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Introducción

Entre 1967 y 1997, George Steiner escribió para The New Yorker más de ciento cincuenta artículos. La mayoría de ellos eran reseñas o artículos-reseñas, muchos de gran extensión para lo habitual en una revista semanal. Muchas veces, durante la relación de Steiner con The New Yorker, se dijo que era el sucesor ideal de Edmund Wilson, quien, como Steiner, había estado varias décadas escribiendo sobre gran diversidad de temas y había hecho que libros nuevos y antiguos, ideas difíciles y asuntos poco familiares resultaran cautivadores no sólo a los intelectuales literarios sino a lo que antaño se denominaba «el lector general».

En los años en que escribió con regularidad para The New Yorker, Steiner colaboró también con otras publicaciones; reunió sólo una pequeña parte de sus reseñas en volúmenes misceláneos como Lenguaje y silencio, Sobre la dificultad y Extraterritorial. Notablemente, Steiner escribió también varios importantes libros académicos durante este período, entre ellos obras como Después de Babel y Antígonas. Aunque en ocasiones fue atacado por dispersarse demasiado abordando temas alejados de su propio «campo», la literatura comparada, con más frecuencia sus libros fueron elogiados por escritores como Anthony Burgess y John Banville, así como por destacados estudiosos de diferentes disciplinas, desde Bernard Knox y Terrence Des Pres hasta Donald Davie, desde Stephen Greenblan hasta Edward Said y John Bayley. Said lo consideraba como un guía «ejemplar» –y adecuadamente apasionado– para buena parte de lo mejor que hay en las letras contemporáneas, y Susan Sontag alabó su generosidad y su disposición a provocar, incluso cuando «sabía que sería atacado» por sus opiniones. «Él piensa», observaba Sontag en 1980, «que hay grandes obras de arte que son claramente superiores a cualquier otra cosa en sus diversas formas, que sí existe una seriedad profunda. Y las obras creadas a partir de una seriedad profunda nos exigen, a su juicio, una atención y una lealtad muy superiores cualitativa y cuantitativamente a las que nos exige cualquier otra forma de arte o entretenimiento». Aunque había quienes, especialmente en el mundo académico americano, eran muy dados a echar mano del «desdeñoso adjetivo “elitista” para describir una actitud como ésta», Sontag estaba más que dispuesta a asociarse al compromiso de Steiner con la «seriedad», y hubo decenas de miles de lectores de The New Yorker que mostraron asimismo su gratitud por el modelo de lucidez, conocimiento e independencia intelectuales del que Steiner era ejemplo.

Como es bien sabido, resulta difícil hallar argumentos que convenzan de la permanente vitalidad de la crítica escrita para una revista semanal o mensual. Si revisamos las recopilaciones misceláneas de artículos de Edmund Wilson, de Lionel Trilling o de John Updike, durante mucho tiempo compañero de Steiner en The New Yorker, encontraremos desde luego, entre otras cosas, diversas percepciones o juicios particulares que nos pueden parecer –y a menudo lo son– efímeros. ¿Acaso puede importarnos ahora que la novela G, de John Berger, pueda leerse como «una imaginativa glosa sobre la manera en que Kierkegaard interpretó el Don Juan de Mozart en O lo uno o lo otro», como recomendó Steiner en 1973? ¿Es relevante observar, como hace Trilling, que ciertos escritores –Hemingway es un excelente ejemplo– se vuelven «fatuos o sensibleros» sólo cuando están escribiendo en primera persona?

