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Créditos

Título original: Ultimo viene il corvo

Edición en formato digital: octubre de 2012

© 2002 by The Estate of Italo Calvino

All rights reserved

© De la traducción, Aurora Bernárdez, 2011

© Ediciones Siruela, S. A., 2011, 2012

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid

Diseño de cubierta: Ediciones Siruela

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-15723-48-6

Conversión a formato digital: El poeta (edición digital) S. L.

www.siruela.com

Índice

Nota preliminar

Italo Calvino

Por último, el cuervo

Una tarde, Adán

Un barco lleno de cangrejos

El jardín encantado

Alba entre las ramas desnudas

De padre a hijo

Hombre en tierras yermas

El ojo del amo

Los hijos holgazanes

Comida con un pastor

Los hermanos Bagnasco

La casa de las colmenas

La sangre misma

Esperando la muerte en un hotel

Angustia en el cuartel

Miedo en el sendero

El hambre en Bévera

Van al comando

Por último, el cuervo

Uno de los tres vive todavía

El bosque de los animales

Campo de minas

En la cantina

Robo en una pastelería

Dólares y viejas busconas

La aventura de un soldado

Durmiendo como perros

Deseo en noviembre

Ahorcamiento de un juez

El gato y el policía

¿Quién puso la mina en el mar?

Notas del editor

Notas de la traductora

Créditos

Notas del editor

* Italo Calvino escribió esta nota no firmada –y como escrita por otro– para la edición italiana de 1976. (N. del E.)

** Sobre la que se ha trabajado para esta edición. (N. del E.)

*** En la edición italiana definitiva de Por último, el cuervo, Calvino decidió añadir el cuento «La aventura de un soldado», que había incluido ya en la edición italiana definitiva de Los amores difíciles (Siruela, Madrid 2009). (N. del E.)

¿Quién puso la mina en el mar?

En la villa del financiero Pomponio los invitados tomaban el café en la galería. Estaba el general Amalasunta explicando con las tacitas y las cucharillas la tercera guerra mundial y la señora Pomponio decía: «¡Espantoso!», sonriendo, como mujer de sangre fría que era.

Sólo la señora Amalasunta se hacía un poco la consternada y podía permitírselo dado que su marido era tan valiente que quería la guerra total en seguida, en cuatro frentes. «Esperemos que no dure mucho...», decía ella.

Pero el periodista Strabonio era escéptico: «Eh, eh, todo está previsto», decía. «¿Recuerda, excelencia, aquel artículo mío, ya el año pasado...?»

«Eh, sí», asentía Pomponio, porque aquel artículo Strabonio lo había escrito después de una conversación con él.

–Con todo, no debe excluirse... –dijo el senador Uccellini, que no había conseguido demostrar claramente la misión pacificadora del papado antes, durante y después del inevitable conflicto.

–Pero sí, sí, senador... –dijeron los otros en tono conciliador.

La mujer del senador era la amante de Pomponio y no se le podían dar tantos disgustos.

El mar se veía por las separaciones de la cortina a rayas, restregándose contra la playa como un tranquilo gato inconsciente que arqueaba el lomo al paso de la brisa.

Entró un criado y preguntó si querían mariscos. Había venido un viejo, dijo, con una cesta llena de erizos y de lapas. La discusión pasó del peligro de guerra al peligro del tifus, el general citó los episodios africanos, Strabonio citó episodios literarios, el senador les daba la razón a todos. Pomponio, que era un entendido, dijo que hiciera entrar al viejo con los mariscos y que él escogería.

El viejo se llamaba Bachí de los Escollos; discutió con el criado porque no quería que tocase las cestas. Las cestas eran dos, medio destejidas y mohosas: una la tenía apoyada en el flanco y, apenas entró, la dejó caer al suelo; la otra, que llevaba sobre el hombro, retorciéndose todo, debía de ser pesadísima y la depositó en el suelo con mucho cuidado. Estaba tapada con una tela de saco atada alrededor.

Cubría la cabeza de Bachí una lanosidad blanca, sin diferencia entre pelo y barba. La poca piel desnuda era roja como si desde hacía años el sol no consiguiera broncearla, sino sólo hervirla y desollarla; y los ojos eran sanguinolentos como si hasta las legañas se hubieran transformado en sal. Tenía un cuerpo corto, de muchacho, con miembros nudosos que asomaban entre los andrajos del traje vetusto, puesto sobre la piel, sin camisa siquiera. Los zapatos debía de haberlos pescado en el mar, tan deformados, dispares, acartonados estaban. Y de toda su persona brotaba un fuerte olor a algas podridas. Las señoras dijeron: –Qué típico.

Bachí de los Escollos, destapada la cesta ligera, iba mostrando los erizos amontonados entre un rechinar de púas negras y brillantes. Con sus manos ajadas, por entero punteadas de negro por las espinas incrustadas, manejaba los erizos como si fueran conejos que se cogen por las orejas, y los volvía y mostraba la pulpa roja y blanda. Debajo de los erizos, sobre una tela de saco y más hacia el fondo, estaban las lapas, sus chatos cuerpos con zonas de color amarillo-marrón debajo de los caparazones barbudos y liquenosos.

Pomponio examinaba y olía:

–Por donde ustedes pescan, ¿no desembocan las cloacas?

