Contents

cover
978970688922_0003_003b.jpg

Para Juan Orol, maestro entre maestros

978970688922_0005_002.jpg

Un mal principio de vacaciones




YO no soy una niña normal: no me gustan ni los juegos de té ni los monos de peluche, ni siquiera los vestidos y mucho menos las tobilleras. Odio la gomina para el pelo, el hígado encebollado… y hasta las muñecas. Bueno las muñecas no tanto, a decir verdad me encantan (aunque he meditado empezar a dejarlas: ¡tengo nueve años!). Pero ni ellas se comparan con lo que más me gusta, con lo que en ocasiones me deja por la noche con el ojo pelón, despierta hasta el amanecer: las novelas policiacas.

No hay nada que se compare con los detectives, las persecuciones, el misterio, las pistas, y todos los ingredientes de una buena historia. Tengo un librero donde se pueden encontrar desde las aventuras de Mick Lacy, que son mis preferidas, hasta las de Sherlock Holmes, pasando por Tintín y las que escribió Agatha Christie. Ese material me ha servido de inspiración para jugar todas las tardes con mi amigo Hilario a las investigaciones. Él es mi vecino, y nos ha ido tan bien con esto que ya hasta pusimos nuestra propia oficina en la cochera de su casa y tenemos un equipo como los que usan los detectives de verdad: lupas, impermeable, pistolas de agua, tinta invisible, un pequeño laboratorio… Aunque él es el niño más miedoso que he conocido: duerme con las luces prendidas, no le gustan los juegos bruscos, y una vez que fuimos al cine a ver la película Frankenstein, se hizo pipí.

Con el paso de las semanas nuestra empresa, que empezó como un juego, se fue convirtiendo en algo más importante. Ya hemos resuelto varios casos en el barrio: encontramos el perico de la vecinita de Hilario, descubrimos al chamaco que todas las tardes tocaba los timbres de las casas y salía corriendo, y supimos quién le pegó las pulgas al perro de mi tía Serafina. Aunque nada de esto se compara con lo que nos pasó hace dos meses, y que es la razón por la que les cuento esta historia.

Todo sucedió un jueves por la tarde. Era el último día de clases antes de empezar las vacaciones de verano y yo estaba muy emocionada porque el abuelo me llevaría a Tampico durante cuatro semanas. Allá se celebraría el gran concurso de baile “La chancla a gogó”, en el que él pensaba participar. Después de eso había prometido llevarme a la playa. A mi amigo Hilario le dieron permiso para venir con nosotros. Una noche antes quedé con el abuelo en que a la hora de la salida me recogería en la escuela, y nos iríamos de vacaciones en su vieja camioneta. Por eso, cuando sonó la chicharra, corrí a la calle con mi mochila y sin despedirme de nadie… pero no encontré a mi abuelo, (cosa rara, porque él es muy puntual y cuando quedamos en algo es el primero en cumplirlo). Así que estuve esperándolo más de una hora, hasta que fui la única que estaba ahí, pues todos los niños ya se habían ido y de él ni sus luces. Preocupada, decidí caminar a mi casa, pero antes pasé frente al negocio del abuelo: él tiene una tienda de antigüedades, un lugar fascinante que desde chiquita siempre me ha gustado visitar y donde sería raro no encontrar cualquier cosa que se puedan imaginar: desde armaduras medievales o calcetines que pertenecieron a Pancho Villa, hasta zapatos de payaso, espadas, látigos de domadores de leones y ollas africanas de las que usan los caníbales para cocinar a sus víctimas.

97897068892_0010_001.jpg

En la puerta había un letrero pegado:

CERRADO POR VACACIONES

Me asomé al aparador: ahí estaban los gramófonos, las trompetas y otros triques de hojalata; del techo colgaban sombreros muy viejos; al fondo se veía la silueta de un sarcófago egipcio…, pero del abuelo, nada. El lugar se veía vacío de gente, las luces estaban apagadas… Por el cristal se deslizaba una araña.