Pero entonces todas las percepciones que merecen la pena son en el fondo particulares, o se basan en detenidas lecturas de textos, frases, ideas formuladas de manera aproximada o rigurosa. La opinión de Trilling sobre la autenticidad nos resulta cautivadora porque él la hace emerger de su profunda absorción en obras concretas de Hegel, Diderot, Wilde y otros. El modo en que Wilson entiende la violencia en su descripción del bolchevismo está profundamente relacionado con la meticulosa atención que presta a textos, discursos e incidentes relevantes, muchos de los cuales tal vez no nos parezcan tener tan aterradora trascendencia por sí mismos. Cuando Steiner escribe sobre G, la novela de Berger, entiende que, «como asunto altamente literario –incluso valiosísimo–», la novela pide ser leída sin perder de vista sus «claramente reconocibles» orígenes literarios. Decir que las observaciones de Steiner en una lectura como ésta son «particulares» en realidad no es más que decir que estaba dispuesto a hacer el trabajo esencial del crítico que se muestra plenamente receptivo a una novela que para él tenía algún valor genuino.

Por supuesto, no es trivial que Steiner sea un lector fabulosamente erudito, que domine varias lenguas y que esté tan cómodo hablando de Platón, de Heidegger y Simone Weil como de Fernando Pessoa y Alexandr Solzhenitsin. Cuando en 1959 apareció el temprano libro de Steiner Tolstói o Dostoievski, destacados estudiosos rusos reconocieron que su comprensión de los textos y contextos relevantes era impresionante y que, aun sin conocer el ruso, Steiner generaba unas ideas enormemente originales que resultaban estimulantes incluso para los especialistas en literatura eslava. Así sucedió también con la producción de Steiner en otras áreas a menudo consideradas como del dominio exclusivo de los expertos en filología clásica, los filósofos o los lingüistas. Y de este modo no es sorprendente que, con sus artículos y reseñas, se haya tenido a Steiner por un guía ideal en una gran cantidad de temas, desde el Risorgimento italiano hasta la literatura del Gulag, desde la historia del ajedrez hasta la perdurable importancia de George Orwell o el lenguaje de la privacidad en la narrativa decimonónica.

Cuando se enfrenta a la obra de una figura canónica moderna –Brecht, por ejemplo, o Céline, o Thomas Mann–, Steiner da muy pocas cosas por sentadas o fuera de discusión. Procede partiendo de la base de que queda un argumento por exponer y que, aun tratándose de un escritor extremadamente original, el contexto cuenta mucho y tiende a ser más difícil de aprehender de lo que con frecuencia se reconoce. A Brecht, cree Steiner, es preciso situarlo exactamente en relación con diversos predecesores, entre ellos Lessing y Schiller, y al situarlo así Steiner nos recuerda que, como ellos, «Brecht se propone ser un maestro, un preceptor moral», de una manera que se hace palpable para nosotros cuando se escudriñan diestramente sus obras teatrales y poemas. Igualmente ilustrativo es el modo en que Steiner coloca a su hombre dentro del marco político, ético y religioso esencial. Los lectores de The New Yorker podían, pues, esperar que Steiner les ofreciera con regularidad pasajes sorprendentes por su intensidad y su economía y profundamente instructivos por su dominio de un terreno emocional ideológico fuera del alcance de casi cualquier otro crítico en ejercicio. «El aborrecimiento que sentía Brecht por el capitalismo burgués», escribió Steiner,

siguió siendo visceral; sus presentimientos de su inminente sino, tan jovialmente anárquicos como siempre. Pero buena parte de este aborrecimiento profético, tanto en su psicología como en el medio de expresión de ésta, tiene su origen en la rechifla bohemia de su juventud y en una especie de moralismo luterano. Sus sensibles antenas le hablaron del hedor de la burocracia, de las grises coerciones pequeñoburguesas que prevalecían en la Madre Rusia. Hasta cuando Martin Heidegger estaba en esa misma época desarrollando un «nacionalsocialismo privado» (la expresión procede de un archivo de las SS), interior, Brecht estaba exponiendo para sí mismo y a sí mismo un comunismo satírico, analítico, ajeno a la ortodoxia estalinista y también a las simplistas necesidades del proletariado y de la intelligentsia de izquierdas de Occidente.