Bachí sonrió en su pelosidad:

–Eh, no, yo estoy en la punta, las cloacas las tienen ustedes aquí, donde se bañan...

Los invitados cambiaron de tema. Compraron erizos, lapas y encargaron a Bachí otros más para los días siguientes. Más aún, cada uno le dio su tarjeta de visita, de modo que pudiera hacer el recorrido de las villas.

–¿Y qué lleva en esa otra cesta? –preguntaron.

–Eh –dijo el viejo con un guiño–, un animal grande. Un animal que no vendo.

–¿Qué hace con él, entonces? ¿Se lo come?

–¿Comerlo? Es un animal de hierro... Hay que encontrar a su dueño para devolvérselo. Que se las arregle él, ¿no?

Los otros no entendían.

–No sé si lo saben –explicó–, las cosas que el mar trae a la orilla yo las clasifico. Por un lado las latas, por otra los zapatos, los huesos por otra. Y ahora me llega esto. ¿Dónde lo meto? Lo veo acercarse, en alta mar, mitad bajo el agua, mitad encima, verde de algas y oxidado. Por qué echan al mar estas cosas, no lo entiendo. ¿Les gustaría encontrarlas debajo de la cama? ¿O en un armario? La he sacado y ahora busco al que la arroja y le digo: ¡tenla tú un rato, haz el favor!

Y diciendo esto se acercó con cautela a la cesta, desató el saco y mostró un objeto de hierro grande, monstruoso. Las señoras al principio no entendieron, pero lanzaron un grito cuando el general Amalasunta exclamó:

–¡Una mina!

A la señora Pomponio le dio un soponcio.

Hubo una gran confusión, unos se afanaban en abanicar a la señora, otros afirmaban: «Seguramente es inofensiva, tantos años así, a la deriva...», otros decían: «Hay que sacarla de aquí, hay que arrestar a ese viejo». Pero entretanto el viejo había desaparecido con la terrible cesta.

El dueño de casa llamó a los criados:

–¿Lo habéis visto? ¿Adónde ha ido? –nadie podía asegurar que hubiera salido–. ¡Buscad por toda la casa: abrid los armarios, las cómodas, vaciad el sótano!

–Sálvese quien pueda –gritó Amalasunta repentinamente pálido–. ¡Esta casa está en peligro, fuera todos!

–¿Por qué justamente la mía? –protestó Pomponio–. ¡Y la suya, general, piense en la suya!

–Tendré que ir a vigilar mi casa... –dijo Strabonio, que se había acordado de algunos artículos suyos de otros tiempos y de ahora.

–¡Pietro! –gritaba la señora Pomponio, que había vuelto en sí, arrojándose al cuello de su marido.

–¡Pierino! –gritaba la señora Uccellini, arrojándose ella también al cuello de Pomponio y tropezando con la legítima consorte.

–¡Luisa! –observó el senador Uccellini–. ¡Vámonos a casa!

–¿No creerá que su casa es más segura? –le dijeron–. ¡Con la política que hace su partido, usted corre más peligro que nosotros!

Uccellini tuvo una iluminación genial:

–¡Llámemos a la policía!

La policía se desencadenó por la pequeña ciudad del litoral en busca del viejo con la mina. En las villas del financiero Pomponio, del general Amalasunta, del periodista Strabonio y del senador Uccellini y otros más, se apostaron piquetes armados, y el Departamento de Desactivadores de Minas del Cuerpo de Ingenieros las inspeccionó del sótano a las buhardillas. Los comensales de villa Pomponio se dispusieron a acampar aquella noche al aire libre.

Entretanto, un contrabandista llamado Grimpante, que gracias a sus relaciones conseguía siempre saberlo todo, se había puesto a seguir las huellas de Bachí de los Escollos por cuenta propia. Grimpante era un hombrón con un gorrito marinero de tela blanca; los asuntos turbios que ocurrían en el mar y en la orilla pasaban todos por sus manos. Le fue fácil a Grimpante, recorriendo algunas tabernas del barrio de las Casas Viejas, toparse con Bachí, que salía achispado con la misteriosa cesta al hombro.

Lo invitó a la Taberna de la Oreja Cortada y mientras servía de beber empezó a explicarle su idea.

–Es inútil que devuelvas la mina al propietario –decía–, porque, apenas pueda, volverá a echarla donde la has encontrado. En cambio, si me haces caso a mí, cogeremos peces como para invadir los mercados de toda la costa y hacernos millonarios en pocos días.

Pero hete aquí que un granuja llamado Zefferino, que solía meter la nariz en todas partes, había seguido a los dos a la Taberna de la Oreja Cortada y se había escondido debajo de la mesa. Y, atrapando al vuelo lo que pretendía Grimpante, salió corriendo a pasar la noticia a los pobres de las Casas Viejas.

–Eh, ¿queréis comer pescado frito, hoy?

A las ventanas estrechas y torcidas se asomaban mujeres flacas y despeinadas con niños de pecho, viejos con su trompetilla, comadres que mondaban rábanos, jóvenes desempleados que se afeitaban.

–¿Y cómo? ¿Y cómo?

–Chss, chss, venid conmigo –dijo Zefferino.

Grimpante, que había ido en un salto hasta su casa, volvía con un estuche de violín y partió con el viejo Bachí. Tomaron por la calle que flanqueaba el mar. Detrás, de puntillas, venían los pobres de las Casas Viejas. Las mujeres con mandil, las sartenes al hombro, los viejos paralíticos en sus cochecitos, los mutilados con sus muletas y una bandada de chiquillos rodeando el grupo.

