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Señales

Director de la colección: Javier Fórcola

Diseño de cubierta: Silvano Gozzer

Diseño de maqueta: Susana Pulido

Corrección: Gabriela Torregrosa

Producción: Teresa Alba

Detalle de cubierta:
Homenaje a Francesc Català Roca, dibujo de Damián Flores.

Título original: Burgesos imperfectes (Barcelona, La Magrana, 2012)Edición castellana, revisada y corregida por el autor.

© Jordi Gracia García, 2015

© Traducción de Julia Alquézar, 2015

© Fórcola Ediciones, 2015

c/ Querol, 4 – 28033 Madrid

www.forcolaediciones.com

Depósito legal: M-2738-2015

ISBN: 978-84-16247-42-4

ISBN(ePub): 978-84-16247-26-4

ISBN(Mobi): 978-84-16247-27-1

A Jordi Amat i les seves criatures.

prólogo a la edición castellana

Este libro es en apariencia la traducción de un ensayo sobre la heterodoxia en las letras catalanas del siglo xx titulado Burgesos imperfectes, publicado en catalán en La Magrana en 2012. En la práctica, se ha convertido en un libro distinto porque he hecho numerosos cambios, que resumo así: he eliminado dos capítulos, he reescrito íntegramente el primero y más largo, «Una tradición desprotegida», y he redactado de nuevo el epílogo abreviándolo. Hoy no ha perdido el sesgo político, pero ha ganado coherencia con respecto a lo que se propone el libro como tal: una mirada interpretativa a las formas de disidencia intraburguesa en las letras catalanas del siglo xx.

Este libro, sin embargo, no se ocupa de política, sino de la relación de los intelectuales con los discursos mayoritarios, los prejuicios efectivos pero invisibles, las opiniones compartidas por una sociedad: las creencias, los valores, los pactos tácitos de una clase de poder. Intenta detectar los impulsos disidentes o heterodoxos que aportaron un puñado de escritores a lo largo del siglo xx desde la acritud, el humor, la severidad o la lírica, todo a la vez o cada uno por separado. En buena medida, actuaron como agentes desestabilizadores o guerrilleros éticos contra su propia clase, contra su cobardía, su egoísmo, su miedo, su fe obtusa o su sumisión natural.

A pesar de ello, nadie asigna hoy ese papel a ninguno de los autores centrales de este libro porque han pasado ya por encima de ellos, a veces pisoteándolos, los protocolos de beatificación cultural de las sociedades desarrolladas. Los necesitan cepillados, banalizados y limpios, pasados por la secadora y planchados al vapor. A mí, sin embargo, me parecen mucho más estimulantes cuando todavía van despeinados y sin afeitar, con la ropa arrugada y algún lamparón; cuando no les ha pasado por encima un plan de estudios o una placa con su nombre en la biblioteca del pueblo. Por eso quizá la propuesta más invisible de este libro es también la más ambiciosa: restituir a sus autores el valor heterodoxo que tuvieron en su momento, como voces disidentes fuera de control e imprevisibles. Mi objetivo es rehabilitar ese significado cuando la posteridad o la consagración oficial todavía no les ha impuesto la rigidez del almidón.

Prácticamente todos los autores que he elegido son canónicos: ninguno de ellos obedece a parámetros de subversión o rebelión evidentes, y tampoco han sido transgresores o impugnadores taxativos del orden. Sin embargo, se sitúan y se situaron muy a menudo como observadores aprensivos de las manías y prejuicios de su sociedad, de su tiempo y de su clase. Se atrevieron a ensayar variaciones de un talante ético que los separó de los valores mayoritarios o los colocó en posiciones marginales, a pesar de que hoy ocupen posiciones centrales. Precisamente ahí reside el espejismo. El magisterio que les asigna la actualidad no consagra su valor originario de rebeldía o insumisión, sino lo contrario: cloroformiza su papel y difumina etapas muy beligerantes de sus biografías intelectuales.

