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Nuria Egea, una joven estudiante, desaparece en extrañas circunstancias. Las agentes de la Guardia Civil Laura Moix y Sandra García se hacen cargo de la investigación.

Paralelamente, Alicia Ramírez, psicóloga del instituto donde Nuria cursa sus estudios, se ve en la necesidad de ayudar a un paciente suyo, Daniel Pedraza. Debido a ello, llega a sus manos un libro titulado Las palabras muertas. A raíz de su lectura, Alicia se verá inmersa en el descubrimiento de una verdad difícil de asimilar y que afectará a todos de manera trágica.

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Las palabras muertas

Juan Carlos Mato Amaya

www.ushuaiaediciones.es

Las palabras muertas

© 2013, Juan Carlos Mato Amaya

© 2013, Ushuaia Ediciones, S.C.P.

Carretera de Igualada 71, 2º - 8ª

43420 Santa Coloma de Queralt

info@ushuaiaediciones.es

ISBN edición papel: 978-84-15523-50-5

ISBN edición ebook: 978-84-15523-51-2

Primera edición: mayo de 2013

Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales

Todos los derechos reservados.

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A Ascen y a mis hijos

Hay mención en la Escritura de otro poder,

el de los gobernantes de la tiniebla de este mundo,

el reino de Satán, y el principio de Belcebú

sobre los demonios.

Thomas Hobbes

Lloraba. Siempre lo hacía. Cuando Daniel terminaba la última página y cerraba el libro, dejando tras de sí una estela de pasiones, decepciones y amores frustrados, parte de él quedaba cautivo entre las palabras que contorneaban una historia.

El dolor, producto del adiós a unos personajes con los que había compartido tantos secretos e ilusiones, llenaba el vacío que experimentaba al llegar al párrafo final.

La envidia hacia esas intensas vivencias, narradas en varios centenares de páginas, iba transformándose en una extraña admiración, en una sobrecogedora y alocada búsqueda en pos de la esperanza de encontrar una pista que le llevara al encuentro de su propio yo.

A fin de cuentas, apenas se reconocía a sí mismo. Se limitaba a aprender de unas vidas reflejadas sólo en papel, a enamorarse de mujeres que se le mostraban sin secretos e intocables y a entablar amistades que no correspondían más allá de la última página.

Secó las lágrimas de esparto con la ilusión de un nuevo comienzo. Dejó el libro en la pequeña mesilla de noche que tenía a la izquierda, para luego coger otro muy deteriorado que le había prestado Matías, un bibliófilo amigo de su padre que le suministraba lecturas poco frecuentes. Daniel observó detenidamente la deteriorada encuadernación del libro y leyó las palabras grabadas en él:

EL CAMINO HACIA LA VERDAD

CÉSAR PARDO

ACTIVIDADES EDITORIALES LAMLE

El libro tenía arrancada la página del año de impresión y sus hojas estaban amarillentas. Le había preguntado a Matías dónde había encontrado ese libro y quién era el autor, pues jamás había oído hablar de César Pardo.

—Le pregunté al librero sobre el autor, o mejor dicho, sobre el libro en cuestión. Sólo supo decirme que hace bastantes años, ni él mismo sabría decir a ciencia cierta cuántos, llegó a sus manos un paquete sin remite que contenía sólo este ejemplar. Jamás le fue enviado ningún libro más de esta editorial, ni antes ni después —le había puntualizado Matías la tarde anterior.

Daniel abrió la primera página y comenzó a leer el primer párrafo. Encabezaba el texto una sucesión de palabras que formaban una frase de difícil comprensión:

LAS PALABRAS DENTRO DE LA VIDA LLAMAN A LA VIEJA PARA ENCENDER LA LLAMA DE LA VERDAD AUTÉNTICA. UN CONOCIMIENTO HERMÉTICO QUE SE ABRE A LA IGNORANCIA DE OTRO SER QUE DEBIDAMENTE PROPORCIONE VIDA A LA MUERTE.

