Image

Holly Ordway

Image

Holly Ordway se doctoró en Literatura Inglesa por la Universidad de Massachusetts Amherst. En la actualidad forma parte del cuerpo docente de la Universidad Baptista de Houston y participa en numerosas actividades académicas de esta institución. Es catedrática de Lengua y Literatura Inglesa y participa como coordinadora del título superior de Apologética y como profesora especializada en apologética cultural e imaginativa. Su trabajo académico ha tenido especial atención a la obra de C. S. Lewis, J. R. R. Tolkien y Charles Williams. También es miembro del Word on Fire Institute.

Además de Dios no va conmigo, Ordway ha publicado Apologetics and the Christian Imagination: An Integrated approach to Defending the Faith (Emmaus Road Publishing) así como numerosos artículos, poemas y textos diversos sobre crítica literaria.

Esta no es la historia de una chica que tuvo un sueño, que vio la luz y al día siguiente se levantó de la cama cantando alabanzas al Señor, tan renovada como quien sale de las aguas del Jordán. Tampoco es el relato de una joven conversa que nos cuenta sus vivencias para justificar su fe y llenarse de razones, en su opinión apabullantes, para que todos creamos en Dios.

Esta es la historia de una académica, una intelectual sin influencias religiosas evidentes de ninguna clase, que llega a un momento de silencio interior en su vida sin que medie ninguna situación especialmente traumática y se plantea el interrogante, con mayúsculas, al que se enfrenta el ser humano: ¿qué hay después de la muerte?

¿Puede tener mi vida algún sentido más allá del que yo me empeñe en construir? ¿Podría ser cierto que Dios ofrece realmente una vida que no acaba? ¿Era Jesús quien decía ser? ¿Cómo puede Dios ser una respuesta para el hombre moderno y científico?

Dios no va conmigo

Image

Instituto John Henry Newman Universidad Francisco de Vitoria

Salvador Antuñano Alea

P. Florencio Sánchez Soler LC

Rocío Solís Cobo

© 2019 Holly Ordway

Universidad Francisco de Vitoria

Ctra. Pozuelo-Majadahonda, km 1,800

28223 Pozuelo de Alarcón (Madrid)

Tel.: (+34) 91 351 03 03 ext. 2193

editorial@ufv.es

Primera edición: octubre de 2019

ISBN edición papel: 978-84-17641-52-8

ISBN edición digital: 978-84-18360-05-3

Depósito legal: M-23402-2019

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Para Jim y Kathy Ordway

Índice

PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

PRÓLOGO DE JOHN MARK N. REYNOLDS

INTRODUCCIÓN

I. Una derrota gloriosa

II. La selva oscura

III. Sola en la fortaleza del ateísmo

PRIMER INTERMEDIO

IV. La lámpara invisible

V. La pluma y la espada

VI. El invierno y la primavera

SEGUNDO INTERMEDIO

VII. Avanzando centímetro a centímetro

VIII. Justicia perfecta o misericordia perfecta

IX. En guardia

X. Una frase de armas

TERCER INTERMEDIO

XI. En busca del origen

XII. La escuela experimental

XIII. La luz de la lámpara invisible

XIV. Resultados

CUARTO INTERMEDIO

XV. Entre dos mundos

XVI. Aferrarse

XVII. Un milagro

QUINTO INTERMEDIO

XVIII. Cuerpo y alma

XIX. Un paso peligroso

XX. Zozobra

XXI. Cruzando el umbral

SEXTO INTERMEDIO

XXII. La espada

XXIII. El agua

XXIV. El lucero del alba

SÉPTIMO INTERMEDIO

XXV. Cambio de paradigma

XXVI. Magníficat

XXVII. Rumbo a casa

AGRADECIMIENTOS

Prólogo a la edición española

Hace más de trescientos cincuenta años que el científico y matemático francés Blaise Pascal reflexionaba sobre la conducta de ciertos amigos suyos —al parecer bastante libertinos— y afirmaba algo que no deja de ser cierto por poco original que resulte: la vida humana se caracteriza por la ausencia de certezas; solo tenemos una: la muerte. Y no parece que esto haya cambiado desde entonces. Además, Pascal se lamentaba de una reacción ante este hecho que parecía ser bastante común en la sociedad en la que él vivía: mirar para otro lado, hacer como si la muerte no existiese o como si fuese algo que le sucede a los demás; tratar de ocupar el mayor número de horas del día con la mayor cantidad de preocupaciones, tareas o distracciones cotidianas de manera que no nos quede un instante de silencio interior para plantearnos la pregunta que, dadas las certezas que tenemos, se convierte de forma automática en la cuestión con mayúsculas: ¿qué hay después de la muerte?