Los palpables rasgos del pasaje sobre Brecht incluyen, de forma muy evidente, la variedad y profundidad de conocimientos, la claridad pedagógica, el movimiento a través de las ideas sin traza alguna de falta de resuello ni de insistencia. Esto, nos parece, es crítica entendida como «el discurso formal de un aficionado», según dijo una vez R. P. Blackmur, donde la palabra «aficionado» alude a una persona que está interesada en muchas cosas, habla en su propio nombre y no en el de una «escuela» o una arraigada posición teórica, y no le importa en absoluto reconocer un entusiasmo o una aversión. Pero en el pasaje sobre Brecht hay también, como en cientos de otros que podría haber seleccionado, una extraordinaria rapidez y fluidez, una capacidad para evocar un origen o un nexo intelectual brevemente pero sin rastro de superficialidad o de argucias. Cuando Steiner observa la «rechifla bohemia» de Brecht, su don para la sátira y su visceral antagonismo hacia la ortodoxia, explica perfectamente la peculiar naturaleza del comunismo de Brecht, considerándolo como una expresión de cómo retrocede ante el «hedor de la burocracia» y las «grises coerciones pequeñoburguesas». En el pasaje de Steiner entendemos inmediatamente por qué la Rusia estalinista no podía ser para Brecht una alternativa atractiva a las sociedades capitalistas que despreciaba automáticamente. Y entendemos también por qué Edward Said se sintió «impresionado», como él dijo, «por la energía y, en sus mejores momentos, la implacable concentración del pensamiento [de Steiner]». Esos rasgos están presentes por doquier en este volumen de crítica extraído de las páginas de The New Yorker.

Por supuesto, un escritor de la quisquillosa independencia y el empuje de Steiner ha sido fácil de caricaturizar. Sus esfuerzos por distinguir lo mejor de lo óptimo siguen suscitando el epíteto «elitista», y su continua inversión en obras maestras ha inducido a algunos críticos a describirlo como «un museo de monumentos europeos». Pero el presente volumen desmiente estas caracterizaciones. Steiner ha dedicado toda su vida no sólo al examen de textos clásicos –-de Shakespeare, Homero, Sófocles, Tolstói, Dante y otros– sino también al permanente encuentro, siempre tenso, con lo nuevo y lo difícil. Con lo que Said denominó «el desdén tory [conservador] por la especialización» que profesaba Steiner, su contagiosa «fascinación por el ingenio verbal» y su capacidad para «situarse en el núcleo interior de un discurso, disciplina, lengua o autor, y luego comunicarlo al exterior, a los no iniciados, sin perder ni la intimidad ni la urgente claridad de cada terreno», Steiner ha hecho cualquier cosa menos dar impresión de congelación o de inaccesible monumentalidad en los cientos de obras que ha emprendido. Todo lo contrario. Una y otra vez en su obra, todo lo que mira se llena de posibilidades, de alguna genuina perspectiva de resultar nuevamente emocionante, sorprendente o aleccionador. Se percibe que la novedad misma es un reto digno de ser aceptado, y cuando su encarnación en una obra concreta parece espuria o pretenciosa o fácil, el instinto de Steiner es no arrojarla simplemente a las tinieblas exteriores sino presentar lo que ese instinto entiende que no está injustificadamente marcado por la mera apariencia de novedad. La resistencia de Steiner a las manifestaciones concretas de lo nuevo (véase su reacción a la novela de John Earth titulada Letters) hace aún más tonificante su entusiasta adhesión a otros escritores y pensadores.

Al fin y al cabo, Steiner fue el primer crítico habitual de Estados Unidos que habló en favor de escritores como Thomas Bernhard o Leonardo Sciascia, e incluso seleccionó a novelistas americanos como Robert Pirsig, el autor de Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta. Los extensos artículos-reseñas que dedicó a Alexandr Solzhenitsin y a otros autores rusos fueron decisivos para facilitar y dar forma a su recepción en el país. Igualmente, los textos de Steiner sobre Lévi-Strauss, Gershom Scholem y otros pensadores los dieron a conocer a gran cantidad de lectores mucho antes de que muchos intelectuales americanos leyeran sus libros.