Era ya tarde. Las cortas noches de verano invitaban a seguir despierto; no obstante, el frescor de la madrugada adormecía los sentidos y sumía las mentes más inquietas en un sopor que prometía placenteros sueños. Daniel cerró el deteriorado libro, apagó la luz y se entregó a la oscuridad de la noche. Sin embargo, no advirtió que entre la penumbra del dormitorio una figura traslúcida de mujer, ataviada con ropajes antiguos vigilaba su sueño para tornarlo poco a poco en pesadilla.

Capítulo 1

La relación establecida entre Daniel y las demás personas que formaban su microcosmos era casi nula. Hubo un tiempo en que pulularon amistades satisfactorias; pero, en aquel momento, su vida giraba en torno a un epicentro demasiado peligroso que lo lanzaba a cerrar los ojos y ver sólo a Eloísa. La mirada de una mujer madura de facciones pálidas, ataviada con un vestido negro que llevaba sobre el pecho un camafeo, le producía un terror difícil de comprender incluso por él mismo. Por eso, cuando Nuria lo llamó para tomar algo, fue como si hubiese visto una luz resplandeciente en medio de la nebulosa gris en la que se había ido convirtiendo su vida.

Y en esos días de lluvias otoñales, Daniel esperaba en una mesa de un pequeño bar a que Nuria atravesara la puerta. Había escampado hacía unos minutos, el asfalto brillaba tras la capa de agua, el silencio se acentuó con el cese de la lluvia y otra dimensión pareció sumergir a todo lo que rodeaba a Daniel. El camarero se movía con cierto aire ampuloso, lento pero firme, y una voz sonó nítida entre tanta lentitud.

—¿Qué tal, Dani?

Era Nuria con el cabello mojado, portando un paraguas en la diestra, con presencia de ángel, belleza alentadora para aquellos que se acercan a la balaustrada de la desesperación.

—Hola Nuria. Te has mojado.

—No importa. Este encuentro merece la pena.

Daniel no contestó. No estaba acostumbrado a ser importante en la vida de otra persona.

—¿Quieres tomar algo?

—¿Qué tomas tú? —quiso saber Nuria, mirando el vaso medio vacío encima de la mesa.

—Un zumo de piña.

—Entonces, yo tomaré otro —dijo Nuria mientras se sentaba frente a Daniel.

Y durante el tiempo en que tardó el camarero en servir el zumo en la mesa donde se encontraban sentados, las miradas fueron las protagonistas de un circunloquio mudo, secreto, indescifrable.

—Para ser sincero, ha sido una agradable sorpresa que me llamaras —reconoció Daniel.

—Hace meses que no sé nada de ti.

—He estado...

Daniel bajó la vista hacia el vaso donde reposaba el zumo de piña que acababan de servir. Necesitaba sincerarse con alguien que no pusiera en tela de juicio su cordura; la cuestión radicaba en si podía confiar en ella.

—¿Te ocurre algo?

La voz de Nuria acarició las dudas de quien tenía enfrente. El dulce sonido que desprendían los labios de una amiga provocó una decisión precipitada. Daniel levantó la vista y su mirada se clavó en la de ella.

—He estado siendo acosado por un espectro que reside en un libro.

—¡¿Qué?!

—Llevo unos tres meses leyendo un libro titulado El camino hacia la Verdad. Desde el momento que leí sus primeras páginas, una presencia que se manifiesta en forma de mujer anciana me persigue en mis sueños. Nada más cerrar los ojos veo su imagen pálida. Además, siento que ella me observa constantemente.

A medida que Daniel se explicaba, el tono nervioso de su voz se hacía cada vez más evidente, llegando incluso a gesticular con movimientos raudos propios de un esquizofrénico.

—Pero ¿qué diablos me cuentas? —inquirió Nuria escéptica—. ¿No te estarás metiendo algo?

—Claro que no, joder. Es difícil de entender, lo sé. Te juro que no te miento. Es un libro maldito.

—¿Has hablado con alguien de esto?

—Con la psicóloga del instituto.

—¿Y ella qué te ha dicho?

—Nada que me sirva de ayuda. Me parece que creyó que estaba loco.

Un silencio incómodo se abrió paso entre el espacio que separaba los rostros de dos desesperados que buscaban redimirse a través de distintos caminos, amor y liberación, y que terminaron por cruzarse en aquella tarde de otoño.