Este interrogante se puede formular de mil maneras; desde preguntarnos por el sentido de la vida hasta plantearnos si Dios existe o qué dios es el que existe. Pascal lo formula así: «La inmortalidad del alma es algo de tan vital importancia para nosotros, nos afecta tan profundamente, que uno ha de haber perdido todo sentimiento para que no le preocupe conocer los hechos relativos a la cuestión». ¿Cómo lo expresa Holly Ordway? Podría decirse que esta obra es el testimonio de la conversión de una atea al catolicismo, porque lo es, pero no le haría justicia. Dice Peter Kreeft que la apologética cristiana actual es frágil porque su contenido suele tender a dos posibles extremos, el de una ortodoxia teológica que resulta impersonal o el de una profundidad psicológica que resulta superficial desde el punto de vista teológico. En ambos casos, y en sentido apologético, el problema de dichos testimonios es que van dirigidos a los convencidos, no a los escépticos, ni a quienes tienen dudas, ni a quienes se han detenido a plantearse si su vida tiene sentido. En mi opinión, el testimonio de Ordway goza de esa inusual virtud —la de apelar a convencidos y a escépticos— por múltiples razones, muchas de las cuales quedan expuestas de manera evidente en el prefacio de la propia autora.

Esta no es la historia de una chica que tuvo un sueño, que vio la luz y al día siguiente se levantó de la cama cantando alabanzas al Señor tan renovada como quien sale de las aguas del Jordán. Tampoco es el relato de una joven conversa que nos cuenta sus vivencias para justificar su fe y llenarse de razones, en su opinión apabullantes, para que creamos en Dios. Esta es la historia de una académica, una intelectual sin influencias religiosas evidentes de ninguna clase, que llega a ese momento de silencio interior en su vida sin que medie ninguna situación especialmente traumática y se plantea ese interrogante con mayúsculas del que hablaba Pascal. Y se lo va a plantear en los términos que le son propios en ese momento, que no son los de la fe, sino los de un ateo o un escéptico, pero un ateo o un escéptico intelectualmente honesto: decide buscar la verdad, sea cual sea, por incómoda o desagradable que esta le resulte, y seguirla allá donde esta verdad lo lleve. A Pascal no le cabría en la cabeza que a alguien que se considerase honesto intelectualmente, por escéptico que fuera, no le interesara la búsqueda de la verdad en los términos en que la plantea Ordway: sin presuponer la fe.

Decía que Pascal se rebela ante la indiferencia de quienes deciden vivir sin buscar respuestas en cuanto al fin último de la vida. Para él, la clave no estriba en creer o no creer, sino en buscar o no buscar. Y Ordway decide iniciar una intensa búsqueda y reflexión que la conduce a una exploración racional de la fe con el objeto de discernir si esta se debe a la crédula simpleza de la gente o si, por el contrario, goza de unos cimientos de lo más sólidos.

Decir que tan solo es la historia de una búsqueda sería también quedarse corto. Es el relato de lo que Ordway encuentra en esa búsqueda —o quizá sea más preciso hablar de lo que viene a su encuentro—: el sentido de unos términos, como Dios y Jesús, que, como ella dice, eran hasta entonces unos significantes abstractos; y este sentido es algo práctico y palpable: ha tenido y tiene ahora un efecto progresivo de transformación en su vida real.

Y esa transformación sigue su curso, no es un viaje finiquitado. Ordway se sube a lomos de un caballo del que no espera que la derribe un rayo como a san Pablo, sino que coge las riendas con firmeza, decidida a llegar hasta el final sea cual sea, tarde lo que tarde, y va cubriendo etapas; y conforme supera una colina tras otra, va aceptando con plena honestidad y de manera consecuente la verdad que allí se encuentra.