Tampoco ha prestado atención Steiner exclusivamente a las obras maestras. De hecho, se ha mostrado notablemente abierto y generoso incluso con obras que no son de primer orden, resistiéndose con fiereza solamente a libros sin altas ambiciones o claramente concebidos para congraciarse con algún electorado o para satisfacer un ansia de fácil consuelo. No hay nada «democrático» en la crítica de Steiner, si por «democrático» entendemos una disposición a ser benévolo con casi todo, pero ha estado dispuesto a ocuparse de lo que se le presente sin una teoría fija del valor o una jerarquía de principios. A diferencia de buen número de críticos contemporáneos que han creado reputaciones repentinas en Estados Unidos en los años más recientes, Steiner no ha leído para verse decepcionado y nunca ha considerado la crítica como una oportunidad para adoptar posturas fabulosamente desdeñosas.

En una introducción a una colección de artículos y reseñas de Lionel Trilling, Leon Wieseltier observaba hace poco que Trilling «no leía para ser deslumbrado», que «se preocupaba más por la “imaginación moral” que por la imaginación», y que, aun cuando estaba examinando obras de arte era «un historiador de la moralidad» que sopesaba «documentos para una historia moral de su cultura». También Steiner ha escrito muchas veces como «un historiador de la moralidad». En artículos tempranos, como «Palabras nocturnas» (del volumen de 1967 Lenguaje y silencio), estudió los «idilios de ducha vaginal» de los pornógrafos de nuestros días con el fin de preguntar cuál es el precio que pagamos por la libertad de leer lo que queramos. «El peligro está», escribía Steiner, «en el fácil desprecio del que hace gala el novelista erótico por sus lectores, por sus personajes y por el lenguaje. Nuestros sueños son comercializados al por mayor». En otros artículos, Steiner estudió la relación entre arte y racismo (como en el caso de LouisFerdinand Céline), la erosión de la privacidad, el rango moral recientemente otorgado a la locura y a la alienación. En efecto, se podría decir que el ejercicio de la imaginación moral ha sido fundamental en la obra de Steiner.

Y sin embargo, a nadie se le ocurriría decir de Steiner que «no leía para ser deslumbrado». Steiner es un virtuoso del deslumbramiento. Cuando habita el «paisaje de angustia» de Thomas Bernhard pone de manifiesto su propia y compulsiva subordinación al radical «propósito vilipendiador» del novelista, a la «vibración de terror», a la «marmórea pureza» y a los «torrentes impetuosos pero con frecuencia contaminados» de la prosa de Bernhard. El lenguaje de Steiner se ajusta así, adecuadamente, para registrar el tenor de la obra que examina, su intensidad y seducción particulares. Incluso cuando, como sucede con Bernhard, le desaniman la reiterada insistencia de las obras menores del novelista y el acento de «dolor y aborrecimiento sin tregua», el retroceso, como se manifiesta, es claramente el de un lector que ya ha tenido demasiado, en este caso de un despotricador extrañamente embriagador aunque maligno. Así, se dice que el odio que satura buena parte de la prosa de Bernhard se convierte en una «sierra monótona y embotada que zumba y chirría sin cesar». Esa misma imagen de la «sierra embotada» transmite nítidamente la visceral absorción de Steiner en la textura real de la escritura de Bernhard, su susceptibilidad al «deslumbramiento» y de este modo a la repugnancia genuina y sincera.

