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Editado por Harlequin Ibérica.

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© 2000 Harlequin Books S.A.

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una boda real, n.º 1616 - mayo 2020

Título original: A Royal Marriage

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-157-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Y CREO que ella está…

–Disculpe, señorita –el joven oficial de policía de rostro insulso que había detrás del mostrador tomó el auricular de un teléfono que no paraba de sonar–. ¿Una reyerta? ¿Dónde? Disculpe, no oigo bien. Sí, sí…

Rachel Rockford suspiró. ¿Cómo podía ella hacerle entender que lo suyo era importante y urgente?

–¿El pub McAllistar? En la Cuarta, ¿verdad?

Rachel se retiró detrás de la oreja un mechón de su melena de pelo castaño rojizo y miró por encima de los hombros del policía, fijándose en la oficina. Era un lugar deprimente. Las luces eran demasiado estridentes; las paredes, demasiado blancas; las mesas y sillas, viejas. Montañas de papeles llenaban el mostrador. Un tablón de anuncios detrás de ese mostrador mostraba fotografías de delincuentes buscados y de niños desaparecidos.

No era extraño que el policía pareciera tan indiferente a lo que ella le decía. Vivía en un mundo en el que posiblemente no quisiera ni pensar.

–¿Él dijo eso? Bueno, entonces no es de extrañar que comenzara la pelea.

Rachel se dio media vuelta. Con gesto ausente, apretó el cinturón de su americana azul marino, que había elegido junto con una falda blanca, con la intención de parecer respetable. Pero no parecía haber funcionado.

La sala frente a ella era tan inhóspita como lo que había detrás del mostrador. Había sillas de plástico verde reparadas con cinta aislante. El suelo de baldosas estaba lleno de rayones y sin brillo. Las paredes necesitaban pintura urgentemente.

Sus ojos descansaron en un hombre que llevaba ropa de trabajo gastada y estaba desplomado sobre una silla. Se miraba las manos como si pudiera leer su futuro y lo que viera no fuera bueno. Tenía el aspecto de no estar satisfecho, cualquiera que hubiera sido su queja.

Rachel sintió pánico y deseó salir de allí. No quería que la relegaran a una de esas sillas. Respiró profundamente y rezó pidiendo paciencia. Debía dar un informe sobre Victoria.

El policía colgó el teléfono. Justo cuando ella se giró para mirarlo, el aparato empezó a sonar de nuevo.

–Viernes por la noche –explicó el hombre a modo de disculpa, y contestó.

Ella tuvo que volver a dar media vuelta y reprimió un grito de angustia. Lo último que quería era parecer histérica. Cerró los ojos y contó hasta diez. Cuando los abrió, un hombre estaba subiendo los escalones de la entrada. Un hombre que no pertenecía a ese lugar.

Rachel se había vestido para estar respetable, para hacerse oír y, aunque él no había hecho nada de eso, ella supo que a ese hombre le darían lo que fuese a pedir.

Total atención, respeto.

Había algo en su modo de moverse que infundía respeto y que iba más allá de su elegante abrigo negro, la bufanda blanca y las manos enguantadas.

Era algo más, aparte de su altura, la anchura de sus hombros y su impecable pelo castaño que brillaba como la seda.

Ese «algo» estaba en el corte de sus facciones. No era atractivo en el sentido tradicional. Sus facciones eran demasiado duras. Sus pómulos eran altos y prominentes; la nariz, recta y la barbilla, saliente.

Sus ojos recorrieron el lugar, deteniéndose un instante en el hombre sentado en la silla, y luego se detuvieron en ella. Rachel encontró sus ojos de un color sorprendente.

Se riñó, eran simplemente color avellana, pero esa palabra no describía todos los matices dorados y verdes de esos ojos. El desconocido sonrió brevemente, una sonrisa que iluminó sus ojos desde dentro, ojos amables. Y esa sonrisa aceleró el corazón de Rachel.

