DAMAS DE MANHATTAN

Pilar Tejera

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Título de la obra: Damas de Manhattan

Autora: Pilar Tejera

 

© De esta edición. Ediciones Casiopea

 

Diseño de cubierta: Karen Behr y Anuska Romero

Maquetación: CaryCar Servicios Editoriales

 

Isbn: 978-84-121020-4-8

 

 

Reservados todos los derechos

 

Índice

A Charlie, gracias al cual conocí esta ciudad hace muchos muchos años. Gracias por los siguientes viajes que hemos compartido contigo los hermanos. Gracias por apoyarme en esta pasión por las damas del pasado.

 

PRÓLOGO

Este libro comienza con la primera inmigrante —una adolescente procedente de Irlanda— registrada en la nueva oficina de inmigración abierta en la isla de Ellis a finales del siglo xix. Pero, en realidad, las mujeres llevaban formando parte de la historia de Manhattan desde mucho tiempo atrás. Y a algunas de ellas dedico el capítulo de las pioneras.

No ha sido fácil elegir a quiénes incluir en el libro. Cuanto más me documentaba, más candidatas surgían: sufragistas, activistas, periodistas, mecenas, damas de la alta sociedad, escritoras, filántropas, enfermeras y un larguísimo etcétera pusieron su grano de arena en la vida de la ciudad de Nueva York, dotándola de un valor añadido. Algunas de ellas, nacidas en familias acaudaladas, se beneficiaron de sus contactos, su educación o su fortuna para aportar mejoras a la ciudad y a la vida de sus vecinos. Unas cuantas gozaron de la suficiente libertad para poner en práctica sus ideales, aunque para ello tuviesen que enfrentarse a no pocas dificultades. Las hay que abandonaron la seguridad de sus hogares para viajar a Nueva York y sembrar allí su semilla ideológica, cultural, filantrópica y social. Otras, simplemente, lo tuvieron difícil, e incluso se vieron obligadas a abrirse camino en el hampa, de la forma que mejor sabían. Pero cada una, a su manera, ayudó a dar forma a la ciudad tal y como hoy la conocemos. Fuesen ricas o no, conservadoras, progresistas, célebres o desconocidas, todas ellas forjaron la historia de la Gran Manzana. Impregnaron Manhattan de arte, de servicios, de glamour o de infraestructuras. Defendieron con vehemencia sus causas y vivieron según sus convicciones, algunas de ellas, incluso al margen de la ley.

A todas ellas está dedicado este libro, así como a las que siguen poniendo su luz en el mundo.

 

Pilar Tejera, junio de 2020

 

Puedes cerrar todas las bibliotecas si quieres, pero no hay barrera, cerradura, ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente.

 

Virginia Wolf

ANNIE MOORE:

Estrenando Ellis Island

Nueva York, 1 de enero de 1892. Algunos celebran ese primer día de Año Nuevo frente a las costas de Manhattan. Los nuevos edificios en la isla de Ellis, construidos para el uso de la Oficina de Inmigración, han sido ocupados formalmente por los funcionarios de dicho departamento. Los empleados han llegado a una hora temprana. Sin ninguna ceremonia o apertura formal, se disponen a recibir a los primeros inmigrantes. El superintendente y su secretario jefe han mostrado a cada uno su lugar. El coronel Weber está en la isla desde a las ocho en punto y realiza un recorrido de inspección para ver que todo está listo para la recepción del primer barco.

El edificio ha sido erigido por el Gobierno federal y en él se han invertido quinientos mil dólares. Ahora, con las nuevas instalaciones, pueden manejar fácilmente a siete mil inmigrantes en un día. Anteriormente, en la Oficina de Barcazas, no podían atender ni siquiera a la mitad de ese número. Allí, la mayor demora se producía en el área de equipajes. Todo eso ha sido solucionado, ya que esta zona ocupa el primer piso y el cambio agiliza considerablemente los trámites. Los muelles, además, están dispuestos de forma tal que los inmigrantes de dos barcos puedan tocar tierra al mismo tiempo. Tan pronto como lo hagan, serán conducidos a una amplia escalera situada en el lado sur del edificio. Una vez allí y girando a la izquierda, quedarán repartidos en diez pasillos al final de los cuales los atenderán los empleados de registro. Todos ellos serán censados, pasarán por una inspección médica y, de ser necesario, por un proceso de cuarentena. Aquellos que deban quedar temporalmente retenidos, permanecerán en un recinto cerrado y alambrado. Los más afortunados embarcarán en el ferri Brinckerhoff a sus puntos de destino y a la Oficina de Barcazas, donde pondrán rumbo a diversas estaciones de ferrocarril. Otra de las novedades es que se ha dispuesto una oficina de información para dar servicio a quienes busquen amigos o familiares. También hay servicio de telégrafo y una oficina de cambio de divisa. Excepto el cirujano, ninguno de los funcionarios residirá en la isla.