Al llegar a los escollos de la punta, la mina fue abandonada en la orilla, a una corriente que la llevaba mar adentro. Grimpante había sacado del estuche de violín uno de esos aparatos matacristianos que disparan ráfagas y lo había instalado detrás de un reparo de los escollos. Cuando la mina estuvo a tiro, comenzó a disparar: los disparos trazaban en el agua una huella de pequeños surtidores. Los pobres, cuerpo a tierra en la carretera del litoral, se taparon las orejas.

De pronto se alzó en el mar una gran columna de agua en el lugar donde antes estaba la mina. El fragor fue enorme: los cristales de las villas se hicieron añicos. La onda llegó hasta la carretera. Apenas se aquietaron las aguas, empezaron a aparecer flotando las panzas blancas de los peces. Grimpante y Ba–chí, que estaban preparando una gran red, fueron arrollados por la multitud que corría hacia el mar.

Los pobres se metieron en el agua vestidos, unos con los zapatos en la mano y los pantalones arremangados, otros con los zapatos puestos y todo, las mujeres con las faldas flotando en círculo: y todos agachados atrapando los peces muertos. Unos los pescaban con las manos, otros con el sombrero, otros con los zapatos; unos los metían en el bolsillo, otros en el bolso. Los chicos eran los más veloces pero no llegaban a las manos: todos estaban de acuerdo en dividirlos en partes iguales. Más aún, se ocupaban de ayudar a los viejos que de vez en cuando resbalaban y se caían en el agua y salían con las barbas llenas de algas y de cangrejitos. Las más afortunadas eran las beatas, que avanzaban de a dos con sus velos tendidos a ras de agua y rastreaban todo el mar. Las muchachas bonitas gritaban de vez en cuando: «Ii... ii...» porque un pez muerto les subía por debajo de las faldas y los muchachos se agachaban tratando de pescarlo.

En la orilla empezaron a encenderse fuegos de algas secas y aparecieron las sartenes. Cada uno sacó del bolsillo una botellita de aceite y se empezó a oler a frito. Grimpante se había escabullido para que la policía no lo pillase con aquel despachavivos en las manos. Bachí de los Escollos, en cambio, estaba en medio de los otros: pescados, cangrejos y gambas le asomaban por todos los desgarrones del traje, y de alegría se comía un salmonete crudo.

Por último, el cuervo

Nota preliminar*

En la presente edición, el texto de Por último, el cuervo es absolutamente idéntico al de la primera edición, aparecida en 1949 (con una tirada de sólo mil quinientos ejemplares), que comprendía treinta relatos breves, escritos por Italo Calvino entre el verano de 1945 y la primavera de 1949.

De esos treinta cuentos, veinte fueron incluidos por el autor en 1958 en un volumen más amplio titulado I racconti.

En 1969 aparecía una nueva edición de Por último, el cuervo, en el que figuraban veinticinco cuentos de la primera edición, más cinco un poco posteriores, en un orden diferente.

La presente edición (1976)** reproduce en cambio los treinta cuentos de 1949 en el mismo orden, incluidos los «descartados» por el autor en las ediciones sucesivas. Entre ellos, como testimonio de una época, figuran los primeros cuentos que Calvino escribió en 1945, en los meses que siguieron a la Liberación («La sangre misma», «Esperando la muerte en un hotel», «Angustia en el cuartel»), y que el autor no había querido publicar de nuevo porque en ellos la experiencia de la Resistencia se expresa todavía a través de una evocación emotiva que contrasta con el estilo elaborado posteriormente por él.***

Una tarde, Adán

El nuevo jardinero era un chico de pelo largo, sujeto con una cinta. Iba subiendo por la alameda con la regadera llena, y tendía un brazo para equilibrar la carga del otro. Regaba las capuchinas muy lentamente, como si vertiera café con leche: en el suelo, al pie de las plantitas, se dilataba una mancha oscura: cuando la mancha era grande y blanda, levantaba la regadera y pasaba a otra planta. El de jardinero debía de ser un buen trabajo, porque se podía hacer todo con calma. Maria-nunziata lo miraba por la ventana de la cocina. Era un chico ya mayor y sin embargo llevaba todavía pantalones cortos. Y ese pelo largo: parecía una chica. Dejó de enjuagar los platos y golpeó en el vidrio.

–Eh, tú –dijo.

El chico-jardinero alzó la cabeza, vio a Maria-nunziata y sonrió. Maria-nunziata también se echó a reír para responderle y porque nunca había visto a un chico con el pelo tan largo y una cinta como aquélla en la cabeza. Entonces el chico-jardinero le hizo «ven aquí» con la mano y Maria-nunziata seguía riéndose de esos gestos cómicos y se puso a gesticular ella también para explicarle que tenía que guardar los platos. Pero el chico-jardinero le hacía «ven aquí» con una mano y con la otra señalaba las macetas de dalias. ¿Por qué señalaba las macetas de dalias? Maria-nunziata abrió la ventana y asomó la cabeza.

–¿Qué hay? –dijo y se echó a reír.

–Dime, ¿quieres ver una cosa bonita?

–¿Qué?