—Yo te creo —terminó diciendo Nuria.

Francamente, no estaba muy convencida de la historia de Daniel; pero estaba enamorada de él, aunque llevara meses intentando convencerse de lo contrario. No podía abandonarlo a su suerte. Es lo que tiene el amor.

Capítulo 2

La tarde se tornaba triste, melancólica de un tiempo oscuro que residía en el olvido de una nueva generación. Alicia avanzaba, trémula, entre las sombras que parecían asomarse desde las vetustas casas que formaban un laberíntico trazado. Ésa era la característica más sobresaliente del casco antiguo de la ciudad; una amalgama de casas y mansiones de muy diferente estructura arquitectónica se sucedían para formar caminos repletos de recovecos donde vivían agazapados los fantasmas que antaño anduvieron por esas mismas calles de piso rugoso empapado por la fina lluvia que caía.

Alicia Ramírez rondaba los treinta años. De aspecto tremendamente elegante, con su cabello rubio natural que le llegaba hasta la mitad de la espalda y sus ojos azules escondidos tras unas gafas graduadas, caminaba con ligereza y desparpajo. Hacía poco más de dos años que ejercía su profesión en el Instituto de Enseñanza Secundaria de la comarca. Como psicóloga nunca tenía muchos pacientes; sin embargo, le bastó uno sólo para que su vida entrase en un torbellino de deseo por saber. El ansia por descubrir qué le ocurría a Daniel Pedraza, puesto que había algo en las palabras que utilizó para describir la tortura mental a la que estaba sometido, que intrigó profundamente a Alicia. Era muy consciente de que aquel joven se había ido de la consulta con la idea preconcebida de que ella lo consideraba un demente, un loco atrapado en los delirios de una ficción. Lo que Daniel desconocía era que, en parte, Alicia lo creyó. No es que estuviese convencida de la existencia fantasmal de aquella vieja de la que tanto hablaba el joven estudiante, empero, sopesaba la idea de que aquel espectro fuese tan real como los sueños que tenía cuando era una niña y se veía sentada en el regazo de su difunto abuelo mientras éste le contaba las historias que no tuvo tiempo de contar en vida. Y allí estaba ella, frente a la puerta de la casa de Matías Bernárdez, en busca de alguna pista que le permitiese acceder a la mente de Daniel para así poder ayudarlo.

Sonó un din-don extremadamente agudo. La puerta tardó en abrirse, no es que Matías estuviese lejos de ella, sino que le gustaba hacerse notar y no se le ocurrió mejor modo de hacerlo que tardando unos minutos en abrir la puerta y recibir a esa atractiva mujer que había observado desde la ventana de la biblioteca.

—Buenas tardes —saludó cortésmente Alicia al personaje que abría la puerta.

—Buenas noches diría yo —interpeló Matías como si estuviese interesado en entablar, desde el primer momento, una discusión inútil.

—Como quiera.

Esa respuesta rápida a la estúpida objeción del inquilino hizo descubrir a éste que aquella mujer no soportaba las conversaciones vacías.

—¿Vive aquí Matías Bernárdez?

—Está usted hablando con él.

—Mi nombre es Alicia Ramírez. Soy la psicóloga del Instituto. Quisiera hablarle de un asunto que puede interesarle.

—Entre, por favor.

Y ambos pasaron por ese amplio pasillo que desembocaba en un gran patio sostenido por una decena de columnas, a través del cual se accedía a la biblioteca. Alicia quedó gratamente sorprendida al descubrir aquella estancia luminosa repleta de enormes estantes cargados de libros.

—Estas vitrinas contienen verdaderas joyas de la literatura. La comenzó mi bisabuelo con la adquisición de una edición antiquísima de El satiricón de Petronio; pero no fue una edición normal aquélla que compró, sino la que contiene el texto inventado que fraguó el humanista José Marchena y Ruiz e hizo creer a todos los expertos de la época que era auténtico.

El silencio se hizo en la estancia.