La mañana es fría y húmeda. Las gaviotas pueblan el aire con el sonido de sus graznidos. Por todas partes se respira una sensación de inquietud. Se estrena un nuevo año y una nueva vida para la mayoría de los recién llegados. Tres grandes barcos de vapor esperan en el puerto para desembarcar a sus pasajeros. Son el SS Nevada, el Victoria y el de la Ciudad de París. Entre los tres, suman setecientos viajeros. Se calcula que hacia el mediodía, cuando todos hayan desembarcado, la pequeña isla estará densamente poblada.

Hay mucha ansiedad entre los pasajeros. Todos quieren ser los primeros en pisar el embarcadero. Para cada uno de ellos, esta va a ser una isla de esperanza, una isla de lágrimas, de libertad y de miedos. Pero el honor de estrenar la nueva Oficina de Registro está reservado a una joven irlandesa, Annie Moore, que ese mismo día cumple quince años de edad. El nombre de su embarcación, el SS Nevada, llegado la noche anterior, será el primero en quedar registrado en el libro de la recién estrenada aduana.

Temprano, en esa fría mañana de Año Nuevo, los 148 pasajeros son trasladados a bordo del barco de transferencia John E. Moore, alegremente decorado con banderitas. Bajo el sonido de las sirenas de niebla y el tintineo metálico de campanas, la proa se aproxima al muelle. Tan pronto como llegan a tierra, los ocupantes comienzan a descender. Annie Moore es la primera en hacerlo. Los nervios le juegan una mala pasada y tropieza con la pasarela, pero pronto se recupera y se apresura hacia el gran edificio que prácticamente cubre la isla. Mediante un plan previamente acordado, es escoltada a un mostrador de registro, ocupado por Charles M. Hendley, ayudante del secretario del Tesoro, quien ha pedido como favor especial al coronel Webber el privilegio de presenciar la acogida del primer inmigrante.

Annie Moore llega acompañada de sus dos hermanos pequeños Anthony, de once años, y Phillip, de siete. Los tres han viajado desde Queenstown (condado de Cork, Irlanda) para reunirse con sus padres, establecidos en Manhattan desde hace algún tiempo. El coronel Webber observa a la recién llegada. Apenas una niña de cabello castaño con un flequillo que le cubre la frente. Su rostro es una mezcla de temor, de cansancio y de ansiedad. En un intento de apaciguar su ánimo, deja a un lado su espíritu castrense y la saluda con familiaridad. Ya ha llegado a su destino. Debe sentirse feliz. Tras anotar sus datos, le entrega una moneda de diez dólares por ser la primera persona inscrita. A continuación, pronuncia un breve discurso de bienvenida. Annie observa al oficial mientras aprieta en su mano tan inesperado regalo. Es la primera moneda de los Estados Unidos que ha visto y la mayor suma de dinero que ha poseído. Nunca se separará de ella, siempre la conservará como un recuerdo de su llegada a Nueva York.

Las siguientes horas en Ellis Island harán de ella la primera inmigrante en pasar por los consabidos trámites de la inspección federal. Con ella da comienzo la historia de muchos de los inmigrantes en Nueva York.

Días después de su histórica llegada, Annie logrará dar con el número 32 de Monroe Street para reunirse con sus padres. Tres años más tarde unirá su vida a la de otro inmigrante, Joseph Augustus Schayer, un joven de origen alemán empleado en el mercado de pescado de Fulton. El matrimonio nunca saldrá de Nueva York. Pasará toda su vida en el Lower East Side, posiblemente en el 99 de Cherry Street. Annie Moore dará a luz al menos a diez niños antes de morir de insuficiencia cardíaca a los cincuenta años en 1924. Su tumba en el cementerio de Calvary, en Queens, está marcada con una cruz celta hecha de piedra caliza importada de Irlanda.

