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Señales

Director de la colección: Javier Fórcola

Diseño de cubierta: Silvano Gozzer

Diseño de maqueta: Susana Pulido

Corrección: Gabriela Torregrosa

Producción: Teresa Alba

Ilustración de cubierta:
Melancolía III, dibujo de Damián Flores.

© Toni Montesinos, 2014

© Fórcola Ediciones, 2014

c/ Querol, 4 – 28033 Madrid

www.forcolaediciones.com

Depósito legal: M-9650-2014

ISBN: 978-84-15174-95-0

ISBN(ePub): 978-84-16247-30-1

ISBN(Mobi): 978-84-16247-31-8

«Tenemos, desde hace milenios, un modelo del que somos réplica, un esquema de conducta que, entre otras cosas, nunca ha desechado, sino todo lo contrario, la posibilidad de interrumpir “el orden”, de poner fin a la vida para preservarse del malestar y de aquello que los latinos denominaron taedium vitae, una zozobra sentida desde las melladuras del primer conocimiento.»

Ramón Andrés, Historia del suicidio en Occidente

«La melancolía es la dicha de estar triste.»

Victor Hugo, Los trabajadores del mar

«Hay en la historia de la palabra “melancolía” una línea de desarrollo en la que ha pasado a ser sinónimo de “tristeza sin causa”. Ha venido a significar un estado mental temporal, un sentimiento de depresión independiente de cualesquiera circunstancias patológicas o fisiológicas.»

R. Klibansky, E. Panofsky y F. Saxl, Saturno y la melancolía

nota preliminar

Si, como dijo en un libro de entrevistas aquel pensador que basó su obra en lo melancólico y suicida, E. M. Cioran, «escribir sobre el suicidio es vencer el suicidio», he aquí, a lo largo de estas páginas, una forma de ver materializado o no tal aserto. Pues la investigación que ahora se abre busca encontrar las puertas que comunican la reflexión y creación literaria, filosófica y artística sobre el hecho de darse muerte con las decisiones finales de los autores que llevaron su idea a término, y la manera en que, en sus propias vidas, eso se convirtió en negro sobre blanco, por un lado, y, por el otro, en una experiencia real. Todo desde la óptica de la melancolía, esa enfermedad del alma, esa dolencia psicológica, ese estado de ánimo, esa mera pose... tales son las calificaciones y tratamientos que ha tenido lo melancólico, concepto de larga historia desde Aristóteles y su celebrado escrito.

Lev Tolstói anotó en su diario, el 13 de julio de 1852: «El suicidio es la expresión y la prueba más evidente de la existencia del alma; y su existencia es la prueba de su inmortalidad». Lo críptico, lo personal de semejantes palabras, en un hombre además que sublimó sus dudas religiosas y preocupaciones sociales gracias a su arte narrativo, nos encaminan hacia un territorio fronterizo entre la mortalidad y el infinito donde la ambigüedad es la norma y la indefinición, la primera de sus reglas: el poeta, el filósofo, el psiquiatra tienen diferentes y muy argumentadas formas de describir la melancolía, así como de acercarse a las razones o sinrazones que dan pie al autohomicidio. Lo que sigue, pues, constituye un pequeño intento de unir esas diferentes perspectivas para darles un sentido histórico, literario y clínico. Se trata de un camino sin objetivo definitivo, pues las conclusiones serán tan numerosas como distintas las perspectivas al considerar los suicidios melancólicos que nos proporcionen los ejemplos –literarios y reales– extraídos de escritores, estudiosos y médicos.

De hecho, se podría escribir una historia de las letras universales en función de cómo éstas han abordado lo suicida-melancólico, tal es la frecuencia de esa relación, que ha dado pie a un inabarcable número de poemas, novelas y cuentos, ensayos, biografías, obras teatrales. Esa enciclopedia de los muertos, por decirlo con el título de una obra de Danilo Kiš –un no suicida del que con frecuencia se ha dicho, erróneamente, que se suicidó–, nos contaría de forma harto completa la historia del mundo y de la psicología humana: es un campo delicado, intangible y misterioso éste de cómo los humores de las personas devienen inspiración para una pieza literaria, y un asunto extraordinariamente interesante observar el proceso de cómo la idea de suicidarse se hace efectiva. Sentimiento y acción se combinan en lo pacífico y lo violento, y la poesía se nutre de sangre, y la muerte adquiere la fisonomía de un perfil artístico. No en vano, «de todas las aventuras es el suicidio la más literaria, mucho más que el asesinato», como dice J. M. Coetzee en su novela En medio de ninguna parte.