Ella se dio media vuelta rápidamente recordándose la última vez que había reaccionado así ante un hombre atractivo. Carly, que el día anterior había cumplido veinte meses, estaba en ese momento con la niñera. Esa pequeña era la prueba viviente de su insensatez.

Aunque en realidad, Rachel no lamentaba en absoluto haber tenido a Carly.

El policía colgó el teléfono. Ansiosa por atraer su atención antes de que viera al hombre elegante, Rachel empezó a decir atropelladamente sus palabras ensayadas. El uniformado levantó un dedo, haciéndola callar un momento, y entonces maniobró el control de radio frente a él y dijo un código incomprensible frente a un micrófono plateado.

–Bueno –dijo al fin–, me estaba diciendo que su hermana ha desaparecido. ¿Cuándo fue la última vez que la vio?

–En realidad hace mucho que no la veo. Pero hablamos por teléfono de vez en cuando y nos escribimos. No puedo localizarla. Y tengo la sensación de que ha sucedido algo terrible.

–¡Oh! –dijo el hombre–. Una «sensación».

Rachel miró hacia atrás para ver si el hombre bien vestido estaba esperando impaciente su turno en el mostrador. Pero la sorprendió ver que se había sentado junto al de aspecto desolado y le estaba hablando en voz baja.

Debía de ser un abogado. Pero sus facciones se habían suavizado con inconfundible compasión y una persona acostumbrada a las tragedias humanas, no reaccionaría así. El policía frente a ella era un claro ejemplo de eso. Pero la compasión en el rostro atractivo de aquel extraño fue como un rayo de luz en ese lugar triste, y eso le dio a Rachel el coraje de continuar. Se giró hacia el mostrador cuando el hombre elegante estaba sacando un teléfono móvil de su bolsillo.

–Le he escrito –continuó Rachel–. Llevo semanas llamándola. He vuelto a Thortonburg para ver por qué no podía localizarla y no está en su apartamento. Tiene el porche lleno de periódicos amontonados y el correo se sale del buzón. Una vecina vino a recogerlo y dijo que Victoria debía haber vuelto a casa la semana anterior.

–¿Vuelto? ¿Entonces ha estado fuera? ¿Lo sabía usted?

–No, pero…

–Posiblemente su hermana esté disfrutando y haya alargado sus vacaciones. ¿No es una posibilidad?

–¿Y por qué no puede ser una posibilidad que yo tenga razón y ella haya desaparecido? –preguntó Rachel un poco acalorada

Eso era exactamente lo que su padre le había dicho cuando ella le había contado sus miedos. Le comentó que recordaba vagamente que Victoria había dicho que se iba de vacaciones.

–¿Y qué le hace pensar que ha desaparecido?

–Rachel, ¿eres tú?

A Rachel le dio un vuelco el corazón. Aunque su padre le había comentado que si era tan boba como ir a la policía, acudiera a Lloyd Crenshaw, su antiguo colega en el departamento, ella se había resistido a la idea. Pero allí estaba Lloyd, saliendo por una puerta y acercándose a ellos.

–Lloyd, ¿cómo estás?

–Bien, ¡y tú sigues igual! Pensé que quizás hubieras engordado un poco con el bebé y todo eso.

Rachel sonrió débilmente. Lloyd Crenshaw y su padre eran amigos desde que ella era pequeña. Pero ella se había negado a ir a verlo directamente y no solo porque Lloyd la incomodara, sino porque Victoria siempre lo había detestado.

–¿Te vas a ocupar tú de esto? –le preguntó el joven oficial, sin molestarse en ocultar su deseo de librarse de Rachel.

–¿Ocuparme de qué exactamente? No tendrás un problema, ¿verdad, Rachel? ¡Seguramente ya te marchabas a casa!

Parecía haber algo falso en su jovialidad, pero siempre había existido algo falso en él. La sonrisa tocaba sus labios, pero nunca llegaba a sus pequeños ojos marrones.

Por el rabillo del ojo, Rachel vio que el hombre elegante estaba en ese momento a su lado, frente al mostrador.

