El pie que no quería bañarse

Julieta García González

Ilustraciones de Luis San Vicente

A mis sobrinos:

Pedro y Valeria

Ana Paula, Andrea, Bernardo,

Emilio, María Dolores, Pablo,

Rodrigo y Rosa Amanda

Diego y Mónica

Índice

El pie que no quería bañarse

Portadilla

Dedicatoria

Empezar a leer

Créditos

ANTES de que su pie se negara a bañarse, Pedro tenía una rutina muy clara. De lunes a viernes se metía a la regadera a las siete de la noche. Los sábados y domingos se bañaba en las mañanas. Sólo en vacaciones entraba a la regadera hacia las ocho, aunque tampoco lo hacía siempre.

Después del baño se ponía la piyama y se iba a cenar. Se sentaba siempre junto a su hermana Valeria, que le parecía una niña muy chiquita. Cerca de él se echaba Benito, su perro, que dormía en la cocina.

Después de cenar entraba a la cama a leer hasta que, poquito a poco, se le cerraban los ojos. Si se dormía muy pronto, amanecía con varios pelos como púas de puercoespín, así que prfería que el sueño le ganara cuando ya tenía el pelo casi seco.

La hora del baño era muy importante para su mamá. A veces, cuando no estaba cerca, ella gritaba: "Peeeeeedroooo: son las sieeeeteeeee", lo que irremediablemente significaba que era hora de bañarse.

Pedro había elaborado un ritual muy preciso en la regadera, al que siempre se apegaba. Ordenaba el jabón, el champú y la esponja frente a él. Luego, iba por partes.

La cabeza: mojaba su pelo negro (tenía mucho) con abundante agua y luego se echaba champú, que se ponía primero en la palma de la mano, para hacer toda la espuma que podía.

El tronco: había que lavarlo completo o hasta donde alcanzaban los brazos, que no estaban diseñados para cubrir toda espalda, para ser honestos.

La colita: por delante y por detrás.

Lo complicado: brazos (con manos) y piernas (con pies).

En los brazos se enjabonaba solo poquito. A veces quedaban de un color al que había llamado “color codo”, aunque podía haberlo llamado “gris banqueta” o “gris rata” o “gris del cielo cuando va a llover”. Pero lo llamó “gris codo” porque era un color nativo de ese sitio, aunque también aparecía en las rodillas de vez en cuando.

Las piernas no representaban mayor problema. ¡Pero los pies! A los pies había que tratarlos con mucho tiento porque resultaba difícil no hacerse cosquillas; era irremediable.

Su papá le había dicho que no era posible hacerse cosquillas uno mismo, pero a él le pasaba todo el tiempo.

Así, cada pie: el empeine y por encima de los dedos (las uñas y el borde gordito en donde el dedo se curva hacia abajo); luego, con mucho cuidado, por el arco, muy despacito…

Despaciiito, despaciiito.

También entre los dedos, usando de vez en cuando los de la mano por si alguna migaja de calcetín se hubiera hecho bolita justo ahí, en los rincones de mayor risa y peor olor. A veces no eran bolitas, sino pasto, pelos de Benito o pura mugre.

Era ahí donde lavaba con más detalle y menos frecuencia, no porque le gustara ninguna de las dos cosas: ¡precisamente por lo contrario! Le chocaba hacerse cosquillas, lo odiaba, y lo peor era que no había nadie a quién reclamarle después. Tampoco le gustaba que quedara sucio ahí. ¿Qué tal si olía? ¿Qué tal si se daban cuenta sus papás?