Así exactamente, en la resistencia de Steiner a la lacónica, «lapidaria concisión» del escritor rumano-francés E. M. Cioran, oímos la decepción de un aspirante a amante que conoce las ardientes satisfacciones que proporcionan las exigencias aforísticas de André Gide, Oscar Wilde y otros. Piensen en Racine o en Nietzsche, propone Steiner, unos escritores cuyo pensamiento y cuya manera de escribir admiramos por su inflexible concentración y precisión. En francés, dice Steiner, hay un ideal asociado a la litote, de la cual el término understatement [atenuación, eufemismo] se dice que es «una floja traducción». Es mejor, sugiere Steiner, si queremos describir la cualidad de sorpresa y veneración que sentimos cuando nos enfrentamos a un epigrama nietzscheano o a una formulación de Gide o Borges, implacablemente imposible de parafrasear, pensar en «ese silencio repentino que dicen los pilotos que hay en el ojo de un huracán». Ese inverosímil salto en Steiner capta perfectamente su propio esfuerzo incesante por lograr un lenguaje adecuado para transmitir el júbilo que ha experimentado como lector. Y así sucede que Steiner es, siempre ha sido, un escritor a veces desmedido, audaz, nunca meramente dócil o cauto.

En la manera en que trata de encontrar epítetos y analogías, Steiner deja patente su sintonía con la voz y el lenguaje característicos de la obra que estudia, en este caso su entusiasmo por el «destello de autoridad» conseguido por escritores inexorablemente atraídos, como Wilde, Laurence Sterne y La Rochefoucauld, por la «mordaz brevedad». Su desdén por Cioran tiene que ver, pues, con lo que él llama un «brutal exceso de simplificación» en un escritor cuya obra, de no ser así, podría resultar atrayentemente casta, sutil, llena de una paradoja y una sorpresa conmovedoras del género que Steiner considera en otros lugares con intensidad casi enamorada. En una época en la que muchos otros críticos estaban cantando las alabanzas de Cioran y dando al olvido sus furores y rechazos bruscamente convulsivos, sus declaraciones de que todo es un asco, Steiner fue casi el único en observar que las lacónicas jeremiadas de Cioran eran a menudo «fáciles», compuestas, aquí, de una «pequeña pirueta de ironía con la que se burla de sí mismo» y, allí, de discretos toques de un «chic macabro». Al citar a Cioran, al situarlo con exactitud, Steiner escucha atentamente la palpitación básica del pensamiento de Cioran y concluye –no sin alguna apropiada renuencia– que la proliferación de peanes en la oscuridad en este escritor «halaga al [propio] escritor con el tenebroso incienso de lo oracular». La ausencia misma de duda o de contradicción en un escritor como éste, argumenta Steiner, sólo puede indicar que desea inspirar en su lector únicamente «aquiescencia entumecida o un eco complaciente».

Por supuesto, siempre se podía confiar en que Steiner hiciera cuidadosas distinciones, y aunque durante muchos años The New Yorker le dio la posibilidad de escribir con inhabitual extensión sobre multitud de temas, en modo alguno significa que su mejor obra haya sido invariablemente escrita para estas páginas. Tampoco debe esto sorprender en absoluto. Si se lee aquí y allá en los volúmenes de Edmund Wilson dedicados a la crítica, no se tiene la impresión de que los artículos que escribió para The New Republic y otros periódicos sean notablemente inferiores a sus reseñas para The New Yorker. Aunque el resultado de esta comparación sería muy diferente si examináramos las obras de reseñadores menores –cuyos textos nunca parecen mucho más que un simple trabajo, por muy habilidosamente logrados que estén–-, en el caso de críticos como Wilson y Steiner el ámbito de referencia, el sentimiento de tener una misión pedagógica, la fuerza misma de la inteligencia crítica conspiran para darnos la sensación, en casi todos sus textos críticos, de que es mucho lo que está en juego, incluso cuando la tarea planteada es ocasional. Es cierto que ningún otro semanario concedió a Steiner el espacio necesario para publicar un artículo tan enorme como «El erudito traidor» –-una reflexión, inolvidablemente rigurosa y vívida, sobre Anthony Blunt, el historiador británico del arte convertido en espía, artículo que para muchos lectores es el mejor que hizo Steiner para The New Yorker–, pero Steiner publicó reflexiones comparablemente tonificantes en muchas otras revistas.