Su figura inspirará una canción, una novela y dos estatuas de bronce; una de ellas se encuentra en Cobh Heritage Center (Queenstown), su puerto de partida. La otra, como no podía ser de otra forma, está en Ellis Island, su puerto de llegada.

Su imagen representa a los millones de personas que pasaron por Ellis Island en busca de un futuro mejor. Desde su apertura en enero de 1892 hasta su clausura el 12 de noviembre de 1954, el complejo de inmigración vio pasar a unos doce millones de inmigrantes (a una media de tres mil a cinco mil por día), en su mayor parte procedentes de Europa. Allí vivieron sus mejores y peores momentos. La de Annie Moore, supuso una experiencia con final feliz. Pero antes de ella, y después también, miles de mujeres llegaron a las costas de Nueva York soñando con una nueva vida. Conozcamos sus historias.

PIONERAS Y VISIONARIAS

 

Jamás pienso en el peligro. Eso no es para mí, aunque reconozco que es algo omnipresente.

 

Dorothy Levitt

MARGARET CORBIN

(1751-1800)

Defendiendo Nueva York con un cañón

A muchos nos suena el famoso estadio de los Yankees, que tanto se ha mencionado en películas y series televisivas y que tantísima pasión despierta entre los neoyorquinos. Pues bien, esta mítica instalación se halla al norte de Manhattan, muy cerca de Washington Heights, el barrio que recibe su nombre del histórico Fort Washington. Precisamente en este lugar es donde Margaret Corbin se convirtió en una figura legendaria hace algo menos de dos siglos y medio. Fue una de tantas valientes que pusieron de su parte durante la guerra de la Independencia en la lucha contra los británicos, pero ella destaca especialmente por la gesta que protagonizó.

La situación era tan incierta en el otoño de 1776, al comienzo de la revolución, que cualquiera que viviera en Nueva York podría haber cambiado el rumbo de la guerra. Las revueltas se extendían en trece colonias y Nueva York acababa de adherirse a esta liga mientras se debatía ante un futuro incierto. Tras la derrota de los colonos en el asedio de Boston, el general Washington quería impedir que el enemigo repitiera la estrategia de dividir al Ejército Continental a base de tomar los puertos y ríos estratégicos. Por ello decidió fortificar la ciudad y asumir el control de las fuerzas rebeldes.

Tuvieron lugar cinco batallas decisivas. La de Brooklyn (también conocida como la batalla de Long Island), librada en agosto, fue especialmente cruenta. Las tropas sublevadas, vencidas, tuvieron que batirse en retirada.

Tras obtener el control del oeste de Long Island en un reñido enfrentamiento, los británicos se lanzaron a la invasión de Manhattan en septiembre. Para ello, se dispusieron a rodear la posición rebelde al norte. El día 21 de ese mes desembarcaron en Kips Bay (para situarnos, la zona que queda entre la calle 23 y 34 East, desde Lexington hasta East River). El ataque fue devastador. A ello se sumó un gran incendio de origen desconocido. Lo cierto es que Washington y sus consejeros propusieron quemar la ciudad como forma de negar a los británicos alojamiento, provisiones y suministros; sin embargo, al final se rechazó la idea y el Ejército Continental abandonó la ciudad marchando hacia el norte, en dirección a Harlem Heights, a unos dieciséis kilómetros de distancia. Sea como fuere, el fuego se desató. Durante toda esa noche y el día siguiente, los fuertes vientos extendieron rápidamente las llamas entre las apretadas casas y los negocios. Los residentes salieron en estampida cargando lo que podían. Cuando logró sofocarse, el fuego había consumido cerca de quinientos edificios, la cuarta parte de la ciudad.

Las cosas se pusieron aún más difíciles para las fuerzas rebeldes en octubre, cuando el general británico desplegó a sus soldados al sur del condado de Westchester con idea de cortar la huida del enemigo. Washington, advirtiendo el peligro, se retiró a tiempo, dejando una guarnición de mil doscientos hombres en Fort Washington, si bien era una fuerza insuficiente para defender aquella plaza. Pero lo peor estaba por llegar.