Según los estudios estadísticos, el suicida estándar responde a las siguientes características: por un lado, un varón de cincuenta y cinco años de edad, divorciado o separado, socialmente aislado y con un trastorno mental grave; por el otro, ese mismo varón, pero cuerdo, probablemente atormentado por una situación económica insostenible, como se ha visto de forma contundente, por ejemplo, en el Japón de lo que llevamos de siglo xxi, un país en el que hay más de 30.000 muertes voluntarias por año; tantas que en la última década se puso en funcionamiento un consultorio telefónico para prevenir suicidios (la primera semana se recibieron 3.037 llamadas, la mitad por parte de desempleados de cuarenta años aproximadamente) y una compañía de ferrocarriles instaló espejos en los andenes, además de unas lámparas de iluminación azul con propiedades sedativas, para disuadir a quienes pretendieran tirarse a las vías.

Así las cosas, queremos ver, detrás de ese estereotipo y de sus ramificaciones –las infinitas variantes que se hallarán a lo largo de los siglos–, y de modo específico en el área restringida de los escritores, cuántos de esos casos nacieron por un exceso de bilis negra (el significado literal de melancolía), por tristeza, tedio y aburrimiento, por el mal melancólico, en definitiva. En las presentes páginas, la pareja Suicidio y Melancolía llegará a las puertas del siglo xx tras un largo noviazgo de siglos y siglos; su unión completa coincidirá con el inicio de la sociología y la psicología modernas, cuando empiezan muy diferentes maneras de acercarse tanto a él como a ella. Ambas manifestaciones adquieren una presencia literario-biográfica realmente desorbitada en esa centuria en la que el suicidio ha proliferado de manera apabullante, y la melancolía, avergonzada, se ha ocultado tras ver cómo se le cambiaba su hermoso nombre por otros más simples o técnicos, viendo proyectada encima la sombra de la incomprensión.

* * *

Otras razones de índole más personal, diríamos públicamente secretas, si se me permite la paradoja, hay en el origen de este interés por lo melancólico y suicida –en lo literario y vivencial, en lo artístico y biográfico–, pues las propias armas literarias despejan el inconsciente, revelando lo que no se ha dicho, diciéndolo al fin. La cita inicial de Cioran transmite la idea que subyace en este párrafo con respecto al suicidio: tal vez escribir sobre él representa en última y decisiva instancia no caer en sus redes. A lo que no pudo corresponder, pese a su monumental intento mediante su Anatomía de la melancolía (1621), el suicida melancólico por antonomasia, Robert Burton, que apuntó en el prólogo a su famoso tratado: «Escribo sobre la melancolía para estar ocupado en la manera de evitar la melancolía. No hay mayor causa de melancolía que la ociosidad, y “no hay mejor cura que la actividad”, como sostiene Rhazes». De la misma manera que, acaso por acrecentar su imagen interesante y rara –se verá cuánto hay de teatralización, de tragedia y banalidad conjugadas en ciertos comportamientos, puesto que el verdadero suicida casi nunca avanza sus intenciones–, Enrique Vila-Matas, al publicar Suicidios ejemplares, confesó que tal cosa le había servido para salvarse de darse muerte1; de esa misma manera, decía, el que esto escribe ha tenido un contacto libresco con tantos muertos suicidas que ha acabado, si no comprendiendo el suicidio en general, dado que, al decir del sociólogo Émile Durkheim, «no hay suicidio, sino suicidios», sí captando mejor, o tal vez sólo intuyendo o suponiendo o imaginando, la esencia de cada uno de ellos, evitando, anulando o posponiendo el propio. Pues en esa potencialidad del autohomicidio, de que la tristeza se melancolice, estamos todos congregados, y cada suicidio es, pudo ser o será el suicidio elegido o descartado, el suicidio que hasta la fecha se limita a convertirse en pacífico tema de análisis cultural, en mero asunto de entretenimiento investigativo, de escritura literaria.