Mi propuesta es explicar sus salidas de tono y sus irreverencias calculadas, su capacidad para mantenerse lejos de los prejuicios de la tribu o para asumirlos sólo fingidamente. Me atrae la continuidad intermitente de un talante dispuesto a correr el riesgo de eludir la norma y el dogma del momento, sin repudiar las normas de la sociedad a la que habla ni desde luego cortar los canales de comunicación: son disidentes integrados en los circuitos de su misma clase, comunidad o entorno cultural.

Pretendo reconstruir las estrategias a través de las cuales imponen al lector —a las clases medias, a la burguesía más o menos culta— su formación ilustrada o su escepticismo macerado, sin dejarse engullir por la presión de la conveniencia o del oportunismo. Eso hicieron con múltiples variaciones Josep Pla y Agustí Calvet, Gaziel, Joan Oliver o J. M. Ferrater Mora, Joan Ferraté y Josep Maria Castellet, Pere Gimferrer y Joan Margarit. La paradoja central que vertebra el libro es esa zona fronteriza en la que el escritor actúa con un impulso disidente de su clase desde el interior de su clase: aspira menos a un estallido revolucionario que a desestabilizar el conformismo del lector medio. Encarnan variantes diversas de la rebeldía resignada o de la insolencia amena; actúan como ácidos sin efecto corrosivo, pero sí correctivo y catártico. No creen en la libertad integral o incondicional ni son románticos o idealistas banales; saben que no hay un público, sino públicos; saben que los prejuicios son necesarios y saben que los prejuicios cambian. Saben que cada uno de ellos ha cambiado y cambiará a lo largo de los años, pero no asocian el cambio con la traición innoble, sino con la madurez y la lucidez adquiridas; no se sienten leales a la retórica encendida de la Patria, ni de la Cultura, ni de Esencia alguna, sino fieles a la verdad moral lentamente obtenida y muy a menudo demasiado abrumadora como para callarla, y demasiado sobrecogedora como para enunciarla desnudamente. Han sido perfectos burgueses, por así decirlo, pero burgueses exigentes con su clase; se sienten más cerca del moralista del siglo xviii que del preceptista; son más irónicos que dogmáticos, más ecuánimes que sectarios: burgueses, pero burgueses imperfectos.

Parece un contrasentido, en efecto, porque quizá sigamos creyendo que el disidente se expresa con un grito de ruptura o un gesto iconoclasta mientras le cala una barretina a la Gioconda. Ciertamente, la vanguardia de los años veinte y treinta fue una forma lúdica, agresiva y provocadora de heterodoxia; pero lo fue porque su proyecto soñaba la subversión integral del poder a través del arte y la política. En sociedades con niveles de formación intelectual incomparablemente más altos que entonces, esta noción de heterodoxia es demasiado antigua e incluso invenciblemente folclórica; no la llamaría rancia, pero, con seguridad, sí es previa al cataclismo de la Segunda Guerra Mundial y a la afortunada hegemonía en Europa de la socialdemocracia.

Los vanguardistas históricos fueron hijos de la burguesía enfrentados a la sociedad burguesa. Después de la Segunda Guerra Mundial, la heterodoxia perdió el aroma heroico y buena parte de la dinamita iconoclasta y juvenil. Desde entonces ha ido creciendo otro tipo de combate más lento y diferido, aleccionado además por la rapidísima integración social y popular de los aspavientos de la vanguardia histórica. El caso de Salvador Dalí es paradigmático y exagerado. El escándalo provocador convivió hasta el final de su vida con la heterodoxia de la que pretende hablar este libro. Al mismo tiempo que ganaba dinero a espuertas o se apuntaba a la más estridente de las fanfarrias de la mercadotecnia, era también el escritor secreto y vertiginoso de la autobiografía, de sus diarios, de los ensayos de pensador original. Construía heterodoxia mientras encajaba admirablemente en los nichos del arte como mercancía pop, o pre-pop.