En la mañana del 27 de octubre, los centinelas del fuerte avisaron del inminente ataque de dos fragatas británicas que se aproximaban por el Hudson. Gracias a que ambas embarcaciones no podían elevar sus armas para situarlas a la altura de Fort Lee y Fort Washington, resultaron gravemente dañadas por los cañones rebeldes. Pero un duelo de artillería prosiguió entre los artilleros de ambos bandos.

El 8 de noviembre, dos docenas de soldados rebeldes lograron repeler una compañía enemiga que, pese a contar con una posición ventajosa en un terreno elevado y tener apoyo de artillería, abandonó sus trincheras. Después de quemar y saquear el sitio, los soldados americanos lo ocuparon hasta el anochecer, cuando al amparo de la oscuridad regresaron a sus posiciones.

El aire olía a pólvora y al óxido de la sangre de los caídos de ambos frentes repartidos en las colinas. Las guarniciones americanas atrincheradas en ambos fuertes, mujeres incluidas, esperaban en cualquier momento lo peor. Algunos, debido a los últimos éxitos, confiaban en poder mantener a raya el asedio hasta finales de diciembre. Otros, en cambio, no lo tenían tan claro, entre ellos, el ayudante del coronel al mando de Fort Washington que tras desertar facilitó al comando británico planes detallados de las fortificaciones. A partir de ahí, los ingleses decidieron atacar este fuerte desde tres posiciones. Una brigada de hessianos (soldados alemanes contratados como mercenarios) y varios batallones avanzarían desde el sur, completando la marcha del 33.º Regimiento de Infantería desde el este y el grueso de las tropas desde el norte. La compañía 42.º de los Highlanders distraerían las maniobras desde el lado este de Manhattan, al sur del fuerte.

Las cartas estaban echadas. El 15 de noviembre, un día antes de producirse el ataque decisivo, se envió un mensaje al fuerte con una bandera de tregua, advirtiendo que, de no rendirse, toda su guarnición sería masacrada. El coronel Magaw dejado al mando, respondió que los patriotas defenderían la plaza hasta el «último aliento».

El ambiente en Fort Washington en el amanecer del 16 de noviembre era sobrecogedor. Los británicos habían iniciado su avance. Algunas de sus fuerzas, transportadas a través del río Harlem, habían logrado desembarcar en Manhattan. Sobre las siete horas, abrieron fuego contra una batería rebelde apostada en Laurel Hill. Una fragata se dispuso a atacar a los atrincherados. Uno de los peores momentos se produjo cuando los hessianos comenzaron a sacar su artillería y apuntaron a las defensas de Fort Washington, especialmente a los cañones que tanto daño habían causado a sus barcos semanas antes. La primera y la segunda línea defensiva se vieron obligadas a retroceder y los oficiales, entre ellos el propio Washington, decidieron abandonar Manhattan cruzando el río hacia Fort Lee.

Dentro de Fort Washington reinaba el desconcierto. El suelo temblaba con cada detonación y el humo impedía ver con claridad. Parecía como si una espesa niebla se extendiera en torno al fuerte. Al estruendo de los disparos se sumaban los gritos y la confusión. Las esposas de los soldados corrían de aquí para allá sin aliento. Acarreaban agua para los sedientos y para enfriar los cañones sobrecalentados, cuidaban de los heridos, improvisaban vendajes… Las fuerzas no estaban niveladas. La guarnición, en clara minoría, se hallaba rodeada por más de cuatro mil hessianos.

Pronto empezaron a sucederse las primeras bajas. John Corbin era uno de los soldados dejados por Washington para defender el fuerte. Se había alistado en la 1.ª Compañía de Artillería de Pensilvania al inicio de la guerra y estaba a cargo de uno de los cañones. Se hallaba en una zona elevada que brindaba la ventaja de una buena panorámica. A su lado, su esposa observaba cada uno de sus movimientos como si estos respondieran a una especie de mantra: «Limpiar, cargar, apuntar, disparar. Limpiar, cargar, apuntar, disparar…».