¡Ay! ¡Pobres de nosotros! ¡Qué poquita cosa es el hombre! ¡He aquí en que pararemos todos nosotros cuando el orco se nos lleve! ¡A vivir, pues, mientras tengamos salud! —recitó de improviso Matías.

La cena de Trimalción, segunda parte de El satiricón. No sólo usted ha disfrutado de su lectura —replicó Alicia aludiendo a su derecho de lectora—. No sé, atenienses, la sensación que habéis experimentado por las palabras de mis acusadores.

Apología de Sócrates, de Platón —acertó Matías—. Ciertamente es usted una mujer cultivada en los clásicos; y aunque esta conversación me apasione, he de preguntarle qué asunto es el que la ha traído a mi humilde morada.

—Su morada tiene poco de humilde —observó la psicóloga.

—La humildad no se encuentra entre los cimientos, sino en las sensaciones. Pero, por favor, tome asiento —invitó con un majestuoso gesto.

Alicia se sentó en uno de los tres sillones de fina tapicería en color negro, colocado justamente enfrente de aquél en el que Matías se había sentado segundos antes, y que junto al tercero y una enorme mesa de madera de nogal ocupaban el epicentro de aquella inmensa biblioteca.

Durante unos instantes reinó un silencio dentro del cual el olor de los libros centenarios fue aspirado por ambos.

—Usted dirá —dijo al fin Matías.

—Creo que usted conoce bien a un paciente mío. Su nombre es Daniel Pedraza.

—Desconocía por completo que Daniel fuese paciente suyo, ni siquiera que necesitara los servicios de una psicóloga; pero ¿cuánto tiempo lleva tratándolo?

—Francamente, sólo he tenido una sesión con él. ¿Sabe? En mi trabajo en el instituto es difícil mantener una terapia duradera y efectiva. Trato a adolescentes que en ciertos momentos se sienten perdidos, y esa desorientación puede llegar a oprimir de tal modo su libertad que sólo, de vez en cuando, acuden a mí como último recurso.

—¿Quién le ha hablado de mí? —quiso saber Matías, revolviéndose en su asiento algo incómodo.

—El mismo Daniel lo hizo.

Matías se levantó y comenzó a deambular extrañamente nervioso por la estancia. Era evidente que le disgustaba bastante que alguien hablase de él a sus espaldas, incluso si ese alguien era un amigo.

—Daniel es un gran lector, algo que, sospecho, usted ya sabe. Yo sólo le proporciono los libros que él devora con gran ansiedad. En cierto modo, me recuerda a mí mismo a su edad. Entre estas paredes yo también sentí en mi adolescencia esa extrema ansia de conocer todo aquello que se esconde tras la portada de un libro —argumentó Matías.

—¿Y si ese conocimiento fuese pernicioso y lo lanzase a sentirse atrapado por la influencia de un personaje ficticio?

—Eso es imposible.

—Yo pienso que, de algún modo que aún no llego a comprender, la voluntad de Daniel está dominada por un personaje que aparece en el último libro que usted le prestó.

—¿Qué clase de locura es ésta? Me niego a creer que usted pueda sopesar por un instante esta teoría tan… delirante.

—Toda obra escrita tiene dos lecturas —arguyó Alicia—. La superficial que está a la vista de todos y la íntima a la que sólo unos pocos acceden.

—Sin embargo, esa característica oculta, aunque perviva en las letras, no sobrevive de forma activa tal y como usted dice.

—Es difícil y arriesgado calificar por un mismo patrón la cualidad que poseemos para imaginar. Si perduran los aspectos positivos, ¿qué razón lógica nos permite asegurar que los matices negativos que contiene todo escrito no permanecen aletargados por la acción del tiempo?

El silencio amartilló el ambiente de sonidos ajenos a la biblioteca, ni la lluvia se escuchaba o es que, quizás, había cesado de llover. El frontispicio de los libros que reposaban sobre la enorme mesa de madera de nogal languidecía ante esa escena que se tornaba en un mutis grave por parte de ambos protagonistas.

—Y bien, ¿puede decirme el título del último libro que le ha prestado? —interpeló Alicia.

—Naturalmente, fue una reliquia de coleccionista, no obstante, no recuerdo su título... Sin embargo, espere un momento. Siempre anoto los libros que voy adquiriendo.