El primer disidente

La heterodoxia moderna es a menudo menos efectista. Puede ser gradual y reformista, puede ser burguesa porque no pretende la sustitución de un orden social por otro, sino la corrección más o menos profunda del mismo orden o de sus peores debilidades. Y quizá el primer nombre para acercarse a esta tipología en Cataluña es tan clásico como el de Joan Maragall y su civismo crítico, leído a través de la agudísima mirada de Joan Fuster en un libro tan libre como Causar-se d’esperar (1965). Dicho con gran simplificación, Joan Maragall entendió que su clase incurría en julio de 1909, durante la Semana Trágica, en una traición a su pueblo que la envilecía como clase y desenmascaraba sus más egoístas e insolidarias intimidades: había sido corresponsable de aquella catástrofe y en su gen ético estaba asumir la responsabilidad parcial que le correspondía.

Joan Fuster examinó el caso con cuidado porque de la reacción cívica de Maragall podían derivarse algunas consideraciones esenciales para entender el territorio fronterizo en el que actúa el moralista contra su tribu. Fuster sospechaba que los prejuicios ideológicos de la izquierda de los años sesenta impedían ver con suficiente claridad la energía con la que Maragall señaló la culpa de su propia clase en el estallido de la Semana Trágica. El diagnóstico no lo hizo desde las trincheras revolucionarias, sino desde la exigencia ética. No abjuró de su posición social; actuó precisamente como burgués: «Diguem-ne burgès sense posar fel a la paraula»1, dice Joan Fuster, intentando mitigar la dosis de hostilidad descalificadora que tenía la palabra en la izquierda antifranquista y de familia marxista.

El matiz de Fuster es muy importante e indica el punto al que quiero llegar. En los años sesenta la asociación entre burguesía, opresión de clase y derecha reaccionaria es ineludible en los medios antifranquistas y progresistas. La burguesía es la clase opresora y sus agentes públicos más peligrosos son justamente los intelectuales de clase, vendidos a intereses mezquinos y brillantes legitimadores de la perpetuación explotadora del capitalismo… En ese contexto iba muy a contracorriente la defensa de la naturaleza esencialmente burguesa de la heterodoxia de Maragall, y por eso reclama Fuster que se le evalúe como el excepcional burgués que incurre en la imperfección de censurar el egoísmo o la irresponsabilidad de su clase.

El efecto colateral de ese relato hegemónico de los años sesenta, contra el que escribe Fuster, ha sido la omisión o la infravaloración de la disidencia que encarnó entonces un destacado número de intelectuales (burgueses): también ellos, o muchos de ellos, desempeñaron el papel de rebeldes resignados, en palabras de Fuster, porque escribían contra los prejuicios de su clase o su entorno sin renunciar a su estatus, sin aspirar a desmontar sus privilegios ni a dar ninguna vuelta radical a ninguna tortilla. «Com a ciutadà —dice Josep Pla hablando de Maragall— no fou pas precisament un conformista, un il·lús del panglossisme de casino o de club, com ho fou una bona part de la societat barcelonina del seu temps.»2

O dicho en palabras que alguna vez ha usado Jordi Amat, la estigmatización de la burguesía que practicó la izquierda marxista y filomarxista de los años sesenta provocó un reduccionismo perturbador: hizo creer que la burguesía intelectual era incapaz de promover o liderar desde la razón crítica movimientos liberadores y civilizadores. E incluso se llegó a creer que la defensa de la tradición ilustrada era una prueba más de su conservadurismo tradicionalista. El resultado fue una extrañísima deformación y una omisión: dejamos de percibir el cascabel de heterodoxia que resonaba en tantísimas de sus publicaciones y actitudes, y desaparecieron del horizonte culto como desestabilizadores de los vicios de su propia clase. Hemos menospreciado el significado moderno de unos cuantos escritores porque eran plenamente burgueses y actuaban como inequívocamente burgueses. Pero se comportaron como Albert Camus más que como Jean-Paul Sartre: no rompieron con la propia clase, sino que utilizaron sus medios para combatirla, criticarla y a veces abochornarla. Fueron quienes denunciaron las cobardías y los silencios interesados con el afán moralista de perfeccionar a su propia clase, con el afán de nombrar una verdad múltiple a través de la novela, el ensayo o la poesía. No lanzaron octavillas pero redactaron sus cuartillas sin cesar.