introducción a la «nebulosa» del suicidio

No debe de ser una casualidad el hecho de que Francia2, uno de los países que más casos ve al año de suicidios, haya aportado al mundo un variopinto caudal de investigaciones que marcan un punto de inflexión en este campo: por un lado, a finales del siglo xix, Durkheim emprende la redacción del fruto de sus abundantes pesquisas sociológico-suicidas y publica El suicidio. Estudio de sociología. Por el otro, cabe remarcar que la suicidiología es una ciencia reconocida por la Academia de Medicina gala desde 1985. En todo ese tiempo, entre un momento y otro, a lo largo de un siglo xx cargado de guerras, éxodos y represiones, del diagnóstico de nuevas enfermedades mentales y los avances –si bien aún limitados– en materia de depresión, la estadística de suicidios se ha disparado hasta alcanzar una cantidad extraordinariamente elevada. También entre los artistas escritores, y en un considerable número por razones que, por decirlo à la Durkheim, se basarían en la no pertenencia a la sociedad, en la incomprensión por parte del entorno de un alma sensible y extraña, en la incomodidad de no saber adaptarse, pues, aunque el investigador francés entendía el suicidio como un mal que se gesta de manera íntima, otorgaba una gran importancia a las circunstancias sociales, que serían las que a la postre arrastrarían al individuo hasta el fatal desenlace: es decir, que el hecho de ser o no ser admitido en el ambiente del propio grupo, clan, tribu, pueblo o ciudad constituía, bajo su prisma, el factor determinante del suicidio.

Y sin embargo, pese a la gran cantidad de posibles agrupaciones en torno a la estadística suicida y más allá de toda visión clínico-objetivista, el misterio de los motivos –si éstos son sustancialmente diferentes– de los suicidas que, además, son escritores, filósofos o artistas permanece oculto en cada cadáver, según la opinión del psiquiatra Luis Rojas Marcos: «A pesar de los avances en nuestro conocimiento de las motivaciones que guían el comportamiento humano, todavía resulta difícil explicar el suicidio. Una razón bastante obvia es que no podemos examinar directamente lo que pasa en la mente atormentada de los suicidas consumados. Dependemos casi siempre de conjeturas sobre sus vidas pasadas».

Según los estudios suicidiológicos, los escritores son de diez a veinte veces más propensos que otras personas a sufrir enfermedades maniacodepresivas o depresivas, lo que les puede conducir a menudo al suicidio. El asunto se vuelve más perentorio si el escribiente cultiva la poesía3, género que deja aflorar como ningún otro las complejas impresiones que pueden provocar la tristeza, la soledad o el dolor intensos. Otra especialista en medicina, Isabel Cristina Pires, en su ponencia «Dolencia afectiva y creatividad», donde estudia el elevado número de suicidios entre escritores y pintores lusos –Unamuno dejó dicho: «Portugal es un pueblo de suicidas»–, no hace sino corroborar la sospecha de que las vivencias angustiosas se reflejan en muchas manifestaciones artísticas, y se fija, asimismo, en algo que parece paradójico:

¿Es la creatividad una reconstrucción de la realidad en la que el creador escoge libremente las piezas de su puzle, exigiendo para ello plena integridad del pensamiento, o por el contrario, el pensamiento psicopatológico está empobrecido y perturbado por la dolencia mental, haciendo evidente la asociación entre patología mental y creatividad? ¿Será verdadero el viejo mito de que el artista es un loco? Pero cuando hablamos de dolencia mental, ¿a qué nos estamos refiriendo? ¿Y de qué manera podrá influir esa patología en la creación artística?4

A tantas incertidumbres sobre el gesto suicida, y parafraseando a William Shakespeare, se añaden preguntas, preguntas, preguntas. Todas sin respuesta objetiva a no ser que confiemos en la observación médica de que los escritores tienen una mayor dolencia afectivo-depresiva, sobre todo bipolar, así como una tendencia mayor a la melancolía e incluso al alcoholismo. Y es que, en ciertas ocasiones, el instinto de matarse subyace de modo innato: «El suicida nace muerto a la vida, con esa muerte trágica esperándole en alguna parte de su rutina, aguardándole paciente y silenciosa como una loba para llevarse lo que es suyo», escribe Andrés Trapiello en un artículo sobre el suicidio de una joven escultora enamorada de Juan Ramón Jiménez.