Lewis y Tolkien, entre otros, desempeñan un papel protagonista tanto en la búsqueda de Ordway como en el relato de la autora: son las herramientas que más a mano tiene una profesora de Literatura Inglesa que ha crecido leyéndolos, y no duda en auparse a sus sólidos y anchos hombros. De ahí que, al traducir y disfrutar de esta obra tan estimulante, me haya venido a la cabeza ese pasaje de El señor de los anillos en el que Gandalf le dice a un Frodo atemorizado: «Todo lo que podemos decidir es qué haremos con el tiempo que nos dieron». Ordway ha decidido emplear ese tiempo en la búsqueda de la verdad, sea esta cual sea, por incómoda que sea. Y esta es su historia.

Julio Hermoso

Prólogo de John Mark N. Reynolds

Los intelectuales se han labrado una mala imagen por sí mismos. Con frecuencia parecen alejados del mundo real o de los valores que exalta un pueblo. Ha habido y hay, sin embargo, algunas personas reflexivas, intelectuales en el mejor sentido, que aman las ideas y aman a la gente.

Cuando era joven, la historia de C. S. Lewis, el profesor ateo de Literatura que se convirtió al cristianismo, me inspiró en mi vida académica, y ahora, como rector universitario, la historia de otra profesora atea formada en el campo de la literatura que siendo ya adulta se vuelve hacia Jesucristo me motiva para seguir adelante y hacer las cosas mejor de lo que las he hecho.

Ordway es un tipo nuevo de apologeta. Si Francis Schaeffer inició una forma de apologética cultural que nuestra colega Nancy Pearcey esta llevando a su madurez, Ordway nos está ofreciendo un nuevo punto de partida que encarna una visión compatible aunque única de lo que significa ser un apologeta y un académico en la actualidad.

Siguiendo ejemplos del siglo xx, como el de Dietrich Bonhoeffer, Ordway le pierde el miedo a la cultura y nos recuerda que vivimos en el mundo aunque no pertenezcamos al mundo. Tenemos cuerpo y alma, alma y cuerpo, y la apologética de la autora no se olvida nunca de ninguno de los dos ni pone el énfasis en el lugar equivocado al respecto de cuestión alguna.

Hay quien ha venerado la creación o ha utilizado el cuidado de la creación como eslogan para el materialismo funcional. Otros utilizan la teología del cuerpo para dar pie a la laxitud en la moral cristiana. Ya tenemos demasiados académicos cristianos, intelectuales cristianos y artistas cristianos para quienes el cristianismo es simplemente un adjetivo que modifica la esencia de sus vidas o de sus carreras profesionales. Ordway es una rareza: es una cristiana que hace cosas, una cristiana académica, una cristiana intelectual, una cristiana artística.

Este libro demuestra que dicho matiz lingüístico es importante.

Ella acepta el Evangelio al completo, no porque siempre le guste, sino porque piensa que es la mejor idea, la más verdadera, la más bella de la historia de la humanidad. Ordway es lo suficientemente realista como para aceptar los fallos de los cristianos, y no defenderá nuestros cismas, nuestros genocidios o nuestra decadencia.

Nunca pierde de vista a Jesús: encarnado, triunfal, vivo.

Yo sé que ella es del tipo de persona a quien le va Dios, un tipo que el siglo XXI tal vez no sea siempre capaz de asimilar. Es lista, potente, femenina y tradicional. Sus puntos de vista son impredecibles, porque los forma sobre la base de la Palabra de Dios.

Hay gente muy lista que desea amar a Jesús, pero prefiere pasar por alto a su novia, la Iglesia. Estos maleducados no salen mejor parados que en esas situaciones en que un marido enamorado conoce a un zafio que se muestra condescendiente con su amada, la ignora o la insulta. Ordway ama al pueblo de Dios porque ama a Dios. Esto no la ciega ante algunos de los problemas de la Iglesia visible, pero su razonamiento no acaba en un cinismo fácil.

La historia de Ordway es la historia de cómo Dios siembra su palabra dentro de ella, cómo Ordway responde «hágase en mí» y acto seguido encuentra su senda hacia un hogar eclesiástico. Ella piensa por sí sola, pero no en soledad. Busca la mente de Cristo y la comunidad de la fe en todas las épocas.