Me rasqué la cabeza, di media vuelta y caminé hacia mi casa. Ahí tampoco habría gente, lo que es algo normal: mis papás se dedican a un asunto que les absorbe todo el tiempo, que no los deja pensar en nada más y que los vuelve loquitos, pero eso se los voy a contar después. Entonces, cuando abrí la puerta, me llevé la segunda sorpresa de ese día: un papelito en el suelo… Era un recado de Hilario. Ese niño sólo me deja recados cuando sucede algo grave.

97897068892_0012_002.jpg

Marqué el teléfono de nuestra oficina, que es el mismo de su casa. Él me contestó.

—Bueno.

—¿Qué pasa, Hilario?

Y en vez de preguntarme a qué hora pasaríamos por él para irnos de vacaciones, me dijo otra cosa:

—Ve-ve-vente para acá.

La voz de mi amigo sonaba como si se le hubiera aparecido Frankenstein, Drácula o el Hombre Lobo.

—¿Pero qué te pasa? —volví a insistir. Él permanecía callado.

—Hilario, ¿estás ahí?

—U-u-un cliente vino a solicitar un servicio.

—¿Y lo atendiste? ¿Cuál es el problema? ¿Qué quería que investigáramos? ¿Le dijiste que estábamos preparando nuestro viaje a la playa?

—…el cliente está mu-mu-muerto.

—¿Muerto? —me dije. Hilario colgó.

Sin perder más tiempo me monté en mi bicicleta y, mientras pedaleaba, sólo pensaba dos cosas: ¿dónde estará el abuelo? ¿El supuesto muerto que encontró Hilario en la oficina tendrá algo que ver con su desaparición? Ése fue el principio de aquellas vacaciones, que cambiaron mi vida para siempre.

¡Otla vez aloz!




NUESTRA oficina está en la cochera de la casa de Hilario. Si alguien quiere buscarnos para solicitar algún servicio, lo único que debe hacer es seguir los papelitos que hemos pegado en los postes de la colonia; tienen un ojo dibujado, que es el símbolo universal de los investigadores, y una flechita indicando hacia la casa de mi amigo. Siguiendo esas señales han llegado todos nuestros clientes: desde niños a los que alguien les robó la tarea, pasando por muchachas que buscan a su novio, hasta abuelos que no encuentran su dentadura.

—¡Luca! —me gritó. Hilario estaba parado en la esquina de su casa—. ¡Corre! ¡Tienes que ver esto!

Boté la bicicleta a un lado y atravesé el patio.

—¡Ahí está el muerto! —gritó de la misma forma ridícula en que lo hacen los actores de las telenovelas que suele ver su mamá. Señalaba la puerta de nuestra oficina. Le temblaba la mano.

—¿Por qué no entras? —le pregunté.

—Prefiero quedarme aquí, vigilando —me contestó. Ése es uno de sus pretextos cuando algo le da miedo.

Abrí la puerta. Adentro, entre el sillón que encontramos en la basura y el archivero que nos regaló la mamá de Hilario para acondicionar nuestra oficina, estaba un perro tirado. Me acerqué y descubrí que se trataba de Rufus, la mascota del abuelo y el guardián de su tienda de antigüedades. Hilario no lo conocía porque, como ya les platiqué, él es un niño muy miedoso que nada más de oír los ladridos de Rufus prefería no acercarse. Cuando lo tuve a un lado, me di cuenta de que apenas respiraba. No estaba muerto. Entonces le abrí el hocico y vi que tenía algo atorado en la garganta y lo saqué. Era una servilleta.

Me rasqué la cabeza:

—¿Qué haría Mick Lacy en un caso como éste?