En un momento dado, el aire se llenó de vítores cuando las fuerzas atacantes, que acababan de cruzar una zona pantanosa para aproximarse a un bosque próximo al fuerte, fueron sorprendidas por doscientos cincuenta fusileros del regimiento de Maryland y Virginia ocultos tras unas rocas. Pero al mediodía, las tropas inglesas más rezagadas que habían avanzado por el río Harlem lograron desembarcar bajo el fuego de la artillería estadounidense. Poco después, cargaron contra la ladera logrando replegar a su enemigo hasta un reducto defendido por la Compañía de Voluntarios de Pensilvania. Tras una encarnizada lucha, estos se vieron obligados a retroceder y corrieron hacia el fuerte. Desde lo alto de las murallas de Fort Washington, los artificieros seguían al detalle el curso de la contienda, pero también eran abatidos por los disparos. En un momento dado Corbin cayó mortalmente herido, dejando su cañón desarmado. Margaret Corbin intentó reanimarlo, pero nada se podía hacer. La sangre cubría ya el uniforme de su esposo cuyo rostro palideció en cuestión de minutos hasta adquirir una tonalidad cadavérica.

La refriega proseguía y no parecía haber nadie para cubrir la vacante dejada por su marido. Así que Margaret Corbin aparcó su dolor y se centró en lo que había memorizado como una salmodia: «Limpiar, cargar, apuntar, disparar…». No se lo pensó dos veces. Durante unas horas que parecieron días, disparó y disparó hasta ser alcanzada en un brazo, en el pecho y en la mandíbula. Instantes después, perdía el conocimiento.

Los británicos ganaron la batalla de Fort Washington, última posición rebelde en la ciudad de Nueva York. A las cuatro horas de la tarde de ese mismo día, la bandera estadounidense fue arriada del mástil para ser reemplazada por la británica. Margaret y el resto de los supervivientes fueron hechos prisioneros.

La derrota marcó el inicio de la reocupación británica. La ciudad de Nueva York permanecería en manos inglesas siete años, hasta producirse la definitiva retirada el histórico 25 de noviembre de 1783. Desde entonces, ese día, bautizado como Evacuation Day, en el que el general Washington condujo triunfalmente al Ejército Continental desde su cuartel general situado al norte de la ciudad hasta el otro lado del río Harlem, y al sur a través de Manhattan hasta The Battery, se celebra en todo el país.

Margaret Corbin recibió el tratamiento de un soldado herido y fue liberada poco después. Tras aquello, se retiró a Filadelfia.

Al parecer, nunca se recuperó del todo de las heridas. Se alistó en el Cuerpo de Inválidos llevando una existencia difícil hasta que en 1779, tres años después de haber caído, su caso fue revisado por una Junta Militar. El Gobierno decidió concederle una pensión para cubrir sus necesidades básicas y en reconocimiento a su servicio; le fue concedida la mitad del sueldo mensual de un soldado. De esta forma fue la primera mujer, en la historia de los Estados Unidos, en recibir una pensión del Congreso por un servicio militar.

En 1909 se levantó en su memoria un monumento no lejos de la escena de su hazaña. El lugar, conocido como Fort Tryon Park, es un precioso parque público con vistas al Hudson en el neoyorquino barrio de Washington Heights. La calle que discurre a lo largo del parque lleva su nombre. Una placa en su honor, colocada en 1982, marca el inicio del sendero. Su recuerdo se conserva también en el gran mural art déco que describe su gesta y que decora el vestíbulo de un edificio de apartamentos situado en el 720 de Fort Washington Avenue.

Margaret Corbin fue una de las muchas Molly Pitcher, el nombre de la heroína que se destacó en la batalla de Monmouth (New Jersey) acaecida dos años después de la de Fort Washington y que bautizó a otras esposas luchadoras. Molly Pitcher pasó la mayor parte de la contienda llevando agua a los soldados y artilleros bajo el intenso fuego enemigo. Llegado un punto, también sustituyó a su marido caído en combate, ocupando su lugar en el cañón. En un momento dado una bala de cañón voló entre sus piernas desgarrando su falda. Al parecer, después de comentar «podría haber sido peor» volvió a cargar y siguió disparando.

Todas estas mujeres forman parte de la historia de Nueva York. Su valor mantuvo alta la moral de sus esposos y de los soldados que lucharon por defender la ciudad cuando era un lugar muy distinto al que conocemos hoy. Bravo por ellas.