Y Matías comenzó a buscar entre los papeles que se encontraban deficientemente archivados dentro de una subcarpeta de cartón que se encontraba encima de la mesa de madera de nogal.

—Aquí está —dijo con gran satisfacción al encontrar un folio repleto de tachaduras y apuntes escritos con una letra apenas inteligible.

Alicia observaba atenta esos pequeños y achinados ojos que buscaban un título escrito entre esa miríada de letras que constituían la lista de adquisiciones de Matías.

—¡El camino hacia la Verdad! —exclamó satisfecho el bibliófilo—. Éste es el título del libro que presté a Daniel.

—¿A qué autor pertenece la obra? ¿Cuál es la editorial que la publicó? ¿Y el año de la edición? —quiso saber Alicia a empellones entre sus palabras.

—Sí, sí, aquí tengo todos los datos que me fue posible recuperar del libro. Estaba en bastante mal estado de conservación y además le faltaban algunas de las páginas iniciales —respondió Matías a la multitud de preguntas realizadas por la psicóloga—. Bien, su autor es un tal César Pardo y está publicada por Actividades Editoriales Lamle. Aquí está la única información que poseo de la obra en cuestión.

Matías entregó a Alicia el folio que servía como primitiva base de datos de tan fabulosa biblioteca. La psicóloga leyó, no sin cierta dificultad dada la maltrecha letra, las tres líneas escasas que hacían referencia al libro.

—Al menos podrá decirme en qué librería adquirió usted el ejemplar.

—Por supuesto, existe en la Gran Plaza una librería, más bien parece un almacén, que cae de esquina. Es allí donde compro buena parte de las obras que enriquecen esta biblioteca.

—Gracias por la información —agradeció secamente la psicóloga mientras devolvía el folio a Matías.

—Disculpe mi indiscreción; pero ¿por qué es tan importante ese libro para usted?

—Es la única herramienta con la que puedo ayudar a Daniel.

—¿Qué cree que va a encontrar entre sus páginas? —insistió Matías.

—Quizás nada, o puede que todas las respuestas. ¿Jamás se ha planteado que los argumentos esgrimidos por alguien víctima de un trastorno psíquico pueden contener más verdad de la que, a priori, podemos aceptar? La verdad es algo que, a veces, deseamos negar por no entenderla.

En ese momento, Alicia dejó que el silencio amartillase el secreto de todas las suposiciones posibles y de todas las consecuencias que pudieran resultar de éstas.

—Yo soy un hombre sencillo y no estoy acostumbrado a planteamientos tan complejos —reconoció Matías—. ¿No necesita que le apunte los datos del libro?

—No es necesario. Tengo memoria fotográfica.

—Como desee.

Alicia se levantó y se echó al hombro su bolso que minutos antes había dejado junto al sillón que ocupaba.

—No quiero molestarle más. Aquí le dejo en la soledad de esta biblioteca.

—Al menos tengo el consuelo de que mi soledad reside en la literatura.

—Literaria o no, soledad sigue siendo —sentenció la mujer de ojos azules, agazapados siempre tras sus gafas redondas.

—Ha sido un auténtico placer haberla ayudado en su búsqueda.

Matías hizo un ademán teatral con el que demostró ser un perfecto anfitrión mientras la acompañaba a la puerta principal.

—Adiós y gracias por su tiempo —se despidió Alicia sin más, a la vez que estrechaba la mano del bibliófilo.

Matías permaneció en silencio, observando desde la puerta entreabierta cómo Alicia caminaba con paso ligero calle arriba. Algunos goterones caían sobre el suelo rugoso en aquel anochecer frío y melancólico, pero, en ese momento, se sumaban a esas sensaciones los pensamientos aciagos que le había dejado la psicóloga Ramírez.

La verdad de los cuerdos podría llegar a ser la gran mentira jamás planteada; y si todo era una farsa sólo quedaban los libros para poder encontrar el verdadero sentido de las cosas. Pero Matías era un hombre sencillo, y no es aconsejable olvidar que la sencillez reside en la ignorancia.