Posiblemente somos todavía hoy herederos del prejuicio que descarta disidencia o heterodoxia alguna en autores canónicos, como si de veras hubiesen sido siempre canónicos: personas dóciles y obedientes, atadas a sus intereses egoístas o adaptados siempre al mejor postor o al interés más rentable. Pero conviene decir sin contemplaciones que las mejores páginas de Pla, de Joan Oliver y de Gaziel, de Ferrater Mora, Castellet, Gimferrer y Margarit contienen una rebeldía intraburguesa estimulante y transgresora al margen de su ubicación política a derecha o izquierda: despiertan a su clase del sueño de la buena conciencia discutiendo su anodina conformidad con lo que son, con sus prejuicios, con sus anclajes estables a una realidad empequeñecida, cercenada, prudentemente selectiva.

Mis heterodoxos se saben miembros de esta tribu, aunque algunos lectores echarán de menos con razón alguna palabra sobre algunos otros más: sobre la desobediente y apasionante trayectoria de Eugeni d’Ors, sobre el moralismo lúcido y acre de Llorenç Villalonga, sobre la impiedad analítica y sarcástica de Josep Maria de Sagarra y hasta sobre la libérrima ironía sangrante de un valenciano volteriano como Joan Fuster. Su obra, la de unos y otros, ha sido a menudo una forma de escapar a la moral dominante sin dejar de buscar su sitio en el sistema: ni Pla, Oliver y Ferrater Mora, ni los hermanos Gabriel y Joan Ferrater, o Gimferrer, Castellet y Margarit escriben o piensan para desmantelar el buen juicio pragmático y el reformismo prudente. No los anima ningún redentorismo mesiánico, pero sí la convicción de que la dignidad ética de una sociedad pasa por decir la verdad a pequeña escala, en voz alta o baja, ascética o suntuosa, pero la propia verdad. Y muchos de ellos sospechan que su buena fortuna es fruto de un gigantesco equívoco, un fantástico malentendido según el cual los méritos o los valores que les asigna su sociedad no coinciden con los que cada uno de ellos se asigna a sí mismo: esa asimetría está en la raíz del equívoco y de la sensación de ser apreciados no por lo mejor de sí mismos, sino por lo que la sociedad necesita que signifiquen como iconos o ejemplares especialmente logrados de la especie.

El último conflicto

Hay otra pata en el mapa recortado de la disidencia que ofrece este libro. Buena parte de estos autores habitaron confortable y felizmente una realidad catalana nutrida de cultura y literatura española sin sentirse defensores a ultranza de un patrimonio catalán limpio de adherencias o contagios españoles. No se les pasaría por la cabeza como escritores, pero tampoco como ciudadanos, y es muy improbable que la vivencia de una beligerancia activa fuese compartida tras la restauración de la democracia y, obviamente, fuera de la persecución vejatoria primero de Miguel Primo de Rivera y después del franquismo. Ninguno de los autores de este libro ha albergado sentimiento alguno de inferioridad por convivir con la literatura castellana en Cataluña; tampoco la ha considerado un obstáculo o una toxina turbadora. Más bien la han vivido como un ámbito de debate, combate, rivalidad y afinidades: un espacio vivo. Ésta es en gran medida la tradición desprotegida que invoca el libro en el primer capítulo.