–Una cosa bonita. Ven a ver. Rápido.

–Dime qué.

–Te la regalo. Te regalo una cosa bonita.

–Tengo que ordenar los platos. Después viene la señora y no me encuentra.

–¿La quieres o no? Anda, ven.

–Espérame ahí –dijo Maria-nunziata y cerró la ventana.

Cuando salió por la pequeña puerta de servicio, el chico-jardinero seguía regando las capuchinas.

–Hola –dijo Maria-nunziata.

Maria-nunziata parecía más alta porque llevaba los zapatos buenos, con suela de corcho, que era una lástima ponérselos para trabajar, como a ella le gustaba. Pero tenía una cara infantil, pequeña entre el rizado pelo negro, y las piernas todavía flacas y de niña, mientras que el cuerpo, bajo los frunces del delantal, era ya lleno y adulto. Y reía todo el tiempo: de cualquier cosa que dijeran los demás o ella misma, se reía.

–Hola –dijo el chico-jardinero. Tenía marrón la piel de la cara, del cuello, del pecho, tal vez porque andaba siempre así, medio desnudo.

–¿Cómo te llamas? –dijo Maria-nunziata.

–Libereso –dijo el chico-jardinero.

Maria-nunziata reía y repetía: –Libereso... Libereso... qué nombre, Libereso...

–Es un nombre en esperanto –dijo él–. Quiere decir libertad, en esperanto.

–Esperanto –dijo Maria-nunziata–. ¿Tú eres esperanto?

–El esperanto es una lengua –explicó Libereso–. Mi padre habla esperanto.

–Yo soy calabresa –dijo Maria-nunziata.

–¿Cómo te llamas?

–Maria-nunziata –y se reía.

–¿Por qué te ríes siempre?

–Y tú, ¿por qué te llamas Esperanto?

–Esperanto no: Libereso.

–¿Por qué?

–Y tú, ¿por qué te llamas Maria-nunziata?

–Es el nombre de la Virgen. Yo me llamo como la Virgen y mi hermano se llama como san José, igual que él.

–¿Sanjosé?

Maria-nunziata reventaba de risa: –¡Sanjosé! ¡Sanjosé! ¡José, no Sanjosé! ¡Libereso!

–Mi hermano –dijo Libereso– se llama Germinal y mi hermana Omnia.

–Eso que decías –dijo Maria-nunziata–, muéstramelo.

–Ven –dijo Libereso. Dejó la regadera y la tomó de la mano. Maria-nunziata se obstinó:

–Dime qué es, primero.

–Ya verás –dijo él–, prométeme que lo cuidarás.

–¿Me lo regalas?

–Sí, te lo regalo. –La había llevado hasta el rincón, cerca de la pared del jardín. Había plantas de dalia en macetas altas como ellos–. Ahí está.

–¿Qué?

–Espera.

Maria-nunziata se asomaba por encima del hombro de Libe–reso. Él se agachó para mover la maceta, levantó otra pegada a la pared y señaló el suelo.

–Ahí –dijo.

–¿Qué? –dijo Maria-nunziata. No veía nada: era un rincón sombreado, con hojas húmedas y mantillo.

–Mira cómo se mueve –dijo el chico.

Entonces ella vio una piedra con hojas que se movía, una cosa húmeda con ojos y patas: un sapo.

–¡Madremía!

Maria-nunziata había escapado, saltando entre las dalias con sus bonitos zapatos de corcho. Libereso, en cuclillas junto al sapo, reía, los dientes blancos en medio de la cara marrón.

–¡Tienes miedo! ¡Pero si es un sapo! ¿Por qué tienes miedo?

–¡Un sapo! –gimió Maria-nunziata.

–Un sapo. Ven –dijo Libereso.

Ella lo señaló con un dedo:

–Mátalo.

El chico tendió las manos como para protegerlo:

–No quiero. Es bueno.

–¿Es un sapo bueno?

–Todos son buenos. Se comen los gusanos.

–Ah –dijo Maria-nunziata, pero no se acercaba.

Mordisqueaba el cuello del delantal y de reojo trataba de ver.

–Mira qué bonito –dijo Libereso y bajó la mano.

Maria-nunziata se acercó: ya no se reía, miraba con la boca abierta: –¡No! ¡No lo toques!

Libereso acariciaba con un dedo el lomo verdegris del sapo, lleno de verrugas babosas.

–¿Estás loco? ¿No sabes que si lo tocas te quema y se te hincha la mano?

El chico le mostró sus grandes manos marrones, con las palmas cubiertas de una callosidad amarilla.

–No puede hacerme nada –dijo–. Es tan bonito.

Había cogido el sapo por el pescuezo como si fuera un gatito y lo había depositado sobre la palma de una mano. Maria-nunziata, mordisqueando el cuello del delantal, se acercó y se acurrucó a su lado.

–Madremía, qué asco –dijo.

Estaban los dos en cuclillas detrás de las dalias y las rodillas rosadas de Maria-nunziata rozaban las marrones todas desolladas de Libereso. Libereso pasaba una mano por el lomo del sapo, la palma y el dorso, y cada vez que el sapo quería escurrirse lo atrapaba.

–Acarícialo tú también, Maria-nunziata –dijo.

La chica escondió las manos en el regazo.

–No –dijo.

–¡Cómo! –dijo él–. ¿No lo quieres?