–Mi hermana ha desaparecido –le dijo a Crenshaw, notando la tensión en su propia voz.

–Señor –dijo el joven policía–, ¿puedo ayudarlo?

Su tono, como ella había imaginado, rebosaba deferencia y respeto.

–Buenas noches –dijo el hombre, con voz profunda y agradable–. Me llamo Damon Montague.

Habló con suavidad, pero Rachel perdió la atención de Lloyd Crenshaw inmediatamente, pues este se volvió hacia el desconocido.

–¿El príncipe Damon Montague? –preguntó.

–Eso es –el hombre hizo un gesto con la cabeza a Crenshaw y volvió a dirigirse al policía joven–. He tenido un pequeño problema con mi…

–¿Un problema, señor? –intervino Crenshaw–. No se preocupe. Voy por un informe y…

–Por favor –el hombre levantó la mano con gesto comprensivo–. No he podido evitar oír a la señorita cuya hermana ha desaparecido. Parece estar angustiada. Creo que eso requiere su atención más que la antena rota de mi coche. El señor… –miró el nombre en el uniforme del joven policía–… Burke parece perfectamente capaz de ayudarme.

–Sí, señor –declaró Burke, con tanto entusiasmo que Rachel sintió deseos de abofetearlo.

–¿Entonces tu hermana ha desaparecido? ¿Victoria? –preguntó Crenshaw en tono muy alto, volviéndose hacia ella con preocupación fingida–. ¿Por qué piensas eso? Tu padre no me lo ha comentado.

–Victoria no ha sido precisamente una de sus prioridades –dijo Rachel.

–No seas boba. Siempre os ha adorado a las dos.

Ella respiró profundamente. No había ido allí a que la llamaran boba ni a que se burlaran de sus presentimientos. Aunque Lloyd Crenshaw y su padre eran amigos, ninguno podía decir con seguridad qué sucedía en la casa del otro detrás de las puertas cerradas. Y su padre había sido hostil hacia su hermana, algo que había hecho a Rachel sentirse culpable y entre la espada y la pared, ya que con ella su padre siempre había sido todo lo contrario.

–De hecho, ahora que lo pienso, me parece recordar que tu padre dijo que Vicky se iba de vacaciones.

Otra cosa que su hermana detestaba era que la llamaran Vicky.

–Creo que algo va mal –dijo Rachel–. Victoria siempre me cuenta sus planes de vacaciones. Y su vecina dijo que ya debía estar de vuelta. Te digo que mi hermana ha desaparecido –terminó, con un chillido casi histérico.

–¿Y qué quieres que haga yo?

–Lo que haces cuando alguien ha desaparecido.

–Bueno, si insistes llenaremos un informe, pero en serio, Rachel, Vicky siempre ha sido algo salvaje.

Ella lo miró, pasmada. Su hermana no era salvaje. Era testaruda, aventurera y una persona llena de vida.

–¡No lo es! –gritó sin poderlo evitar y desmoronándose–. Por favor –pidió con manos temblorosas–. Por favor, ayúdame.

Y la ayuda llegó. De repente, sintió una mano sin guante sobre la suya. Una mano fuerte y cálida. La sensación fue muy fuerte y agradable. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que alguien le había ofrecido consuelo? ¿Cuánto tiempo hacía que no la tocaban?

Demasiado. Toda la tensión y el estrés acumulados desde que decidió afrontar la maternidad en solitario palpitaron detrás de sus ojos. La ternura de ese extraño rompió la barrera que se había construido alrededor del corazón.

Sintió la primera lágrima resbalar por su mejilla. Quitó la mano de debajo de la de él para secársela.

–Sargento –declaró el hombre, disgustado–, un poco de sensibilidad no estaría de más.

Crenshaw pareció a punto de rebelarse, pero sacó un papel de un cajón y empezó a rellenarlo con los dedos regordetes manchados de nicotina. Rachel buscó desesperadamente en su bolsillo un pañuelo, pero sus dedos solo tocaron un mordedor de bebé y un gorrito, y tan angustiada estaba que pensó en sonarse con la prenda.