Los sucesivos capítulos se acercan desde ópticas complementarias a una tipología de intelectual. A la literatura de Josep Pla nada le quita su profundo efecto corrosivo, pero el centro del capítulo es una reinterpretación de El quadern gris como lo que es: la novela en forma de diario juvenil que le ocupó durante toda su vida, a medio camino de una imposible Recherche proustiana, un Baroja humilde y desengañado y un D’Ors desposeído de solemnidad y petulancia (pero no de inteligencia ácida e irónica). Tampoco el hecho de ser un hombre del nuevo poder de 1939 diluye el papel crucial de Pla como articulista porque combatió, primero desde el franquismo y después en lenta y gradual lejanía, las fantasías de un régimen intensamente retórico y triunfalista, muy alejado del ideal estilístico y ético de un escritor de tono menor y un poco desdibujado (y por eso mismo comparable con la continuidad casi imperturbable que expresan otros prosistas liberales como Pío Baroja y Azorín). Su novela El carrer estret es así un contramodelo de la prosa del tiempo de la posguerra y esconde una lección disidente disfrazada de modesta vulgaridad.

El capítulo dedicado a Ferrater Mora, profesor exiliado desde 1939 y autor de una obra filosófica prestigiosa y muy difundida, tiene dos ejes de interpretación que rompen el paradigma convencional: su vivencia del exilio aporta una visión desprovista de rasgos trágicos, positiva y liberadora, productiva y feliz, paradójicamente semejante no sólo a la que defenderá muy pronto Francisco Ayala, sino a la que una y otra vez reclamó Julio Cortázar para los exiliados de las dictaduras latinoamericanas desde los años setenta. Esa vivencia perfila a Ferrater Mora como sujeto poco sensible al catalanismo o a la ideología nacionalista, sin dejar de ser catalán. De modo parecido, el papel desempeñado por Josep M. Castellet y Joan Ferraté los sitúa lejos de un catalanismo de monocultivo y de ahí que el libro proponga dos retratos imposibles para dos figuras ética y emotivamente contrapuestas. Sus divergencias son muy agudas, pero ambos actúan como disidentes sistémicos con plena conciencia de ello. Castellet programó e incluso armó vastas y a veces laberínticas campañas como crítico cultural y ensayista, mientras que Joan Ferraté recondujo su vida fuera de España por estricta intolerancia civil y ética al entorno franquista, y también en el exilio forjó una de las trayectorias como teórico literario más radicales del siglo. Finalmente, una pareja inverosímil protagoniza el último capítulo. Los dos autores responden a una poética literaria dispar, pero a los dos los leo como moralistas tan necesarios como antitéticos: Pere Gimferrer ha renovado desde todos los géneros los debates más agudos y comprometidos de la modernidad y Joan Margarit ha sido el poeta más fiel a una tradición en que el poema es laboratorio analítico de la verdad moral, dulce y dolorosa.

Cierra el libro un epílogo que absorbe algo de la actualidad sin enfrascarse en ella: no es éste el lugar. Pero después de recorrer algunas disidencias históricas, me ha resultado ineludible interrogarme sobre el lugar de la disidencia en la Cataluña actual. La evidente aceleración del independentismo ha convertido la ruptura con España en una solución global para los problemas de Cataluña como sociedad. Unos me parecen inventados, otros me parecen magnificados y la inmensa mayor parte de esos problemas me parecen compartidos con España porque Cataluña es y ha sido corresponsable de un ciclo histórico que arranca en 1978 y termina en estos años en una crisis de Estado inocultable y estructural. En consecuencia, me siento lejos de la independencia como proyecto, pero también disconforme con la lectura política que muchos han ofrecido de la situación actual en Cataluña. Disiento del enfoque disimuladamente centralista tanto como del rupturista, como me parece que disentiría el grueso de los autores de este libro.

Terrassa (Barcelona), febrero de 2012.

Revisado en noviembre de 2014.