultará incógnita.

Pero: ¿en manos de quién está la decisión o indecisión de demarcar las fronteras entre aquello ya pasado y lo nuevo? ¿Quiénes se arrogan la potestad de trazar el límite de lo ya ocurrido y aquello por ocurrir? ¿Por qué los intactos gobiernan a destajo y dejan como resultado, la mayoría de las veces, un tendal de dañados y rotos?

Pareciera ser que nadie quisiera sentir en carne propia la experiencia de que todo vuelve a comenzar desde cero, como si el tiempo –la tradición, la historia, el arte, etcétera– nunca dejara de existir y no fuésemos nosotros, los sujetos de una determinada época, sino seres de perpetua y mezquina repetición aprisionados en una partitura ya escrita e inscripta desde siempre.

La demarcación de una época es, así, un torpe conteo de movimientos espasmódicos que dan inicio al ciclo y de una suerte de declive o decadencia o desmoronamiento que señala su irremediable final. El filósofo Giorgio Agamben lo escribe del siguiente modo:

En este cómputo mezquino, a menudo de mala fe, se pierde justamente el único e incomparable título de nobleza que nuestro tiempo podría reivindicar legítimamente respecto del pasado: el de ya no querer ser una época histórica. Si existe un rasgo de nuestra sensibilidad que, en efecto, merece sobrevivir, ése es el sentido de impaciencia y casi de náusea que experimentamos ante la perspectiva de que todo recomience desde cero, incluso aunque sea del mejor de los modos.2

La cuestión está en saber, entonces, si existe la capacidad –o la virtud, o la creencia– de encontrar un sentido al mundo y a la existencia, si podemos o no abandonarnos y ahondarnos en él, o si la incapacidad está definida y determinada por su propio sinsentido, más allá de definir con cierta pobreza el estatuto etario de una época.

Si vivir supone saber qué es la vida presente y qué hacer con ella, si habitar un mundo es saber qué es el mundo actual y qué hacer con él, resta saber si es posible alimentarnos de los resabios de otros tiempos, alejarnos de las fronteras estrechas que se nos consignan.