Con todo, las excusas para matarse, por muy visibles y precisas que sean, siempre aceptan «una interpretación nebulosa», como apunta el suicida Primo Levi en Los hundidos y los salvados (1989) al recordar el suicidio del filósofo Jean Améry, víctima del acoso nazi y defensor de la muerte voluntaria como máxima libertad de expresión humana. «En efecto, la cuestión no es por qué me mataré, sino por qué no matarme», dirá el protagonista de Los suicidas (1969), del argentino Antonio di Benedetto, sintetizando a la perfección el derecho privado de sentir el desconcierto de la vida y buscar consuelo en el pensamiento de una defunción prevista, aunque sólo se produzca soñando: «El sueño del propio suicidio es raro, puede simbolizar la necesidad de suprimir una zona de la propia personalidad. Inversamente, el acto de destruir un objeto con el que alguien se haya identificado profundamente, puede ser símbolo de un anhelo latente de suicidio», afirma Juan Eduardo Cirlot, que desde su Diccionario de símbolos (1958) arroja algo de luz metafórica: «El suicidio, desde el ángulo tradicional, es el máximo crimen por destruir el “soporte de la evolución” que es la propia vida. Desde la concepción hinduista y, generalizando más, en todo pampsiquismo, es un acto enteramente inútil pues suprime sólo el aspecto exterior, un ente (que no es el ser, sino una manifestación de él)». Con fe o sin ella, establecidos en una u otra religión, sugestionados por las costumbres sociales a favor o en contra del propio homicidio, habremos de creer en la premisa más simple –la cual con el tiempo se ha hecho cada vez más célebre, pese a su simplicidad–, la expuesta al inicio de «Lo absurdo y el suicidio», el primer capítulo de El mito de Sísifo (1942), un breve ensayo de Albert Camus que empieza de la siguiente manera: «No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no la pena de ser vivida equivale a responder a la cuestión fundamental de la filosofía».

Camus aborda el problema filosófico y en ello se desmarca notablemente del componente social de Durkheim, centrándose en la relación que hay entre pensamiento individual y suicidio, un gesto este que «se prepara en el silencio del corazón, lo mismo que una gran obra. El mismo hombre lo ignora. Y una noche, dispara o se arroja al vacío». El autor, además de incluir en su trabajo asuntos harto elementales –«Hay muchas causas para un suicidio y, de forma general, no siempre las más aparentes son las más eficaces»; «Raramente nos suicidamos por reflexión (aunque no haya de excluirse la hipótesis)»–, introduce un aspecto capital a la hora de considerar la ejecución suicida, con frecuencia de tintes espasmódicos, esto es, el desencadenante incontrolable de la crisis violenta: «Los periódicos suelen hablar de “íntima congoja” o de “enfermedad incurable”. Estas explicaciones son válidas. Pero habría que saber si ese mismo día un amigo del desesperado le habló en un tono indiferente. Él sería el culpable. Pues eso puede bastar para precipitar todos los rencores y todas las lasitudes todavía en suspensión». Tal cosa es lo que le ocurrió, en el año 347 a. C., a los 46 años, al filósofo griego Espeusipo, sobrino de Platón –a quien sucedió en la dirección de la Academia–, que se envenenó en Atenas un día en que, montado en una litera y muy enfermo, se cruzó con Diógenes y éste le dirigió un comentario que precipitó su acto suicida.

En realidad, el valor emocional del suicidio, llevado a la desmesura en el siglo xx, es solamente un pequeño aspecto de la actitud suicida a lo largo de la historia. Por otra parte, casi toda la tipología de suicidios y sus reflexiones subsiguientes la hallamos representada en múltiples ejemplos de la Antigüedad grecolatina, dirigidos en muchas ocasiones a desdramatizar la «vulgaridad» de morirse, pues, como repetía Camilo José Cela pocos meses antes de fallecer, es lo único que ha hecho la humanidad entera desde el inicio de los tiempos5. Cicerón ya lo dijo en las Disputaciones tusculanas (años 44-45 a. C.): «¿De qué modo o por qué razón consideras la muerte un mal cuando nos otorga la felicidad, suponiendo que el alma sobreviva, o nos libra de nuestras miserias, si es que nos priva de toda sensación?»6.