Maria-nunziata bajó los ojos, después miró el sapo y volvió a bajarlos.

–No –dijo.

–Es tuyo. Te lo regalo –dijo Libereso.

A Maria-nunziata se le había nublado la vista: era triste renunciar a un regalo, nadie le hacía nunca regalos, pero el sapo le daba realmente asco.

–Te dejo que te lo lleves a tu casa si quieres. Te hará compañía.

–No –dijo. Libereso depositó en el suelo el sapo que corrió a esconderse entre las hojas–. Adiós, Libereso.

–Espera.

–Tengo que terminar de ordenar los platos. La señora no quiere que salga al jardín.

–Espera. Quiero regalarte algo. Algo realmente bonito. Ven.

Ella lo siguió por los senderos de pedregullo. Era un chico raro, Libereso, con ese pelo largo, y atrapaba los sapos con la mano.

–¿Cuántos años tienes, Libereso?

–Quince. ¿Y tú?

–Catorce.

–¿Cumplidos o por cumplir?

–Los cumplo el día de la Anunciación.

–¿Ya pasó?

–¿Cómo, no sabes cuándo es la Anunciación?

Se echó a reír de nuevo.

–No.

–La Anunciación, el día de la procesión. ¿No vas a la procesión?

–Yo no.

–En mi pueblo sí que hay procesiones bonitas. En mi pueblo no es como aquí. Hay grandes campos llenos de bergamotas y sólo de bergamotas. Y todo el trabajo es recoger bergamotas de la mañana a la noche. Y nosotros éramos catorce hermanos y hermanas, y todos recogíamos bergamotas, y cinco murieron pequeños, y mi madre cogió el tétanos, y anduvimos en tren una semana para venir a casa de tío Carmelo, y allí dormíamos ocho en un garaje. Dime, ¿por qué llevas el pelo tan largo?

Se habían detenido en un arriate de calas.

–Porque sí. Tú también lo llevas largo.

–Yo soy una mujer. Si tú lo llevas largo eres como una mujer.

–Yo no soy mujer. No se sabe por el pelo si uno es varón o mujer.

–¿Cómo que no se sabe por el pelo?

–No se sabe por el pelo.

–¿Por qué no se sabe por el pelo?

–¿Quieres que te regale una cosa bonita?

–Sí.

Libereso empezó a dar vueltas entre las calas. Estaban todas abiertas, las blancas trompetas apuntaban al cielo. Libereso miraba en el interior de cada cala, hurgaba dentro con dos dedos y escondía algo en el puño cerrado. Maria-nunziata no se había metido en el arriate y lo miraba en silencio. ¿Qué hacía Libereso? Había inspeccionado ya todas las calas. Se acercó tendiendo las dos manos cerradas.

–Abre las manos –dijo.

Maria-nunziata tendió las manos juntas y ahuecadas pero tenía miedo de ponerlas debajo de las de él.

–¿Qué tienes ahí dentro?

–Una cosa bonita. Ya verás.

–Muéstrame primero.

Libereso entreabrió las manos y le dejó mirar. Las tenía llenas de mariquitas: mariquitas de todos colores. Las más bonitas eran las verdes, pero las había rojizas y negras y hasta una azul. Y zumbaban, resbalaban las unas en el caparazón de las otras, agitaban las patitas negras en el aire. Maria-nunziata escondió las manos debajo del delantal.

–Ten –dijo Libereso–, ¿no te gustan?

–Sí –dijo Maria-nunziata, pero seguía con las manos metidas debajo del delantal.

–Cuando las aprietas te hacen cosquillas, ¿quieres ver?

Maria-nunziata tendió las manos tímidamente, y Libereso dejó caer en ellas la pequeña cascada de insectos de todos colores.

–Ánimo. No muerden.

–¡Madremía! –No había pensado que pudieran morderla. Abrió las manos y las mariquitas sueltas en el aire desplegaron las alas y los hermosos colores desaparecieron y sólo fue un enjambre de coleópteros negros que volaban y se posaban en las calas.

–Lástima. Yo quiero hacerte un regalo y tú no quieres.

–Tengo que ir a guardar los platos. La señora, si no me encuentra, me grita.

–¿No quieres un regalo?

–¿Qué me regalas?

–Ven.

Seguía llevándola de la mano entre los arriates.

–He de volver en seguida a la cocina, Libereso. Después tengo que desplumar una gallina.

–¡Puah!

–¿Por qué: puah?

–Nosotros no comemos carne de animales muertos.

–¿Estáis siempre en cuaresma?

–¿Cómo?

–¿Qué coméis?

–Muchas cosas, alcachofas, lechuga, tomates. Mi padre no quiere que comamos carne de animales muertos. Y tampoco café y azúcar.

–¿Y el azúcar de la cartilla?

–Lo vendemos en el mercado negro.

Habían llegado a una cascada de plantas grasas, todas consteladas de flores rojas.

–¡Qué flores tan bonitas! –dijo Maria-nunziata–. ¿Nunca las cortas?

–¿Para qué?

–Para llevárselas a la Virgen. Las flores son para llevárselas a la Virgen.

Mesembrianthemum.

–¿Qué?

–Esta planta se llama Mesembrianthemum en latín. Todas las plantas tienen nombres en latín.

–La misa también es en latín.

–No sé.

Libereso miraba de reojo el serpentear de las plantas en la pared.