 

 


ANNA OTTENDORFER

(1815-1884)

Una editora llegada de Baviera

Se estima que hay más de tres mil cien licencias de venta de hot dogs en la ciudad de Nueva York. Según los informes, algunos interesados en obtener una de ellas han estado en lista de espera hasta veinte años. Pero tan largo plazo no se aplica para montar un puesto en los parques de la ciudad. Hay lugares y lugares, claro. No es lo mismo explotar este negocio entre los árboles de Central Park, por ejemplo, que hacerse con un suculento trozo de acera bajo el Empire State Building. El precio de la licencia varía pudiendo alcanzar cifras astronómicas. Y es que Nueva York y los perritos calientes forman un matrimonio duradero y estable. No hay película que se precie rodada en la Gran Manzana en la que los protagonistas no pidan un perrito a la hora del almuerzo.

Lo que muy pocos saben es que el hot dog fue llevado a los Estados Unidos por los inmigrantes alemanes llegados hace un siglo y medio. Fueron ellos quienes enriquecieron la gastronomía local con los dachshund o perro salchicha en alemán, así como con otra reina del menú estadounidense: las hamburguesas. Por lo visto la venta de hot dogs se hizo popular a finales del siglo xix, después de que un vendedor callejero gritara: «Adquiera su dachshund (perro salchicha) mientras están al rojo vivo», durante una celebración deportiva. A partir de ahí se desató la fiebre. Los alemanes contribuyeron también a la mejora de la vida de su país adoptivo estableciendo las primeras guarderías, tradiciones como el árbol de Navidad y aportando un sinfín de costumbres que hoy siguen muy arraigadas. Aunque ya estaban presentes en el país desde el siglo xvii, la mayor ola de inmigrantes se produjo entre 1820 y la Primera Guerra Mundial, cuando llegaron casi seis millones. Entre 1840 y 1880 llegó el mayor grupo debido a las revoluciones de 1848, provocando una avalancha de refugiados políticos o Forty-Eighters. Su presencia contribuyó a poblar vastas zonas del interior. A mediados del siglo xix se agrupaban en Germanias o distritos habitados por ellos. La Pequeña Alemania, en el Lower East Side neoyorquino es un ejemplo. Con los años, sería la tercera comunidad de habla alemana del mundo. La ciudad reconoce su legado celebrando cada tercer sábado de septiembre un desfile germano-estadounidense. Otras ciudades como Chicago, Cincinnati, Pittsburg o St. Louis, dedican también desfiles anuales a su población de origen alemán. Hoy en día, los germano-estadounidenses forman el mayor grupo étnico del país por delante de los irlandeses y los ingleses.

El 1 de abril 1884 a las seis de la tarde, moría en su vivienda de la calle 17 de Manhattan la editora y propietaria del New York Staats Zeitung. El funeral de esta ciudadana de origen alemán fue el más importante, hasta ese momento, para honrar a una mujer en la ciudad de Nueva York. El discurso fúnebre corrió por cuenta de Carl Schurz, el secretario de Interior de los Estados Unidos que 23 años antes había ocupado, entre otros cargos, el de embajador de su país en España. Un gran vacío se abría no solo en la colonia de inmigrantes alemanes con la pérdida de esta dama, sino también en el mundo periodístico y filantrópico.

A sus diecisiete años, Anna Ottendorfer formaba parte de la corriente de expatriados recién llegados a Nueva York en la primera mitad del siglo xix. Desembarcó en 1837, como miles de ellos, buscando una vida mejor. Solo unos cuantos dejarían su huella en el país, devolviendo parte de lo recibido con iniciativas y mejoras sociales y esta alemana nacida en Baviera fue una de ellas.

Eran tiempos en que las mujeres dejaban el trabajo en manos de sus esposos; ella sacó partido de su matrimonio con Jacob Uhl, un impresor que al poco de casarse con ella se hizo con el New Yorker Staats-Zeitung. Se trataba de un diario trimestral dirigido a la población alemana pero que acabaría siendo uno de los medios más importantes de Nueva York. Desde un primer momento Jacob Uhl compartió con ella aquel proyecto periodístico.

Cuando en 1853 muere su esposo ella quedó a cargo de seis hijos y con un proyecto entre manos que no paraba de crecer. En 1859, seis años después de enviudar, aceptó la propuesta de matrimonio de Oswald Ottendorfer que había entrado como editor un año antes. Con su ayuda, Anna Otetndorfer haría de aquel periódico respetado, popular y conservador, uno de los principales medios del país.