Entonces, alguien le puso un pañuelo en la mano. Levantó los ojos y la amabilidad en la expresión de ese hombre casi la hizo llorar de nuevo.

–Gracias –dijo, limpiándose la nariz y los ojos, y deseando hundir la cara para siempre en ese pañuelo suave y fragante.

–Rachel –dijo Crenshaw–, necesito que me des tu dirección completa.

Ella contestó y esas preguntas tan rutinarias ayudaron a que se controlara.

–Estoy bien –le dijo al príncipe, y miró el pañuelo usado sin saber qué hacer, aunque era consciente que no podía devolverlo en semejante estado.

–Quédeselo –dijo él, leyéndole la mente.

–Gracias.

Pero el príncipe Montague no se marchó y ella lo agradeció, ya que estaba segura de que los modales atentos de Crenshaw desaparecerían en cuanto él se marchara.

Pero el sargento también se dio cuenta.

–¿Ha terminado su informe, señor?

–Sí –contestó Montague sin inmutarse.

–Haremos lo posible por encontrar a los vándalos que atacaron su vehículo. Posiblemente sea uno de esos Thorton. Ahora está en su territorio –Crenshaw soltó una risita–. Quizás sea el propio Duque. Se dice que sus familias no se pueden ni ver.

–Estoy seguro de que el gran duque de Thortonburg tiene cosas mejores que hacer que seguirme y romper la antena de mi coche –replicó Montague irritado.

–Solo intentaba frivolizar un poco, señor –se defendió Crenshaw–. Sería graciosos si fuera él, ¿verdad?

–No lo creo. Y ahora, ¿qué va a hacer por esta señorita?

–¡He rellenado el informe!

–¿Y luego?

–Lo enviaré, claro.

–Quizás no fuera mucha molestia si usted fuera a la casa de… ¿Victoria, verdad? y le hiciera algunas preguntas a los amigos y vecinos –dijo Montague, con expresión fría y dura en sus ojos.

Crenshaw bajó la mirada.

–Haremos lo que podamos.

–Gracias –dijo Montague, girándose hacia ella, de nuevo con ojos amables–. ¿Está bien?

–Sí, sí –contestó Rachel, dándose cuenta horrorizada de que le temblaba la voz. Miró angustiada su reloj–. Dios mío, llego tarde. Debo irme.

–No va a conducir en este estado –dijo él despacio–. La llevaré donde necesite.

–No es posible. Mi coche…

–Haré que alguno de mis empleados se lo lleve.

–En serio, no.

–¿Es porque no nos conocemos?

Ella deseó decirle que se sentía como si lo conociera desde siempre. Pero negó con la cabeza, incapaz de hablar.

–No te preocupes –dijo Crenshaw, fisgoneando descaradamente–. Os he visto juntos. Si desapareces, él será mi primer sospechoso.

–No lo encuentro divertido –replicó Montague con dureza.

–Solo intentaba bromear, señor.

–¡Deje de hacerlo! Su hermana ha desaparecido. Yo también tengo una hermana a la que adoro, por quien daría mi vida. No sé cómo me sentiría si hubiera desaparecido, y me parece que no es nada divertido.

–Bueno, creo que me han puesto en mi sitio –declaró Crenshaw con malicia.

Montague no le prestó atención y se dirigió a Rachel.

–Por favor, deje que la acompañe a casa.

–Rachel –volvió a interrumpir Crenshaw–, se dice que todas las mujeres están a salvo desde que murió la mujer del príncipe, pero creo que hay apuestas sobre qué mujer elegirán sus padres.

Montague apoyó los codos sobre la mesa y se echó hacia delante.

–Ya le he dicho una vez que no lo encuentro nada divertido. No acostumbro a repetir las cosas –declaró, despacio pero con aplomo.

Crenshaw bajó la mirada hacia sus pies.