–Aquí está –dijo.

–¿Qué es?

Era una lagartija, inmóvil bajo el sol, verde con dibujitos negros.

–Ahora la atrapo.

–No.

Pero él se acercaba a la lagartija con las manos abiertas, despacito, después, de golpe: atrapada. Reía contento con su risa blanca y marrón. «¡Cuidado, que se me escapa!» Entre las manos cerradas se deslizaba tan pronto la cabecita asustada, tan pronto la cola. Maria-nunziata también reía, pero retrocedía a saltos cada vez que veía la lagartija y apretaba la falda entre las rodillas.

–Bueno, ¿de veras no quieres que te regale nada? –dijo Libereso un poco ofendido, y muy despacio dejó sobre un pretil la lagartija que se escapó como una flecha. Maria-nunziata tenía los ojos bajos.

–Ven conmigo –dijo Libereso y volvió a tomarla de la mano.

–A mí me gustaría tener un tubo de carmín y pintarme los labios los domingos para ir a bailar. Y también un velo negro para ponérmelo en la cabeza después, cuando vamos a la visitación del Santísimo.

–Los domingos –dijo Libereso– voy al bosque con mi hermano y llenamos dos cestas de piñas. Después, por la noche, mi padre lee en voz alta libros de Elysée Reclus. Mi padre tiene el pelo largo hasta los hombros y la barba le llega al pecho. Y lleva pantalones cortos en verano y en invierno. Y yo hago dibujos para el escaparate de la FAI1. Y los que llevan chistera son financieros, los de quepí, generales, y los de sombrero redondo, curas. Después los pinto con acuarelas.

Había un estanque en el que flotaban redondas hojas de ninfea.

–Calla –dijo Libereso.

Debajo del agua se vio avanzar a la rana sacudiendo y aflojando los brazos verdes. Al llegar a la superficie saltó sobre una hoja de ninfea y se sentó en el centro.

–Ahora –dijo Libereso, y bajó una mano para atraparla, pero Maria-nunziata hizo: «¡Uh!» y la rana saltó al estanque. Libereso buscaba con la nariz a ras de agua. –Ahí abajo –hundió la mano y la sacó cerrada–. Dos de una vez –dijo–. Mira. Son dos, una encima de otra.

–Por qué –dijo Maria-nunziata.

–Macho y hembra pegados –dijo Libereso–. Mira qué hacen.

Y quería depositar las ranas en la mano de Maria-nunziata. Maria-nunziata no sabía si tenía miedo porque eran ranas o porque eran macho y hembra pegados.

–Déjalas –dijo–, no las toques.

–Macho y hembra –repitió Libereso–. Después tienen renacuajos.

Una nube pasaba delante del sol. De pronto Maria-nunziata se desesperó.

–Es tarde. Seguro que la señora me está buscando.

Pero no se iba. Seguían dando vueltas por el jardín y ya no había sol. Le tocó el turno a una culebra. Estaba detrás de un seto de cañas de bambú, era una culebrilla. Libereso se la enroscó en un brazo y le acariciaba la cabecita.

–Antes yo amaestraba culebras, tenía diez y hasta una larga y amarilla, de las de agua. Después mudó de piel y se escapó. Mira esta que abre la boca, mírale la lengua partida en dos. Acaríciala, no temas, no muerde.

Pero Maria-nunziata también tenía miedo a las culebras. Entonces fueron hasta el pequeño estanque de rocas. Primero le mostró los surtidores, abrió todos los grifos y ella estaba muy contenta. Después le mostró el pez rojo. Era un viejo pez solitario y sus escamas empezaban a blanquear. Sí, el pez rojo le gustaba a Maria-nunziata. Libereso empezó a agitar las manos en el agua para atraparlo, era difícil, pero así Maria-nunziata podría meterlo en un frasco y tenerlo incluso en la cocina. Lo cogió pero no lo sacó fuera del agua para que no se asfixiara.

–Tócalo, acarícialo –dijo Libereso–, se lo oye respirar: tiene las aletas como de papel y escamas que pinchan, pero poco.

Maria-nunziata tampoco quería acariciar el pez.

En la tierra muelle de un bancal de petunias, Libereso rascó con los dedos y sacó lombrices largas largas y blandas blandas. Maria-nunziata escapó dando grititos.

–Pon la mano aquí –dijo Libereso señalando el tronco de un viejo melocotón.

Maria-nunziata no entendía pero puso la mano: después lanzó un grito y corrió a sumergirla en el agua del estanque. La había sacado llena de hormigas. Por el melocotón iban y venían pequeñísimas hormigas «argentinas».

–Mira –dijo Libereso y apoyó una mano en el tronco. Se veían subir las hormigas por su mano pero él no la apartaba.

–¿Por qué? –dijo Maria-nunziata–. ¿Por qué te llenas de hormigas?

La mano ya estaba negra, las hormigas le subían por la muñeca.

–Quita la mano –gemía Maria-nunziata–. Se te subirán todas encima.

Las hormigas le subían por el brazo desnudo, ya habían llegado al codo. Ahora todo el brazo estaba cubierto por un velo de puntitos negros que se movían; las hormigas le llegaban a la axila, pero él no se retiraba.

–¡Sal, Libereso, mete el brazo en el agua!

Libereso reía, algunas hormigas le pasaban ya del cuello a la cara.