Aunque no comparta todas sus conclusiones sobre la naturaleza de la Iglesia, sí comparto su consciencia de que la Iglesia es al tiempo visible e invisible. Ordway no es un ser de instituciones, sino de la encarnación. Sabe que exactamente igual que los hombres han de tener un cuerpo para ser hombres, así la novia de Cristo ha de ser visible para ser la novia de un Cristo encarnado.

Al mismo tiempo, la Iglesia es mística y solo se la ve en su plenitud en el paraíso. Ordway sabe razonar (preguntemos a sus alumnos), pero no le da miedo detenerse y ponerse a venerar cuando alcanza lo inefable. Tiene la sensación de que la belleza puede ser un engaño, pero también puede ser una señal.

La de Ordway es una historia en la que el amor reemplaza al miedo. Dios no teme las preguntas, las dudas, las preocupaciones o los errores. No teme a nada porque es el amor perfecto. Ordway ya presintió esta verdad cuando aún se hallaba alejada de Dios, y de ese modo intercambió sus temores y sus dudas sobre sí misma por amor.

Encontró a una persona, pero al hallarlo a él también halló a su familia: la Iglesia. Ordway no es tan arrogante como para exigir que la familia esté a la altura de sus expectativas, ¡aun cuando esas expectativas están justificadas!

¿Debe contar su historia una persona de quien esperamos que aún se encuentre a medio camino en dicha historia? Si la motivación fuese el orgullo o la autocomplacencia, ningún cristiano podría justificar unas memorias, pero este libro se halla en la tradición del testimonio. Cuando era un crío me encantaba oír lo que contaban aquellos que después serían santos acerca de lo que Jesús estaba obrando en sus vidas. Tales historias alientan a los creyentes para seguir adelante. Sabemos que la Iglesia perdurará, pero flaqueamos.

Las puertas del infierno no prevalecerán sobre la Iglesia, pero con frecuencia tengo la sensación de que a mí me están aplastando. En ese momento, el testimonio de una creyente sobre el estado de su caminar con Dios es de lo más alentador. La doctora Ordway es una luchadora feliz, un estado que no solo implica dar voces de alegría, algo que ella hace sin duda, sino también estar dispuesta a luchar.

Conozco a muchos luchadores de la cultura, pero a pocos luchadores alegres de la cultura: Holly Ordway es uno de ellos.

Si estuviera en mi mano, nombraría a Ordway doncella guerrera de Rohan. Si el lector entiende la referencia y la disfruta, es entonces como esos alumnos a los que la doctora Ordway inspira todos los días aquí, en la HBU. Al igual que Lewis, Tolkien o Sayers, Ordway es imaginativa y está llena de una fe viva, pero, al contrario que ellos, es norteamericana. Es producto del país en que nació, aunque no en un sentido limitado y patriotero.

Ordway creció inmersa en la cultura norteamericana y en el cristianismo norteamericano de las últimas décadas. Veía la televisión americana, escuchaba música americana y asistió a colegios americanos muy buenos. En aquel entorno, un secularismo inicial y perezoso se convirtió en un ateísmo más militante, pero Ordway tuvo finalmente la posibilidad de cruzarse con algunos cristianos con todas las letras. Si los norteamericanos tienen una sola virtud nacional, esta ha de ser la esperanza.

Ordway dirige ahora un programa de Apologética Cultural en la Houston Baptist University. ¿Acaso hay algo más norteamericano, más lleno de esperanza, que eso?

Ahora, la lectura de sus reflexiones nos asoma a la vida de una luchadora intelectual, una cristiana y una académica.

John Mark N. Reynolds

17 de julio de 2013, festividad del Zar Mártir

Houston Baptist University

Introducción

Escribí la primera versión de este libro apenas a los dos años de haber iniciado mi viaje cristiano, pensando que conforme fuera pasando el tiempo vería sin duda más de lo que veía en el momento de escribir y que la historia se iría aclarando de manera gradual al continuar con mis reflexiones. Sin duda ninguna, este ha resultado ser el caso.