La circulación del New Yorker Staats-Zeitung en la década de 1860 ya era comparable a la de periódicos como el New York Tribune o The New York Times. Aquello no pasa desapercibido entre los grandes de la prensa que la tientan con jugosas ofertas, pero ella las rechazó.

Oswald Ottendorfer acabaría siendo uno de los habitantes más prominentes y ricos de Little Germany, involucrado en la política local. Se presentó como concejal en 1872, así como para alcalde en 1874. Era un filántropo convencido que ayudó activamente a mejorar las condiciones de vida del Lower East Side.

En cuanto a Anna Ottendorfer era lo opuesto a lo que se esperaba de una respetable esposa y madre de familia. Era una persona atractiva, elocuente, vigorosa. Tomaba decisiones diarias que afectaban a sus empleados, gestionaba con éxito un negocio y pese a haber superado los cuarenta y cinco años conservaba intacta su vitalidad. Se había convertido en una de las editoras más ricas del país y vio llegado el momento de buscar el modo de contribuir al servicio público de la ciudad, de desempeñar una labor útil. Bastó la simple idea, para que se produjera una profunda reestructuración de su vida y de su pensamiento.

En 1875 abre el Hogar para Mujeres Ancianas Isabella, en Astoria (Long Island). Invierte ciento cincuenta mil dólares en el edificio y en su dotación y le pone el nombre de su hija fallecida (Anna perdería dos hijos). Ciento cincuenta años después de su fundación, el centro sigue funcionando.

El proyecto le lleva a Anna a impulsar otras empresas similares sin abandonar la gestión del periódico. En 1879, tras cincuenta años de vida del rotativo, Anna decide gratificar a los empleados con un dividendo del 10 por ciento sobre su salario anual. Pero sabe que en el Centro Isabella está el patrón que ha estado buscando. Recorre las embarradas calles del sur de Manhattan y los suburbios más insanos estudiando el modo de ayudar a los niños y enfermos de la comunidad alemana. A nadie le extraña cuando decide destinar cuarenta mil dólares a la creación de un fondo educativo.

En 1883 compra tierras para levantar un dispensario médico (más tarde Hospital Alemán de la ciudad de Nueva York) con el fin de prestar atención médica gratuita a los más pobres del East Village, en el barrio conocido como Pequeña Alemania, donde ya se agrupan ciento cincuenta mil inmigrantes. Para ello contrata a otro inmigrante alemán, William Schickel, como arquitecto. Anna siempre dominó el arte de levantar dinero y financiar iniciativas.

Por aquel entonces las bibliotecas neoyorquinas eran centros privados solo accesibles para académicos y estudiantes privilegiados. Los ciudadanos de a pie, y mucho menos los más desheredados, no podían soñar con entrar en ellas. Algunas voces se alzaron pidiendo que las cosas cambiaran. Hubo periódicos que criticaron la ausencia de una biblioteca pública gratuita, pero no fue hasta 1878 cuando se fundó la Biblioteca Pública de Nueva York. Aquello fue posible gracias al apoyo de fortunas privadas como la de Andrew Carnegie, J. P. Morgan o Cornelius Vanderbilt. Seis años después de su apertura, Anna y su esposo decidieron constituir una biblioteca abierta a todo el público y que ofreciera libros en alemán y en inglés. La idea era ayudar a los inmigrantes a asimilarse a la cultura estadounidense y a estos últimos a aprender el idioma alemán. El matrimonio destinó a la biblioteca una donación inicial de diez mil dólares. El terreno para el dispensario era suficiente para acoger dos edificios de modo que decidieron levantarla allí. De esta forma se atendería tanto las necesidades físicas como intelectuales de su comunidad. La emperatriz alemana Augusta le otorgó a Anna una medalla de plata al mérito por su trabajo filantrópico en noviembre del mismo año.

Sin embargo, Anna Ottendorfer fallecería en abril de 1884, unos meses antes de que se inaugurara el proyecto. Estaba a punto de cumplir los setenta años. El 7 de diciembre, día de la apertura de la biblioteca, asistieron miembros destacados de la comunidad alemana de Nueva York, así como figuras políticas y sociales. Fue un día de celebración y de luto para todos los asistentes.