Este ánimo de contención que, en el siglo pasado, retomarán mentes de una privilegiada serenidad como la del austríaco Stefan Zweig, sería expuesto, con mayor claridad y sin la grandilocuencia metafísica de algunos predecesores griegos, por dos escritores latinos: el suicida filósofo cordobés Séneca y el emperador romano Marco Aurelio. El primero proyectaba un alivio esperanzador en Consolación a Marcia (alrededor del año 40) por la pérdida del hijo de ésta: «Piensa cuánto bien comporta una muerte oportuna, a cuántos le ha perjudicado el haber vivido demasiado tiempo»; e insistía, en las Epístolas morales pensadas para su amigo Lucilio: «No hay por qué conservar siempre la vida, porque lo bueno no es vivir, sino bien vivir»; por tanto, «si te place, vive; si no, eres libre de regresar al lugar del que viniste». Algo más de dos siglos después, Marco Aurelio, en el libro III de las Meditaciones que escribiera en campaña durante sus últimos diez años de mandato, se agregaría a tamaña clarividencia con las siguientes recomendaciones: «Puedes vivir aquí de la misma forma que piensas que lo harás después de partir. Si no te lo permiten, abandona la vida, pero convencido de que con ello no sufres ningún mal»; y luego, en el libro VIII, aconseja lo siguiente a aquellos que se sientan incapaces de superar un obstáculo: «Entonces sal de la vida, apaciblemente, como quien después de realizar sus proyectos muere sin resentimientos».

Hoy, en contraste con las citas grecolatinas referidas, se percibe cómo las sociedades asumen de forma traumática todo cuanto rodea al suicidio, relegado aún a acto deshonroso o susceptible de ocultación, parcela marginal también reservada al depresivo-melancólico. Probablemente, no resultaría exagerado afirmar que Occidente vive de espaldas a la mortalidad y, muy particularmente, a lo que significa el suicidio; en esa incultura de la muerte, promovida por las carencias educativas que sufren las nuevas generaciones, en una sociedad más tecnificada y tendente al ocio, a no pensar en asuntos trascendentes o acaso primarios como el ciclo de la vida, es rigurosamente oportuna la frase «De cómo filosofar es aprender a morir», como tituló Michel de Montaigne uno de sus Ensayos (1580): «No sabemos dónde nos espera la muerte: esperémosla en cualquier lugar. La premeditación de la muerte es premeditación de la libertad. El que aprende a morir, aprende a no servir. El saber morir nos libera de toda atadura y coacción. No existe mal alguno en la vida para aquel que ha comprendido que no es un mal la pérdida de la vida». Qué alejada la inspirada listeza de un Montaigne que, hablando de la muerte, se califica de soñador y no de melancólico, del Camus que reduce el suicidio a una mera confesión melodramática:

Es confesar que la vida nos supera o que no la entendemos […]. Es solamente confesar que «no vale la pena». Vivir, naturalmente, jamás es fácil. Seguimos haciendo los gestos que la existencia pide por muchas razones, la primera de las cuales es la costumbre. Morir voluntariamente supone que hemos reconocido, aunque sea instintivamente, el carácter ridículo de esta costumbre, la ausencia de toda razón profunda para vivir, el carácter insensato de esa agitación cotidiana y la inutilidad del sufrimiento.

Asimismo, qué apartadas al respecto quedan las poéticas sensaciones de un Giacomo Leopardi, de un Friedrich Nietzsche, del sobrio reconocimiento de Martin Heidegger, quien en Ser y tiempo (1927) le espeta al «labrador de Bohemia», como se destaca en un libro sobre la eutanasia del teólogo Hans Küng y el profesor de Literatura Walter Jens: «Tan pronto como un hombre llega a la vida, ya tiene edad suficiente para morir». Ciertamente, pero, según el poeta italiano, el suicida, ¿contradictoriamente?, es un ser humano que «está lleno de esperanza, al menos, de deseo, y anhela ardientemente la felicidad»7, mientras que el nietzscheano Zaratustra (1883) habla sobre la muerte libre y «el difícil arte de irse a tiempo»; el hombre es dueño y señor de su propio fin, al que se enfrenta con arrogancia: «Yo os elogio mi muerte, la muerte libre, que viene a mí porque yo quiero».

Compañeras y guardianes constantes, visibles o invisibles en la imaginación, las parcas o las moiras, las personificaciones del destino de cada mortal, nos acechan y vigilan desde el nacimiento, así que no extraña que, dado nuestro encuentro con ellas en cualquier instante, las pautas del racionalismo nos indiquen que la lógica consecuencia vital sea el plan suicida. No en balde, para Søren Kierkegaard –el cual reconocía que, al volver a casa, tras haber hecho reír a sus amigos en un salón, le entraban ganas de matarse–, el suicidio era la natural respuesta al pensamiento puro. «No elogiamos el suicidio, pero sí la pasión. El pensador, por el contrario, es un curioso animal, que es muy inteligente a ciertos ratos del día, pero que, por lo demás, nada tiene de común con el hombre» (citado en Del sentimiento trágico de la vida de Unamuno). Con estas palabras, el danés ponía una rara distancia entre la persona común y corriente y el intelectual reflexivo en una época (mediados del siglo xix) propensa a dejar definitivamente la filosofía fuera de la comprensión del hombre de a pie.