Tras la primera publicación de Not God’s Type, concedí muchas entrevistas y di charlas sobre el viaje de una atea hacia la fe, y me hicieron las preguntas de rigor: ¿qué experiencia tuve de la fe en la infancia?, ¿cómo me hice atea en un principio?, ¿qué fue lo que cambió para que yo me encontrase dispuesta a escuchar los argumentos sobre la veracidad del cristianismo?

Me di cuenta de que las respuestas a estas preguntas se encontraban en la obra de la gracia, que se había iniciado en un punto de mi vida muy anterior a lo que en un principio yo había percibido. Era necesario hablar más sobre las primeras etapas de mi viaje.

A medida que me fui involucrando cada vez más en la apologética, reconocí también la importancia de la imaginación como catalizador y como pilar de mi exploración racional de la fe. Fue la imaginación lo que hizo que los conceptos cristianos tuvieran sentido para mí. Hasta que unos términos como Dios y Jesús tuvieron pleno sentido —literalmente, se llenaron—, en lugar de ser unos significantes abstractos, las discusiones sobre religión no fueron más que juegos intelectuales sin una verdadera importancia en el mundo real.

Con demasiada frecuencia en la apologética actual, los cristianos tienen la tentación de buscar el argumento mágico, la frase precisa que decir en el momento justo para que la otra persona reconozca «¡me he estado equivocando de plano, todo el tiempo!, ¡traedme una Biblia!». O peor, los apologetas pueden tratar los argumentos como si fueran una llave de kungfu retórico que sirve para derrotar o aplastar al ateo. En otras ocasiones, los cristianos presionan a la gente para que se percate de la existencia de Dios y reconozca su propia condición pecaminosa, y, cuando el escéptico se resiste, se apresuran a declarar tal hecho como la prueba de su dureza de corazón. Se nos olvida que el cristiano y el no creyente a menudo carecen de un significado compartido de términos como Dios y pecado. Con demasiada frecuencia entablamos un diálogo de sordos justo con las personas a las que tratamos de ayudar.

Tenemos que ser conscientes de la manera en que se relacionan la razón y la imaginación y advertir también el modo en que se forcejea con el sentido y este se forma a largo plazo. Sin tal entendimiento, es fácil que los apologetas se frustren en aquellas situaciones en que el hecho de plantear un argumento atractivo, de refutar de manera decisiva una objeción o de ofrecer un trasfondo bíblico no conduzca a una conversión inmediata. Un deseo bienintencionado de compartir la verdad se puede convertir en impaciencia arrogante: «¿Es que no ves lo equivocado que estás? Tus objeciones no son válidas. ¡Deja ya de dar la nota y conviértete de una vez!».

Si, en efecto, pretendemos comunicar hoy en día el evangelio a algo más que un minúsculo porcentaje de la gente y ayudar a los cristianos a mantener una relación robusta, duradera y transformadora con Cristo, tenemos que dedicarnos a ello a largo plazo, con la capacidad de utilizar enfoques tanto racionales como imaginativos al respecto de la creencia y la práctica.

De manera que empecé a pensar en cómo había hablado sobre mi viaje hacia la fe, qué había incluido, qué había dejado fuera, qué me había limitado a apuntar sin más. Me di cuenta de que aquellos breves meses de intensa búsqueda y reflexión en los que reconsideré mi ateísmo no habían supuesto un gran cambio como punto de inflexión. Cuando me encontraba con argumentos e indicios a favor del cristianismo, mi razón era por fin capaz de alinearse con mi imaginación, la cual, como la aguja de una brújula, había señalado trémula hacia el verdadero norte durante muchos años.

Con la oportunidad de ofrecer una versión más completa de mi conversión al cristianismo llegó también la oportunidad de contar también cómo se había seguido desarrollando mi historia. Por la gracia de Dios, mi historia ha sido la de amar a Dios de un modo más pleno y más profundo de manera gradual y la de continuar por la senda de su verdad allá donde esta condujese, que ha resultado ser la Iglesia católica.