–¡Libereso! ¡Todo lo que quieras! ¡Aceptaré todos los regalos que me des!

Le echó los brazos al cuello, empezó a frotarlo para quitarle las hormigas.

Entonces Libereso apartó la mano del árbol riendo, blanco y marrón, sacudió el brazo con descuido. Pero se veía que estaba conmovido.

–Bueno, te haré un gran regalo, está decidido. El regalo más grande que puedo hacerte.

–¿Qué?

–Un puercoespín.

–¡Madremía...! ¡La señora! ¡La señora me llama!

Maria-nunziata había terminado de ordenar los platos cuando oyó golpear en los vidrios de la ventana con un guijarro. Abajo estaba Libereso con una gran cesta.

–Maria-nunziata, déjame subir. Tengo una sorpresa para ti.

–No puedes subir. ¿Qué llevas ahí dentro?

Pero en ese momento la señora llamó y Maria-nunziata desapareció.

Cuando volvió a la cocina, Libereso no estaba. Ni dentro ni al pie de la ventana. Maria-nunziata se acercó al vertedero. Entonces vio la sorpresa.

En el escurridor, en cada plato, saltaba una ranita, una culebra se enroscaba dentro de una cacerola, había una sopera llena de lagartijas y los caracoles babosos dejaban estelas irisadas en la cristalería. En el barreño lleno de agua nadaba el viejo y solitario pez rojo.

Maria-nunziata dio un paso atrás y vio entre sus pies un sapo, un gran sapo. Pero debía de ser una hembra porque la seguía toda una camada, cinco sapitos en fila que avanzaban a pequeños saltos por las baldosas blancas y negras.

Un barco lleno de cangrejos

Los chicos de la Plaza de los Dolores se dieron el primer baño del año un domingo de abril, con un cielo azul nuevecito y un sol alegre y joven. Bajaron corriendo por las callejas empinadas haciendo revolotear los pantaloncitos de punto andrajosos, algunos arrastrando los zuecos por el empedrado, los más sin calcetines, para no tener que ponérselos de nuevo con los pies mojados. Corrieron al muelle saltando por encima de las redes que se extendían en el suelo y se alzaban sobre los pies descalzos y callosos de los pescadores en cuclillas que las remendaban. Se desnudaron entre los escollos, contentos de aquel olor agrio de viejas algas podridas y del vuelo de gaviotas que intentaba llenar el cielo demasiado grande. Escondieron las ropas y los zapatos en las grutas de los escollos provocando fugas de jóvenes cangrejos y empezaron a saltar descalzos y desnudos de un escollo a otro, esperando que alguno se decidiera a zambullirse primero.

El agua, de un azul denso, con reflejos verde crudo, estaba tranquila pero no era límpida. Gian Maria, llamado Mariassa, subió a la punta de un escollo alto y sopló apoyando el pulgar debajo de la nariz, con ese gesto suyo de púgil.

–Hale –dijo; juntó las manos y se zambulló de cabeza. Salió unos metros más lejos, escupiendo el agua por la boca como un surtidor y haciendo el muerto.

–¿Fría? –le preguntaron.

–Calentísima –gritó y empezó a dar furiosas brazadas para no congelarse.

–¡Muchachos! ¡Conmigo! –dijo Chichín que se las daba de jefe aunque nadie le hiciera caso jamás.

Se zambulleron todos: Pier Linyera con una pirueta, Bómbolo con un panzazo, Paulo, Carruba y por último Menín, que tenía pánico al agua y se arrojó de pie, apretándose la nariz entre los dedos.

En el mar Pier Linyera, que era el más fuerte, les hizo tragar agua a todos, uno por uno; después los otros se pusieron de acuerdo y le hicieron tragar agua a Pier Linyera. Entonces Gian Maria, llamado Mariassa, propuso:

–¡El barco! ¡Vamos al barco!

El barco hundido por los alemanes estaba atravesado delante del puerto, obstruyéndolo. Más aún, había dos, uno encima del otro, el que se veía estaba apoyado sobre otro totalmente sumergido.

–Hale –dijeron los otros.

–¿Se puede subir? –preguntó Menín–. Está minado.

–¡Cuentos! ¡Qué va a estar minado! –dijo Carruba–. Los de la Arenella se suben cuando quieren y juegan a la guerra.

Se largaron a nadar hacia el barco.

–¡Muchachos! ¡Conmigo! –dijo Chichín que quería dárselas de jefe, pero los otros iban más rápido que él y lo dejaban atrás, salvo Menín que nadaba estilo rana y por esa razón era siempre el último de todos.

Llegaron al pie de la nave que alzaba sus flancos negros de alquitrán viejo, desnudos y mohosos, la estructura superior desmantelada contra el azul flamante del cielo. Una barba de algas podridas subía desde la quilla cubriéndola y el viejo barniz se descascaraba en grandes placas: los chicos le dieron toda la vuelta, después se quedaron debajo de la proa mirando el nombre casi borrado: Abukir, Egypt. La cadena del ancla oblicua y tensa oscilaba cada tanto con el ritmo de la marea, crujiendo en las enormes anillas herrumbradas.

–No subamos –dijo Bómbolo.

–No fastidies –dijo Pier Linyera y ya se había agarrado a la cadena con manos y pies. Trepó como un mono y los otros lo siguieron.