Sin embargo, las elevadas reflexiones tan características de la abstracta interpretación contemporánea del mundo han encontrado, por fortuna, algún caso aislado de llana entereza y modesto sentido común. Es el caso de Bertrand Russell, quien en un ensayo de Elogio de la ociosidad (1935) asegura: «La práctica de la constante y triste meditación sobre la muerte es igualmente dañina. Es un error pensar demasiado exclusivamente acerca de cualquier tema, sobre todo cuando nuestro pensamiento no puede resolverse en acción […]. Pero no podemos evitar morir al final, con lo que este resulta un tema de meditación inútil». La teoría, de una sencillez rotunda, tiene por supuesto su contrapartida más extrema: la de la inevitable y dramatizada puesta en escena. Da en el clavo Guillermo Cabrera Infante cuando anota: «El suicida es un actor que juega a la tragedia», recordando a su compatriota Calvert Casey8.

¿No es jugar acaso, trágicamente, a teatralizar la vida y, por extensión, la muerte segura la exhibicionista pretensión de un Percy B. Shelley que, en sus últimos años lánguidos, melancólicos y llenos de desgracias suicidas en su familia, pedía veneno a su amigo E. J. Trelawney –lo cuenta éste en Memoria de los últimos días de Byron y Shelley (1858)– «no para utilizarlo de inmediato, sino porque deseo tener a mi alcance la llave dorada que conduce al aposento del eterno descanso»? ¿Qué es lo que declara el narrador de El túnel (1958), de Ernesto Sábato, sino la fantasía de lograr hacer algo osado y temerario y trascendente?: «El suicidio seduce por su facilidad de aniquilación: en un segundo, todo este absurdo universo se derrumba como un gigantesco simulacro, como si la solidez de sus rascacielos, acorazados, tanques, de sus prisiones no fuera más que una fantasmagoría, sin más solidez que los rascacielos, acorazados, tanques y prisiones de una pesadilla».

En este sentido, la representación en el escenario del suicidio adquiere una dignidad suprema en el análisis de Tolstói, como se aprecia en uno de los fragmentos que incorpora George Steiner en su libro de 1959 Tolstói o Dostoievski: «Unas pocas personas, excepcionalmente fuertes y consecuentes, obran así. Habiendo comprendido la estupidez de la broma que se les ha hecho y habiendo comprendido que es mejor estar muerto que vivo, y que lo mejor de todo es no existir, actúan de acuerdo con ello y terminan prontamente esta estúpida broma, puesto que hay medios para hacerlo: una cuerda en torno al cuello, agua, un cuchillo para clavárselo en el corazón». Precisamente, a propósito del creador de la suicida Anna Karénina, Zweig, en su texto «Viaje a Rusia» (1928) –escrito tras la invitación del Gobierno ruso para que presenciara varios homenajes, como la inauguración del Museo Tolstói y la visita a su casa de Yásnaia Poliana–, relató:

A mí personalmente me causaron una impresión profundísima dos objetos de poca importancia: en una vitrina de cristal, una vasta cuerda acompañada con una carta que le dirigió una extranjera incapaz de soportar lo sombrío del mundo y lo eternamente quejoso de las obras del escritor y que le remitía a su casa, consecuente con su condición de ruso, aquella cuerda, invitándole a que no siguiese atormentándose a sí mismo y a la humanidad con su desasosiego y rebeldía eternos y que pusiese fin a su vida.

Esta instigación al suicidio, penada por la ley en numerosos países a lo largo de la historia y que, en muchos casos, entronca con la eutanasia (la denominada muerte dulce) y con orígenes melancólicos –malignos para los medievales, cerebrales para la medicina moderna–, halla en la filosofía y en la literatura una inagotable cantidad de excusas para formalizar una salida de la vida. En los Poemas inconjuntos, Fernando Pessoa ponía en boca de su heterónimo Alberto Caeiro: «Siento una alegría enorme / al pensar que mi muerte no tiene ninguna importancia», y lo decía entre aliviado y melancólico, pues semejante alegría, valiente desmesura senequista, es la sonrisa del guerrero antes de practicarse el seppuku, el paso adelante del que se somete a la atracción del abismo, la calma del capitán que permanece de pie mientras su barco náufrago desaparece bajo el mar.