Se diría que esperar lo inesperado es una manera útil de afrontar la vida cristiana. Cuando escribí la primera versión del libro, era episcopaliana y también era una profesora titular de Literatura Inglesa en el sur de California que se estaba sacando un título de Apologética en una universidad protestante; mientras escribo esto, soy católica y la directora de un máster de Apologética Cultural en la Houston Baptist University de Texas. Todo esto no sale de uno sin más…

Pues bien, este libro mira tanto hacia delante como hacia atrás desde ese primer fotograma de mi viaje que se ofrecía en Not God’s Type. Hacia delante, para cruzar el Tíber y ser recibida en plena comunión con la Iglesia católica, y hacia atrás, para remontarme a las raíces más profundas tanto de mi ateísmo como de mi fe.

I

Una derrota gloriosa

Me pareció ver un árbol, el más maravilloso,
elevado en la altura, y envuelto en luz,
la cruz más brillante. Aquella almenara
refulgía en oro. Joyas
desperdigadas brillaban a sus pies; y
otras cinco fijas sobre los brazos.

El sueño de la cruz

Me dispongo ahora a acometer algo que podría parecer una tarea sencilla: recordar cómo fue que me alejé del ateísmo y me adentré en la fe cristiana.

Sin embargo, contar esta historia no es tan sencillo.

Cuando le di el sí a Cristo pensé que había llegado al final de mi camino, pero me encontré con que simplemente había coronado la colina más cercana. El camino, al parecer, seguía y seguía, y no tardé en percatarme de que la vida cristiana no iba a ser fácil.

Era emocionante aprender más sobre teología y sobre doctrina —ya ves, soy académica—, pero resultaba mucho más complicado integrar aquellos conocimientos nuevos en mi vida diaria. Tenía que aprender a rezar y a formar parte de una comunidad integrada por esa gente rara y un tanto intimidatoria de los llamados cristianos. Tenía que reconsiderar mi postura como feminista liberal; gran parte de lo que creía hasta entonces había resultado ser falso, fundamentado como estaba en una manera incompleta y distorsionada de entender lo que significa ser humano (y sexo femenino). Tenía que descubrir cómo ser un testigo cristiano en un entorno hostil, como profesora de literatura en una escuela universitaria secular.

Y tenía que aprender a verme a mí misma de un modo nuevo. Hasta entonces me había considerado una persona razonablemente agradable y buena, pero entonces entendí que aun en mis mejores momentos me quedaba muy lejos de la perfección de Dios, fuente de toda bondad. Sin embargo, la Iglesia decía que mi Padre celestial me ama de forma plena y sin reservas. A la luz de aquel amor inmerecido, me formé el deseo de una relación más fuerte y más profunda con mi Salvador, y también el deseo de recibir su ayuda con el fin de convertirme en aquello para lo cual él me había creado.

Tal vez la parte más difícil y la más transformadora de mi nueva vida era la de encontrarme por primera vez —y después de forma repetida— al pie de la cruz; allí fue donde descubrí la realidad de la gracia.

En la época en que me hice cristiana, se diría que de cara al exterior guardaba la compostura, pero estaba herida por dentro al acabar de salir de una relación larga y desastrosa, una relación en la que me había visto inmersa de mala manera —tal y como enseña la Iglesia, aunque yo no lo sabía en aquel momento— y que había finalizado de un modo doloroso.

¿Podría llegar a alcanzarme la gracia de Dios y sanar las heridas ocultas en mi corazón? Yo no sabía lo suficiente como plantearme siquiera la pregunta; seguía estando demasiado anestesiada como para saber que necesitaba ayuda de una forma tan desesperada. En mi viaje a la fe cristiana, me había centrado en la resurrección; pero, tras mi bautismo, esa entrada sacramental en la muerte y la resurrección de Cristo, empecé a descubrir que la cruz es el manantial de la gracia sanadora y transformadora: no es una simple parte de los sucesos históricos de la pasión y la muerte de Jesús, sino el lugar donde el Dios encarnado cargó con todo el oscuro peso de la miseria humana y quebró su poder para todos, para mí.

La cruz, hablando en plata, es donde toda la m—— se acaba. Toda ella. Son tantas las formas en que un ser humano puede hacer daño a otro, tantas las crueldades mezquinas, los abusos de poder, las palabras denigrantes; sentí la acumulación de la miseria mundana, gota a gota, hasta temer que me ahogaría, e incluso empecé a desear que ocurriese. Los cortes de la soledad, la traición, la ansiedad y la depresión son profundos, y no siempre dejan marcas externas. Todo el sufrimiento, sin embargo, se carga sobre la cruz y halla su lugar en las marcas de los clavos en las manos y en los pies de Cristo, en la lanzada en su costado: cinco preciosas heridas que él luce ahora y lucirá para siempre en su cuerpo resucitado y glorificado.