Mick Lacy es nuestro héroe favorito. Ni Superman, el Hombre Araña o Batman pueden superarlo en valentía. Los X Men se quedan chiquitos. El Agente 007 parece un bebé con sus artilugios que, poniéndolos junto a los de Mick, no tienen nada que hacer; Mick usa desde calzoncillos que se convierten en paracaídas hasta zapatos superapestosos para desmayar a cualquier villano. Sin lugar a dudas, se trata del mejor detective de historieta que ha existido: se ha enfrentado a fantasmas, nazis, científicos locos, ovnis y, en uno de sus últimos capítulos, también luchó contra las Momias de Guanajuato. Nunca se despeina, ni se le arruga el traje y, además, al final de sus aventuras, siempre conquista a la muchacha guapa (eso es algo que a Hilario le encanta, pues él es también un enamorado crónico). Tenemos todas sus revistas; sólo nos falta el inlocalizable número 52. Mi cuarto está tapizado con pósters y en las repisas tengo la colección oficial de sus juguetes.

—Lo que haría Mick Lacy en un caso como éste sería correr a su laboratorio —dijo Hilario.

97897068892_0018_001.jpg

Nuestro laboratorio no es otra cosa que una mesita donde tenemos un microscopio, un vaso, dos matraces y los restos de varios experimentos que hemos hecho con chicles, moscas y una dona vieja. Ahí estuvimos observando la servilleta que traía Rufus en la garganta.

—Aquí sólo se ven restos de algo que parece mole —dijo mi amigo sin quitar el ojo del microscopio.

—¡Mole! ¡El platillo favorito del abuelo!

—En la orilla está impreso el nombre de un restaurante.

—¿Cómo se llama?

—Café Don Chon.

—Tenemos que investigar quién es el encargado de hacer el mole ahí.

Esa noche, después de cenar, me monté en mi bicicleta y me fui a la casa de Hilario. La luna le daba una coloración verde a todo. Desde la esquina le chiflé. Él ya me esperaba en su cuarto. Y como siempre que tenemos algún plan nocturno, salió por la ventana y bajó por el tronco de un árbol; su cuarto está en la planta alta.

—Apúrale Luca, si me ven, los vecinos son capaces de irle con el chisme a mi mamá.

Se subió a los diablos de mi bicicleta y salimos a toda velocidad.

—¿Conseguiste la dirección del Café Don Chon?

—Sí, la encontré en la Sección Amarilla. Tenemos que ir al centro.

Tardamos más de una hora en llegar al lugar, pues atravesamos casi toda la ciudad.

—Ahí es —dijo Hilario señalando un letrero de neón; tenía pintado un dragón morado y por un lado decía Café Don Chon.

Nos bajamos de la bicicleta y entramos al café. Aquél era un lugar como de película de detectives: estaba lleno de humo, tenía mesas cubiertas con manteles de cuadritos y lámparas anaranjadas que apenas iluminaban los gabinetes. Las paredes estaban tapizadas con imágenes de dragones. Tras la barra había un chino gordo con bigotes de morsa y cara de bulldog. Se nos quedó viendo.

—Qué chino tan feo —me dijo Hilario en secreto.

—Cállate —le contesté. —Te va a escuchar.

Nos sentamos en uno de los gabinetes.

—¿Qué se les oflece? —nos preguntó el chino desde su lugar.

Y yo, sin dudarlo, le dije lo único que nos interesaba investigar en ese momento:

—Queremos mole…

Él se nos quedó viendo como si le hubiéramos dicho el peor de los insultos.

—¿Quielen mole?

Hilario y yo nos volteamos a ver sorprendidos, él me miraba de una forma en la que pude adivinar que pronto se haría pipí. Al unísono le contestamos.

—Sí, queremos mole.

El chino rodeó la barra y caminó hacia la puerta de la calle. La cerró con llave.

—Luca… ¿por qué no le pedimos mejor chop-suey o algo así? Parece que no le gusta el mole…

Y cuando le iba a contestar que dejara de decir sus malos chistes, me di cuenta de que el chino acababa de sacar un sable y que caminaba directo a nosotros, blandiéndolo sobre su cabeza.

—¡Cuidado! —le grité a Hilario justo en el momento en que la hoja pasaba entre nosotros y partía en dos la mesa.