A medio camino Bómbolo resbaló y se cayó de barriga en el mar; Menín no conseguía subir y tuvieron que acudir dos a ayudarlo.

Una vez arriba dieron vueltas callados por la nave desmantelada, se pusieron a buscar la rueda del timón, la sirena, las escotillas, las chalupas, todas esas cosas que tenía que haber en un barco. Pero éste era un barco pelado como una almadía, cubierto sólo por el estiércol blancuzco de las gaviotas. Gaviotas había cinco, apoyadas en un flanco, y, al oír los pasos descalzos de la banda, alzaron el vuelo una tras otra con gran batir de alas.

–¡Uhá! –las imitó Paulo y arrojó a la última una tuerca que había encontrado.

–¡Muchachos: vamos a las máquinas! –dijo Chichín. Era cierto que jugar entre las máquinas, en la bodega, hubiera sido mejor.

–¿Se podrá ir al barco que hay debajo? –preguntó Carruba. Sería magnífico: estar allá abajo, todos encerrados, con el mar alrededor y encima, como en un submarino.

–¡El de abajo está minado! –dijo Menín.

–¡Más minado estás tú! –le dijeron.

Bajaron por una escalerilla. Después de unos pocos peldaños se detuvieron: a sus pies empezaba el agua negra que se agitaba aprisionada. Los chicos de la Plaza de los Dolores miraban quietos y silenciosos en el fondo del agua un negro centelleo de púas: colonias de erizos que separaban lentos las espinas. Y alrededor, en las paredes, se incrustaban las lapas con barbas de algas verdes, pegadas al hierro del casco que parecía corroído y en las márgenes del agua hormigueaban los cangrejos, miles de cangrejos de todas las formas y todas las edades que giraban sobre sus patas curvas y radiadas y hacían crujir sus pinzas y proyectaban los ojos sin mirada. El mar chapoteaba sordo en el cubo que formaban las paredes de hierro, lamiendo las panzas chatas de los cangrejos. Tal vez toda la bodega del barco estaba llena de cangrejos que andaban a tientas y un buen día el barco empezaría a moverse sobre las patas de los cangrejos y caminaría por el mar.

Volvieron a subir a la cubierta, por la proa. Entonces vieron a la niña. No la habían visto antes, era como si siempre hubiese estado allí. Era una niña de unos seis años, gorda, con el pelo largo y rizado. Estaba muy bronceada y sólo llevaba unas braguitas blancas. No se entendía por dónde había llegado. No los miró siquiera. Estaba muy atenta a una medusa volcada en el entarimado de madera, con los festones blancuzcos de los tentáculos desparramados alrededor. Con un palo la niña trataba de ponerla cabeza arriba.

Los chicos de la Plaza de los Dolores la rodearon, con la boca abierta. Mariassa fue el primero en adelantarse. Resopló por la nariz.

–¿Quién eres? –dijo.

La niña alzó los ojos celestes en la cara mofletuda y oscura; después volvió a hacer palanca con el palo debajo de la medusa.

–Ha de ser de la banda de la Arenella –dijo Carruba, que era un entendido.

Entre los chicos de la Arenella había niñas que venían con ellos a nadar y a jugar a la pelota y también a la guerra de cañas.

–Tú –dijo Mariassa– eres nuestra prisionera.

–¡Muchachos! –dijo Chichín–. ¡Cogedla viva!

La niña seguía manipulando la medusa.

–¡Atención! –gritó Paulo que se había vuelto por casualidad–. ¡La banda de la Arenella!

Mientras ellos observaban a la niña, los chicos de la Arenella, que se pasaban el día en el mar, habían llegado nadando por debajo del agua, subieron en silencio por la cadena del ancla y aparecieron saltando por los flancos de la nave. Eran bajos y retacones, suaves como gatos, la cabeza rapada, la piel oscura. No llevaban pantalones negros y largos y caídos como los chicos de la Plaza de los Dolores; los de aquéllos eran apenas una tira de tela blanca.

La lucha comenzó: los de la Plaza de los Dolores eran flacos y puro nervio, salvo Bómbolo que era un panzón, pero pegaban con un furor fanático, aguerridos en las largas peleas libradas en las estrechas callejas de la ciudad vieja contra las bandas de San Siro y de Giardinetti. Los de la Arenella tuvieron el viento a favor, al principio, por efecto de la sorpresa, pero después los de la Plaza de los Dolores treparon a las escalerillas y de allí no hubo modo de sacarlos porque a ninguna costa querían que los desplazaran hasta los flancos de la nave desde donde era fácil que los arrojaran al agua. Al final Pier Linyera, que era más fuerte que sus compañeros y también mayor, y que andaba con ellos sólo porque repetía curso, consiguió hacer retroceder hasta el borde a uno de los de la Arenella y lo empujó al mar.

Entonces los chicos de los Dolores pasaron a la ofensiva: los de la Arenella, que en el agua se sentían en su elemento y, como gentes prácticas que eran, no conocían el orgullo, escaparon uno tras otro y se zambulleron.

–Venid al agua, si tenéis coraje –gritaron desde el agua.

–¡Muchachos! ¡Conmigo! –gritó Chichín y ya estaba por zambullirse.

–¿Estás loco? –lo retuvo Mariassa–. ¡En el agua nos ganan como quieren! –Y se puso a insultar a los fugitivos.