«Este es mi cuerpo, que será entregado por vosotros». No se trata de una gracia demasiado exquisita y espiritual como para que yo la capte, sino cuerpo y sangre, pan y vino, entregados por mí; conmueven, transforman, renuevan mi mente, mi cuerpo y mi alma. No de golpe, sino lentamente, como la llegada de la primavera en la Nueva Inglaterra de mi niñez: un día se chapotea en la nieve que se funde en el suelo; otro día aparece un trazo verdoso en las yemas de las ramas desnudas del invierno; otro día, un petirrojo se pasea por el césped con sus ojos brillantes, y el invierno ha pasado. El verano se hará realidad.

Este relato no pretende tener una precisión fotográfica. No soy capaz de representar con exactitud cómo fueron las cosas, porque la palabras no dan para más y, en cualquier caso, ya no soy la persona que era entonces. Aunque estoy lo suficientemente próxima como para recordar gran parte de lo que sentí y pensé, los cambios que he sufrido han sido verdaderos cambios.

Lo que es más importante, el sentido de mi viaje hacia la fe se ha desplegado más todavía conforme ha ido pasando el tiempo. He llegado a percibir aspectos de mis experiencias de los que no me había percatado y de los que, desde luego, no me podía haber percatado en su momento. He empezado a reconocer la forma en que la gracia ha estado influyendo en mi imaginación durante muchos años sin que yo me dé cuenta, igual que un río que fluye soterrado, profundo, bajo la superficie de un desierto, hasta que un día, para gran asombro del cansado viajero, borbotea hacia la superficie con unas aguas claras, dulces y frescas.

Pues bien, este es el relato de una gloriosa derrota, una renuncia a mi adorada independencia, renuncia que no buscaba, pero necesitaba de manera desesperada: una rendición incondicional en la que fui traída de la muerte a la vida, de un intento por vivir sin Dios a ser conducida plenamente hasta su cuerpo, la Iglesia. Y después de haber conocido a Cristo como mi Señor soberano, esto es también un boceto de cómo llegué después a amarlo como mi Salvador.

Por último, esta no es esencialmente la historia de lo que hice gracias a haber sido lo bastante lista, sino la historia de aquello que fue hecho en mí y por mí gracias a haber sido lo bastante débil. Es un relato de la obra de Dios, la historia de la gracia que actúa en y a través de los seres humanos, pero que siempre parte de él y lleva de regreso a él. Y es la historia de cómo me llevaron de vuelta al hogar.

II

La selva oscura

En medio del camino de la vida
errante me encontré por selva oscura,
en que la recta vía era perdida
¡Ay, que decir lo que era, es cosa dura,
esta selva salvaje, áspera y fuerte,
que en la mente renueva la pavura!
¡Tan amarga es, que es poco más la muerte!

Dante, La divina comedia: el infierno

La palabra ateo viene del griego a theos; literalmente, ‘sin Dios’.

Así me hubiera descrito yo a los treinta y un años, casi la misma edad de Dante en la selva oscura. Era una profesora universitaria atea y me encantaba verme de esa manera. Me lo pasaba bomba no siendo creyente; era divertido considerarme superior a las masas incultas y supersticiosas y hacer comentarios maliciosos sobre los cristianos.

Pensaba que no tenía ninguna fe en absoluto. Ciertamente, a cualquiera que me hubiese preguntado le habría dicho que yo no buscaba a Dios, y era una afirmación cierta tal y como yo la entendía entonces. Estaba buscando algo —un fin, un sentido, una satisfacción—, pero, dado que entonces no creía que Dios existiese, no se me ocurrió (ni, desde luego, se me podía ocurrir) que lo que yo buscaba se pudiera hallar en Dios.