Con frecuencia Steiner se ha referido a sí mismo como un «correo», es decir, como alguien que lleva las noticias y, en el mejor de los casos, ejemplifica las virtudes de lo que un compañero de The New Yorker denominó «conocimiento sin pedantería», por no hablar del «sobrio encanto». Si sus escritos pudieron parecer muchas veces –como dijo C. P. Snow– una «bofetada en la cara del viento dominante», también había en ellos la preocupación explicativa del escritor cuya misión primordial es educar y estimular. Steiner como crítico fue siempre el profesor, y los textos recogidos en este volumen atestiguan su inequívoco sentimiento de misión.

«El mayor privilegio que uno puede tener», dijo Steiner en una entrevista especialmente aleccionadora y traviesa, «es ayudar a llevarle el correo a un gran artista [o ayudar a impulsar el debate sobre ideas interesantes], y eso es lo que es un buen profesor. [Los grandes artistas y pensadores] nos dan las cartas y nos dicen: “Ahora, hombrecillo, manos a la obra”, y si eres un buen hombrecillo sabes a qué buzones llevarlas para que no se pierdan, se malgasten o se malinterpreten, y es un trabajo muy apasionante, créame». Siempre alerta a «la distinción de Wittgenstein entre todas las trivialidades de las que se puede hablar y todas las cosas esenciales de las que no se puede», Steiner no se ha esforzado nunca en desdibujar esa distinción. Está al mismo tiempo entre los más serios y menos complacientes de los críticos, y sólo se enfada cuando se le enfrentan quienes, de forma negligente o despreocupada, ensucian las cosas importantes.

Elias Canetti describía al verdadero escritor como «el vasallo de su tiempo», como alguien que «mete sus húmedas narices en todo», que es «insaciable» y no se deja «intimidar por ninguna tarea». Canetti exigía también que el escritor «se opusiera» a la propia «ley» de su época y presentara un antagonismo «ruidoso» e insistente. Desde luego, existe un peligro para el crítico o el escritor que adopte una actitud opositora como programa. La exigencia de tal actitud ¿no alienta la iconoclasia o la pose? Pero Steiner está compulsivamente comprometido con el arte y con el pensamiento de su época y a todo lo que considera le hace el regalo de su persona entera, con su infatigable curiosidad y con sus pasiones, recelos y simpatías. Nadie que le lea con la indispensable generosidad y apreciación pensará en él como un sabio tradicionalista que se ha enterrado en obras maestras y se ha acorazado en verdades irrefutables para resistirse mejor a los terrores de lo nuevo. Su hostilidad hacia algunos aspectos de la cultura contemporánea y hacia determinadas obras o ideas está más que compensada con su avidez por lo genuinamente nuevo y desafiante. Como es propio de él, ha seleccionado para una crítica enérgica sólo a los oponentes más audaces y mejor armados, incluyendo a figuras –en la cima de su influencia– como Noam Chomsky y Jacques Derrida. Quienes han oído decir que es autoritario y despiadado encontrarán, conforme lean los artículos recogidos en este volumen, vivacidad y confianza en sí mismo, por supuesto, pero también una inmensa paciencia y el gozo del escritor que sabe comunicar su entusiasmo. «Trato de imaginarme a alguien diciéndole a Shakespeare: “¡Relájate!”», dijo Canetti. De la obra de Steiner podemos decir lo que Susan Sontag escribió en cierta ocasión acerca de la de Canetti: «Su obra defiende con elocuencia la tensión, el esfuerzo y la seriedad moral y amoral».

Robert Boyers

George Steiner en The New Yorker

En recuerdo de Mr. Shawn

I. Historia y política