Hoy, la biblioteca pública Ottendorfer es la sucursal más antigua de la Biblioteca Pública de Nueva York. Situada en el 135 de la 2.ª Avenida, aún conserva el edificio original. Su preciosa fachada de ladrillo rojo y sus arcos de medio punto tienen todo el sabor del pasado. Aunque a finales de la década de 1990 la biblioteca fue renovada, aún custodia muchos de los ocho mil libros originales seleccionados por Anna Ottendorfer con los que arrancó. El interior permanece tal y como era en 1884, con algún pequeño cambio.

En cuanto al New Yorker Staats-Zeitung, sigue distribuyéndose en la actualidad. Es uno de los periódicos de lengua alemana de mayor tirada y más antiguo en los Estados Unidos.

Casi ciento cincuenta años después de haberse ido, el eco de Anna Ottendorfer sigue vivo en las organizaciones benéficas que levantó, en los centros educativos que financió y en el mundo periodístico. En su testamento legó cuantiosas sumas para sus fundaciones caritativas, pero también para los empleados del periódico.

Sus restos descansan en el Cementerio Green-Wood, en Brooklyn; cerca, posiblemente, de uno de esos puestos de hot dogs o dachshund llevado a Nueva York por sus antepasados.

JANE CUNNINGHAM CROLY

(1829-1901)

El Woman's Press Club de Nueva York

El 126 East de la calle 23 queda entre la emblemática Park Avenue y Lexinton, en lo que se conoce como Midtown de Manhattan. En la actualidad, se alza allí un edificio que ocupa los números 122 al 126 y es sede de un centro cultural coreano, pero hace ciento treinta años en ese mismo lugar se abrió un club emblemático para las mujeres que trabajaban en el periodismo.

El 19 de noviembre de 1889 se abría el Woman's Press Club de Nueva York. Habían pasado 21 años desde la cena ofrecida por el New York Press Club al escritor Charles Dickens que visitaba por segunda vez los Estados Unidos. Pero ella aún recordaba con detalle la ocasión como si hubiera tenido lugar unos días antes. En aquel entonces Jane Croly ya era una periodista reconocida. Sus artículos se publicaban en algunos medios de Nueva York y de ciudades como Boston y Baltimore. Su esposo, David Goodman Croly, también era editor y escritor, y ambos eran miembros del Club de Prensa de Nueva York. Sin embargo, solo él había recibido una invitación para asistir al banquete ofrecido en el restaurante Delmonico’s. Jane había intentado ser admitida también, pero el club se negaba a permitir que las mujeres asistieran incluso a los brindis y discursos posteriores a la cena.

Tres días antes del evento, y ante el alud de protestas de otras periodistas, el club había decidido hacer algunas concesiones: se admitiría a las damas con la condición de que tomaran asiento detrás de una cortina, sin ser vistas por los caballeros asistentes a la cena de gala y también fuera de la vista del invitado de honor. Pedirle que se escondiera detrás de una cortina siendo periodista mientras su esposo ocupaba un asiento en las mesas de comedor había sido el peor de los insultos. (Años más tarde, el New York Press Club se disculparía públicamente por tan lamentable decisión). En cualquier caso, Jane Croly se había negado a asistir al banquete y transcurridos unos días su indignación había dado paso a una promesa: Algún día fundaría un Club de Mujeres Periodistas en el que celebrarían sus cenas y a las que no invitarían a ningún colega masculino.

Cuando el Woman's Press Club de Nueva York abrió sus puertas, Jane Croly saboreó cada minuto de ese histórico día. Había dado por cumplida la promesa que se había hecho años antes. Nunca más le faltaría a una mujer periodista un club que la representara y honrara. Nunca más una periodista echaría en falta un lugar donde reunirse con sus compañeras de profesión.

 

 

Quizá la instantánea que más define a Jane Cunningham Croly es aquella en la que con más de setenta años se embarcó hacia Inglaterra, enferma y con la cadera fracturada, para visitar su país natal al que había dejado con doce años de edad. Tuvo siempre una personalidad desbordante, casi inverosímil. Buena parte de su vida estuvo comprometida en las más insólitas actividades para una dama victoriana. Se casó y tuvo cuatro hijos, pero además trabajó como editora, fundó dos revistas y abrió dos importantes clubs en Nueva York, en una época en la que el tono de la vida lo marcaban claramente los hombres. Cada una de sus ideas impregnó para bien el mundo de otras personas. Fue única toda su vida.

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