Cuando tenía ocho o nueve años, mis padres se dieron cuenta de que veía muy mal de lejos: mis profesores me habían visto mirar a la pizarra con los ojos entrecerrados y acercarme hasta la primera fila para copiar los deberes en el cuaderno. Yo nunca me había parado a pensar en ello. Por supuesto que todo se ponía borroso cuando estaba a algo más de unos centímetros de distancia; ¿acaso no era igual para todo el mundo? Pues no, parece que no. Esa noche, para ayudarme a entenderlo, mi hermano me dio sus gafas y me pidió que me las pusiera.

Se acercaban las Navidades, y lo primero que miré fue el árbol de Navidad, engalanado con sus tiras de luces de colores. Estaba asombrada: las habituales manchas borrosas de colorines se descompusieron en destellos de bordes definidos. Alcé la vista y pude ver por primera vez los detalles de los adornos que pendían por encima de mí, la franja roja que rodeaba los bordes de la estrella de la copa del árbol.

Ahora, de adulta, me pongo un poco de los nervios si no llevo las gafas puestas constantemente, tal vez por culpa de demasiados encuentros con manchas negras de aspecto inofensivo que, vistas de cerca, resultaban ser arañas. De niña, sin embargo, aquella primera transformación de mi vista me tenía un pelín atemorizada. El mundo había perdido sus bordes difusos. Había que abarcar mucho más de lo que yo esperaba. Acabé acostumbrándome a las gafas nuevas y agradeciendo todo lo que ahora podía ver y hacer, pero, hasta que me puse las gafas de mi hermano, jamás me había imaginado siquiera que el mundo pudiese tener un aspecto tan diferente.

Así era mi vida de atea. Cuando pienso ahora en aquella vida de antes de conocer a Cristo, reconozco cuán limitada era mi vista. Necesitaba a la desesperada la presencia de Dios en mi vida, pero habría negado de plano tal necesidad sin comprenderlo.

Mi problema no se podía resolver escuchando a un predicador afirmar que Jesús me amaba y que quería salvarme. Yo no creía en Dios, para empezar, y daba por sentado que la Biblia era una colección de mitos y cuentos populares, igual que aquellas historias que había leído sobre Zeus y Thor, Cenicienta y la Bella Durmiente, solo que menos interesantes. ¿Por qué habría de molestarme en leer la Biblia, y mucho menos tomarme en serio lo que decía sobre ese tal Jesús? Desde luego que yo no creía que un Dios imaginario pudiese tener un hijo de verdad. Dado que no me creía en posesión de un alma inmortal, no me interesaba lo más mínimo su supuesto destino después de la muerte. Sin Dios, ni vida eterna, ni infierno…, no había motivo para seguir discutiendo la cuestión.

La dificultad no era una ausencia de oportunidades de oír hablar de Dios. El problema era más profundo: descansaba en mi propio concepto de lo que era la fe. Pensaba que la fe era irracional por definición, que significaba creer que cierta afirmación era verdadera sin razones de ningún tipo. Jamás se me ocurrió que pudiese haber una senda hacia la fe en Dios en la que participase la razón, o que pudiera haber pruebas de las afirmaciones del cristianismo. Pensé que había que tener fe sin más, y la propia idea de la fe me dejaba perpleja y me horrorizaba.

Aun así, era una idea que no me abandonaba. No tenía fe, no la quería, pero sentía el impulso de tener buenas razones para ello. Me construí una complicada analogía para mí misma, una analogía que a mí me daba la sensación de ofrecer una explicación satisfactoria de por qué la fe era imposible.

La establecí del siguiente modo: imaginemos que me dices «si crees que hay un unicornio rosa invisible en el cielo, te daré un BMW nuevo». Veo el coche en el aparcamiento. Oigo el tintineo de las llaves en tus manos. Si soy capaz de creer lo que tú quieres que crea, el coche nuevo es mío. ¡Genial! Pero es una pérdida de tiempo: yo sé que no hay unicornio. Da igual lo mucho que yo desee el coche, soy incapaz de creer algo contrario a la razón con el único fin de obtenerlo.

Creer en algo irracional como exigencia para obtener un premio, a eso me sonaba a mí aquella invitación del Evangelio que decía: «¡Acepta a Jesús y alcanza la vida eterna en el cielo!».

Esta invitación imposible se volvía aún más desconcertante por el hecho de que el premio tampoco es que sonase muy tentador, para empezar. ¿Qué era eso del cielo